Colaborador: Agustín Bontempo
N. de la R.: El texto de esta nota reproduce un fragmento de Planificar la ciudad en tiempo de desigualdad. Avances y desafíos de la planificación territorial en la post pandemia, de Scatolini, Duarte y Baer, nuevo título de café de las ciudades.
Vivimos tiempos convulsionados. La pandemia del COVID-19 irrumpió en todo el mundo poniendo de manifiesto, una vez más, que las instituciones y los diversos modelos de sociedad que conformamos no tienen la capacidad de resolver los grandes problemas de la población. Aún más, las estructuras políticas, económicas, sociales e institucionales que componen la democracia profundizaron la desigualdad en todo el planeta, generando algunos pocos nuevos ricos y millones de nuevos pobres. Ante un escenario inesperado y disruptivo, las fuerzas políticas gobernantes no contaron con los instrumentos que permitieran afrontar la crisis a partir de nuevos pactos sociales que debieran poner en marcha acuerdos multiactorales, nuevas mayorías con anclaje en la participación ciudadana y defensa por la vía judicial de derechos humanos fundamentales. Es entre ellos, ni más ni menos, las vidas que se vieron dramáticamente afectadas.
El nuevo siglo nos trajo la ilusión que la posmodernidad abriría las fronteras para que el mundo, ya abandonada su bipolaridad post caída del muro de Berlín, sea un espacio común para desarrollar nuevos mercados y que, en materia económica, podrían lograrse mejoras en las condiciones de vida de los más desfavorecidos. Esa idea se impone, incluso, ante la voluntad de los gobiernos y espacios políticos que en todo el mundo impulsaron el retorno activo de un Estado que pueda intervenir en las diversas esferas de la vida pero que cada vez más se ve limitado incluso en sus acciones frente a los desarrollos de las tecnologías de la información y la globalización financiera. Pasando ya varios años, la realidad nos demuestra que en nuestro mundo globalizado lo que no ha ocurrido es que las fronteras hayan desaparecido, sino que se han levantado en cada esquina de cada barrio en decadencia.
Si bien la brecha entre quienes más tienen y aquellos que viven en la absoluta marginalidad no es nueva, la pandemia no resultó como muchos esperaban en su comienzo, esto es, transformarnos en mejores sociedades. Incluso, en esa dirección opuesta a la pronosticada, hubo sectores que alimentaron conspiraciones, impulsaron protestas contra las medidas de cuidado como el aislamiento social o el confinamiento e incluso cuestionaron las políticas públicas de vacunación. Según el informe Beneficiarse del sufrimiento de la confederación internacional OXFAM (mayo 2022), la riqueza de los multimillonarios se ha incrementado en los últimos dos años tanto como en los anteriores 23.
El mismo documento destaca que, producto de la crisis desembocada con la pandemia, el aumento de las desigualdades y el alza en los precios de la energía y los alimentos, 263 millones de personas podrían ser arrastradas a la pobreza extrema durante 2022 mientras que en estos dos años ha surgido un nuevo multimillonario en el mundo cada 30 horas.
Del estudio se desprenden algunos datos reveladores. En la actualidad existen 2.668 mil millonarios, 573 más que en 2020. Estas personas acumulan una riqueza que oscila en 12,7 billones de dólares y, en conjunto, al 13,9 % del PBI mundial, cuando en el año 2000 representaba el 4,4 %. Los 10 hombres más ricos del mundo poseen más riqueza que el 40 % de las personas en situación de pobreza. Es decir que mientras gobiernos, referentes políticos e incluso empresarios filantrópicos hablan de definiciones en pos de una supuesta lucha contra la pobreza y sus graves consecuencias, en realidad estamos en presencia de un modelo que, a todas luces, no está ofreciendo posibilidades de resolución ante tamaña injusticia.
Estos datos son alarmantes y nos preocupan porque, además, ha sido posible que así suceda producto de la decisión, la acción e incluso la incapacidad de los Estados en todo el mundo.
Desde este contexto general de desigualdad es que parte el análisis que se realiza, elaborado para comprender qué está sucediendo en nuestras ciudades en relación a las políticas urbanas, el uso del suelo, las consecuencias que se generan a partir de la elección de nuestra población en vivir en determinados territorios, particularmente en las grandes metrópolis y por supuesto, el trasfondo de políticas gubernamentales y lo que determina esa disposición o forma de habitar, por cuanto las desigualdades de las que hablamos se reflejan allí de forma contundente. Estamos asistiendo casi impávidos a procesos de disgregación social, de guetificación del espacio urbano, de pauperización de las condiciones de vida de los habitantes, agravado particularmente en aquellos hogares que solventan principalmente las mujeres, no solamente de la Argentina sino del mundo.
Según un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD, octubre 2021), hacia el mes de octubre de 2021 eran 1.300 millones las personas que en 109 países diferentes sufrían algún tipo de pobreza. Sin embargo —desde la perspectiva de este material— la situación tiene particularidades muy complejas. De acuerdo con el documento, 1.000 millones son los hombres y mujeres que carecen de una vivienda digna, con sistemas de saneamiento inadecuados, sin agua potable.
Estamos asistiendo casi impávidos a procesos de disgregación social, de guetificación del espacio urbano, de pauperización de las condiciones de vida de los habitantes, agravado particularmente en aquellos hogares que solventan principalmente las mujeres
En su último libro, Raquel Rolnik explica con claridad cómo los Estados trasladaron hacia la vivienda y el acceso a un hábitat digno las definiciones que ampliaron la brecha de la desigualdad. Allí afirma que: “La propiedad inmobiliaria (real estate) en general y la vivienda en particular, configuran una de las más nuevas y poderosas fronteras de la expansión del capital financiero. La creencia de que los mercados pueden regular el destino del suelo urbano y de la vivienda como forma más racional de distribución de recursos, combinada con productos financieros experimentales y `creativos´ vinculados a la financiación del espacio construido, hizo que las políticas públicas abandonaran el concepto de vivienda como un bien social y el de ciudad como un artefacto público. Las políticas habitacionales y urbanas renunciaron a la función de distribuir riqueza, bien común que la sociedad coincide en dividir o proveer a aquellos que tienen menos recursos, para transformarse en mecanismos de extracción de ingresos, ganancia financiera y acumulación de riqueza. Este proceso derivó en la desposesión masiva de territorios, en la creación de pobres urbanos `sin lugar´, en nuevos procesos de subjetivación estructurados por la lógica del endeudamiento, además de haber ampliado significativamente la segregación en las ciudades”, y diversas formas de precariedad e informalidad urbana.
Una aproximación regional
En el marco general del avance del modelo neoliberal que se viene sucediendo en América Latina desde hace al menos cinco décadas, es clave pensar en el rol del Estado para conducir las definiciones en nuestro país y en el mundo, creando y reforzando herramientas institucionales y de gestión con el fin de fortalecer la democracia que muchas veces se ve amenazada, como surge de la breve reseña que desarrollaremos en este apartado.
Desde finales de la década del 90 e inicios del 2000, se desarrolló un período donde frente al fracaso de las recetas liberales surgieron gobiernos progresistas y de izquierda con un anclaje en la concepción de la Patria Grande —en su sentido político, económico y social— en oposición a los poderes fácticos que se montan en la promoción de un sistema económico desigual donde los golpes de mercado o procesos de inestabilidad económica, impulsados por el sector financiero concentrado, adquieren cada vez más un protagonismo destacado. Es decir, el neoliberalismo del que hablamos no se consolidaba e incluso atravesó momentos de profundos retrocesos, lo que obligó a desarrollar nuevas estrategias en la disputa por el poder político y la distribución de la riqueza en toda la región.
En esa búsqueda, es interesante analizar Argentina y tomando el punto de partida de lo que fue el gobierno de Mauricio Macri. Allí se pueden enumerar algunos de los rasgos distintivos de la nueva derecha (Stefanoni, 2021) que se plasman en: la negación de tradiciones políticas e intelectuales en oposición a la exaltación de la pospolítica que lleva inserta una visión sesgada del rol del Estado; un afianzamiento de la política de control social a partir de la “cuestión de seguridad”, algo que luego decantó en la doctrina Chocobar; una cultura de la posmodernidad asociada a una visión purista del manejo de lo público; el cuestionamiento a las políticas de Derechos Humanos, que no solo implican la estigmatización a las causas de la militancia políticamente organizada de la década del 70 sino también toda expresión de organización social de base a la que la nueva derecha busca enfrentar con la sociedad bajo consignas peyorativas como por ejemplo “planeros”; la recurrencia a la meritocracia como forma de exaltación de las libertades individuales. En definitiva, es un intento por lograr la creación de un sentido común permeado por la comunicación de medios afines a poderes fácticos y corporativos que permiten anclar en una derecha alternativa las históricas y aún persistentes reivindicaciones más conservadoras del poder tales como el achicamiento del Estado a una mínima expresión y la desregulación de los mercados de trabajo y financieros como mecanismos de generación y concentración de la riqueza.
En este contexto, el mundo en su conjunto se enfrenta al desafío de construir territorios más integrados, inclusivos y sostenibles. En el caso de América Latina, la situación es aún más compleja a partir de la relativa inestabilidad en los procesos democráticos y las políticas excluyentes impuestas por varios gobiernos que asumieron el poder en los últimos años. Hay diversos procesos que configuran el escenario.
El período de gobiernos populares que vivió Brasil desde el comienzo de la gestión de Luiz Inácio Lula Da Silva (2003-2011) y su sucesora, Dilma Rouseff (2011-2016) estuvo fuertemente atravesado por un proceso de ampliación de derechos. Solo durante la gestión de Lula, más de 30 millones de brasileños y brasileñas salieron de la pobreza.
En ese marco general en 2009 el presidente Lula lanzó el programa Minha Casa, Minha Vida, un ambicioso plan que se proponía abordar estructuralmente el problema del acceso a la vivienda digna. Se estima que hasta 2014 casi 7 millones de personas fueron beneficiadas por el programa gracias al acceso a 1.7 millones de viviendas repartidas en más de 5.200 municipios. La densidad de la iniciativa redundó en la creación de casi 1 millón y medio de puestos de trabajo y alrededor de 80 mil empresas constructoras creadas.
Este proceso se vio interrumpido en el año 2016 por la destitución de la entonces presidenta Dilma Rouseff, que luego de un juicio político impulsado por la Cámara de Diputados y que contó con apoyo del poder judicial, llevó a la asunción del vicepresidente Michel Temer primero y luego la victoria electoral de Jair Bolsonaro en 2019.
El nuevo gobierno se ha caracterizado por el impulso de medidas regresivas, muchas de las cuales se vieron acentuadas durante la pandemia del COVID-19. Entre ellas, hubo una desaceleración de las políticas públicas vinculadas a la vivienda, en particular el programa Minha Casa, Minha Vida, primero con Temer y luego con Bolsonaro quien lo anuló directamente.
Algo importante para destacar en relación a Brasil es que más allá de los avances y retrocesos citados, el país cuenta con la Ley N° 10.257, conocida como el Estatuto da Cidade aprobado en 2001, que reglamenta el capítulo sobre política urbana que se introdujo en la Constitución en el año 1988. Allí se consagran muchos de los instrumentos de gestión de suelo a partir de lineamientos generales como la garantía del derecho a la ciudad sustentable entendiendo la relevancia y vínculo entre el suelo urbano, la vivienda, saneamiento ambiental, infraestructura urbana, transporte y servicios públicos, la gestión democrática a través de la participación de la población y de diversas organizaciones civiles, la planificación para el desarrollo de las ciudades, la distribución espacial de la población y las actividades económicas del territorio, la provisión de equipamientos, entre otros.
Bolivia vivió un proceso similar. El 10 de noviembre de 2019 se llevó adelante un golpe de Estado contra el gobierno de Evo Morales. A esa fecha bisagra se llegó luego de que parte de la oposición a la gestión no reconociera el resultado acontecido en el proceso electoral de octubre de ese año y, apoyados por las fuerzas armadas y la Organización de Estados Americanos (OEA), depusieron del poder a Evo Morales para que asumiera Jeannine Áñez.
Los motivos políticos para analizar pueden ser varios. El gobierno iniciado el 22 de enero de 2006 se caracterizó por un reconocimiento de las demandas históricas de los sectores sociales más postergados, políticas industriales y de protección de los recursos nacionales y el reconocimiento de los pueblos originarios y la clase trabajadora en su conjunto, que comenzó a tener protagonismo en las decisiones del país.
Vinculado a esto último, la vivienda tuvo un rol destacado, especialmente a partir de la reforma constitucional de 2009. Si bien en la carta magna ya estaba establecido el derecho a la vivienda y la obligación del Estado en todos sus niveles a garantizarlo, el reconocimiento a la autonomía indígena y campesina estableció que en las zonas que habitan tienen competencia en los planes de ordenamiento territorial y de uso del suelo, así como también de urbanismo y desarrollo de hogares en un hábitat digno.
Esta iniciativa, que rompía con la hegemonía del sector inmobiliario, también fue uno de los motivos para llevar adelante el golpe. El gobierno de facto estuvo cargado de denuncias por casos de corrupción, represión a manifestaciones sociales e incluso crímenes de las fuerzas armadas que costaron decenas de vidas. El 18 de octubre de 2020 se llevaron adelante las nuevas elecciones y el binomio Luis Arce y David Choquehuanca obtuvo el 55,11 % de los votos y de esta manera el Movimiento Al Socialismo (MAS) retornó al poder.
Pero no son los únicos casos para comprender el contexto que atraviesa el continente. También Chile, donde la movilización de amplios sectores en búsqueda de derechos no solamente terminó con la gestión de un modelo político neoliberal sino que cambió íntegramente su gobierno e incluso se discuten reformas constitucionales, ícono de la herencia pinochetista.
El modelo instalado en la segunda mitad de la década del 70 y en toda la del 80 sembró las bases para comprender las desigualdades del país trasandino. El “milagro de Chile”, como lo llamó Milton Friedman, no fue más que el resultado de las ideas desarrolladas por los Chicago boys e implementadas durante la dictadura, que determinaron el apartamiento del Estado de casi todas las áreas para sostener una economía totalmente liberalizada con resultados adversos para la población. La liberalización llegó al extremo de plantear la eliminación de los perímetros urbanos bajo la idea de que ello incrementaría la oferta de suelo y bajaría los precios.
Bajo esa estructura heredada, Chile llevó adelante un programa que se denominó ABC, que suponía la necesidad de que las familias posean Ahorro, el Estado destine un Bono (subsidio) y requieran un Crédito suministrado por entidades financieras para acceder a una vivienda. A partir de este sistema el desarrollo inmobiliario quedó en manos del sector privado y generó entre otras cosas un sobre-stock de viviendas con un precio del metro cuadrado que fue evolucionando por encima de los ingresos de las y los trabajadores, lo que fue llevando a que la población acceda a hogares en localizaciones cada vez más alejadas de la ciudad.
Esta situación generó, además del problema propio de no contener un crecimiento urbano ordenado, que muchas viviendas terminen quedando vacías y con familias endeudadas, sin posibilidad de pagar el crédito al que accedieron oportunamente.
Estos procesos no ocurrieron sin tensiones. La rebelión pingüina de 2006 o las movilizaciones iniciadas por estudiantes que reclamaban el boleto estudiantil y que concluyó en las intensas jornadas que llevaron a la derrota al gobierno de Sebastián Piñera, son las muestras cabales de una sociedad que reclama mejores condiciones de vida.
Asimismo, muchas de estas movilizaciones tenían entre sus demandas una corrección sobre el problema habitacional vinculado al transporte ya que, a partir de la localización de las viviendas, los lugares de trabajo, educación o esparcimiento se ubican lejos de los hogares de las familias obreras, acentuando las dificultades económicas de la población.
Allí es que emerge la coalición de partidos progresistas y de izquierda que llevaron a la presidencia a Gabriel Boric desde el 11 de marzo de 2022. Sin embargo, no es solamente un cambio de ideas al frente del gobierno. La población exigió y aprobó discutir una reforma constitucional que pueda modificar de raíz la base de la desigualdad en Chile.
En materia habitacional, este debate supone una cuestión sustancial ya que se trata de un derecho que ni siquiera está garantizado por la Constitución Nacional. En el marco del proceso constituyente, donde se desarrolló un plebiscito el 4 de septiembre de 2022 que rechazó la primera propuesta de reforma, hay posiciones encontradas en torno a si se trata de un tema de abordaje legislativo, si el reconocimiento sí está garantizado a partir de la suscripción del país a tratados internacionales e incluso hay posiciones que siguen considerando que el estado de situación actual es correcto.
En concreto, las principales voces que se vienen oponiendo al régimen heredado por más de 40 años de neoliberalismo suponen que la nueva carta magna debe incluir el acceso a la vivienda y a un hábitat digno y que junto a ella debe existir la legislación correspondiente para desarrollar planes que ordenen los territorios y mecanismos de financiamiento para que los sectores de menos recursos puedan acceder a este derecho humano.
Otro caso es Perú y la sucesión de tres presidentes en el período 2016-2020 (Pedro Pablo Kuczinsky, Martín Vizcarra y Manuel Merino), con una clase política fuertemente cuestionada y denunciada por corrupción, el no reconocimiento de las instituciones del Estado, la movilización social y una serie de hechos que incluyó el debate por la absolución de Alberto Fujimori o el suicidio del ex presidente Alan García.
El resultado de ese proceso derivó en la victoria electoral de Pedro Castillo, profesor y dirigente sindical que llegó al poder el 28 de julio de 2021 con el desafío y la promesa de equilibrar la balanza en uno de los países más desiguales del continente.
En el caso de América Latina, la situación es aún más compleja a partir de la relativa inestabilidad en los procesos democráticos y las políticas excluyentes impuestas por varios gobiernos que asumieron el poder en los últimos años.
La inestabilidad producto de definiciones políticas adversas para la población también asumió su rostro en materia de acceso a la vivienda. En este país, se instaló una idea que venía del Consenso de Washington y que fue promocionada por el Banco Mundial a partir de la obra del economista Hernando De Soto (1987, 2019) que planteaba como una solución al problema de la pobreza que existen en nuestras ciudades la necesidad de convertir a los informales en propietarios a través de la formalización jurídica de la tenencia del hogar. Lo que planteaba De Soto era un modelo financiero donde a mayor cantidad de viviendas escrituradas iba a haber dentro del sistema financiero más inmuebles para ser hipotecados. Entonces, una política vinculada a la hipoteca de bienes inmuebles era la que iba a generar un círculo virtuoso para la economía y quedó demostrado que no fue así.
Después de que casi tres millones de peruanos formalizaran la tenencia de la tierra, esa situación no redujo la pobreza ni terminó con la informalidad en términos de acceso a bienes y servicios que deben generar las ciudades. Por el contrario, aquella iniciativa recreó las condiciones de desigualdad.
En octubre de 2019, el gobierno en un país vecino, Ecuador, presidido por Lenin Moreno anunció un “paquetazo” de medidas que incluían la eliminación de subsidios al sector energético. Esta iniciativa devino en una serie de movilizaciones, ya que el plan económico era impulsado en acuerdo con directrices del Fondo Monetario Internacional (FMI) y se esperaba que represente un aumento considerable en los precios de bienes y servicios. Ante las intensas protestas, el gobierno decretó el “estado de excepción” que prohibía la congregación de personas, la libre circulación por la vía pública, la disposición de las fuerzas militares para intervenir, entre otros puntos.
Moreno había asumido la presidencia de Ecuador en representación del espacio encabezado por Rafael Correa. Sus definiciones políticas decantaron en este escenario que es un capítulo más del debate que viene atravesando aquel país: correismo frente al anticorreismo. Lenin Moreno tuvo que ceder y perdió legitimidad. Guillermo Lasso, quien asumió la presidencia el 24 de mayo de 2021, no logró canalizar las demandas de la población y, por ejemplo, en junio de 2022 se vio jaqueado por las fuertes movilizaciones de sectores indígenas y campesinos en continuidad con los reclamos de los años anteriores.
En el plano vinculado al acceso al hábitat, Ecuador logró por primera vez en su historia tener un programa y una ley para planificar y ordenar su territorio. Se trata de la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial, Uso y Gestión de Suelo de 2016 y fue posible a partir de una institucionalidad generada por el gobierno de Rafael Correa, que permitió que esa norma ponga en valor suelos ociosos, terrenos que pertenecían al Estado y que debían dinamizarse para generar mayores niveles de acceso a los sectores más desfavorecidos.
Otro capítulo importante fue el acontecido en Colombia. En abril de 2021, el gobierno de Iván Duque impulsó una reforma tributaria regresiva, que incluía el aumento de impuestos a los alimentos y al combustible. Durante muchas semanas, sectores organizados de la población impulsaron medidas de protesta, incluyendo paros generales que duraron varias semanas. Al igual que en Ecuador, esta movilización social obtuvo resultados.
Colombia, una de las naciones donde el neoliberalismo se ha consolidado, no logra alcanzar estabilidad desde la finalización de la gestión de Álvaro Uribe Vélez (2010). Hablamos de una nación condicionada por el narcotráfico y la guerra interna, donde el Estado viene disputando territorio con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) o el Ejército de Liberación Nacional (ELN) entre otros grupos guerrilleros, con una demanda histórica que son los acuerdos de paz. El devenir de la gestión de Duque está condicionado por esta coyuntura, lo que tiene como resultado final las elecciones acontecidas en este 2022 que arrojaron la victoria electoral de Gustavo Petro y Francia Márquez en una alianza entre el progresismo y la izquierda que accedió por primera vez al poder en la historia de aquella nación.
Sin duda la experiencia vinculada a la guerrilla como así también a una necesidad de implementar mecanismos de seguridad ciudadana tuvo un fuerte impacto en las políticas territoriales, especialmente en las grandes ciudades como Medellín y Bogotá, en las cuales la posibilidad de acceder a áreas de las ciudades ganadas por grupos narcos que hasta ese momento eran zonas informales, pudo ser reorientada a partir de la intervención del Estado, llegando al territorio a través de mecanismo de ordenamiento y planificación territorial que permitieron nuevos usos del espacio público, nuevos dispositivos de comunicación, la apertura de vialidades y de medios de transporte como el Transmilenio. En definitiva, una serie de acciones que también dieron marco a un nuevo proceso de acceso a bienes y servicios culturales por parte de la población más desfavorecida.
Este conjunto de acciones también derivó en la sanción en 1997 de la Ley N° 388, con la característica de ser un país unitario que permitía que esa legislación pueda aplicarse de manera homogénea en todo el territorio. Fue una norma de avanzada en cuanto al reconocimiento del derecho a la ciudad a partir de instrumentos de gestión de suelo, entre ellos la captación de plusvalía por parte del Estado, el reajuste de tierra, la declaración de barrios prioritarios para su urbanización y, sobre todo, esta visión de que debe existir un adecuado equilibro entre las cargas y beneficios que genera el desarrollo urbano.
Esa norma lleva varios años de aprobada, se ha podido verificar que la falta de decisión política de los distintos gobiernos nacionales que estuvieron a cargo del país hizo que no tuviera los resultados esperados en términos de lograr mayor equidad territorial. Lo que se espera a partir de la gestión del presidente Petro es que, al igual que durante su mandato como alcalde de Bogotá, donde tuvo una agenda muy prioritaria en las políticas de hábitat, pueda lograr obtener resultados similares a nivel nacional.
Estas últimas naciones citadas tuvieron la particularidad de que los pueblos originarios y campesinos, históricamente excluidos de las definiciones políticas, tuvieron un rol activo.
Más allá de la hegemonía neoliberal, los procesos muestran que el modelo no logra imponerse e incluso surgen alternativas contrarias. Tal como lo indicamos, el hartazgo de las sociedades ante gobiernos que definen a espaldas de sus necesidades mientras se hunden en la desigualdad tuvo como resultado no solamente los procesos de movilización que atentaron contra la estabilidad del modelo neoliberal, sino que, además, dieron respuestas sólidas a través de las urnas, eligiendo gobiernos que puedan representar sus intereses.
LS, JID y LB
Luciano Scatolini es Abogado y Escribano (UNLP). Especialista en Derecho Administrativo. Docente e investigador. Secretario de Desarrollo Territorial de la Nación.
Juan Ignacio Duarte es Licenciado en Urbanismo (UNGS) y Especialista en Políticas de Suelo (LILP). Docente Universitario. Director Nacional de Política de Suelo y Regularización Dominial (Secretaría de Desarrollo Territorial del MDTyH de la Nación).
Luis Baer es Licenciado y Doctor en Geografía (UBA), Magister en Economía Urbana (UTDT) y Especialista en Políticas de Suelo (LILP). Docente Universitario e Investigador del CONICET. Director de Asistencia y Vínculo Territorial (Secretaría de Desarrollo Territorial del MDTyH de la Nación).
Agustín Bontempo es Comunicador y docente (UBA). Periodista. Profesor de Gestión de Plataformas Digitales (ETER) y Comunicación Política (UCALP). Asesor de la Secretaría de Desarrollo Territorial de la Nación.
Luciano Scatolini, Juan Duarte y Luis Baer (2022). Planificar la ciudad en tiempos de desigualdad. Avances y desafíos de la planificación territorial en la post pandemia. 1ª edición, Buenos Aires, Café de las Ciudades. ISBN 978-987-3627-62-0
Importante: todos los envíos de la tienda de café de las ciudades se realizarán luego del 17 de enero.
Sobre los temas tratados aquí, ver en nuestro número 1 las notas La misión del urbanismo es redistribuir riqueza y enfrentar la exclusión (entrevista a Raquel Rolnik) y
Clandestinos en la ciudad del Tercer Mundo. En “El misterio del capital”, Hernando de Soto propone algo más inteligente que erradicarlos, por Marcelo Corti.