Hablando con amigos sobre el efecto contundente de las imágenes de Elefante blanco, alguien apuntó (con intención elogiosa) que el director Pablo Trapero se había limitado a poner la cámara dentro de una villa miseria para registrar lo que allí pasaba. No le respondí en el momento, pero después de pensarlo un rato llegué a la conclusión que en realidad la cámara de Trapero no tuvo el rol autónomo que la frase de mi amigo podría atribuirle. Por el contrario, la mirada de la cámara y el impacto que su registro produce en el observador están sustentados en un dominio técnico y cultural de las posibilidades del cine para construir una realidad, para presentar y re-presentar. La realidad que presenta Elefante blanco no solo es “real”, es además verosímil.
Todos los recursos de la técnica cinematográfica son usados para reproducir la experiencia de caminar la villa. El paneo tras los títulos iniciales (con algo de aquella imagen inicial de La batalla de Argelia, entre la ciudad colonial y la casbah) deriva del Conjunto Piedrabuena como tejido “oficial” al tejido irregular y casuístico de la villa. Está tomado desde el “elefante blanco” del título, que luego aparece en general en discretos segundos planos. (otro paneo posterior sobre la Villa 31 está tomado desde un edificio del elegante barrio del Socorro donde habita el padre Julián y omite así el contraste más obvio entre la villa y los edificios). Luego la cámara baja: los planos secuencia resultan la forma más eficiente de recorrer los intrincados pasillos a partir del paseo inicial del padre Nicolás y, además, de acentuar el dramatismo de algunas escenas: la balacera entre las bandas de Salazar y la Carmelita (la entrada de la moto con el sicario apunta a los propios ojos del espectador, para que no quede duda de lo que es quedar atrapado en un tiroteo en los pasillos de una villa), la incursión homérica de Cruz y el padre Nicolás para rescatar el cadáver “del Mario” y llevárselo a su padrino, la emboscada policial en la que cae el jefe narco (y se resquebraja la credibilidad de los curas). Trapero no se limitó a poner la cámara: la puso como un maestro.
Borges hablaba con justicia de “las lacras del realismo”. ¿Cómo definir ese otro tipo de realismo que ofrecen Trapero y otros exponentes del cine argentino a partir de fines de siglo XX? Se me ocurre instantáneamente aquel real-visceralismo cuya historia imaginó Roberto Bolaño, pero me inclino por una definición territorial: un realismo bonaerense, un extremo objetivismo para que el objeto de estudio no se escurra entre las sensiblerías, los prejuicios ni el “compromiso”. En sus primeras palabras, Julián se siente obligado a la mayor precisión sobre el origen del “elefante blanco”: no solo un hospital cuya obra interrumpe la “Libertadora” sino un proyecto socialista de los años veinte; aunque situado en Buenos Aires. El barrio se imagina en jurisdicción de unas hipotéticas municipalidad y gobernación y así se elude la referencia al macrismo gobernante en la Ciudad, que hubiera podido instalar un foco distractivo de conflictos. Como la institución policial en El Bonaerense (la película de Trapero del 2002), la Iglesia es tratada sin estereotipos ideológicos, sin anticlericalismos ni mistificaciones. En la tragedia de Julián y Nicolás asoma algún eco de aquel curita Nazarín que llevó al cine Luis Buñuel. Como Nazarín, Nicolás pasa del Amazonas a Lugano y en todas partes fracasa, más allá de la fuerza de sus convicciones y la valentía de sus actos (“ni usted ni yo servimos para nada, padre”, es la frase final que le dicen en la cárcel a Nazarín).
“Si te vas de la villa, la villa te va a buscar” le dicen al Monito cuando se discute su retirada a una granja. La misma omnipotencia toma la villa frente al puñado de conflictos que propone la historia: Julián como el militante disciplinado que forma parte de una estructura y se distancia del medio frente a Nicolás involucrado con el lugar y su gente, la pasión sexual de Nicolás y Luciana, la pertenencia de los tres a un mundo distinto al que quieren arreglar (“o sea que se dan el lujo de ser pobres”, dice la asistente social por la procedencia social de los curas; “vos ya tenés tu casita”, le dice a ella el albañil al discutir sobre la falta de pago de la empresa constructora), la doble pertenencia ocultada por Cruz y la otra doble pertenencia, explicita en este caso, del Monito. Todo queda subsumido en el caos material y simbólico del verdadero protagonista: la Villa.
CR
La película Elefante blanco, de Pablo Trapero, está dedicada al Padre Carlos Mugica, asesinado en 1974 por su trabajo en la Villa 31 de Retiro, barrio que hoy lleva su nombre. Ver al respecto en café de las ciudades:
Número 110 | Proyectos de las ciudades (I)
Barrio 31 Carlos Mugica | Fernández Castro, Cravino, Trajtengartz y Epstein exploran las posibilidades y límites del proyecto urbano | Marcelo Corti
Sobre el cine argentino de los últimos años, ver también en café de las ciudades:
Número 1 | Cultura
Cantinas y fondas en el nuevo cine argentino | El restaurant no es solo un programa para después de la película. | Marcelo Corti
Número 43 | Cultura de las ciudades (II)
El espacio del Custodio | La mirada del que está solo y protege. | Marcelo Corti