¡Que maravillosos estadios han construido los alemanes para este Mundial! ¡Y que buenos son los mundiales de fútbol para ritmar tetranualmente las historias personales, y esa Historia más amplia que nos sucede a todos (ese ejercicio de recordar lo que nos pasaba a nosotros, a nuestro entorno inmediato y al mundo en tiempos de Cruyff, Paolo Rossi o Goycochea)! De no ser por el acoso publicitario, por los discursos nacionalistas, por la obligación en que se creen los medios de llenar espacios con cualquier cosa (aunque sea, parecen pensar, con algo inteligente…), por las plagas contrapuestas (los intelectuales anti-fútbol, los bienpensantes molestos con la pasión futbolera, los revolucionarios que lamentan “ese derroche de energía”) y porque uno contribuye con su entusiasmo a llenar los bolsillos de los Blatter, los Havelange, los Grondona y otros capos de la FIFA nostra, uno disfrutaría sin límites de estas fiestas ecuménicas. Y aun así, sabiendo a que canallas uno está contribuyendo a financiar, ¡que lindos los mundiales!
Así debe ser un estadio
Los estadios alemanes han establecido en forma definitiva la tipología arquitectónica más acorde a la visión y disfrute del fútbol. No se ven en estos colosos aquellas frías resoluciones en elipse, absolutamente alienadas de la forma rectangular del campo de juego y generadoras de enormes distancias entre el espectador y los jugadores (esos estadios como el Monumental de Buenos Aires o el propio Estadio Olímpico de Berlín, resabio hitleriano y casi única excepción a la tendencia de este Mundial, estadios donde es imposible reconocer a nadie desde las tribunas altas, por la distancia). La televisión nos muestra en Alemania tribunas bien próximas al campo de juego, con buena resolución de pendientes y algunas variantes en cuanto al número de bandejas. Todos aparecen como confortables para entrar y salir, con generosas aperturas circulatorias. Los codos se resuelven desprejuiciadamente, ya sea con “abanicos” de asientos o directamente asentando palcos o torres de iluminación; en muchos casos son precisamente el sitio de acceso y egreso. Los techos cubren con simpleza estructural pero también con cierta épica unas luces monumentales, acordes a la comunión de almas que cada palacio alberga durante los partidos.
La pantalla gigante (colocada sin pretensiones de focalidad, salvo en el sobreactuado volumen colgante de Frankfurt) introduce en cada uno de los estadios ese juego picante entre la realidad efímera y su reproducción televisiva. Unos segundos más tarde de la jugada, su repetición en la pantalla ya es más creíble que su origen en el mundo material: ¡hasta para los mismos jugadores, que se buscan para ver que tan cerca salió su remate o que lindos aparecerán para algún comercial! Los jugadores de fútbol ya saben que reacciones deben fingir, que ademanes privilegiar ante el gol o la infracción, cómo deben aparecer ante las cámaras; hasta preparan los festejos de sus goles con más dedicación de la que ponen para entrenar. Y están también los miles de brillos de las cámaras fotográficas, con los cuales los fans intentan inmortalizar un momento a costa de perder su visión en el momento en que ocurren, y aun sabiendo que el noticiero de la noche, el diario de la mañana y centenares de miles de websites y blogs repetirán esas imágenes con más calidad y pertinencia. En cada partido, un puñado de fans tiene también el privilegio de su breve instante warholiano de fama, cuando alguien les avisa o ellos mismos se descubren en la pantalla del estadio, una entre las millones que en ese momento están enviando una cara desconocida a la totalidad del universo televisivo.
Los derechos de la pasión
Como miles de millones de congéneres, sigo estos juegos desde una batería de televisores instalados en distintos puntos de mi ciudad, de mi casa a las casas de mis amigos, de los bares a las estaciones de tren. Bueno o malo el espectáculo dentro de la cancha, la televisión nos brinda ese otro espectáculo de las tribunas llenas en cada partido, sea quien sea el que juegue. Se elogiará la pícara disposición de las sedes para atraer a las gentes de países limítrofes, facilitada su concurrencia por las mínimas distancias de unos pocos cientos de kilómetros. Pero lo cierto es que aun los países más distantes y los más pobres logran llenar las tribunas en sus partidos. El público del mundial es una suerte de elite globalizada que puede diferenciarse por ver in situ lo que otros seguirán por TV. Un subproducto del auge del turismo a escala planetaria: los mundiales se ubican así en la cresta de la nueva economía, llevando a su exasperación los negocios del turismo, de la publicidad, de la comunicación.
Al respecto, véase la carta del diseñador industrial Martín Dalponte en este número de café de las ciudades. Según Dalponte, “en este Mundial donde los negocios, la publicidad y el marketing están tanto o más presentes que el mismísimo fútbol, las grandes marcas del mundo luchan por “pertenecer”. Así, marcas como Mastercard, Avaya, Fujifilm, Philips, Budweiser, Coca-Cola, McDonald’s, Toshiba, Gillete, Hyundai y Yahoo! lograron renovar sus contratos de 2002 y repiten como patrocinadoras oficiales en el Mundial, mientras que otras tres; Continental, Deutsche Telekom y Fly Emirates también han logrado entrar en este selecto club“. Dalponte se sorprende de que “ese lugar de privilegio, donde se ha colocado Hyundai, no esté ocupado por alguna de las grandes y tradicionales marcas alemanas fabricantes de vehículos. Muchas de las cuales son orgullo del poderío industrial de Alemania, con la importancia que estos hechos tienen desde lo simbólico“. La metáfora que usa Dalponte para ilustrar esta “invasión coreana” es de perfecto cuño futbolero: “todo esto me trajo a la memoria algunos graffitis callejeros que recuerdan aquel 2 de junio de 1974, fecha en la que Newell´s Old Boys ganó su primer título en primera división ante Rosario Central, su eterno rival, “en su cara y en su cancha“. Al parecer, al menos en ese aspecto, vemos que la coreana Hyundai, emulando a “La lepra”, le ganó a sus pares de Alemania en su cara y en su cancha“…
Esta pelea no carece de algún sesgo ridículo, cuando no sórdido. Una nota de Fernando Krakowiak en Página 12 del 25 de junio nos cuenta de la “dura batalla legal entre Puntogol, la empresa de marketing deportivo que tiene los derechos comerciales de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) y las empresas que quieren vincular su marca al equipo, pese a no ser sponsors. Sólo 12 compañías pagaron los derechos para utilizar los emblemas y símbolos oficiales. El resto tiene prohibido incluir en sus publicidades el logo de la AFA, la indumentaria del equipo o frases como “Selección Nacional”, “Selección Argentina de Fútbol” y “Vamos Argentina“. No nos extrañemos si en un futuro no muy lejano un grupo de elite de Puntogol nos pretende cobrar en alguna tribuna los derechos por entonar el “vamos, vamos, Argentina…”. Después de todo, los contactos de la empresa son amplios: en el mismo diario, Gustavo Veiga aclara que Puntogol fue fundada por el presidente del Banco Central, Martín Redrado, “según él, cuando no era funcionario del actual gobierno. (…) Nadie ha desmentido hasta ahora que Puntogol le pertenezca a un empresario de apellido Martino, quien sería el socio que da la cara por otros socios, sumergidos de lleno en el fútbol: Julio Grondona (h.), el presidente de Arsenal de Sarandí, Julio Comparada, el de Independiente, y Alejandro Barrionuevo, el hijo del sindicalista gastronómico y ex mandamás de Chacarita Juniors“. En este contexto de mutuas conexiones, no resulta extraño que el Subsecretario de Seguridad en Espectáculos Deportivos, Javier Castrilli, felicite públicamente por su “comportamiento ejemplar” a los barrabravas de River amenazados por las autoridades alemanas con la deportación, como señala Clarín del 23 de junio.
Después del Mundial, el fútbol
Al terminar de escribir esta nota, restan aun disputarse las semifinales y la gran final del Mundial 2006. El campeón del mundo saldrá finalmente de un grupo de selecciones exclusivamente europeas: los locales, Portugal, Italia o Francia.
Más allá de los resultados finales, me pone contento que algunos de los mejores pasajes de fútbol de este Mundial los hayan protagonizado mis queridos seleccionados de Suiza y Argentina. En el caso de los helvéticos, no me refiero por supuesto al espantoso partido de octavos de final con Ucrania (¡¿cómo se pueden errar todos los penales!?), sino a los buenos desempeños en el grupo, especialmente contra Corea del Norte. Acerca de La Selección, queda la duda por los cambios de Pekerman en el partido de cuartos de final con Alemania, y el amargo consuelo de haber terminado invictos el Mundial. Y por supuesto, de lo visto hasta ahora, la magia interminable del gran Zinedine Zidane, el más grande jugador que se ha visto después de Maradona y Pelé.
Con el fin del Mundial, volverá el fútbol, la máxima expresión de la cultura popular contemporánea, el deporte más ligado a las ciudades. Volverán los campeonatos locales, esos torneos que me empezaron a apasionar cuando de niño llegue a ver algunos pocos partidos del Grasshoppers, esa pasión que consolidé al maravillarme con Los Matadores de San Lorenzo en aquel mítico año ´68. Volverán las discusiones de oficina, el dramatismo cíclico de los derbies y los clásicos barriales, la melancolía de los estadios que se vacían, la pasión de una tribuna colmada. ¿Quién ganará, amigo Dalponte, el próximo Central – Ñuls? ¿Prolongará el Globo de Parque Patricios su agonía del ascenso? ¿Logrará el modesto Libertad de Paraguay eliminar a River de la Copa Libertadores? ¿Seguirán Tévez y Mascherano en la feria de vanidades del Corinthians? ¿En que callecita suburbana de Buenos Aires o Sao Paulo está practicando su gambeta el refuerzo que fichará el Barça antes del próximo Mundial? ¿Qué enfermedad elude milagrosamente contagiarse el delantero africano que asombrará al mundo en el 2014?
Carmelo Ricot es suizo y vive en Sudamérica, donde trabaja en la prestación de servicios administrativos a la producción del hábitat. Dilettante, y estudioso de la ciudad, interrumpe (más que acompaña) su trabajo cotidiano con reflexiones y ensayos sobre estética, erotismo y política. Esta nota continúa la serie mundialista de Ricot iniciada en el número 43 de café de las ciudades con Eric Cantona: ¿vocero de la globalización neoliberal o vulgar “hijo de puta”?, y continuada en el número anterior con La Ciudad en el imaginario mundialista.
Sobre fútbol y ciudad, ver también las notas Un negocio galáctico, de Marcelo Corti y Josep Alías, y El acoso a la fiesta, de Carmelo Ricot,en los números 10 y 18, respectivamente, de café de las ciudades.
Otra óptica sobre los estadios alemanes para este Mundial, y en particular sobre los paradigmas opuestos del Estadio Olímpico de Berlín y el Allianz Arena de Munich, en la nota Partido en dos campos, de Luis Fernández-Galiano, en el Diario de Arquitectura de Clarín del pasado 20 de junio.
Las fotos del estadio y la plaza de Leipzig (ambas tomadas el día del partido Argentina – México) son gentileza de Tom Hagedorn