Una entrevista mexicana a Ilinca Malonache, la actriz protagónica de No esperes demasiado del fin del mundo, confirma la identificación que otras periferias (y muy posiblemente, las periferias internas de los países “centrales”) sentimos con la Rumania presentada por el director Radu Jude: “¡Ilinca, hermana, ya eres mexicana!” le dice el cronista. Uno de los muchos méritos de la película es que no se agota en las pesadillas locales sino que aborda la casi totalidad de los problemas de esta época tan contemporánea del mundo. Así transitan la precariedad y explotación laboral (esas que en Argentina se intentan convertir en ley), la miseria de las redes sociales, el machismo, el racismo, la guerra y sus consecuencias sobre la vida cotidiana –incluso la de quienes no están en guerra–, la corrupción política y varios etcéteras. De una manera fractal, la estructura de la película nos habla de los horrores del mundo y decenas de groserías, chistes, anécdotas y referencias literarias las reiteran como miniaturas al interior de la obra.
No pueden faltar en esa exhibición de atrocidades las cuestiones urbanas: del tránsito insalubre/insoluble a los impactos de un desarrollo inmobiliario prime asentado sobre ¡un cementerio!, de la banalidad del rascacielos corporativo de Deloitte a la degradación de los pabellones de vivienda del comunismo, o el crimen social y urbanístico del barrio Urano, demolido para la construcción de un elefante blanco celebratorio de Ceaușescu.
El lenguaje cinematográfico no solo está a la altura de esa amplitud de contenidos: es excepcional. El blanco y negro de las 16 horas de trabajo de Angela, matizadas por música manele, comida chatarra, un sexo rápido pero satisfactorio y sus vivos de TikTok, dialoga con el color pastel de una vieja película de los 80. La sucesión hipnótica de planos desde el auto alterna con las entradas chabacanas de Bobita (el monstruo creado por Angela), una escena de Casablanca en un viejo televisor y decenas de cruces que homenajean a víctimas de accidentes de tránsito en una ruta en mal estado, para cerrar en una larguísima toma única final que explica la manipulación implícita en la película ficticia que se produce en la película real. Entre medio, la mejor interpretación fílmica que hemos visto de una charla en Zoom, con una gerenta de marketing emergiendo expresionista sobre un fondo de pantalla que remite a Metrópolis o a la iconografía de los rascacielos neoyorquinos de los años 30.
De una manera fractal, la estructura de la película nos habla de los horrores del mundo y decenas de groserías, chistes, anécdotas y referencias literarias las reiteran como miniaturas al interior de la obra.
El cine de Jude es un manifiesto personal de época traducido en un collage donde amalgama con asombrosa maestría retazos de videos, citas, películas, imágenes, fotografías y músicas, saltando desprejuiciadamente de la más sofisticada textura a una granulometría sucia en blanco y negro, de los planos secuencia al detalle. De igual manera acelera o ralentiza el ritmo, al punto que el tiempo es un material más sobre el que se estructura un discurso narrativo caleidoscópico. Todo ese aparente pastiche convive con una extrema sensibilidad para encontrar las grietas de nuestra cultura contemporánea, Sus personajes están perdidos pero lúcidos, es el humor el que los devuelve del fondo de la historia para ubicarlos como inevitables espectadores de su propia época. El Ulises contemporáneo es ahora una mujer que transita largas y complejas aventuras, con la ciudad como escenario que por momentos parece engullir velozmente todo a su paso. Cuando la cámara se detiene, de la cotidianeidad urbana emergen en primer plano unos personajes que transitan sus vidas en la pura sobrevivencia. Una Bucarest que podría ser México, Buenos Aires o cualquier gran ciudad latinoamericana. Guerra, salarios, comida, trabajo, preguntas sobre la idiosincrasia rumana, sobre la manera de entenderse desde el afuera del sistema o de encontrar en la propia historia como país las huellas de explicación de lo que somos, conviven como trazos y apuntes que, paradójicamente, los convierten en interrogantes universales.
El blanco y negro de las 16 horas de trabajo de Angela, matizadas por música manele, comida chatarra, un sexo rápido pero satisfactorio y sus vivos de TikTok, dialoga con el color pastel de una vieja película de los 80.
Todo ese aparente pastiche convive con una extrema sensibilidad para encontrar las grietas de nuestra cultura contemporánea, Sus personajes están perdidos pero lúcidos, es el humor el que los devuelve del fondo de la historia
No esperes demasiado del fin del mundo es de esas películas que, en ocasiones, nos devuelve la fe en el cine; esas ocasiones en que recobra vida la advertencia de Buñuel que repetían en sus ciclos los programas impresos de la Sala Lugones: “bastaría que el párpado blanco de la pantalla pudiera reflejar la luz que le es propia para que hiciera saltar el universo”. O como plantea el mismo Jude en otra de sus películas, ocasiones en que el cine, como ese espejo que usó Perseo para vencer a la Medusa, refleja horrores que mirados directamente nos dejarían sin reacción, petrificados.
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No esperes demasiado del fin del mundo (2023, Rumania y Luxemburgo). Dirigida por Radu Jude, con Ilinca Manolache, Dorina Lazar, Nina Hoss, Ovidiu Pîrsan, Uwe Boll et al.
Sobre “esas ocasiones”, ver también Happy together, Cine y ciudad en cinco episodios en nuestro número 69.