N.de la R.: El texto de esta nota fue publicado originalmente en el número 191 de El Estadista.
El Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA), más conocida por su nom de guerre de Conurbano Bonaerense, es un territorio viable y con posibilidades ciertas de alcanzar bienestar y calidad, a condición de desdramatizar su situación política, coordinar acciones con su ciudad central y considerarla en sus potencialidades tanto como en sus problemas. El mismo razonamiento aplica para la Provincia de Buenos Aires, en la que está inserta.
Hasta bien entrado el siglo XIX, la estructura territorial de la provincia se centraba en una ciudad portuaria de ubicación estratégica en la entrada de la cuenca del Plata y un territorio rural, mayormente al norte del Río Salado, con pequeños poblados cada 30 o 40 kilómetros. La década de 1880 trajo dos novedades estructurales, ambas asociadas a acciones militares. Una, derivada de la Campaña del Desierto, fue la ampliación territorial diseñada a escuadra de 45º por laboriosos topógrafos; la otra, producto de una virtual guerra civil, el desmembramiento de la ciudad central, que pasaría a ser Capital Federal de la Nación, y la reparatoria fundación de La Plata como sede administrativa provincial (es aquí donde comienza la distinción entre porteños y bonaerenses y la supuesta maldición de los gobernadores que no llegan a presidentes). La siguiente gran transformación comenzó en el segundo cuarto del siglo XX y continúa hasta nuestros días: el crecimiento desmesurado del Gran Buenos Aires (los 24 partidos de la primera y segunda corona alrededor de Buenos Aires) y de toda la Región Metropolitana, que abarca más de 40 o más municipios de tercera y cuarta corona.
Este conurbano alberga 10 millones de habitantes (que llegan a 15 millones con la ciudad central y el resto de la región), un porcentaje altísimo de la población argentina. Adolece de muchos problemas sociales y ambientales, algunos de ellos muy graves. Las dificultades para afrontarlos han generado otro problema: falazmente, se considera a la población en sí como un problema. Además de ser un error, esto lleva a creerlo insoluble. Muchas administraciones nacionales o provinciales han tomado directamente la decisión de no realizar obras o programas de gobierno en el área, con la idea de desalentar nuevas migraciones o incluso la permanencia de los actuales habitantes. Esta “estrategia” ha fallado; los sucesivos censos indican crecimientos de un millón de personas o más cada 10 años (una población cercana a la de la segunda ciudad del país).
Se aduce también el problema del desequilibrio demográfico y la excesiva primacía de la Región Metropolitana o de la provincia, según el caso, respecto al resto del país. Este diagnóstico tiene también sus fallas; la primera es considerar como deseable una distribución homogénea de la población, sin considerar las causas naturales, sociales y culturales que explican las concentraciones o vacancias sobre áreas específicas del territorio. Si la distribución demográfica “equilibrada” fuera condición de desarrollo y bienestar, India encabezaría cualquier índice de calidad de vida y Canadá, Australia y Noruega serían subdesarrollados. Estados Unidos es también un caso notable de desequilibrio, con millones de kilómetros cuadrados de territorio inhabitado. España y Japón, entre otros países del mundo desarrollado, experimentan un notorio vaciamiento de sus áreas rurales y sus pequeñas aldeas. Otro falso diagnóstico es el de atribuir una intencionalidad política al crecimiento del conurbano, que estaría explicado en una concentración económica inducida desde la capital o, más perverso aun, en el reclutamiento de votantes.
Todas estas miradas tienen como única virtud la de tranquilizar a quienes las sostienen, pero están lejos de identificar correctamente el origen de la cuestión. Pasan así a ser parte del problema que intentan describir. Lo cierto es que la población de los conurbanos (y no solo el bonaerense sino los de al menos una veintena de ciudades importantes o capitales provinciales a lo largo del país) crece porque las actividades más prosperas en el interior, particularmente las rurales, no solo no generan empleos en su área de desarrollo sino que expulsan población no adaptada a nuevas modalidades de producción o directamente innecesaria para la aplicación de adelantos tecnológicos.
Como ocurre en general con los problemas mal construidos, las propuestas para solucionarlos son endebles. Cada tanto se escucha alguna voz reivindicando la idea de trasladar la capital, que ya fracasó en la presidencia de Alfonsín (fue su primera gran estrategia política derrotada, tras la denuncia del pacto sindical militar, el Juicio a las Juntas, la paz con Chile y el Plan Austral). Japón en el siglo XIX y Brasil en 1960 son casos más o menos modernos de traslado de una sede de gobierno; 60 años después, el caso brasileño no muestra señal alguna que permita inferir logros significativos de esa decisión.
Otra idea recurrente es la división o descuartizamiento de la provincia, de modo de transformar una jurisdicción grande y con dificultades de gobernabilidad en dos o tres jurisdicciones grandes y con dificultades de gobernabilidad. Estas propuestas omiten además el carácter trabajoso de la construcción histórica, social y política que sustenta una delimitación administrativa del territorio. No es que necesariamente una dificultad política (en este caso, extrema) deba disuadirnos de emprender un cambio profundo, pero en este caso resulta muy poco probable que los resultados de ese cambio justifiquen el esfuerzo que requiere su implementación. Con mucho menos esfuerzo sería posible, por ejemplo, una reforma constitucional bonaerense que establezca una Legislatura unicameral, como tienen la mayoría de las provincias argentinas, o una reforma fiscal que restituya a la Provincia y al Conurbano ingresos más acordes a su peso demográfico. Con más modestia o resignación se han realizado en algunos casos divisiones de municipios conurbanos, pero para esto han sido necesarias pésimas experiencias de gobierno que licuaron el poder de caudillos locales (Rousselot en Morón u Ortega en General Sarmiento). Estas divisiones tienen además en muchos casos un sesgo demasiado evidente de “gerrymandering”.
Bajando aún más la ambición, se han producido algunos intentos fallidos de regionalización administrativa, como el que impulsó Daniel Scioli con el mismo éxito que caracterizó al conjunto de su gestión. Casi todos los gobiernos nacionales desde 1983 han tenido organismos dedicados al conurbano (el más reciente, la COCAMBA creada por el gobierno anterior), que en algunos casos formularon estudios de interés como el Diagnóstico del Conurbano Bonaerense de 1994 (CONAMBA). Más impactante es la creación de la Autoridad de Cuenca Matanza Riachuelo (ACUMAR), aunque lamentablemente condicionada en su ejecutividad por el control que sobre ella ejerce la Corte Suprema de Justicia, por cuyo mandato fue creada. Otros comités de cuenca exclusivamente provinciales, como el del Reconquista y el Salado, constituyen ámbitos de diálogo y gestión intermedios entre el nivel municipal y el provincial. Y las empresas de servicios cumplen en muchas ocasiones el rol de coordinación técnica para temas específicos: saneamiento, residuos, energía, etc.
Más que una complicada reingeniería político-institucional, el conurbano y la provincia requieren la utilización inteligente de instrumentos que ya existen, como la capacidad establecida en el art. 124 de la Constitución Nacional de crear regiones “para el desarrollo económico y social y establecer órganos con facultades para el cumplimiento de sus fines”. También resulta aconsejable una racionalización de los distritos administrativos provinciales y la concreción de la autonomía municipal. Por supuesto que hay que resolver cuestiones fiscales, tanto de la provincia con su coparticipación restringida como del conurbano en relación al interior bonanerense, pero eso requiere disposición política, no epopeyas fundacionales. Un escenario como el que parece consolidarse, con dos fuerzas políticas que pueden competir y alternarse en los niveles nacional, provincial y municipales, resulta apto para encarar acuerdos razonables si coincide con algunos liderazgos inteligentes.
Un trabajo de 2006, los Lineamientos estratégicos para la Región Metropolitana de Buenos Aires, realiza una lectura inteligente de las matrices ambientales, económicas y sociales que confluyen en el área y los distintos escenarios que pueden establecerse en su combinación. El conurbano requiere especialmente ser considerado en sus oportunidades tanto como lo es en sus debilidades y fracasos. La región genera el 20% del PBI argentino (habría que considerar también la riqueza que producen sus habitantes en la CABA) y tiene una gran disponibilidad de ofertas productivas y culturales (incluyendo las universidades, que se han constituido en verdaderos focos de una economía del crecimiento y de ascenso social). Es necesario que en un futuro cercano cualquier habitante del conurbano bonaerense (y de los conurbanos del interior del país y, por supuesto, cualquier habitante de la Argentina) tenga las mismas oportunidades de trabajo, formación y calidad de vida que las que tienen quienes habitan los barrios y centros urbanos más prósperos.
MC
Sobre el tema, ver también la Terquedad provincial en nuestro número 140 y el citado número 191 de El Estadista (“¿Dividirla o fortalecerla?”).
Sobre ACUMAR, ver también entre otras notas en café de las ciudades:
Número 153 I Ambiente y Política de las ciudades
¿Cuánto queda de la ACUMAR? I Cuando el riesgo Riachuelo-Matanza persiste I Por Artemio Pedro Abba
Número 124 | Terquedades
Una mirada arrabalera a Buenos Aires | Terquedad de ACUMAR en movimiento (lo duro, lo blando, lo lateral) | Mario L. Tercco
Sobre los Lineamientos estratégicos para la Región Metropolitana de Buenos Aires, ver también la nota de Marcelo Corti en nuestro número 60.