Nubes de arena como en el desierto africano, en el centro de Buenos Aires. Demoliciones en la calle Cangallo. En Carlos Pellegrini. En Sarmiento. Edificios despanzurrados. Castillos de naipes en ladrillo y papel. Faltan los reyes de baraja en el lienzo de los muros. La ilusión sería completa. Castillos de naipes y la gama pentatónica de las cinco calidades de martilleos. Martilleo opaco de picos en el ladrillo. Sordo en el cemento. Metálico en las vigas. Apagado en los tabiques. Acuático en las palas. Cinco calidades de martilleo y los papanatas deleitándose en la demolición.
Palabras de un vigilante:
-Iba un abribocas y le cayó un ladrillo dentro de la boca.
El hombre de la porra parodia a Quevedo.
Señoras de compra. La locura de las compras en los edificios que van a naufragar en la demolición. Está prohibido el paso. Pero las señoras:
-Déjeme pasar, agente. Voy a la peletería.
El hombre de la porra discurre la consigna y mira a las señoras. El hombre de la porra debe tener mujer. Mujer que también le sonsaca los pesos para llevarlos devotísimamente al Dios de las liquidaciones. El hombre de la porra se enternece y dice:
-Pase.
Y ninguna entra en la peletería.
Divago en este paisaje muy semejante al que debió ofrecer Madrid en los días de la evacuación. Interiores como desconyuntados por explosiones. En ciertos dormitorios la pátina del papel se aclara, deja el calco de muebles que ya no están. Cables colgando entre pingajos de papel. El cascajo dificultando la vereda y las nubes de arena que el viento solivianta metiéndose por los ojos y la boca. La gente estornuda con asma. El polvo sube de los volúmenes vaciados entre las casas. Se arremolina en los primeros pisos. Donde un travesaño corta la caída del sol, el polvo teje la fantasía del humo de una pipa, cortado por los barrotes de una reja.
Las palas rechinan en el suelo con graznidos de matracas. Hay veredas techadas por andamiajes tan bajos que súbitamente el caminante se siente transportado a las callejuelas moriscas de Tetuán.
A lo largo de las aceras, hileras de camiones de acero. La pintura gris les «camouflajea» de siniestro convoy militar. Cargan escombros y muebles. Netamente. Paisaje de evacuación. En el peristilo de un salón enorme, un tío gordo, barbudo, con el hongo tirado de mala manera sobre la cabeza, medita entre un regimiento de mujeres desnudas. Mujeres de cera. Al hombre gordo se le da una higa las Evas que le contemplan impertérritas a través de sus ojos de vidrio. El hombre gordo escupe marrón y se rasca la barba. Dios no está con el hombre gordo.
El sol baña las fachadas y el viento flamea la tela de los anuncios. El sol centellea en las bombas de cristal suspendidas entre cielo y tierra para las iluminaciones de la demolición nocturna.
Me acuerdo de los cuarteles de la guardia civil, en Sama de Langreo. Los cuarteles de la guardia civil volados por los mineros con cartuchos de dinamita. Este es el mismo paisaje. Los cielorrasos se han destripado tan bruscamente que los flejes se retuercen en el espacio como sorprendidos nidales de víboras. En el muro de un dormitorio, pegada a la pared, una cabeza de Greta Garbo. El polvo de la demolición sube hasta la nariz violeta de la Greta, pero la Greta no estornuda. Mira abstraída un paisaje siberiano, envuelta en su pelliza.
Caprichos de la demolición. Hay rellanos de escalera, sin baranda, misteriosamente suspendidos en el aire. Parecen púlpitos para orates. Tribunas para hombres que tengan media cara blanca y media cara negra.
Los martillos, los picos, las palas y las mazas compaginan la gama pentatónica de cinco estrépitos. Anodino, el león de oro esgrime su banderola de oro a la puerta de un hotel clausurado. Al león de oro le aguardan otros menesteres. No le valdrá la fiereza ni la guardia.
El paseante puede recoger apuntes modernistas. En todos los comercios a medias abiertos, a medias desvalijados, se descubre una cáfila de hombres que no están ni tristes ni alegres, que no son ni zafios ni cultos. Todos, como si tuvieran una consigna semejante, muestran el sombrero en la coronilla a lo Gustavo el Calavera, todos guardan las manos en el bolsillo y el pitillo con una larga cola de ceniza colgando de los labios. Con ojos muy abiertos, vigilan a los ganapanes que desprenden los panales. Son los buitres de la demolición.
El sol cae y acentúa el dorado de la mañana. Sopla el viento. La arena se mete entre los ojos y los dientes, y por centésima vez, escucho una cola de mujeres detenidas frente al hombre de la porra:
Déjenos pasar, agente, que vamos a la peletería. Y ninguna entra a la peletería.
RA
Roberto Arlt fue escritor y periodista, argentino (1900-1942). El texto fue publicado en el diario El Mundo en 1940 y pertenece a Aguafuertes Porteñas, recopilación de los artículos escritos por Arlt en dicho diario de Buenos Aires en las décadas de 1920 y 1930.
Hay una edición económica de Editorial Losada: se recomienda su lectura completa y en especial, por su relación con los temas que recorren café de las ciudades, las aguafuertes Filosofía del hombre que necesita ladrillos, Grúas abandonadas en la Isla Maciel, Los tomadores de sol en el Botánico, Casas sin terminar, El próximo adoquinado y Persianas metálicas y chapas de doctor.
Ver también en café de las ciudades:
Número 14 | La mirada del flâneur
El placer de vagabundear | "Los extraordinarios encuentros de la calle". | Roberto Arlt
Número 75 | La mirada del flâneur
Dos Aguafuertes Porteñas | La forma de vivir feliz y las sillas en la vereda | Roberto Arlt
Número 125 | La mirada del flâneur
Ventanas iluminadas | Una curiosidad más poderosa que el cansancio | Roberto Arlt
Número 125 | La mirada del flâneur
“Estación de lluvias”, ¿una aguafuerte tokiota? I El hilo metropolitano entre Arlt y Kawabata I Por Marcelo Corti