La mejor ciencia ficción no es un ejercicio de adivinación o prospectiva del futuro, sino un comentario mordaz sobre la actualidad, o un ejercicio de reflexión filosófica o social, brechtianamente distanciados del presente por el salto en el tiempo. En ocasiones, una iluminación del artista o una afortunada coincidencia puede verificarse años más tarde, pero no agrega mucho al mérito de la obra.
La Detroit que retrata Robocop en 1987 es una versión exacerbada de la Detroit de los `80 y en realidad de toda ciudad post-industrial aun no suficientemente globalizada, devastada por la desocupación y el crimen, objeto de negocios non sanctos. Elegir Detroit, haya sido o no la idea del realizador holandés Paul Verhoeven, es una de las tantas ironías de su obra: la de una ciudad estrictamente post-fordista al pie de la letra… Desde la ciencia ficción y la violencia lúdica, la primera Robocop realiza el mismo diagnóstico que hace Full Monty (Todo o nada) sobre Sheffield, desde la comedia costumbrista, o 8 Mile sobre la propia Detroit, desde el realismo sucio. En las dos secuelas posteriores, Verhoeven se aparta de la dirección: esas películas son otra cosa, no exentas de cierta prédica de mano dura a la Rudy Giuliani.
En la primera Robocop, la ciudad ya está doblemente entregada: por un lado al crimen y, por el otro, a la gran corporación OCP (Organización de Políticas de Consumo…), dueña de la policía local e, incluso, del complejo militar industrial. La televisión transmite mensajes vacíos pero tranquilizantes: comedias guarangas que divierten a los criminales entre “trabajo” y trabajo, anuncios sensibleros de corazones artificiales marca Yamaha, noticias como la falla del sistema de Iniciativa de Defensa Estratégica (la “Guerra de las Galaxias” reaganiana), que “ocasionó la muerte de 113 residentes de Santa Bárbara, ente ellos dos ex presidentes” ((típicas ironías del holandés “maldito”: el cine de Verhoeven es siempre espectacular, barroco, irónico y revulsivo).
La corporación planea realizar Delta City, una urbanización para cuya construcción se requieren dos millones de trabajadores. La maqueta la muestra como un denso pastiche postmoderno de rascacielos corporativos, bloques con basamentos neoclásicos, auditorios que podrían haber sido diseñados por I. M. Pei, y rampas neofuturistas que envuelven los edificios. Para realizarla, OCP necesita controlar la ola de inseguridad que recorre Detroit, lo cual implica la necesidad de construir robots policías: ese es el origen de la interna corporativa entre el yuppie Bob Morton y el presidente interino de la compañía, Dick Jones. Para saldar la interna, éste pacta con Clarence Boddicker, el jefe del grupo más cruento del hampa. La obra de Delta City implica buenos negocios para el crimen organizado: el juego clandestino, la venta de drogas y la prostitución en las barracas de los obreros. Este es núcleo del pacto, la contraprestación es eliminar a Robocop, el policía robot que no recuerda su origen humano, y con quien el espectador se identifica doblemente, como víctima de la violencia y la injusticia, y como ser humano (el novato Alex Murphy) enfrentado a una tecnología desalmada.
Los escenarios de Robocop son los de la globalización desindustrializadora: los rascacielos corporativos, los centros de las ciudades (el Old Detroit) devastados, las grandes fabricas abandonadas como fantasías de Piranesi. Un concejal desquiciado, que se atrinchera para reclamar por su auto y su cochera en el palacio municipal, ejemplifica el derrumbe de lo público y de la representatividad. La ciudad, la política, las políticas, son ahora el campo de las empresas privadas, sean las formales o las ilegales.
Los grandes negocios dela urbanización globalizada no fueron los que proponía el villano Dick Jones en Robocop: la especulación sobre la renta inmobiliaria es más segura y provechosa que los pactos con criminales callejeros. En quince años, la mayoría de los centros de las grandes ciudades estadounidenses han sido objeto de procesos de gentrificación que cambiaron por completo el perfil social y la vida en las calles.
En cuanto a Verhoeven, unos años más tarde dirigió El Vengador del Futuro, con Arnold Schwartzenegger y Sharon Stone. Allí aparecían otras visiones más precisas de la ciudad globalizada: la venta de experiencias, el turismo banal, las realidades virtuales, las hecatombes ecológicas… En Showgirls, Verhoeven volvió al costumbrismo sucio de sus años holandeses y presentó una Las Vegas bizarra y sin glamour, que ni la crítica ni la moralina social le perdonaron. Al regresar del ostracismo con El hombre sin sombra, el director entregó un trabajo impecable y apasionante, pero exento de la ácida crítica de sus trabajos anteriores.
MC
Lo que queda del pasado industrial de Detroit está muy bien mostrado en el sitio Web Las fabulosas ruinas de Detroit.
El sitio Web Robocop Archive contiene información de interés sobre las tres películas de la serie.
La serie Nuestros antepasados es un homenaje a ciertas manifestaciones culturales precursoras de café de las ciudades. Los lectores/as están invitados a sugerir sus propios “antepasados” (solo se requiere justificarlos y demostrar por ellos una debida y auténtica veneración). El nombre de la sección repite el de la magnífica trilogía de Italo Calvino, que incluye las novelas El caballero inexistente, El vizconde demediado y El barón rampante. Ellos también, por supuesto, son nuestros antepasados.
“Antepasados” anteriores: Uno contra todos, El Cuarteto de Alejandría, ¿Dónde queda Springfield? y Taxi driver, en los números 15, 16, 17 y 22, respectivamente, de café de las ciudades.