N. de la R.: Este artículo recoge las ideas más importantes de la charla sobre Economía Ecológica del autor, el pasado 23 de septiembre, en el marco del Ciclo de Conversaciones Club de Roma (miradas alternativas para repensar el modelo de desarrollo actual) que acompaña La Ciudad Posible.
Cuando hablamos de economía ecología, de la relación economía-naturaleza, existe un dato paradójico: si tomamos la situación en términos ecológicos del año 1972, precisamente cuando se publicó ese famoso informe del Club de Roma, Los Límites del Crecimiento, y la comparamos con cómo estamos ahora, básicamente, estamos bastante peor que hace 50 años. Tenemos un problema de cambio climático muy grave, procesos de deforestación alarmantes, enormes pérdidas de biodiversidad. Lo cierto es que ahora tenemos un conocimiento mucho más profundo que hace 50 años sobre el deterioro ambiental y sus causas y, sin embargo, parece que cuanto más sabemos, menos hacemos. ¿Por qué la teoría económica convencional, la comunidad ortodoxa y las economías industrializadas no pueden dar una respuesta que sea satisfactoria este desafío ambiental?
La realidad economía–naturaleza es, en la mayoría de los casos, conflictiva, pero no necesariamente debe serlo, y esto tiene mucho que ver con las lentes con las que miramos esa realidad. La economía convencional entiende que el conjunto de la biosfera es simplemente un subconjunto de un sistema más amplio, que sería el propio sistema económico de producción de bienes y servicios, y solo en la medida en que esos recursos naturales tienen un valor monetario se los puede incorporar al análisis en igualdad de condiciones de cualquier otra variable, como podría ser el trabajo o el capital.
Sin embargo, para la economía ecológica, el sistema económico es el que es un subsistema de un sistema más amplio o jerárquicamente superior, que es el conjunto de la biósfera. En ese sistema económico, lo que hagamos o cómo produzcamos y consumamos no puede ir en contra de las leyes de la biósfera.
De hecho, el sistema económico lo que hace de manera normal es intercambiar energía y materiales con esa biósfera para producir bienes y servicios y luego, como consecuencia de esa producción, excreta o vierte los residuos a esa misma biósfera. Es decir, son relaciones entre dos sistemas abiertos pero el elemento fundamental es que el crecimiento de ese sistema económico está limitado por las dimensiones del sistema jerárquicamente superior. Así, cuanto mayor sea el crecimiento de ese subsistema económico, mayor será la presión sobre los recursos de la biósfera y mayor será la generación de residuos y de contaminación y, por tanto, más insostenible será su comportamiento.
El problema es que este sistema económico tradicional no contempla todos los recursos naturales que no están valorados, ni los residuos que se generan (lo que se denominan, en sus términos, externalidades). Porque, sin considerar los costes ambientales, ¿quién estaría en contra de que aumenten los bienes? Y, si no existieran límites a la producción, si fuese posible aumentar el crecimiento indefinidamente, ¿por qué discutiríamos siquiera sobre redistribución y reparto?
La economía ecológica plantea esta representación de un modo diferente: el proceso económico de producción de bienes y servicios comienza con la captación de recursos de la naturaleza y, como consecuencia de esa transformación, se generan residuos; los propios bienes, cuando pierden su vida útil, también se transforman en residuos. Solo en tanto y en cuanto ese sistema económico sea capaz de articular medidas de reciclaje y reutilización, este flujo lineal se convertirá en un flujo circular. Pero el problema con las sociedades actuales es que, más que ser máquinas de reciclaje y reutilización, son auténticas máquinas de disipación de energía y de materiales: apenas un 6% de todo lo que entra al sistema económico en forma de recursos naturales, energía y materiales vuelve a entrar al mismo en forma de reutilización y reciclaje, lo cual quiere decir que entre el 89 y 94% acaba en vertederos o disipado en forma de calor. Por eso decimos que estamos muy lejos de acercarnos a esa economía más o menos circular a nivel mundial.
La economía ecológica se asienta sobre dos disciplinas de las ciencias naturales que son la termodinámica y la ecología.
Básicamente, la economía convencional está al margen de las leyes de la termodinámica que todos conocemos, en las cuales la energía, la materia, no se crea ni se destruye, solo se transforma, y lo que entra como recurso al sistema sale como residuo y debería volver a transformarse en recurso. El problema es que, en ese proceso, la energía y los materiales pierden calidad y dejan de ser aprovechables por parte de la especie humana, por la acción de la ley de la entropía. Es decir, el reciclaje completo es imposible, porque siempre en esa transformación se generan pérdidas. No existe la eficiencia, el movimiento perpetuo, sino que la transformación siempre se va a saldar con recursos no aprovechados. El reciclaje también exige energía y materiales, pero en menor medida que si extraemos materias primas vírgenes, pero eso significa que lo que consideramos como economía circular es más bien una economía en espiral, ya que en cada vuelta perdemos energía y calidad de los materiales.
Por eso, la economía ecológica subraya que el proceso económico es, desde el punto de vista físico, una transformación de recursos de baja entropía –es decir, muy aprovechables por la especie humana– en residuos, que son de alta entropía. Solo si tenemos en cuenta esto podremos llegar a la conclusión de que, quizás, algunos bienes no merecen la pena ser producidos, porque la contaminación, los residuos o los costes ambientales superan sus beneficios.
A su vez, como consecuencia de la ley de la entropía y la pérdida de calidad de los materiales y la energía, cada vez volvemos más escaso ese bien, material, sustancia o recurso, y esto es algo que, en general, los economistas no tienen en cuenta.
Las leyes de la termodinámica ponen de manifiesto que existen restricciones a la expansión del sistema económico dentro de la Biosfera, que es un sistema acotado territorialmente y en términos espaciales.
Si preguntaran a la mayoría por qué tenemos organizado un sistema de producción de bienes y servicios, muchos dirían que para satisfacer las necesidades de la población, y ese sería un objetivo realmente deseable. Pero también podríamos decir que el objetivo del sistema económico es maximizar los beneficios de aquellos que se dedican a producir esos bienes.
Si optamos por la primera respuesta, el sistema económico tiene dos alternativas para cumplir con la satisfacción de necesidades de la población: por un lado, incrementar el número de bienes y servicios, es decir, el PBI o, por otro lado, redistribuir los bienes y servicios ya existentes. El problema con el primer medio es que, como ya sabemos, la producción de bienes y servicios a partir de ciertos niveles genera costes sociales y ambientales importantes y choca con límites a su expansión. El incremento del PBI, sobre todo en los países ricos, ha desencadenado problemas ambientales globales. Lo paradójico es que los llamados países desarrollados han tenido –y tienen– una mayor responsabilidad, pero los costes los sufren desproporcionadamente los países en peor situación económica. Este modelo de producción y consumo en los países ricos no es generalizado en el resto del planeta, y nos harían falta tres planetas más para mantener o generalizar el modelo de los países desarrollados en el resto del mundo. La pregunta es por cuánto tiempo vamos a poder seguir manteniéndolo.
Algunas de las enseñanzas que plantea la economía ecológica respecto de estas cuestiones se vinculan al propio cuestionamiento de la representación que hace la economía convencional de proceso económico a través de los sistemas de cuentas nacionales y de algunos de sus magnitudes o indicadores con el PBI, un indicador bastante ciego en temas ambientales y sociales. De hecho cuanto más crecen y cuanto más contaminantes son las actividades, en general más aumenta el PBI. Y en términos sociales de igual manera, porque no discrimina si el PBI aumenta, por ejemplo, un 3% porque se construyen hospitales o escuelas o porque aumenta el gasto armamentístico, con lo cual tiene limitaciones importantes como indicador de bienestar. Es decir, a partir de un determinado nivel de renta per cápita, no porque esta aumente aumenta el bienestar subjetivo percibido por la población.
De hecho, el capitalismo es un sistema que funciona gracias a que traslada una parte muy importante de los costes de su funcionamiento tanto a la naturaleza como al ámbito del hogar, principalmente a las mujeres, simplemente porque no son costes que se paguen. Cuanto mayor sea la repercusión de los costes no pagados sobre la naturaleza y sobre el hogar, o sobre las mujeres, mayor será la rentabilidad de esas actividades y mayor será también la crisis sociológica.
A su vez, el crecimiento choca con ciertos límites a su expansión. Por ejemplo, con el cambio climático ya hemos llegado al límite de la atmósfera para absorber gases de efecto invernadero sin incrementar la temperatura media del propio planeta. En el caso del petróleo sucede lo mismo y es muy importante, porque este recurso y sus derivados tienen un papel central en la economía, ya que suponen un 90% del transporte, y el grueso de la agricultura, de la producción energética y de la maquinaria se alimentan de petróleo y por eso una parte importante de nuestra alimentación depende de este.
Entre 2005 y 2010 se alcanzó la tasa máxima de extracción de este recurso en muchos países y las proyecciones indican que en 2035 se va a extraer el 20% de lo que se extraía en 2010. Y aunque no hubiera pico ni techo de extracción, tendríamos otro problema, que sería el cambio climático, porque si quemando la mitad del petróleo hemos acelerado el calentamiento global, claramente no nos podemos permitir quemar la otra mitad. En la actualidad se están generando en torno a 50 gigatoneladas de GEI que están aumentando la temperatura media del planeta, que están generando un aumento de la frecuencia de fenómenos climatológicos extremos con mayor incidencia sobre la población más pobre y la aparición de auténticos refugiados ambientales, poniendo en peligro nuestra supervivencia presente y futura. Y la clave aquí es que esto tiene una estrecha relación con el modelo económico: frenar o enfrentar el cambio climático sin atacar el modelo de crecimiento económico, los objetivos de la política económica y la forma en que producimos y consumimos será muy difícil.
Entre 1970 y el 2010 las emisiones globales crecieron a una tasa de 1,3% al año, siendo que ya había entrado en vigor el Protocolo de Kioto, la Cumbre de la Tierra y otros tratados internacionales. Cuando se suponía que existía mucha más conciencia, preocupación y se habían adoptado algunos acuerdos, las tasas de crecimiento de las emisiones de gases de efecto invernadero casi se doblaron. De hecho ya hay un consenso bastante claro, por parte del IPCC, en que deberíamos reducir entre un 41 y un 72% las emisiones para 2050 respecto del año 2010, para no superar los 1,5 grados, que ya se ha acordado como el umbral crítico que no deberíamos de superar. Cumplir con ese objetivo supone reducciones del 7 y el 8% anuales. Sin embargo, cuando se firmó el acuerdo de París, se analizaron 161 iniciativas de reducción de emisiones presentadas voluntariamente por los países y la paradoja es que las emisiones no sólo no se reducirían, sino que aumentarían casi un 20%, porque muchos países establecieron la reducción de sus emisiones, por ejemplo, respecto del PBI, y en ese caso simplemente aumentando el PBI se reduce el cociente, pero eso no significa que hayan reducido sus emisiones en términos absolutos. Nadie se preocupó por revisar si esos planes eran coherentes con el objetivo global y, efectivamente, lejos de reducir la temperatura, la incrementarían en torno a tres o cuatro grados en 2050.
De hecho, en la COP26 se va a presentar un documento de Naciones Unidas con la evaluación de las iniciativas de los países, que muestra de manera muy preocupante que para el 2030, si se cumplen todas esas iniciativas, efectivamente se incrementarían las emisiones, cuando ya se tendrían que haber empezado a reducir.
Lo interesante sería plantear el escenario en el cual no tomáramos los recursos, porque si cualquier tonelada de gas petróleo o carbón que se extrae se quema para utilizarse y, al quemarse, emite gases de efecto invernadero y esos gases se concentran en la atmósfera y esa concentración incrementa la temperatura, la única manera de frenar esto es no extrayendo. Si nos tomamos en serio cumplir con el escenario de 1,5 grados de incremento de la temperatura en 2050, tendríamos que dejar bajo tierra sin extraer el 58% del petróleo de la reserva del petróleo, casi el 60% del gas y casi el 90% del carbón. El problema es que estos recursos son activos de compañías privadas y también del Estado, por lo que la negociación en la COP debería ser fundamentalmente con esas empresas y esos Estados, para ver de qué manera existen compensaciones para que esas reservas se dejen bajo tierra y, por tanto, modifiquemos nuestro patrón económico de producción y consumo de bienes y servicios teniendo eso en cuenta. Si no entramos en ese debate lo que tendremos es ceremonia, cumbres, más cumbres y más cumbres, con resultados muy decepcionantes.
Efectivamente, tenemos que plantear una transición muy importante en términos de reducción de emisiones. Pero, ¿qué escenario de transición podemos manejar? Por un lado, tenemos las soluciones convencionales, que básicamente son las estrategias de crecimiento verde, es decir, la pretensión de que podemos seguir manteniendo el patrón de crecimiento económico pero a partir de energías renovables. El asunto es que en este tipo de soluciones no es posible ni es factible plantear que podamos sustituir el actual nivel de consumo energético de combustibles fósiles por fuentes renovables. Además, estas ideas eran buenas en los años ´70 y ´80, porque son transiciones importantes que requieren largos periodos de tiempo, incluso décadas, que no tenemos ahora mismo. El problema es que, en vez de reduciendo, todo esto se plantea siempre creciendo, con lo cual estas ideas pecan de un cierto optimismo tecnológico y no tienen en cuenta que ese despliegue de las tecnologías renovables chocan con unos límites de materiales muy importantes. Por ejemplo, plantear que todos los coches sean eléctricos acabaría con las reservas de media docena de minerales muy importantes e implicaría utilizar las reservas de combustibles fósiles que ya han entrado en pico. Cuanto más rápidamente hagamos la transición, más combustibles fósiles vamos a utilizar y más emisiones vamos a generar.
Entonces, si no reducimos la escala, si no asumimos que tenemos que “decrecer” nuestra escala de producción de bienes y servicios, difícilmente podemos lograr esto.
Por eso, puede ser relevante plantear sustituir los actuales consumos, no por fuentes renovables cuando no es factible sino por contracciones de emergencia, empezando fundamentalmente por los países ricos. Es decir, plantear transiciones teniendo en cuenta que vamos a tener menor disponibilidad de recursos, y planificar esa reducción para que sea socialmente justa.
Y esto es en lo que deberíamos hacer énfasis y poner todos los recursos: con un escenario de post crecimiento, es decir, donde el PBI decrece la escala, donde se potencian actividades que tienen que ver con los bienes colectivos y los servicios públicos, donde hay un reparto de trabajo, donde hay una serie de políticas bastante diferentes a las que están adoptando. Solo en este escenario de decrecimiento las emisiones en 2050 disminuirían de tal forma que podríamos alcanzar una temperatura que quedaría por debajo de los dos grados. En el resto de los casos, por ejemplo, el crecimiento verde, en 2050 la reducción sería solo de un 16% de las emisiones.
Si no hacemos nada, la posibilidad del colapso gana puntos. Y es cierto que plantear ese escenario de decrecimiento es plantear medidas contracorrientes, sobre todo cuando hemos tenido décadas de masaje cerebral capitalista, como dice mi buen amigo Jorge Richman. Este escenario supone cuestionar el núcleo duro del propio sistema económico. Y, de hecho, habrá que gestionar también conflictos importantes.
En este punto caben dos posibilidades:
-que adoptemos una política basada en el optimismo, y entonces el resultado sería estupendo, porque habríamos acabado con la pobreza, habríamos hecho la transición, habríamos resuelto los problemas de empleo, habríamos seguido creciendo, tendríamos más bienes y servicios. Pero, si los pesimistas tienen razón y eso no es factible, pues el resultado de esa política va a ser el mismo, sería desastroso;
-o que adoptemos una política basada en el pesimismo, que incorpore toda esta información que ya tenemos y que conocemos desde hace tiempo, pero que parece que no nos la tomamos en serio, y si los pesimistas tuvieran razón el resultado en términos de bienestar social sería razonable, porque habríamos anticipado las peores consecuencias.
La mejor política en este caso debería ser basarse en el realismo científico para minimizar los remordimientos futuros. Por desgracia, hace mucho tiempo que lo que dominan son estas políticas basadas en el optimismo. Considerar estas limitaciones será la única posibilidad que tengamos de conseguir un mundo mejor en un contexto de cambio climático duro, y que evitaría las peores consecuencias en términos sociales, ambientales y también económicos.
OC
El autor es doctor en Economía, Premio Extraordinario y Licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales, Profesor Titular de Economía Aplicada de la Universidad de Valladolid y postgraduado en Economía de los Recursos Naturales y del Medio Ambiente por la Universidad de Alcalá.
Ver también otras notas de la sección Regeneración territorial.