En este número de café de las ciudades queremos cerrar la serie de artículos que, desde el número 0 de nuestra revista, venimos publicando sobre la reconstrucción del área afectada por los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. Seguramente habrá otras notas sobre el desarrollo del más ambicioso y significativo proyecto urbano de la década. Pero es oportuno realizar un balance, al menos provisorio, de las cuestiones generales y específicas que plantean el desafío de la reconstrucción del área, la metodología adoptada, el resultado obtenido, y el ambiente social, político y cultural que rodea al proyecto. Para algunas de estas cuestiones hemos solicitado la opinión de parroquianos amigos, que han respondido amablemente y, en algunos puntos, plantean estimulantes contrapuntos sobre las preguntas realizadas.

Dos respuestas al 11-S
La primera cuestión se relaciona con el contexto global: el proyecto de Libeskind para la reconstrucción del área del Bajo Manhattan es la respuesta urbana y arquitectónica al atentado de septiembre de 2001. La respuesta política – militar, en cambio, incluye hasta el momento una incursión sobre Afganistán, la reciente invasión sobre Irak (realizada al margen del orden jurídico internacional) y las bravuconadas actuales contra Siria, en una escalada imperial que se expresa en conceptos como el del “ataque preventivo”.
¿Hay relación entre ambas respuestas, son dos respuestas independientes, o son dos respuestas contradictorias entre si?
La pregunta no es de fácil respuesta. Luis Ainstein, profesor de la Maestría de Planificación
Urbana y Regional de la Universidad de Buenos Aires, considera que “son dos respuestas de la misma ‘identidad’, ya que la propuesta de Libeskind está fundada en torno de lo que personalmente considero una típica mistificación norteamericana“. Según Ainstein, la mistificación en que cae Estados Unidos es la de autoconsiderarse como un Estado plenamente virtuoso, que “representa las más genuinas tendencias” de la humanidad, y que por tal motivo sufrió el ataque del 11-S, al que se responde con la guerra: esta situación “resultaría ‘celebrada’ por la propuesta de Daniel Libeskind“.
En cambio, el arquitecto Diego Caramma, editor de la revista suiza Spazio Architettura, sostiene que “cada respuesta es la opuesta de la otra. Libeskind desarrolla un gesto antimonumental, un testimonio capaz de gritar el trágico fracaso de un proyecto inhumano. Un grado cero para repensar las bases de nuestra propia convivencia fundada sobre un nuevo pacto de civilización entre los hombres“. La guerra, en cambio, es según Caramma el pretexto para imponer una estrategia imperialista, “instrumento político para garantizar a una única hiper-potencia el control global, de acuerdo a la nueva visión geopolítica de Washington. La elaboración de esta prospectiva ha sido oficializada después del 11 de septiembre, pero sus raíces se fundan en problemas presentes mucho antes del ataque al Pentágono y al las Torres Gemelas“. Para Josep Alías, sociólogo catalán y colaborador de café de las ciudades, las respuestas “son complementarias. Magnifican el poder y demuestran que no se ha aprendido nada: que el 11/9, fuera de ser el ataque de un loco, fue la expresión y manifestación de “rabia y orgullo” de unas personas enloquecidas que demostraron su malestar. En lugar de replantear las cosas, los americanos se han levantado enrabiados y dispuestos a desafiar a todo el mundo“.
En opinión de quien esto escribe, la celeridad en la formulación de un proyecto – programa de reconstrucción del sitio es una actitud que afirma la convicción de la ciudad, y en definitiva de la sociedad norteamericana, en superar la tragedia y reafirmar nuevamente valores como los expresados en el espectacular perfil de las Torres Gemelas. Esta convicción, aunque recuerde por su inmediatez y su mística la movilización militar que se desarrolló en forma paralela, no implican de por si una actitud imperial o desafiante. Incluso algunos entretelones del llamado a concurso, con el abandono de las anodinas propuestas presentadas en septiembre de 2002, y la convocatoria que incluyó a destacados arquitectos no estadounidenses, son bien distintos de la arrogante actitud de ignorar a las organizaciones internacionales y en especial a las Naciones Unidas, actitud que caracteriza la “cruzada” militar.
Es cierto que el proyecto contiene elementos que podrían apelar a celebraciones chauvinistas o a gestos imperiales, en especial la recurrencia a la erección de la estructura más alta del mundo, pero estos conviven con la delicada celebración y recordatorio de las víctimas, gestos como el de las cuñas de luz, o en general la visión trágica y personal de un arquitecto que hace de su obra una experiencia de interacción directa con el cuerpo del usuario, en un sentido más existencialista que monumental o jerárquico.
El fin y los medios
Más allá de los resultados, es digno de atención el procedimiento social, profesional, político y cultural, llevado a cabo por la Lower Manhattan Development Corporation para la selección del proyecto de reconstrucción. Resultó a un tiempo expeditivo y abarcante, permitiendo la participación y la opinión de vastos sectores de la sociedad neoyorkina (que no respondió en la forma esperada, a juzgar por la relativamente escasa cantidad de intervenciones y lo acotado de los temas tocados), e incluso corrigiendo rápidamente una falla como fue la banalidad de los proyectos de septiembre.
El método fue, al menos, eficiente en el logro de sus objetivos. En un marco de presiones políticas, sociales e intelectuales (buena cantidad de universidades, galerías de arte, organizaciones de todo tipo, y hasta el New York Times, convocaron a presentaciones de propuestas en forma simultanea a los llamados de la LMDC), e incluso con varias indefiniciones sobre aspectos de gestión, propiedad y uso de los terrenos afectados, la Corporación consiguió instalar en menos de 18 meses un proyecto fuerte y con singulares consensos, en condiciones de pasar sin mayores inconvenientes a la etapa de realización. Para Caramma, “de las noticias que han arribado y de las pocas informaciones que ha sido posible recoger, pareciera que se trata de una elección democrática. Cosa que sin duda es positiva“.
Quizás podría haberse pensado en una convocatoria más abierta, que permitiera la presentación de más cantidad de equipos (Ainstein considera que “es una ‘respuesta de propietario’, resolviendo por sí mismo el destino de ‘su’ parcela…“), pero la LMDC pudo cumplir satisfactoriamente un difícil objetivo. Aunque para Alías, el procedimiento “podría haber sido más simple, efectivo y cargado de valores democráticos, pero … ¿que se puede esperar de unos neoliberales?“.
Del barrio a la metrópolis
¿Podrá el proyecto de Libeskind impulsar la revitalización del área del Bajo Manhattan, y una mejor integración social y urbanística de la ciudad de Nueva York en su conjunto? Como decíamos en el número 0 de café de las ciudades, en el trabajo de Michael Sorkin para la muestra de la galería Max Protetch se postulaba la necesidad de “direccionar la capacidad de producción de renta a otras ubicaciones menos privilegiadas de la ciudad (…), de esta manera, se tendería a la transformación estructural de la ciudad en su conjunto, más allá de la restauración del área afectada por el atentado” Esto resultaría de especial interés en una época en que el ayuntamiento de Nueva York debe cancelar servicios y beneficios por la crisis fiscal (incluyendo delegaciones del propio cuerpo de bomberos de la ciudad, de heroica actuación en el 11-S).
Ainstein relativiza la posibilidad de evaluar el impacto global del proyecto: “en una ciudad como Nueva York, la noción de conjunto resulta difícilmente apta, dados tanto su tamaño, como el enorme nivel de su estratificación social“. No obstante, considera que “tendrá, seguramente, utilidad comunitaria en el área del vecindario del Bajo Manhattan“. Caramma cree que “las premisas del proyecto apuntan en su totalidad a conseguir buenos resultados de integración y recalificación urbanas. Todo dependerá en cada caso de como se realice el proyecto“.
Una reciente medida del ayuntamiento, en un área no muy lejana a la del World Trade Center, expresa otra forma de recuperar la ciudad. El tradicional Paddy’s Market, mercado de pulgas del barrio de Hell´s Kitchen, será reabierto a través del cierre de la calle 39 entre la Novena y Décima avenidas, los días sabados y domingo. La medida es fruto de un acuerdo entre la ciudad, la Autoridad Portuaria de Nueva York y Nueva Jersey, y un hombre de negocios, Alan Boss, quien movilizó a asociaciones vecinales y de defensa del espacio público para apoyar su iniciativa. El mercado había colapsado en la década del 30 por la irrupción de automóviles que ocasionó la apertura del Lincoln Tunnel. El sitio donde se reabrirá, en la calle donde comienzan las rampas del tunel, es actualmente un lugar desierto y tenebroso, que con la instalación del mercado llegará a recibir unos 10.000 visitantes por día. Es la primera vez en casi 30 años que el ayuntamiento decide peatonalizar una calle de Manhattan, y expresa un mínimo gesto de urbanidad que contrasta por su escala con el proyecto para el Ground Zero, pero que indica la multiplicidad de formas en que las ciudades pueden estimular su vida cívica.
Y también en el Downtown, se está realizando en estos días el festival de cine organizado por el Tribeca Film Institute, fundado entre otros por Robert De Niro y Martin Scorsese para consolidar el rol de la ciudad en la industria cinematográfica, y contribuir a la recuperación del Bajo Manhattan. El mismo festival convocó el año pasado más de 150.000 personas, y culminó con un concierto al aire libre en el Battery Park que se reiterará este año. En la edición en curso se incluye un ciclo de proyecciones y debates en el local de Prada en el Soho, diseñado por Rem Koolhas y OMA. Este local puede albergar a 150 personas en su auditorio, y está concebido como un espacio experimental, con el objetivo de trascender la actividad comercial y conformar a la vez un espacio público y una referencia cultural.
Proyecto arquitectónico y marketing de las ciudades
La década del ’90 se caracterizó por la proliferación de proyectos “emblemáticos” en muchas ciudades del mundo, no solo como mecanismo de renovación urbana sino como instrumento de marketing y promoción de la ciudad. El caso más conocido es el Museo Guggenheim de Bilbao (sobre el apogeo y decadencia de los “edificios trofeo”, ver por ejemplo el artículo de John Thackara en nuestro número 4-5). ¿El proyecto de Libeskind para NY es la continuación de dicha tendencia, la agota por su misma excepcionalidad, o, por el contrario, plantea nuevas formas de entender la ciudad y la arquitectura en nuestra época, más allá de la “marca” y de la firma?
Sea cual sea la intención y el resultado del proyecto, resulta claro que por muchos años no será lógico continuar una carrera de edificios emblemáticos que los “Jardines del Mundo” han ganado desde su misma aparición. Entre otras cosas, porque ya la terrible escena de los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas había hecho estéril cualquier intento, de cualquier ciudad del mundo, por presentar una imagen más elocuente.
Alías considera que el proyecto de Libeskind continua esta tendencia. Para Ainstein “la propuesta se ubica en la tradición de ‘emblema’, en este caso rindiendo tributo a los ‘mártires’, así como a la ‘virtud americana’. Por lo demás, resulta contemporánea, al valorar fuertemente el espacio público, y las actividades culturales de la ciudad“.
Caramma considera que “el proyecto se coloca por fuera de las lógicas de marketing para la promoción de una ciudad que, por otra parte, no tiene precisamente necesidad de el“. Sin embargo, acota, “quizás el proyecto de Libeskind promete más de lo que en realidad podrá ofrecer: solo se podrá dar un juicio con la realización terminada“.
Lo cierto es que el recurso de los grandes proyectos de marca ya parece estar agotado. Recientemente Josep María Montaner afirma en un artículo de El País, acerca de los problemas de la Plaza de las Glòries en Barcelona, que “sin duda, el recurso a firmas internacionales favorece la rapidez de operaciones, en la medida en que estos autores tienen menos en cuenta los estratos de la memoria del lugar y las condiciones sociales del entorno, aquellos ingredientes que enriquecen los proyectos haciéndolos participativos y comunitarios pero también más lentos y laboriosos. Ya sería hora que se debatiera esta tendencia actual: el encargo de los proyectos más representativos a firmas del star system internacional, sin tener en cuenta criterios de calidad arquitectónica, sólo atendiendo a la fama mediática“.
La recesión mundial, el nuevo escenario político y económico que pone dramáticamente en juego la estabilidad de los mercados globalizados, la amenaza sobre las burbujas inmobiliarias, el malestar expresado en manifestaciones y “okupaciones”, incluso los problemas que atraviesan algunos grandes “productores de edificios trofeo” (empezando por la Fundación Gughenheim) hacen improbable que en los próximos años pueda continuar esta tendencia. Lo que si plantea el proyecto de Libeskind es la emergencia de nuevos requisitos para el desarrollo de la arquitectura y la ciudad, no fundados exclusivamente sobre los significados en una sociedad de consumo, postindustrial, sino en las experiencias más intimas y directas de hombres y mujeres con su ambiente construido.
Queda otro desafío pendiente, pero esto no es probable que sea tomado voluntariamente por las sociedades satisfechas del mundo: la incorporación de los hombres y mujeres excluidos del sistema global de consumo, a unas ciudades y un territorio más solidarios, más justos y más sostenibles.
Influencias, soledades
Relacionado con lo anterior, es oportuno preguntarse si el proyecto de Libeskind tendrá una influencia perceptible sobre la arquitectura y el modo de entender la ciudad en los próximos años, o más bien, y por su propia excepcionalidad, se constituirá en una obra sui generis, sin influencias decisivas sobre otros proyectos. La pregunta vale tanto para los aspectos físicos, morfológicos y estilísticos del proyecto, como para aquellos aspectos más conceptuales (relativos al simbolismo, programa y valores). Ainstein cree que “como el resto de la obra de Libeskind., su propuesta es potente en términos de articulación entre contenidos simbólicos y morfológicos. Muy particularmente, creo que su elaboración arquitectural en torno de contenidos simbólicos, resulta paradigmática, distintiva y valiosa, y el proyecto para Manhattan no representa la excepción. En lo personal, considero que la caracterización y valoración simbólicas que hace respecto de los Estados Unidos, y que alimentan la propuesta, resultan totalmente inapropiados“.
Caramma considera que “su impacto no será por cierto mayor que aquel del pabellón del Museo del Holocausto en Berlín. Ni aquel, ni el proyecto para Manhattan serían concebibles en otro lugar. Ambos provienen de una compleja lectura de los acontecimientos que han caracterizado la historia (pasada o reciente) de los lugares. Y por lo tanto son irrepetibles fuera de sus propios contextos. Más que los aspectos formales del proyecto, sería bueno recoger el animus y la metodología proyectual“.
Más allá de su excepcionalidad, como ya vimos al analizar la cuestión de los edificios emblemáticos, el proyecto de Libeskind introduce en la arquitectura con mayores recursos disponibles y con mayor contenido significativo, cuestiones que quedaron alejadas en las épocas de predominio de la función, la tecnología o la tipología: la relación del cuerpo humano con su entorno construido, el simbolismo trágico, la esperanza. Estas vertientes, que no la imitación formal condenada al fracaso, constituyen los aportes que el proyecto de Libeskind puede realizar al desarrollo de la disciplina en el futuro inmediato. Un futuro donde la arquitectura y el urbanismo deberían atender las promesas aun incumplidas de las vanguardias históricas: aquellas del Movimiento Moderno en los ’20 y los ’30, de racionalidad y tecnología al servicio de las demandas sociales; y las de los movimientos de los ’50 y ’60, por la libertad creadora y la interacción entre el individuo y su entorno.
MC
Michael Sorkin, en conjunto con Sharon Zukin, es el editor de un reciente libro sobre el significado de la reconstrucción del Bajo Manhattan: After the World Trade Center: Rethinking New York City. Una reseña, en la página de RUDI (librería especializada en planeamiento y diseño urbano).
Ver los proyectos presentados a la convocatoria del New York Times