Roma es una ciudad que nunca se olvida. Una vez que la hemos caminado y hemos saboreado sus platos, nunca nos deja, volviendo en sueños una y otra vez. La cocina de la ciudad, y de la región del Lazio, es simple, contundente y con fundamento. Quizás sus platos no sean esos “capolavori” de arte culinario de otras regiones de Italia. No obstante, en Roma se come increíblemente bien y, lo más maravilloso, en casi todos los sitios. Los días de verano son propicios para compartir este relato romano soñado una noche calurosa de Buenos Aires…
Por la noche
Me gustan los veranos de Buenos Aires y la ilusión del año que se inicia, también sus árboles frondosos y, especialmente, las mañanas frescas que prefiguran tardes calurosas y noches estrelladas con brisas del río. ¡Pero aquel día, no…! El clima fue un verdadero bochorno, esos días que dan ganas de arrancarse hasta la piel: el calor, la humedad sofocante, la lluvia perezosa que se escapa, el país y la ciudad sumergidos en un no sé qué va a pasar, la pobreza en las calles, la gente recogiendo las migajas, como quien recoge las migas de un pan dulce un poco seco desparramadas sobre un mantel blanco, ya manchado con restos de una fiesta reciente. Por la noche, cansado de dar vueltas por la casa y tomar cerveza, me di una ducha como para sacarme el día y me recosté. En medio de la vigilia y el sueño, recordé aquél viaje que hicimos juntos a Roma… ¿te acordás? Ya sé, no me digas nada…
El Sueño
… fue una mañana de mayo cuando llegamos. El día se prefiguraba caluroso y claro, el cielo era de un azul intenso exagerado, como temeroso de nubes. En el viaje al centro tu carita cansada se coloreó con los rayos del sol, rojizos y amarillos, que entraban por las ventanas del tren, y que te hacían entrecerrar los ojos. Recuerdo que no podías creer el color rosa amarronado o rojo anaranjado de la ciudad, según daba el sol, salpicado acá y allá por un verde musgoso y viejo. Mirabas la ciudad que aparecía, se te cayeron unas lágrimas pero no dejaste que te vea y no quise molestarte, pero me moría de ganas por secarte las mejillas.
La primera noche, después de descansar en un pequeño hotel de Piazza di Spagna, salimos a caminar por Via Del Corso hacia Piazza Venezia, pero antes de llegar doblamos a la izquierda y nos sumergimos en calles retorcidas y enmarañadas de historia. Andando, llegamos a Piazza Navona por azar, como sucede en este tipo de ciudades con tramas caprichosas tan lejanas a la cuadricula porteña. Nos maravillamos por la luz mortecina y ocre que dibujaba en la plaza sombras sobre otras sombras, como pliegues y repliegues de luz, acentuada con la sombra de aquel cura con sotana negrísima que cruzaba solo la plaza, llevando sobre sus hombros centurias de pecados, perdones y catedrales. También, el rumor suave de la noche al escucharse los pasos de la gente al andar, el agua de las fuentes y un italiano lejano con ecos de una escena de Fellini.
Ciertos olores fácilmente reconocibles hicieron que entráramos en un viejo restaurante, la “Osteria del Gallo” en vicolo di Montevecchio 27. Nos sentamos en una mesa pequeña contra una ventana que daba a una calle oscura y musgosa. No hablamos mucho, pero sentí como si hubiera sido la mejor conversación que jamás hemos tenido.
Ordenamos un vino tinto de la Toscana, rubí intenso y aterciopelado, con vetas de color lila como el recuerdo de los ojos de la Taylor en un viejo cine de barrio. Con el vino nos trajeron un antipasto, “Crostini alla ponticiana“. Se cortan unas tajadas de pan casero de corteza gruesa y corazón blando pero compacto, se los dora ligeramente en manteca y luego se los manda a un horno bien fuerte cubiertos con mozzarella fresca, un surtido de hongos salteados con provenzal (funhgi trifolati) y unas lonjas de prosciutto crudo. Se sirve caliente y acompañado de hojas verdes con una vinagreta muy sutil. Trazos de sol meridional en la noche romana.
Mientras esperamos el primer plato, seguimos bebiendo, creo que me emborraché un poco. Cerca nuestro había una pareja de una belleza de sueños como éste, hablaban despacio tomados de la mano y reían con complicidad. La escena me hizo recordar un párrafo de “Fuegos” de Marguerite Yourcenar, “existe entre nosotros algo mejor que un amor: una complicidad“.
Llegó el primer plato, unos “Maccheroni con la ricotta“. Se diluye la ricotta en un poco de leche tibia y una cuchara de azúcar con una pizca de canela en polvo. Bien al dente, la pasta se coloca en una fuente y se mezcla con la ricotta hasta lograr un “mantecato“, se condimenta con sal y pimienta recién molida y a la mesa. Plato untuoso y particular.
El segundo fue un clásico, “saltimbocca a la romana”. Bifecitos muy sutiles de carne a los que, con la ayuda de un palillo, se les colocan hojas de salvia y jamón crudo. Se cocinan muy rápidamente en una sartén con manteca vuelta y vuelta. Antes de retirarlos se agrega un poco de vino blanco seco, sal y pimienta. Se sirven con el jugo de la cocción, acompañados con puré de papas. Plato de una simplicidad redonda.
Tomamos las últimas restos del tinto que ya golpeaba con recuerdos de nuestra ciudad distante. Sin lugar para el postre, aceptamos dos copas de un vino blanco “dei Castelli” de un pueblo cercano a Roma. Al beberlo, se siente en el cuerpo una frescura de oasis, y cantamos en romanaccio “… é meior er vino de li castelli, che questa zozza societá…“. Tu mano derecha tomó la copa. Brindamos. Con tu otra mano te tomaste tus cabellos finos, te despeinaste un poco, me guiñaste un ojo y me quedé dormido…
Por la mañana
…desperté al día siguiente con hambre. Había llovido durante la noche y la ciudad amaneció más fresca. Me fui al Florida Garden a tomar un café corto y fuerte, acompañado con medialunas de grasa. Fumé el primer cigarrillo del día y me fui a trabajar… Me gustan los veranos de Buenos Aires, especialmente cuando las mañanas son frescas y prefiguran tardes calurosas, con noches estrelladas y brisas del río.
RC
Sobre Roma, ver el relato de Carmelo Ricot basado en un poema de Quevedo, en el número 3 de café de las ciudades.
Ver en los números 6 y 7 de café de las ciudades las recetas de la sopa verde portuguesa y el pan con tomate catalán, también por Rolo Chiodini.
Roma ha sido retratada de manera soberbia por algunas películas de Federico Fellini. En La Dolce Vita, Marcello Mastroianni compone quizás su mejor personaje, el de un periodista mujeriego con angustias existenciales a la usanza de los ’50. Satiricón presenta una mirada insolente sobre el esplendor y la decadencia imperial, Fellini – Roma brilla en la exhibición de la Roma más anodina, la de las autopistas colmadas y los trabajos eternos para la Metropolitana (con la estremecedora secuencia de la destrucción de los frescos). Fellini hace de la ciudad una protagonista viva y sensual de sus historias, sin solemnidades ni sentimentalismos. No hemos encontrado buenos links a Fellini en la Web: lo mejor es buscar sus películas en un buen videoclub, o esperar alguna retrospectiva en las salas de cine arte.
Otras Romas memorables del cine: la absurda y metafísica de Luis Buñuel en La Edad de oro (incluida por Carmelo Ricot en su lista de 10 mejores películas de la historia), la pedante y esteticista de Peter Greenaway en El vientre del arquitecto.