N. de la R.: Esta nota reproduce la base de la intervención de nuestro director en el encuentro Ciudades, estado y globalización, organizado por el CIDOB, la UOC y el Ajuntament de Barcelona los días 11 y 12 de marzo de 2019.
En esta mesa toca discutir la cuestión del poder de las ciudades, que en la convocatoria de este encuentro conviven con los Estados nacionales y la globalización (cuyo motor y símbolo son actualmente unas decenas de corporaciones de la “nueva” y la “vieja” economía). Podríamos agregar en este escenario dos niveles estatales y uno supraestatal para sumarse a este análisis sin cambiar demasiado sus términos: el subnacional y el aun nonato metropolitano, por dentro; los bloques regionales formalizados o de facto, por fuera. Quedan al margen de esta disputa de poder la tecno-burocracia de los organismos multilaterales, los bancos de fomento, las Naciones Unidas, etc. Estos acompañan el poder, le prestan servicios avanzados, pero lo habitual es que ni siquiera lo condicionen.
Actualmente coinciden en el mundo gobiernos estatales conservadores o francamente reaccionarios (Trump, Bolsonaro, Salvini, etc.) con gobiernos municipales progresistas en ciudades muy importantes (Colau, Carmena, de Blasio, Hidalgo, etc.). Esta coincidencia es aleatoria y no debería ilusionarnos fácilmente con la idea de una próxima escalada política de izquierdas, que estaría construida a partir de una sumatoria-avalancha de gobiernos locales con políticas urbanas avanzadas e igualadoras. No está escrito en ningún lado ni que las tendencias estatales ni las municipales vayan a continuar en los mismos términos.
Por otro lado, una situación de predominio de gobiernos progresistas como la que experimentó América Latina hasta hace pocos años no fue acompañada en general de buenas políticas urbanas, salvo contadas y parciales excepciones. E incluso, de modo contrario al panorama actual, no solamente hubo muchos gobiernos de ciudades que quedaron en manos de políticos de derecha sino que algunos de ellos se proyectaron al orden nacional desde lo local.
En todo caso, la pregunta es cómo gobiernos municipales progresistas, sea cual sea su relación con sus gobiernos nacionales o subnacionales, pueden:
- Presentar ejemplos concretos y comparables de mejores políticas (tanto las específicamente urbanas, territoriales, como las más amplias donde sus responsabilidades se solapan o disputan con las estatales);
- Que estas políticas mejoren efectivamente las condiciones y la calidad de vida de las personas; y
- Que el impacto positivo de estos gobiernos locales genere una acumulación de poder (o si se prefiere: hegemonía) que derive en la construcción de alternativas políticas a nivel nacional, regional y mundial.
De las políticas necesarias para “cambiar la vida”, para mejorar la vida de las personas y hacer más justas las sociedades, un buen número de ellas son de índole territorial, en muchos casos directamente vinculadas a las ciudades e incluso dependientes de modo especial de sus decisiones, como por ejemplo:
- Acceso al suelo y la vivienda digna,
- Calidad, cuidado y regeneración del ambiente,
- Acceso a infraestructuras, equipamientos y servicios.
Mientras que otras, aun cuando no sean directamente territoriales, tienen en mayor o menor medida una expresión concreta en el territorio: acceso a la salud, la educación, la cultura y la recreación, seguridad ciudadana, igualdad de género, diversidad cultural, derechos humanos y civiles en general, etc.
Ahora bien, aun suponiendo la continuidad y ampliación de buenos gobiernos municipales progresistas, la mayor dificultad que encuentran las ciudades para promover estas políticas es de naturaleza económica. Intervenir en las ciudades demanda capitales, financiación, en muchos casos articulación o alianzas con algunos mercados privados, cuidado de la base económica, etc. Por eso es importante, aun cuando se critique con mucha razón la Nueva Agenda Urbana, la articulación con los gobiernos nacionales y subnacionales, a los que dicha agenda recuerda y demanda sus responsabilidades en la cuestión urbana. Estos niveles del Estado tienen en muchos casos mejores posibilidades en ese sentido, salvo en algunas grandes ciudades de escala continental o mundial que por alguna razón tienen encaminada o resuelta su fiscalidad. Por lo tanto, la dialéctica ciudades-estados no es sola y necesariamente de confrontación y resistencia sino que involucra una demanda de colaboración.
Mi énfasis en el papel de los gobiernos parece obviar la necesidad de un mayor involucramiento participativo de la sociedad. En realidad, sin negar la importancia de la participación ciudadana en todas sus formas (desde las vecinales, como demuestra la historia de Barcelona, a las más amplias, a aquellas que han generado las más hermosas primaveras y revoluciones) la historia reciente parece demostrar que esa participación es más útil a la hora de señalar y evidenciar los problemas urbanos y sociales –a la hora de indignarse y tomar las calles– que para intervenir activamente en la solución de esos problemas. La participación ciudadana necesita institucionalizarse; no se trata de romper los marcos institucionales de la democracia, se trata de ampliarlos. En todo caso, se trata de reinvindicar lo público, una categoría que no se limita al Estado, pero lo incluye como orden esencial.
Por otro lado, y más allá de esta tensión entre ciudades y estados, las ciudades enfrentan tres fuertes amenazas de la globalización:
- La pelea desigual con las grandes corporaciones; por un lado para limitar las consecuencias de precariedad laboral y especulación inmobiliaria que generan algunas “economías colaborativas”, por otro lado por la generación de circuitos por los que la economía global y ultratecnológica se vierte en la tradicional economía de la localización. El episodio aun en curso de la segunda sede mundial de Amazon, la autorreferencial sede de Apple en Cupertino o el proyecto costero de Google para Toronto son ejemplos cabales de estos circuitos cuyos impactos pueden ser muy perversos sobre las ciudades;
- La definitiva hegemonía del comercio electrónico, que amenazará la vitalidad de los centros comerciales (tanto los tradicionales como los shopping-malls) e introducirá cada vez más complejas cuestiones de logística para satisfacer demandas y pedidos formulados por la web. La vieja y efectiva fórmula de barrios densos con plantas bajas comerciales para generar vitalidad quedará en riesgo.
- La robotización/automatización productiva hará cada vez menos necesario el trabajo humano, el empleo. Estamos acostumbrados, en particular desde la crisis de los años ´30 del siglo XX, a que la producción y el bienestar económico tienen un correlato de generación de trabajo o, específicamente, empleos para la población. Un problema que deberemos afrontar en modo creciente es que la ciudad del futuro será para gente que no tendrá trabajo. Esto puede resolverse en dos formas:
– la deseable, un reparto equitativo del empleo en pocas horas semanales y una sociedad de renta básica universal, orientada por primera vez en la historia por el ocio, en la que los robots cumplan la función que en las grandes civilizaciones de la antigüedad estaban a cargo de esclavos,
– o una sociedad dividida violentamente (en sentido literal) entre incluidos y excluidos del nuevo orden.
Esta encrucijada, por supuesto, se resolverá en las calles y en las redes, en la disputa política y con conflicto. En todo caso, las ciudadanías pueden reclamar e imponer (o al menos intentarlo…) y las ciudades pueden instrumentar políticas sociales, políticas de derechos humanos y –muy especialmente– políticas urbanas que contribuyan a sociedades más justas. Como urbanista, señalo especialmente una manera necesaria (aunque no sea suficiente) de que las ciudades puedan aportar a un proyecto de mejorar la vida: que ejerzan el control público de los procesos de desarrollo urbano, en particular la gestión del suelo.
Volviendo al principio, los dos niveles estatales (el local y el nacional) dirimen poder con las grandes corporaciones que dirigen la globalización. Esta disputa tiene sentido si lo público reclama y ejerce el control hacia el sentido del bien común (que sí existe, aunque se lo rechace desde el capitalismo más ideológico) y no, por supuesto, para bailar la música que les toque el capital concentrado.
MC
Sobre el tema, ver también en café de las ciudades:
Número 120 I Política de las ciudades (I)
Cómo hacer de la ciudad una ecuación posible I Las visiones de David Harvey y Jordi Borja sobre el derecho a la ciudad I Por Beatriz Cuenya
Número 31 | Tendencias
La Revolución Urbana (I) | Las ciudades ante la globalización: entre la sumisión y la resistencia. | Por Jordi Borja