Pocos consensos urbanísticos más universales hay que aquel del que goza la recuperación del mayor valor inmobiliario generado por la acción normativa o la obra pública, también llamada recuperación de plusvalías. O también, y aquí creo que está una posible raíz semántica del error o aberración urbanística que vamos a comentar, captación de plusvalías.
Hablábamos de consenso. No hay demasiada oposición a esta tesis (digo que no hay demasiada por no decir que no hay ninguna, quizás la haya pero no la conozco). A lo sumo algunos dicen que si el Estado cobra por estas plusvalías también debería pagar por eventuales “minusvalías”, pero su validez es aceptada a izquierda y derecha del espectro disciplinario (incluso aunque algunos se sonrojen como colegiales al escuchar o usar una palabra asociada a la teoría marxista).
Ahora bien, ¿de qué estamos hablando? Estas plusvalías urbanísticas son aumentos del valor del suelo urbano ajenos en su mayor parte o en su totalidad a cualquier esfuerzo del propietario y que tienen su origen en el esfuerzo de la sociedad y, en particular, del Estado. Esta externalidad positiva se debe a distintas causas: la producción de infraestructura, el desarrollo de las áreas circundantes, la generación de equipamientos, servicios y atributos urbanos y/o la normativa urbanística. De esto se desprende que la apropiación de esas plusvalías por los propietarios resulta una injusticia, ya que premia a quien no se ha esforzado por producir esa valorización.
Hay diversos mecanismos (en su mayoría, fiscales y tributarios) que se han implementado en algunos países con el objetivo de lograr una apropiación de esas plusvalías urbanas para la sociedad. Entre otros, se pueden mencionar la contribución por mejoras, el impuesto a las plusvalías, el impuesto predial y el castigo fiscal a los terrenos baldíos. Resulta esencial distinguir la recuperación de plusvalías sobre el valor del suelo de la mera recuperación de costos de una obra de infraestructura, que pueden ser mucho menores que la valorización efectiva que realizan de un área, o de la ejecución de obras de infraestructura, equipamientos, vivienda u otras que puede llevar a cabo un desarrollador para permitir la realización de su proyecto.
Lamentablemente, lo más común en muchos países es que esta mayor valorización del suelo quede en poder del propietario. Esto se debe a la existencia de legislaciones muy protectoras del patrimonio privado, a la escasa conciencia social sobre este mecanismo de valorización o incluso su validación y legitimización, a la conformación de estructuras de propiedad del suelo no concentradas y la consiguiente sensación, por parte de muchos pequeños propietarios, acerca de la posibilidad de tener ganancias patrimoniales con este mecanismo. Pero también, en muchos casos, se debe a una relación directa o indirecta de los propietarios del suelo (como sector o como individuos) con el poder político.
Esta externalidad positiva se debe a distintas causas: la producción de infraestructura, el desarrollo de las áreas circundantes, la generación de equipamientos, servicios y atributos urbanos y/o la normativa urbanística.
Algunas legislaciones urbanísticas latinoamericanas han incorporado mecanismos por los cuales el accionar del Estado puede recuperar parte de estas mayores valorizaciones. Un ejemplo es el caso de Colombia, que, con la Ley 388 de 1997, permite el cobro de plusvalías urbanas cuando se autorice el cambio de uso a uno más rentable o como resultado del mayor aprovechamiento del suelo. En Brasil, mientras tanto, el Estatuto de las Ciudades establece instrumentos como los incentivos para la ocupación de terrenos no construidos o sub-utilizados: el impuesto predial/territorial progresivo para cohibir el uso especulativo del suelo urbano; el suelo “creado”, etc.
En todos estos casos, el Estado recupera ese mayor valor que generó su accionar.
Lamentablemente, una práctica que se ha hecho común, al menos en Argentina, es la puesta en oferta de mayor constructividad a cambio del pago de una compensación económica en concepto de plusvalías. Una especie de plusvalía a la carta, “captada” (de ahí mi desconfianza con ese concepto) por el Estado, no demasiado distinta del en cambio vilipendiado concepto de excepción.
En esta modalidad a la carta, el propietario o desarrollador es quien propone directamente la modificación normativa: más altura, más constructividad, más ocupación, menos restricciones; lo que necesite para disparar su rentabilidad. A cambio ofrece el pago de una suma que aliviará las finanzas municipales o la ejecución de alguna obra (muchas veces, una obra que el desarrollador debería realizar necesariamente para poder realizar su proyecto).
La ciudad de Buenos Aires fue pionera en estas artes. La Ley 6062, también llamada de Plusvalía Urbana, estableció en 2018 un impuesto a las parcelas que obtuvieran una mayor constructividad por cambios normativos, en principio los originados en el paso de la regulación por FOS y FOT del antiguo Código de Planeamiento Urbano a la regulación “morfológica” del Código Urbanístico (CUR). Su Artículo 1° postula como objeto de la Ley “crear un instrumento urbanístico que regule el mayor aprovechamiento constructivo de aquellas parcelas donde se genere plusvalía por cambios normativos. El mismo consistirá en que quien utilice una constructividad adicional tendrá la obligación de pagar un porcentaje de este plusvalor a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en los términos establecidos por la presente”. En tanto, el Código Urbanístico define el Convenio Urbanístico en su artículo 10.9; el Observatorio Metropolitano del CPAU lo define como un “instrumento de gestión urbana que articula por arreglos específicos establecidos entre los propietarios y el gobierno de la ciudad y define compromisos entre las partes, que pueden ser compensaciones monetarias y/o intervenciones en la Ciudad que generen beneficios mutuos. Se propone promover el desarrollo de proyectos y permite redefinir la constructibilidad establecida por la normativa para cada parcela”. En una nota de opinión publicada en el mismo sitio, Néstor Magariños plantea los problemas de esta concepción:
Una especie de plusvalía a la carta, “captada” (de ahí mi desconfianza con ese concepto) por el Estado, no demasiado distinta del en cambio vilipendiado concepto de excepción.
En primer lugar, aplicarlo para terrenos pequeños que responden con claridad al patrón previsto hoy por el CUR, vulnera principios básicos del derecho urbanístico como son la razonabilidad y la igualdad ante la ley. […] Tampoco parece sensato aplicar esta figura a terrenos públicos de reciente venta, queda en el aire la sensación de que los compradores han pagado por los terrenos menos de lo que correspondía.
En segundo lugar, y en relación al mercado, se presenta como un factor que altera la dinámica de los precios de la tierra urbana. ¿Cuánto vale un terreno en CABA?, ¿el valor que resulta de la constructibilidad que asigna el CUR o de la que resulta de las “negociaciones” de los propietarios con las autoridades de la ciudad?
También altera el mercado laboral de los arquitectos, ya no importa tanto la maestría en el ejercicio de la profesión, como la capacidad de alterar las normas urbanas.
El plusvalismo de oferta o a la carta trascendió la General Paz y el Riachuelo y prospera en muchas ciudades argentinas. Una nota reciente en el diario La Capital expone el caso de Roldán, municipio de la periferia de Rosario, que al calor de numerosos desarrollos inmobiliarios de diverso tipo triplicó su población de 14.000 a 43.000 habitantes ente los censos de 2010 y 2022. Según la nota, la administración municipal no tiene mejor idea para resolver los problemas urbanísticos originados en este crecimiento no planificado que “cambiar la matriz urbana impulsando la modalidad de barrio cerrado” para “traer a la ciudad desarrollos de calidad, que nos aporten soluciones a lo que hoy son problemas”.
Entre las razones, argumentan “evitar la proliferación de mayores espacios en el dominio público, lo que atenta contra la prestación de servicios básicos”, y “la percepción de plusvalías por mayor valorización del suelo, de barrio abierto a cerrado, uso rural a urbano, con el fin de trasladarla a obras e ir cubriendo planificadamente el pasivo de infraestructura de la ciudad”.
De instrumento virtuoso de gestión urbana a instrumento de privatización y segregación. Triste destino el de algunas plusvalías argentinas.
CR
Carmelo Ricot es suizo y vive en Sudamérica, donde trabaja en la prestación de servicios administrativos a la producción del hábitat. Dilettante y estudioso de la ciudad, interrumpe (más que acompaña) su trabajo cotidiano con reflexiones y ensayos sobre estética, erotismo y política. De su autoría, ver Proyecto Mitzuoda (c/Verónicka Ruiz) y sus notas en números anteriores de café de las ciudades, como por ejemplo Urbanofobias (I), El Muro de La Horqueta (c/ Lucila Martínez A.), Turín y la Mole, Elefante Blanco, Sídney, lo mejor de ambos mundos, Clásico y Pompidou (c/Carola Inés Posic), México ´70, Roma, Quevedo y Piranesi, La amistad ferroviaria, Entente Cordiale, La ilusión cartográfica y Geográfica y geométrica. Es uno de los autores de Cien Cafés.
Ver los Errores urbanos anteriores de Carmelo Ricot en café de las ciudades: La pulsión chiquitista y El maceterismo, enfermedad infantil del urbanismo táctico. Y el antecedente: Contra el urbanismo de franquicias. El problema de las recetas, en nuestro número 188.
Ver también Sobre la captación de plusvalías urbanísticas. Una herramienta para la construcción de ciudades más justas y sustentables, por Grisela García Ortiz en nuestro número 80.