Al tipo del que hablo le causan gracia las ideas convencionales sobre los climas de preparación sexual y los afrodisiacos. El hábito no hace al monje, sostiene, y el efecto de los portaligas es relativo: “prefiero unas buenas ropas de entrecasa y un momento inesperado”. Su recuerdo más excitante no tiene que ver con lingeries ni champagne, y solo unos pocos amigos, una amante, su psicóloga y la partenaire del caso saben del tema (posiblemente las amigas de la partenaire, y por que no amantes y psicólogos, pero no necesariamente la importancia del hecho en la estructura emotiva del tipo. No es factible un encuentro para discutir el tema).
La posibilidad sexual era evidente, pero estaban pendientes el desarrollo y las circunstancias. Se habían conocido en el cumpleaños de un amigo en común. El no se animó a llamarla por cuestiones que ya explicaré en otro lugar, aunque enloqueció por ella, y varios meses después se cruzaron en un concierto. Ahora si la llamó, tuvieron dos salidas y en la segunda despedida la besó con ingenuidad, pero muy decidido. La noche en cuestión ella invitaba a un cabaret under de San Telmo. Era lunes, víspera de feriado, y a él le pasaban cosas muy importantes en algunos feriados, como una transpolación del drama histórico en las circunstancias personales. Esto era de buen agüero, aunque le molestaban los 4 últimos números del teléfono de ella, porque de las dos cifras una era la del año de nacimiento de su padre, y la segunda era la de un año (por venir) probable de fallecimiento. Llegado ese año, su padre efectivamente murió, pero no se debe dar a este detalle más importancia que la pura anécdota.
La pasó a buscar por un edificio público frente a Plaza de Mayo, donde ella estaba haciendo una pasantía. Llovía de a ratos, hacía el frío suficiente como para lucir un pañuelo al cuello que a él le parecía buen detalle (ella lo consideraba así, supo un tiempo después). Tomaron un café, más que nada porque el sentía una cierta falta de comunicación y quiso una transición emocional antes de internarse en un lugar donde ella conocía a la gente y podía ejercer un dominio topológico. Aún así, la frialdad (puramente subjetiva, y que no implicaba torpeza ni desatención por su parte) duró un rato más. Ella compró un paquete de pastillas “Mentholiptus” y tomaron un taxi hasta el cabaret. Al entrar coincidieron en una mirada y sonrisa cómplices por el olor. Ellos habían fumado en su segundo encuentro casual, pero no habían vuelto a hablar del tema. Había empezado una obra de teatro, llegaron como pudieron a la platea (un andamio con tablones) y se instalaron como pudieron.
El molestó incluso a un camarógrafo, que expresó su desagrado. Promediando la obra, estaba pensando en como seguía su romance, cuando ella le habló al oído:
– Esto es muy aburrido, ¿no?
Asintió, aunque no era lo que estaba pensando. La obra era una burla (no daba para considerarla dignamente una sátira) a la Ultima Cena. Sus autores, que seguramente estaban actuando, pensaban que con eso alcanzaba. Terminado el engendro, ella saludó a varios conocidos (los actores se paseaban y saludaban, una chica estaba vestida con una especie de impermeable de plástico transparente). Pasó un amigo con cara de enojado, y una amiga, con quien conversó largo rato. Decidieron ir a comer, los tres.
La amiga sugirió una especie de club español, cerca del lugar. Cuando salieron, el detectó un hotel por horas. El lugar al que fueron estaba semidesierto, a excepción de ellos y de una mesa llena de españoles, ya en su edad madura. Algunos desentendidos con el mozo, pero finalmente trajó las paellas y el vino. Poco después el se recuerda un poco borracho y bastante feliz en la conversación, llena de melancolía, ocurrencias y absurdos. Los españolitos de la otra mesa cantaban:
– Muchachita linda… la la la la la la, yo te quiero muuucho …
Vueltos al cabaret, la amiga desapareció en el acto. El la besó con cierta lascivia, ayudado por el alcohol, y ella lo dejó hacer, mientras de tanto en tanto charlaba con algunos vecinos.
Cantaba un bluesero aburrido, obsesionado por confesar sus adicciones. El le explicó un chiste que en el encuentro anterior había quedado incomprendido. Se siguieron besando. Cambiaron los músicos, subieron unos chicos alegres.
Ella se quedó un rato conversando con alguien, el se enganchó con la música, hasta que ella le propuso ir a fumar, lo que el aceptó.
– Esperame, dijo ella, y volvió en dos minutitos, preocupada:
– Mirá, no te conocen y prefieren que vos no vengas.
– No hay problema, te espero.
La música era realmente divertida. Nunca volvió a oír hablar de los chicos, pero recordó una canción muy parecida a otra que años después se haría popular.
Fuiste mi vida fuiste mi pasión, la la la , mi mejor canción
Pero fuiste.
Fuiste.
En clave ska.
Ella apareció al rato y le pidió perdón, pero el estaba muy divertido y le dio otro beso.
– Bueno, parece que acá no queda mucho por hacer.
– Acá no, pero a nosotros nos queda algo.
– ¿Que?
– Un poco de sexo.
– Menos mal que eras tímido.
El le había hablado de su timidez. Ella se rió y no dijo nada, el la tomo de la mano y la llevó hasta la salida. En la vereda insistió con el tema. Por razones que quizás aclararé más adelante, ella hacía varios meses que no estaba con un hombre, y tenía miedo de arruinar el momento, pero no tanto como para que él, sin decir palabra, la hiciera girar 180 grados y dirigirse hacia el hotel.
– Hay un detalle técnico, dijo.
– Sí, los preservativos.
– Una habitación y preservativos, pidió al encargado.
Esto tenía su costado lascivo, aunque no es fácil de entender. El sujeto consideraba a la mujer como una de las mejores que había conseguido en su vida, y estaba completamente enamorado. Se quería casar, allí mismo. Reforzar, con el pedido de preservativos, la naturaleza sexual de ese momento, era ocultar la idealización (de la que luego se arrepentiría) que el había hecho de su mujercita. De alguna manera le daba dominio de la situación, incluso en el detalle de no haber comprado antes sus preservativos, de hacer aparecer la inminente sexualidad como algo casual. No se si se entiende, pero era una especie de exhibicionismo de su conquista.
La habitación estaba muy calefaccionada y el recordó un párrafo de Rayuela acerca de la primera vez y los comentarios banales sobre la decoración de un dormitorio. Que los hicieron. Se acostaron, el la besó (lasciate ogni speranza, voi che entrate qui) por última vez como pretendiente, y la desnudó, en forma intermitente con su propia operación de desvestirse.
Ego introibo ad altare Dei.
– Que linda que sos, sos hermosa!, dijo, y ella se río, con cierto nerviosismo. Fue su última demostración de timidez.
Él le dijo: – Estás masticando algo.
– Si, una pastilla. ¿Querés?
– Bueno.
Y ella lo besó, y en el beso le pasó la pastilla, Mentholiptus.
El la fue besando a lo largo de todo su cuerpo, flaco, pálido a rosado, de piel suave. Fue girando hasta quedar en posición de besar el tajo de su mujercita, con cuidado de no perder la pastilla. Chupó durante unos minutos, cuidando de mantener una posición paralela entre ambos pares de labios, (humedecidos los dos, por la pastilla y por el deseo). Ella osciló entre unos gemidos y algunas acciones reciprocas con el miembro de su chico, pero con mucha languidez (que a el lo excitó más que las frotaciones).
Al rato él volvió a su posición original, y le devolvió lo que quedaba de la pastilla con otro beso.
– Se escuchaba el ruidito, crunchi, cunchi,…, dijo ella y se rió.
Esto completó la erección. Se puso finalmente el preservativo y trepó sobre ella.
Se fueron sin ducharse, ya de madrugada. Entraron a un drugstore, el tomó una Seven up y ella compró cigarrillos.
– ¿Me vieron cara de policía, para no invitarme?
– No, no es eso, es que no te conocían. Ya te explicaré.
La historia de esa explicación es ajena a este relato. Por ahora, los dejamos a los dos despidiéndose frente a la casa de ella, besándose en una tercera versión de los contactos labiales que hemos analizado.
¿Que fue lo más excitante de la situación? El no lo tuvo muy claro. Algo pasaba por algunos contrastes intelectuales: la asepsia de los preservativos contra el intercambio de salivas y germenes a través de una pastilla, los aburrimientos, tiempos muertos y malos entendidos de toda la noche, contra la permanente esperanza, contra el ardiente deseo.
Pocos años después, nuestro héroe festejaba en la cancha de San Lorenzo el segundo gol del partido contra Newel’s, fundamental en el campeonato de los locales. Recordarán la situación: faltando 15 minutos, San Lorenzo ganaba por uno a cero (un partido que había manejado cómodamente) y un corner para los rosarinos revivió los fantasmas de tantos campeonatos donde San Lorenzo había quedado afuera por culpa de la lepra. Pablo Paz cabeceó muy bien en medio del área, a un ángulo. Y Passet reaccionó aun mejor, embolsando la pelota. Rápida salida para Monserrat, quien se había lesionado en la jugada anterior, y antes de caer mete un pase largo hacia Silas, en campo contrario (Adrián Paenza sugirió en Fútbol de Primera que todos los técnicos grabaran esa jugada y se la mostraran a sus jugadores). Silas tomó la pelota, superó en velocidad a su marcador y eludió al arquero, que había salido hasta fuera del área. Los pocos segundos entre esta gambeta y la concreción final del gol serían inolvidables para nuestro hombre. Ese momento, que no es el gol pero que tampoco es la ausencia de gol, ese instante (largo, delicioso) en que resulta claro que nadie impediría la concreción final, que no es solo la preparación para el grito y el desahogo, que no es ya la ansiedad y el deseo…
Poco tiempo después, el tipo logró relacionar de alguna forma ambos momentos. Abolir el deseo y la esperanza, pero también la satisfacción, fue el logro de esos instantes entre la gambeta y el gol. Abolir los momentos preparatorios, la sanidad, la lógica, fueron los encantos de los actores aburridos, del cantante inexpresivo y de las situaciones inatractivas que precedieron al sexo en aquella noche under. Nunca profundizó en esa relación, pero el bueno de Silas y las pastillas Mentholiptus forman parte del patrimonio espiritual de nuestro personaje.
CR
Carmelo Ricot es suizo y vive en Sudamérica, donde trabaja en la prestación de servicios administrativos a la producción del hábitat. Dilettante, y estudioso de la ciudad, interrumpe (más que acompaña) su trabajo cotidiano con reflexiones y ensayos sobre estética, erotismo y política.
Ver el gol de Silas a Newels Old Boys de Rosario en el año 1995.
Esta nota fue publicada originalmente en el sitio Web de la Agupación Sanlorencista ZNA, a la que agradecemos su autorización para reproducirla.
De Carmelo Ricot, ver Proyecto Mitzuoda(c/Verónicka Ruiz) y sus notas en números anteriores de café de las ciudades, como por ejemplo:
Número 68 I La mirada del flâneur
La temperatura del infierno I Escritos fronterizos I Por Carmelo Ricot
Número 64 I La mirada del flâneur (II)
Beyond Beyoglu I Tajos, cuestas y contrafrentes I Carmelo Ricot
Número 40 I La mirada del flâneur
La Juventud Alegre I Inicio de un viaje. I Carmelo Ricot
Número 15 I Política
Las 10 boludeces más repetidas sobre los piqueteros y otros personajes, situaciones y escenarios de la crisis argentina I Con un prólogo sobre la derecha, otro sobre Jauretche, y un epílogo sobre la consigna más idiota de la historia. I Carmelo Ricot