A Borges le pasó lo mismo que a Neruda o a Ezra Pound: alabó (a diferencia de aquellos, con más resignación que entusiasmo) a personajes monstruosos que no merecían su talento: los fusiladores de la “Revolución Libertadora”, los desaparecedores de nuestra última dictadura. Ahora adquiere cierto carácter predictivo un breve texto que escribió en 1946, Nuestro pobre individualismo, publicado en Otras inquisiciones:
El argentino, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse a la circunstancia de que, en este país, los gobiernos suelen ser pésimos o al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción; lo cierto es que el argentino es un individuo, no un ciudadano. Aforismos como el de Hegel “El Estado es la realidad de la idea moral” le parecen bromas siniestras. Los films elaborados en Hollywood repetidamente proponen a la admiración el caso de un hombre (generalmente, un periodista) que busca la amistad de un criminal para entregarlo a la policía; el argentino, para quien la amistad es una pasión y la policía una maffia, siente que ese “héroe” es un incompresible canalla. […] Profundamente lo confirma una noche de la literatura argentina: esa desesperada noche en la que un sargento de la policía rural grito que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra sus soldados, junto al desertor Martín Fierro.
En su breve ensayito, Borges cree detectar algunos caracteres de “el argentino” (aquí no aplicaba la herencia de los nominalistas británicos). Apuntala su hipótesis con referencias literarias que le son familiares: el hombre solo que pelea con la partida (Fierro, Juan Moreira, Hormiga Negra) contra la vindicación del orden en Kipling, o la angustia de Kafka por carecer de un lugar en ese orden.
El deseo borgeano es más anarquista que conservador; hay un eco de su amigo Macedonio Fernández, que, sin influencia alguna de los economistas austríacos, postulaba ‘el individuo máximo en el Estado mínimo’
Hoy resulta inquietante leer el final:
Se dirá que los rasgos que he señalado son meramente negativos o anárquicos; se añadirá que no son capaces de explicación política. Me atrevo a sugerir lo contrario. El más urgente de los problemas de nuestra época (…) es la gradual intromisión del Estado en los actos del individuo; en la lucha con ese mal, cuyos nombres son comunismo y nazismo, el individualismo argentino, acaso inútil o perjudicial hasta ahora, encontrara justificación y deberes. Sin esperanza y con nostalgia, pienso en la abstracta posibilidad de un partido que tuviera alguna afinidad con los argentinos; un partido que nos prometiera (digamos) un severo mínimo de gobierno.
El deseo borgeano es más anarquista que conservador; hay un eco de su amigo Macedonio Fernández, que, sin influencia alguna de los economistas austríacos, postulaba “el individuo máximo en el Estado mínimo”. Pero hoy aquella abstracta posibilidad ha devenido una concreta amenaza (“ten cuidado con lo que deseas…”). Una formula presidencial con posibilidades ciertas de victoria propone demoler el Estado, o al menos el Estado en su rol económico (lo represivo, en cambio, no se mancha; al contrario, se reivindica y se promete).
Habrá que regenerar nuestro empobrecido sistema público. Si los libertarios ganan, será más difícil porque habrá que defenderlo y reconstruir lo que demuelan. Pero si ganamos nosotros, a no hacernos los boludos; también habrá que mejorarlo
En este severo mínimo de gobierno, a Borges no lo echaría un burócrata de una biblioteca municipal; la biblioteca se privatizaría y la permanencia de Borges en su empleo, o la existencia misma de la biblioteca, quedarían supeditadas a su rentabilidad en el mercado. Las cloacas de un barrio serían construidas por una asociación voluntaria de vecinos (quizás otra asociación más amplia construiría la planta depuradora…), los mismos vecinos se defenderían de los delincuentes con armas compradas en un supermercado (con la ayuda de una policía exenta de controles “garantistas”), habría un mercado libre de órganos para quienes necesitaran un trasplante, y varios etcéteras tan o más inquietantes (todas estas, recordemos, son promesas reales de campaña, no deformaciones sarcásticas para la propaganda electoral).
Nuestro pobre individualismo ha ascendido socialmente. Habrá que regenerar nuestro empobrecido sistema público. Si los libertarios ganan, será más difícil porque habrá que defenderlo y reconstruir lo que demuelan. Pero si ganamos nosotros, a no hacernos los boludos; también habrá que mejorarlo. Pase lo que pase, nuestro sistema público necesita cuidado y rehabilitación. No la eutanasia que proponen las fuerzas del cielo; tampoco el statu quo conformista.
La Argentina es Cruz desertando para salvar a Fierro, pero es también la educación pública libre, laica, gratuita y de calidad del jardín a la Universidad, sus cien Chivilcoy, la ciudad abierta, sus parques nacionales, sus hospitales, sus Nobel de ciencias, la movilidad social ascendente. Hay que regenerar ese sistema público, porque sin Estado no hay futuro posible –ni individual ni colectivo–, no hay derechos, no hay ciudadanía, no hay ciudad. Ni siquiera hay capitalismo.
MC
Al respecto: “…ya no alcanza con recuperar plusvalías, que fue uno de los grandes temas o leitmotiv, de las discusiones urbanas de finales del siglo XX y principios del siglo XXI; ahora hay que pasar a un Estado fuertemente interventor en la producción de ciudad. No solamente un Estado que recupere las plusvalías que produce la sociedad con su accionar, sino que también intervenga muy fuertemente en producir ciudad”. Ver la introducción a El nuevo pacto urbano y los comentarios de Cecilia Becerra y Celina Caporossi.