Siempre salgo a caminar por la ciudad de México con un librito. Ayer era una especie de biografía de Adorno; hoy, una relectura de Sarmiento que conseguí en una venta de garaje por diez pesos: una ganga, comparada con los precios que maneja la maquinaria editorial en este país. Fui librero durante muchos años en Buenos Aires y hay veces que pienso en Pedro Volkovich y en sus tribulaciones por Saer, por la lectura de Saer, en el salón de la librería Fausto, y en Rodolfo en la librería Hernández, discutiendo aquel párrafo donde el narrador de Operación Masacre huele, erróneamente, no recuerdo que flor. Párrafo que luego descubriera el hábil y travieso ojo de Daniel Link. Mi biblioteca quedó en Buenos Aires, en cajas que fui apilando durante años, junto con la biblioteca política heredada de mi viejo. Alguna vez quise traerla. Imposible. Como lector, siempre pensé construir mi inmovilidad, mi destino sedentario, en unos pocos estantes. De hecho solía leer, en el sótano de la Hernández, un libro de Cátedra sobre jardines, y otro sobre el trazo de las ciudades modernas, y guías turísticas, y por supuesto todo lo que encontrara de Benjamin, sin ni siquiera salir del cuarto. Si mal no recuerdo, existe de él una edición fabulosa con ciertos textos sobre la biblioteca y libros de viajes, más específicamente sobre los policiales en el tren. También en otro sótano terminé The Last Puritain de Santayana, todo un tratado de arquitectura literaria. Camino a lo Walser. Caminar durante días, devenir caminante, debería transformarse en mi nueva meta. La ciudad de México nos hace olvidar que alguna vez hubo desolación en la tierra. Es el imán babilónico qué atrapó a cuanto viajero la viera a los ojos. Desde Bolaño y su recorrido nómada por los círculos poéticos, a Burroughs montado a su pony, a la bomba nuclear, y a su dosis, que en el corpus es lo mismo. Aquí no hay paralelas. De hecho, la lógica capitalista del libre flujo no se refleja en la ciudad. Las calles se expanden a cada momento. También hay grietas, y en cada una un devenir lobo. El corazón descansa en el extravío y la resignación de verse rebasado por una lógica aún más profunda que la de su propio espasmo. La calle Donceles esta sembrada de librerías. Busco algo de Novo y encuentro de Reyes: “El viajar se asemeja a una tregua biológica”. La ciudad tiene un ritmo pueblerino. El chilango es parsimonioso, toma su atole prehispánico y come sus tacos de ojo, dentro de su Venture. Compra sus hierbas, visita al chamán y se va a la oficina. Es un ser que resiste y que se repliega hondamente. En la UNAM encuentro algo de Copi, un par de novelas agotadas en Argentina. Es un presagio. Siempre que encuentras algo de Copi es un presagio. Encontrar algo de Aira sería como medio presagio. Y de Witoldo, todo un milagro. El polaco, más que el chamán es el Zidane de las letras argentinas. Por la avenida Obregón, en la colonia Roma, cerca del centro, hay unas cuantas librerías de usados. El orden obedece a la ideología. Siempre se deja medio estante para la Z, no más. El desprestigio de ésta letra se debe a la perversa popularidad que vive todo comienzo. A un lado descansan también los inclasificables, las antologías y rejuntes de todo tipo. Es el agujero negro de las librerías y la prueba de la constante inclinación al desorden. Por ese motivo los libreros evitan agacharse: se niegan a ver a diario el rinconcito de sus más grandes deseos y frustraciones. Saben que inexorablemente los últimos libros se mezclaran con otro sector, se perderán o simplemente, serán olvidados. Letra P. Piglia.
En el medio: Respiración Artificial. La biblioteca de Monsivais es una selva impenetrable. La única biblioteca manoseada, ultrajada, impresentable. Todo un universo en la colonia Portales, al sur de la ciudad. Una maqueta del caos mexicano. Si la ciudad es la urbe de la demasiada gente, en estos estantes confluyen los demasiados libros. La biblioteca espejea la ciudad. En cada esquina se esconde la sorpresa, el extravío, la asociación surrealista. Como la arquitectura de aquella casa que pierde, parecida al cuento donde un tal Villoro estrella, de a ratos, unos pocos pájaros contra una ventana de Coyoacán. Impensable para otro tipo de cartografía. Es que hay una lógica citadina más cercana a la metafísica que al guarismo. Aquí, en los mercados, por entre los puestos, desapareces como el autor en sus mejores escritos. Ciudad tras ciudad, las historias se multiplican. El habla pareciera ser una, y es ese decir lo que conforma la biblioteca. El tianguis callejero, por ejemplo, es el que mejor nos enseña de asociación, de orden, de clasificación. En su mayoría, obedecen a la misma perspectiva de la matriz: multifamiliares detrás, clásicos al frente y contemporáneos colgando de los extremos; a un lado de una torre, de cientos de medias femeninas, y de carreteras apenas iluminadas. Un temblor de 7 puntos en la escala nacional que cimbra el tercer estante. Ruinas, gauchesca y narcopoética popular accionando como el último de los textos políticos, contraculturales. Como en la sátira medieval, el corrido norteño no sólo acciona como la maquinaria periodística que tararea la novedad, también, a manera de western, da vida a los “héroes” que saben “vivir de otra forma”; esto es: vivir al filo de la ley, en la desobediencia, a las sombras de la doblemente viciada estructura estatal. La narcopoética se ha transformado en el nuevo extremo utópico. El hombre sentado ansía esa experiencia: escapar al desierto con su camioneta, no detenerse, ir al límite, a la orilla. En ese sentido, en la mirada dislocada, es donde Borges y Walsh les hacen los coritos a Los Huracanes del Norte, en las primeras notas de La Suburban Dorada. Entonces, ¿cómo llegar a leer la ciudad?, ¿cómo dar con el índice, con cierta esquina, con su contratapa? El ladrillo verde de Georgie, Crítica y Ficción, y Leyenda, no sólo nos dan las coordenadas, las directrices para trazar las cartas; también provocan la incursión a otros barrios, ampliando nuestra idea de ciudad, que en definitiva, es nuestra idea del límite. La Guía Roji que mapea el DF, por otro lado, resulta un emprendimiento desmesurado, monstruoso, totalizador. En ella conviven, como en las grandes historias, el sueño y el fracaso absoluto.
Entro a Gandhi. Siempre compro algo. Hoy, La Novia de Odessa. Los compradores compulsivos son creyentes: sudan incesantemente y esperan hablarle a Dios un día. Se gastan el sueldo en libros que jamás leerán. Acumulan. Forran paredes que los acechan de noche. Crean un monstruo que deberán alimentar diariamente con más y más libros. Hacen un listado enorme de los que no leyeron, otro de los que aun no compraron, otro de los deberían comprar, siempre quieren el que no esta; pero se terminan llevando otros diez. Muchas veces compran el mismo pero intentan alejarlos en sus bibliotecas. Descreen de las ofertas pero inevitablemente sucumben al hechizo. Son expertos y celosos y se van de las librerías con la cabeza en alto como una lámpara. Salgo rápido por una calle lateral. Existe una narración que recorre todo el imaginario librero y que lo ubica en la frontera de su propio mito: la historia de un hombre que mata por libros. El hecho se remonta al primer tercio del siglo XIX en Barcelona y el protagonista es un tal Fray Vicents, fraile del monasterio de Poblet, magistral librero y, entre otras cosas, asesino de sus clientes. Cuentan que al salir de la tienda los ultimaba en alguna oscura esquina. Bajar al metro, en la Ciudad de México, se siente un poco a ser olvidado, a que nadie nos ve, a ausentarse. Es una estratagema que resulta. Y a pesar de que las estaciones sigan sembradas de gente, el vagón funciona como la antesala de la privacidad. Pasar del Zócalo capitalino a la soledad del cuarto, sin este interludio, resultaría un quiebre insoportable. En el metro existe una biblioteca gratuita dispuesta para el viajero. Se puede leer durante todo el trayecto. El metro carece de experiencia: nadie es mejor persona por haber viajado más en él, nadie se lleva un aprendizaje. Sin embargo los libros no vuelven, se extravían. México resulta el mejor lugar para leer literatura argentina. A la distancia, más que una tradición pareciera ser un rumor, un chisme diseminado en meses, en años. La aventura de Aira o Neo de Matrix, por ejemplo, es inabarcable, imposible de ser seguida, comentada, pensada. Se sabe que es desmesurada, monstruosa, que se mueve en calles desconocidas, que diagrama otra ciudad hasta la aniquilación. Lo de Neo se reduce al gesto Walshiano: es necesario saturar el sentido, el lenguaje y la circulación, hasta develar el equivoco. A medida que pasa el tiempo vas olvidando por qué te viniste, por qué te quedaste. Las esquinas y calles de la nueva ciudad, de repente, te contienen. Lees escritores de diferentes lugares, charlas, discutes, y tu biblioteca se amplía. Sin embargo, leer algo que te llega del sur siempre resulta un ejercicio cercano a la lectura de las líneas de la mano, al descubrimiento de un talismán, o al mensaje en la botella. Nuestra ciudad, finalmente, es siempre susurrada por la misma gramática maternal.
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El autor nació en Buenos Aires en 1973. Es viajero, actor, escritor. Desde 2003 vive en la Ciudad de México DF y escribe para diversas publicaciones. En 2005 crea La Compañía del Tango Nómada. Contactos: [email protected]
De su autoría, ver también en café de las ciudades:
Número 51 I Lugares / crónicas mexicanas
Caminos de Guanajuato I Un corazón resguardado entre las lomitas I Iván Peñoñori
Número 47 I La mirada del flâneur
Imaginando Tepito I Una crónica de México DF. I Iván Peñoñori
De Juan Villoro, ver en café de las ciudades:
Número 36 I Cultura de las ciudades
Espectros de la ciudad de México I El urbanismo como mitología. I Juan Villoro
Sobre el DF mexicano, ver también:
Número 47 I Cultura de las Ciudades
En el hoyo I Los trabajos y los días en el Segundo Piso del Periférico mexicano. I Marcelo Corti
De Georgie Borges, ver en café de las ciudades Los dos reyes y los dos laberintos en la presentación del número 45, y sobre Saer, el homenaje en la presentación del número 33 y:
Número 40 I Cultura de las ciudades (II)
El territorio como instrumento de la filosofía I La Grande, de Saer, entre la mirada y el conocimiento. I Marcelo Corti