N. de la R.: El texto de la nota corresponde a la ponencia presentada por el autor en el XI Congreso CLAD, Guatemala, Noviembre de 2006, dentro del Area Temática Desarrollo Local y Gestión del Territorio.
Esta ponencia hace un recorrido histórico, que relaciona modos de producción con diseños estatales, y se pregunta acerca de que diseño estatal dará respuesta a los requerimientos de los actuales cambios económicos.
Se trata de un racconto y una pregunta reflexiva, que pretenden evitar el lugar común de las frases grandilocuentes sobre el “cambio paradigmático” e internarse en las nuevas relaciones de poder y su correlato estructural.
Emergen, es indudable, al impulso de las innovaciones tecnológicas: una nueva geografía, nuevos modos de gerenciamiento, modificaciones en la distribución del poder y por ende “nuevos territorios” cuya constitución es aún volátil para una descripción acabada. Pero puede ser que aún estemos a tiempo de una pregunta razonable: ¿cómo será ser ciudadano en territorios mutantes ó en geografías de flujo? Analizaremos los conceptos de red, nueva división de poderes, y visibilidad territorial; como categorías de uso (y tal vez abuso) en esta transición teórica.
Y por último, en tercer lugar la exposición pretende indagar sobre un renovado lugar para la ideología en tiempos de su denostación.
La denominada “gestión del territorio” aparece como un conjunto de capacidades basadas en conocimientos de orígenes pluri-disciplinares, orientadas a intervenir sobre el espacio a los fines de su definición y administración. Convergen en su constitución elementos de la geografía, la administración pública, la teoría política, la economía, la gestión cultural, la dotación tecnológica, etc. Sin dudas, el dominio ascendente del hombre sobre los espacios, la valoración cultural que se hace de los mismos y también las restricciones crecientes que muestra una biosfera (que es a la vez hábitat, paisaje y recurso) “estresada” por usos no siempre sostenibles, ha hecho de la gestión territorial una materia expansiva sobre la que hay un destacado interés académico y político y cada día mayor reflexión.
Corresponde relacionar con ese creciente interés algunos pensamientos que no por obvios deben soslayarse: el primero de ellos es la existencia de correlaciones entre la organización política y las dinámicas territoriales. Esta claro que la organización política no ha sido siempre idéntica, y su evolución se ha debido en parte al modo en que la misma política incidió o pretendió incidir sobre el territorio. La organización política es desde todo punto de vista un producto histórico y en tanto tal han convergido en la constitución del “Estado tal cual hoy -y en este lugar- lo conocemos” una serie de factores que, justamente le otorgaron un basamento que ahora se haya en transformación. Y es un basamento donde lo “territorial” no estuvo en absoluto ajeno (este modelo de Estado que conocemos es, además de muchas otras cosas, “un modelo de conformación territorial”). Sólo nuestra tendencia a naturalizar lo existente o dominante nos aleja de la necesaria criticidad del científico insatisfecho, que hace de la revisión de lo dado una parte de su tarea. Y los Estados nacionales “tal cual hoy los conocemos”, un artificio de origen europeo que nos resulta cómodo para reflexionar, apenas tienen -en los más prolongados de los casos- 3 ó 4 siglos de una hegemonía que tardaron en imponer, y para la cual contaron con la invalorable ayuda de transformaciones tecnológicas y necesidades económicas de búsqueda de escala e integración trans-territorial. Por lo demás, y para desde algún lugar “universalizar” un fenómeno perfectamente acotado, digamos que los Estados nacionales no sólo son un producto histórico sino una categoría de análisis de uso frecuente en la teoría política, que ha intentado con sorprendente éxito transformar en único un “modo estatal de ver el mundo” y también un “modo de homogeneidad territorial del ver el mundo”.
El modelo de conformación territorial que es el Estado Nacional (con todas las diferencias que hay entre cada uno de los mismos), esta basada en la idea racionalista (aunque luego adquirió caracteres románticos) de un territorio: un gobierno: un pueblo. El ideal del Estado Nacional es ciertamente homogenizante, aunque no siempre (sí muchas veces) se haya caído en soluciones autoritarias para la conquista de tal ideal.
Debemos remontarnos aunque sea someramente a la génesis de los Estados nacionales por tres razones: a) Se trata del modelo político de gestión territorial existente, b) En su conformación se conjugaron los cambios más significativos hasta la actualidad en materia de significación territorial a escala planetaria, c) Su constitución fundó el modo de ver el mundo a través de nuevas categorías conceptuales.
Antes de la existencia de los Estados nacionales, Europa era un continente fragmentado por miles de pequeños gobiernos locales (feudos) unidos por casi nada; las tareas de alta significación estatal (en aquel tiempo, sobre todo la defensa de las ciudades y el control físico de la accesibilidad) estaban en manos del gobierno local. El gobierno local era “el gobierno real”, poco ó nada quedaba fuera de su alcance. En el espacio local se resolvía la vida; en ese espacio se daba un orden social de baja movilidad, la mayoría de las cosas eran previsibles, eran escasas las articulaciones estatales; como dato interesante, señalemos que en muchos de esos lugares existía (por denominarlo de alguna manera) una proto-burguesía: un conjunto por lo general pequeño de artesanos propietarios de sus herramientas (generalmente de uso manual) poseedores de un “saber hacer” con el cual satisfacían las necesidades de bienes y servicios en ese acotadísimo espacio local. Un pequeño mundo aislado, culturalmente monótono, previsible, inmóvil, un territorio acotado y una organización política muy simple, por lo general reducida al poder despótico del señor que mantenía una lejana relación con Casas Reales débiles y distantes y en algunos pocos casos con limitaciones a su poder señorial (como excepción y, en la práctica, de bajo cumplimiento). Un Estado con casi nula organización funcional, con una fiscalidad simple, con fines vinculados a la supervivencia, con la defensa como rol central.
Quizás abusando de la simplificación, podemos decir que los grandes descubrimientos geográficos de los siglos XV, XVI y XVII y las transformaciones tecnológicas de los siglos XVII, XVIII y XIX, que abrieron la puerta al industrialismo, fueron una buena combinación de situaciones para generar primero y consolidar luego un modelo de “agregación político-económico-cultural-territorial” que hemos denominado Estado-Nacional. Con claridad, el valor simbólico de un mundo emergente y el valor concreto de los saltos de disponibilidad de recursos originados en las dos situaciones, ya sea por apropiación de recursos existentes (colonialismo) ó por el incremento de producción y productividad determinado por el uso de las (en ese momento) “nuevas tecnologías”, forzaban una “ruptura de fronteras feudales ó comarcales”.
Así, el Estado aparece como una agregación “racional” que se edificó (las burguesías edificaron) sobre territorios redefinidos y sobre identidades diversas; se trató de una nueva configuración del mundo a escala planetaria (aunque todo el planeta no estuviera involucrado directamente). Tres siglos aproximadamente tardo el proceso pero, sin duda, fue exitoso; en algún momento naturalizamos unas fronteras, unas banderas, unos flujos de bienes agrarios e industriales, ciertas (ridículas) uniformidades culturales e incluso naturalizamos estereotipos. Las más de 600 lenguas que se hablaban en la actual Francia fueron una (y oficial) y en todo Europa el proceso fue casi idéntico; más tarde o más temprano los Estados Nacionales fueron definiendo sus espacios, sus identidades, sus singularidades.
La proto-burguesía, dotada de nuevas herramientas, de nuevos recursos, fue necesitando espacios (mercados) y en tal sentido se fue concibiendo la idea de “ruptura comarcal”; se necesitaron fronteras más firmes (y ejércitos que las defiendan y eventualmente expandan, aduanas para impedir el acceso de productos que pueden realizarse fronteras adentro y una burocracia que sostenga reglas de funcionamiento económico y social más allá de la voluntad arbitraria de los monarcas; lógicamente también un sistema fiscal más estable y complejo que sostenga a ese Ejército y a la burocracia estatal); así la proto burguesía devino en burguesía nacional y contribuyó a crear una nueva organización política en reemplazo de aquel feudo comarcal: el Estado-Nacional de nuevos roles, vinculados a la expansión económica, a la conquista y defensa de mercados, al aseguramiento jurídico de la riqueza de nuevo cuño (patentes, marcas, derechos, etc.), al reconocimiento de derechos de comercio, etc.
Simplificando in extremis: descubrimientos geográficos, nuevas tecnologías, nuevos territorios, nueva organización política. Quizás falta añadir que, sin duda, emergió un nuevo actor socio-político que construyó ese mundo: la burguesía nacional, artífice central del Estado Nacional, un territorio que satisface su necesidad de escala económica, de organización política y de hegemonía cultural. Las tres esferas igualmente importantes: un Estado Nacional será un mercado, pero también una organización y una fuente de nueva pertenencia.
Por supuesto que tal construcción histórica se apoyó en cuestiones pre-existentes, pero es en sí una formación novedosa y diferenciada. Nunca antes la búsqueda de construcción de identidad fue tan evidente; nunca antes las relaciones entre la estructura económica y su correlato organizacional-estatal fue tan notable.
En este nuevo modelo de organización estatal, obviamente, el gobierno local ya no sería “todo” el gobierno, y las tareas de “alta criticidad” (sobre todo las regulaciones económicas y las relaciones internacionales) pasarían a manos de burocracias centrales (las burguesías querían asegurarse la calidad y el control), quedando poco a poco en los espacios locales las tareas de proximidad asistencial, tareas que serán consideradas menores. Se trata de un giro “copernicano” en materia de lo que hoy se denomina “gestión del territorio”, se inicia y luego se profundiza el camino de la “simplificación del gobierno local”. El “gobierno local” que se presenta como primer escalón de la formación estatal no es más que un mito en los Estados Nacionales clásicos, que lo ha vaciado a favor de burocracias centrales, de objetivos “nacionales”, en el marco de procesos de concentración demográficos sin parangón anterior.
A tal punto la evidencia nos pone de manifiesto esa correlación entre organización política y cambios tecnológicos, que la forma de “organizar” las competencias estatales en sus diversos escalones territoriales (con independencia inclusive de las formas federales o no federales de gobierno), nos muestran una cierta “división del trabajo” de matriz industrial; como reflejando el verdadero cambio de época, trascendiendo cuestiones anecdóticas y coyunturales. “El mundo emergente” se organizaba bajo la lógica industrial y nada escapaba a esos criterios. Los Estados también se constituían como una “línea de montaje decisional”; cada nivel jurisdiccional del Estado tomaba ciertas competencias, trasladando la complejidad hacia la cima de la pirámide. Así como el modelo feudal reflejaba cierto modo artesanal de organización pública, el nuevo Estado Nacional emergente era industrial en su misma constitución organizativa; aún en aquellos lugares que sólo copiaban a los modelos de época. Hasta hace muy poco tiempo atrás, la cuestión “local” era una cuestión menor en la agenda de los Estados Nacionales, es justamente la aparición de temas vinculados a la “gestión del territorio”, en el sentido más clásico del término, lo que devuelve protagonismo a los “temas locales”: el impacto local de grandes infraestructuras, las cuestiones ambientales, la fiscalidad en espacios conurbados de alta movilidad, la expansión de las ciudades y las des-economías de escala, etc.
Y una pregunta surge obvia: 1) si la revolución industrial contribuyó a producir semejante cambio en la organización política y en la gestión del territorio, ¿qué tipo de cambio producirá la actual revolución informacional, comparable a aquella en profundidad? ¿Podemos creer que el actual Estado -funcional a un contexto en extinción- podrá sobrevivir a estos cambios? ¿Qué cambios anticipatorios pueden pensarse?
Por lo demás, aquella revolución industrial (al igual que la actual informacional) multiplicó de manera enorme los recursos económicos, genero posibilidades, aumentó las desigualdades, y transformó regiones pobres en ricas y ricas en pobres, movió a la gente del campo a la ciudad y terminó con cuestiones que se creían inamovibles y abrió lugar a cuestiones impensadas; desde su aparición se modificó la esencia de la conflictividad social y la concepción de ciudadanía se modificó y amplió. Con un costo humano aún no suficientemente medido, casi dos siglos después de la aparición de los talleres manchesterianos, el “welfare state“, además de lo obvio (un modelo de ampliación de beneficios sociales), no fue otra cosa que un esquema de gobernabilidad política y reasignación de esa nueva riqueza. Gracias a la construcción social del welfare state, los Estados Nacionales industriales no sólo superaron una crisis económica enorme, sino que dieron basamento a un proceso de legitimación política: desde su construcción podemos agregar un apéndice adicional a nuestra saga funcional: Nuevos descubrimientos geográficos, nuevos territorios, nuevas tecnologías, nuevos actores sociales, Estado-nacional, y además nueva ciudadanía. Y corresponde entonces una segunda pregunta: 2) Si desde la aparición del industrialismo, con su potente re-asignación de roles sociales y territoriales, con su carga de novedosa conflictividad social, los modelos de gobernabilidad sobre un fenómeno tan complejo tardaron 150 años en aparecer, ¿es posible construir el welfare de la “economía informacional”?, ¿cuánto tiempo nos llevará? o lo que es más pertinente: ¿re-construiremos nuestro concepto de ciudadanía, a tenor de las transformaciones en curso?
Lo cierto es que con la economía informacional no sólo aparecen nuevas actividades, nuevos actores sociales, nuevas formas de riqueza, nuevos modos de multiplicar la misma, nuevas valoraciones; también aparecen y se constituyen “nuevos territorios” o territorialidades emergentes, que a la vez que reflejan la existencia de nuevos flujos y centralidades, se exhiben como espacios de conflicto y de posibilidades. Se trata de un proceso aluvional, sobre el que pretendemos reflexionar (vale el lugar común) en “tiempo real”; se trata de lugares en construcción por medio de definiciones infraestructurales, de movimientos sociales, de apropiaciones simbólicas. Lugares constituidos muchas veces desde lo político, otras desde lo económico y también desde lo cultural, que rompen la lógica de la contigüidad y que “estresan” las formaciones políticas pre-existentes. Poco a poco cada vez son más los ejemplos que desde distintas óptica nos muestran que está cambiando el mundo y cada lugar dentro de él: micro-regiones informales, enclaves turísticos, zonas monetarias no-convergentes con alianzas políticas, ciudades trans-estatales en marcha (Malmoe-Copenhague), la ciudad global consolidándose, re-valorización de las ciudades nodo (Atlanta, por ejemplo), revalorización de la visibilidad como fuente de competitividad, organizaciones supranacionales, territorios de reserva universal, etc.
Si el territorio siempre fue un sistema (aún las minúsculas aldeas medievales lo eran); ahora las redes lo re-sistematizan aún más con nuevas inclusiones y fragmentaciones, con nuevas dependencias, con nuevos modos de armar y desarmar vínculos, con la información como lazo invisible. Como nunca, descubriremos que heredamos la topografía pero construimos el territorio. El territorio no es un atavismo ni una fatalidad y podemos hacerlo inclusivo y sustentable, o no (desde luego que en tal caso estamos hablando de una lucha política por la apropiación y la gestión del territorio en un sentido racional del término). Estamos en un proceso de re-sistematización territorial, cada vez más se verificará la fuerza de esta nueva infraestructura interactiva que es Internet y su impacto en la movilidad, y cada vez más veremos como se transforma nuestra cultura sedentaria en esta especie de nuevo nomadismo entre lugares distintos de trabajos, de contacto, de relación. Se trata de que se ha acelerado de manera increíble un proceso de cambio paradigmático en la movilidad humana que llevaba siglos de crecimiento; pero ahora una sumatoria de factores hacen incontenible el crecimiento de este flujo (que sólo una espiral bélica que transforme en extremadamente riesgoso la movilidad ó un salto exuberante del costo de los combustibles podrá detener) que construye relaciones y define territorios. Se mueven (electrónicamente) las inversiones, (aceleradamente) los migrantes, los turistas, (cada vez más) los residentes; y cada vez más, porque cada vez conocen más (información) y sus movimientos no son totalmente “a la deriva”, porque cada vez hay un “status” creciente de derechos que protegen su movilidad, porque cada vez más conocen la lengua de destino, porque cada vez más pueden comunicarse más, etc., etc. Se va construyendo una cultura que, en base a la información, ha quitado al movimiento entre lugares del lugar tabú de las decisiones “in extremis” y lo esta colocando en el lugar de las decisiones ordinarias (informarse, prepararse, ir, volver, probar, cambiar, mantener el movimiento como parte de un nuevo modo de pertenencia, etc.). ¡Que difícil aparece la gestión del territorio en tiempos de alta movilidad! La idea misma de lo “local” se modifica y entra en crisis. Con todo, es una idea que se mantiene como fuente identitaria, como referencia; tales relaciones “primarias” tienen sin duda un impacto político y no desaparecen (la sexualidad, la lengua, el lugar de origen), hasta se manifiestan más estables que otras relaciones de identidad política aparentemente más “racionales”, como las pertenencias ideológicas.
Y claramente son territorios nuevos (aunque siempre hayan existido), porque su rol es nuevo, porque su significación es nueva, porque su organización política se esta transformando. Son territorios que se definen como parte de una red (esa es una lectura que puede hacerse del texto de Saskia Sassen “La Ciudad Global”) y como tal prescinden de la contigüidad y de la identidad común.
En América Latina, los gobiernos locales que conocemos no pueden (no poseen herramientas, ni estructura discursiva, ni organización, etc., y sin todo eso cualquier legitimidad es poca) hacer frente al fenómeno de las emergencias territoriales y la multiplicación de los flujos, de difícil gobernabilidad, geometría variable, relaciones nodales, etc. con todas sus manifestaciones: ciudades dormitorios, fronteras calientes, metropolitanización, conurbaciones, deslocalizaciones, etc. No pueden en América Latina, y con mayor dificultad intentan cosas interesantes en contextos más favorables, pero igualmente muy difíciles, en Europa y en Estados Unidos y Canadá.
Se trata de una impotencia preocupante; todos los niveles de gobierno deben tomar en sus manos este problema de creciente fragmentación territorial. En Argentina, por poner el caso que mejor conocemos, la sumatoria de una organización económica centralista con las exiguas disponibilidades fiscales de los gobiernos locales (el 7 % del gasto público consolidado lo ejecutan las tesorerías de la suma de los más de 2.200 gobiernos locales, exceptuando la Ciudad de Buenos Aires) hace impotentes a los gobiernos locales; que además ahora llevan en su mochila la carga de una agenda pública cada vez más pesada. Con un poco más de financiamiento, la situación es similar en Méjico y Brasil. Y además vuelven a aparecer “tensiones territoriales” que muestran la debilidad del Estado nacional para arbitrar mecanismos de cohesión territorial (los casos más notables son Santa Cruz de la Sierra en Bolivia y Guayaquil en Ecuador).
Si nos atrevemos a conjugar ambas reflexiones, no podemos más que comprobar el colapso inevitable entre las nuevas tendencias territoriales crecientes y las posibilidades limitadas de intervención de gobiernos locales, testigos absortos de procesos de re-localización, urbanización anárquica y creciente, complejidad de servicios a brindar, coexistencia espacial de actividades antagónicas o insustentables, etc. Problemas cada vez más grandes para gobiernos cuyo “lugar” en la división territorial del trabajo fue la gestión simplificada de la proximidad asistencial (higiene urbana, servicios básicos, etc.).
A primera vista, el diagnóstico parece claro y la receta evidente: fortalecer los gobiernos locales; lo que en cualquier caso llevará mucho tiempo, pues no se trata en exclusiva de una cuestión de recursos; en América Latina no corresponde hablar sólo de gobiernos locales pobres -que lo son-, sino de gobiernos locales “limitados”, en sus competencias, en sus prácticas, en su calidad organizativa. Tan es así que tales limitaciones han ido instalando la idea perversa de que todo lo bueno o lo malo puede venir de afuera, sin capacidad alguna de construir poder, soluciones o respuestas locales.
Pero, acaso no podemos pensar que lo que se está modificando es la matriz misma del modelo de estatidad. Acaso la visión piramidal del Estado- Nación no podrá dar lugar a la aparición (parangonando aquel cambio, tironeado desde el industrialismo) del estado-red (el politólogo catalán Joan Subirats habla de gobierno multinivel); y de nuevos modos de gestión territorial y de distribuciones competenciales y formas de apropiación de la agenda pública. En tal caso, más que “fortalecer los gobiernos locales”, el desafío es repensar la estatidad, a la luz de los datos evidentes de una realidad cambiante: mayor movilidad, mayor información, posibilidades de gestión asociada en plataformas virtuales, incremento de las posibilidades de intervención mediadas tecnológicamente y paralelamente incremento de las posibilidades de control, etc. No es estrictamente lo mismo que los gobiernos locales dispongan de más recursos o más competencias (como si eso mágicamente pudiera suceder sin que nadie lo resista) que pensar en el diseño articulado de políticas públicas de modo convergente, haciendo de los espacios políticos locales organizaciones de mayor funcionalidad y también –porque no decirlo- de mayor responsabilidad.
No se trata de una cuestión de ingenua mirada minimalista a favor de la proximidad, sino de incrementar los niveles de gobernabilidad. No será posible gobernar los nuevos fenómenos bajo el viejo paradigma. ¿Es acaso la única opción de los gobiernos locales (y las sociedades civiles locales) mantener una parroquiana actitud refractaria frente a cualquier propuesta de impacto territorial que viene “desde afuera”? Sobre todo, en tiempos de grandes modificaciones sobre las ideas de “adentro” y “afuera” (ya hay suficientemente escrito sobre el principio “no en el fondo de mi casa”).
Quizás una de las únicas alternativas viables para incrementar los procesos de cohesión territorial (entendiendo por eso las intervenciones públicas que permiten generar condiciones de re-equilibrio para evitar asimetrías territoriales con impacto decisivo en la calidad del ejercicio de la ciudadanía) sea incrementar la incidencia de esos actores locales sobre las decisiones; lo que es mucho más que “fortalecer los gobiernos locales”, es cambiar el modo de decidir y pensar los territorios y sus correlaciones.
Es creciente el modo de gestión basado en la convergencia funcional de distintos niveles del Estado (muy común en la Europa comunitaria; donde es normal que existan programas financiados por Europa, que se gestionan a nivel de gobiernos locales en procura de unos estándares pactados y establecidos a nivel de gobierno estatal), imposibles sin la asistencia de las tecnologías de información y comunicación. Sencillamente se trata de que todos los niveles de gobierno inciden sobre todos los temas de la agenda pública desde distintas funciones (financiante, diseñador, controlante, etc.). Obviamente, esta “mecánica” desplaza a la gestión basada en las divisiones de funciones (al modo taylorista); donde cada nivel de gobierno “se especializaba” en un tramo de la agenda pública, conforme a eventuales ventajas de proximidad (especialización que redujo a los gobiernos locales a meros limpiadores). La evidencia de un agotamiento (el viejo modelo) y una emergencia (el nuevo) parecen claros; pero ¿acaso podrá el Estado Nacional sostener su rol de re-equilibrador territorial? (o acaso no donde nunca lo cumplió adecuadamente).
La cohesión territorial será la tarea de mayor criticidad de los Estados nacionales que pretendan sobrevivir; superada (largamente) la etapa que los justificaba como mercado de protección de las burguesías y cada vez menos significativo como fuente de identidad cultural; el Estado Nacional puede (y debe) sostener su rol de garante del ejercicio de una ciudadanía relativamente similar a pesar de las diversidades locales.
A contrario de las tendencias dominantes, que nos muestran un crecimiento exuberante de modos de vida indiferenciados y una ciudadanía fragmentada; sería deseable hacer posible la existencia de modos de vida diferenciados, que reflejen la riquísima pluralidad cultural que 10.000 años de vida civilizada nos han legado y la posibilidad del ejercicio de una ciudadanía más homogénea. Y ese rol incumplido es suficiente para sostener al Estado con una tarea justificante.
El sentido último de intentar modos de organización de la producción, de organización política, de rescate de valores identitarios que puedan denominarse “políticas de desarrollo local”, tiene que ver con posibilitar el ejercicio de la ciudadanía de los más diversos modos.
Los procesos que hemos denominado de “convergencia funcional” no son una exclusividad europea (aunque allí es más usual) y crecen en todos los Estados. Se trata de fenómenos por demás interesantes, donde los niveles de gobierno cobran y pierden protagonismo a la luz de nuevos modos de concebir y diseñar las políticas públicas. La convergencia funcional opera como un modo de incrementar la eficiencia de gestión, de incidir sobre las políticas locales sin desplazar el rol de los gobiernos locales y hasta permite mejorar la comparabilidad de las acciones públicas. Además, el estado-red, para funcionar, necesita tratar los espacios locales de modo diferenciado, porque no existe “el gobierno local” sino una infinita pluralidad de tradiciones, posibilidades y dificultades que constituyen los gobiernos locales en su laberinto.
Con todo, existe un problema funcional: ¿quién esta jugando el rol que jugaron las burguesías nacionales en la formación de los Estados Nacionales? ¿Quiénes definen hoy los nuevos territorios? ¿Quiénes estresan las formaciones políticas produciendo rupturas y agregaciones? Sin agente no habrá modificaciones, son los agentes los que conforman y se conforman en un sistema.
El agente emergente es el “management global” que vive y trabaja conectado todo el día a Internet, que en cualquier lugar y en cualquier momento (aunque tenga distinta lengua materna) lee los mismos textos en inglés; cuya referencia en cualquier ciudad significativa son el aeropuerto y sus frecuencias (conectividad), el barrio financiero (trabajo), sus lugares de ocio relativamente similares (con los clichés urbanos, como los pubs irlandeses de cualquier ciudad que se precie de global), sus modos de consumo similares, hábitos que se imitan.
El mamagement global está construyendo una red de información, de pertenencia y de decisión, con lugares, referencias y cultura nuevas; quizás en poco tiempo con espacios de arbitraje y proto-gobierno.
Quizás, a diferencia de lo que ocurrió con la creación de los Estados Nacionales (que fueron resistidos por decenas de pueblos que tenían su lengua, su identidad, su autogobierno; mejores o peores, pero propios); una Sociedad Civil también de escala global pueda cuestionar o contribuir a repensar el orden territorial emergente. Y lo que es más complejo en un mundo tan “enredado”, esa Sociedad Civil y ese Management global, más allá de roles funcionales, no son universos mutuamente excluyentes.
La plataforma cultural sobre la que se mueven las decisiones es contradictoria y compleja; hay sin dudarlo una disputa ideológica en el mejor sentido del término, ya no expresada de modo tan elemental como entre dueños de medios de producción y explotados; sino entre los que conciben un mundo de ciudadanos constructores de gobiernos, activos, tolerantes, y quiénes desean un mundo controlado en exclusivo por el lucro.
Y aquí el desafío: en tal contexto, también surgirá una nueva ciudadanía, conflictos vinculados con las nuevas asignaturas (sin tener aún resueltas las viejas de la ciudadanía social); una ciudadanía que pondrá en cuestión temas como las cuestiones de flujo y movilidad, relaciones con Administraciones “convergentes”, inclusión digital, plurilingüismo, identidad.
Entendemos (nos adelantamos, por mera especulación) que la cuestión en juego ya poco tendrá que ver con la autonomía local y mucho más con pertenecer a redes de decisión; la ciudadanía se vinculará mucho con la movilidad (o su imposibilidad) y los espacios de gestión pública serán crecientemente concertados caso por caso…; quizás los mapas del futuro reflejen mucho más los flujos que los stocks, y nuestras ideas sobre cerca y lejos cambien.
La transformación es una oportunidad y un riesgo; no se trata de mirar modelos, nos queda la tarea de no repetirnos a nosotros mismos y reconquistar el mundo para una ciudadanía inclusiva, de ejercicio pleno (y diverso) en todo lugar.
FJQ
El autor es Abogado (UBA, 1989), posgraduado en Estudios sobre la Sociedad Civil (Universidad San Andrés/Di Tella 1997), Máster en Gestión de Ciudades (Universidad de Barcelona 2003). Fue Premio Quinto Centenario a los mejores investigadores jóvenes de América Latina (1992). Actualmente co-dirige el CEDET (Centro de Estudios del Desarrollo y el Territorio de la Universidad de San Martín, Buenos Aires) y es Director de Investigaciones del Centro Tecnológico de Desarrollo Regional “Los Reyunos”, de la Universidad Tecnológica Nacional. Ejerce la cátedra universitaria y actúa como consultor independiente.
Sobre la gestión de los espacios sub-nacionales, ver también la nota de Artemio Abba en este número de café de las ciudades.
Sobre la ciudadanía contemporánea, ver la Visita guiada a la Ciudad Global, entrevista digital a Saskia Sassen, el comentario a La Ciudad Conquistada, de Jordi Borja y la nota La Revolución Urbana, trascripción de una conferencia del mismo Borja, en los números 10, 15 y 32, respectivamente, de café de las ciudades.
Sobre la organización del territorio europeo previa al surgimiento de los Estados Nacionales, ver el comentario al libro La Ciudad Medieval, de Thierry Dutour, en el número 34 de café de las ciudades.
Bibliografía
Local y Global; J. Borja. M.Castells; Ed. Taurus; Barcelona 1996.-
La Ciudad Conquistada; J. Borja; Ed. Alianza Ensayo; Madrid 2003.-
El Territorio como Sistema; R. Folch (compilador); Ed. Diputació de Barcelona; Barcelona Noviembre 2003.-
Leadership and Innovation in Subnacional Government; Tim Campbell y Harald Fuhr (comp); World Bank Institute; Washington 2004.-
Política y Poder en los procesos de Desarrollo; A. Isla y P. Colmegna (comp); FLACSO; Buenos Aires 2005.-
Federalismo y Descentralización en grandes ciudades: Buenos Aires en perspectiva comparada; M. Escobar, G. Badía, S. Frederic; Ed. Prometeo; Buenos Aires 2004