Bajo el término “post-verdad”, hoy muy en boga en todo intento de interpretación de la política contemporánea, parecen quedar sintetizados muchos de los temores que la literatura de ciencia ficción alguna vez proyectó sobre la manera que se construye el discurso político en este siglo. La propia etimología de esta palabra compuesta, devenida en concepto, resume ese lento pero seguro despegue entre realidad y construcción de sentido.
Un poco más allá, Hanna Arendt escribió dos ensayos hoy reunidos en un solo libro, “Verdad y mentira en la política” (Página indómita, Barcelona, 2018). Con un título directo, sin eufemismos, ensaya un acercamiento reflexivo al peso de la verdad y su antónimo, la mentira, en el discurso del poder avanzado el siglo XX. En parte consecuencia de la amplificación de la cultura de masas, guerra fría mediante y con el Holocausto como hito del resquebrajamiento de la razón, en sus textos se deja entrever el lento desplazamiento entre la realidad y los grandes discursos organizados. Ese movimiento parece producir disonancias, fragmentos de discursos desarticulados de las realidades que le dan origen a medida que se abandona la confianza en la política y, por qué no, en el estado como forma social organizada. En esa compulsa, Arendt construye su tesis principal a favor de la realidad fáctica: “Es obvio que los hechos no están seguros en manos del poder, pero lo que nos interesa señalar aquí es que el poder, por su propia naturaleza, jamás puede producir un sucedáneo de la segura estabilidad de la realidad objetiva… Los hechos se reafirman por su tozudez… en su obstinación los hechos son superiores al poder, son menos transitorios que la formación del poder”. Quienes y cómo terminarán de ganar la pulseada, todavía está por verse en la década de las fake news, los candidatos virtuales y la fuerte incidencia de los impactos globales en cualquier construcción de realidad.
Bajo estas lógicas, las elecciones municipales, en general, siguen siendo una muestra de la manera que se articulan –o no– discurso político, poder y realidad. Tal vez la escala municipal sea una de las esferas de la política de gestión más interesantes, en la medida en que el territorio, sus habitantes y quienes lo gestionan coinciden, por ahora, en un espacio delimitado física y formalmente. No es casual que las ciudades se han posicionado en el contexto mundial como organismos muchas veces transnacionales que pueden generar redes, realizar intercambios y acumular y mover capitales y flujos independientemente de los países que las alojan. A la medida de la velocidad y volatilidad de los cambios socio-productivos, el territorio acotado, demarcado y gestionado por ciudadanos y ciudadanas que lo habitan cobra cada vez más relevancia.
Es en esta escala, y no en otra, que los problemas toman dimensión y peso relativo ya que gravitan sobre la vida de las personas y, por lo tanto, la realidad fáctica se hace presente. La construcción de sentido colectivo reconfigura la realidad material y viceversa. Cuando Barcelona, Madrid o Nueva York toman medidas prácticas y articuladas a fin de generar instrumentos para contrarrestar la excesiva concentración de capitales globales o la precarización del empleo montado sobre la volatilidad de las redes, dejan en evidencia por un lado la magnitud de los procesos globales y sus efectos y al mismo tiempo la posibilidad de incidir en las escalas locales con políticas territorializadas. Discurso, acción y realidad parece encontrarse amalgamadas en tiempo real y sobre un sentido común. En un reciente encuentro en Barcelona sobre ciudad, estados y globalización, distintos funcionarios y gestores del ayuntamiento local así como expertos urbanos tendían a coincidir en la potencialidad inherente a la municipalización del territorio para su gestión, a la par que señalaban la debilidad creciente para resolver la complejidad de los problemas económicos y sociales emergentes en las ciudades. En ese mismo encuentro, los latinoamericanos presentes daban cuenta de la fragilidad institucional y política, a la par que disminuye la capacidad de gestión e incidencia no solo para poner freno a los procesos globales de impacto sino para revertir o mitigar los procesos endógenos de pobreza y exclusión socio-territorial.
A modo de ejercicio; si revisamos los discursos de las campañas electorales a la intendencia de Córdoba, ¿qué ciudad proyectan y reconstruyen? ¿Cómo se vinculan estos discursos con la realidad efectiva y con la política como articulador simbólico?
Tomemos por ejemplo algunos de los discursos para los que aspiran a gestionar la Ciudad de Córdoba, ciudad intermedia de alrededor de 1 millón y medio de habitantes, con un aporte de un 4% al PBI nacional en Argentina (que trepa a más del 40% en el contexto provincial). Sin posibilidades de reelección, se abre un escenario de una decena de opciones que compiten para la intendencia. Una primera observación es que menos de la mitad de los candidatos/as acceden a los espacios de opinión masivos –periódicos, televisión, radio y redes–, algunos por haber estado en la gestión, otros por pertenecer a las fuerzas políticas dominantes, otro por una militancia constante en el tiempo. El resto queda acallado para el gran público, que no logra referenciar candidaturas con posibilidades de gestión efectiva.
Si se revisan los discursos de los candidatos de las fuerzas políticas que actualmente gobiernan algún estamento del estado coincidentes con las fuerzas políticas dominantes –el peronismo o los partidos que componen Cambiemos– es interesante observar que en general las propuestas devienen de una lectura de “demandas” vecinales; bajo esta óptica, los vecinos/as se entienden como un colectivo homogéneo con problemas comunes, problemas que en todos los casos son sectoriales. Propuestas sobre iluminación, basura y desagües, entre otras, conforman las agendas de campaña, quedando afuera aquellos temas que presuponen procesos más complejos como, por ejemplo, la salud o la educación. Solo la inseguridad, aún sin una definición muy clara, parece interesar en las gestiones como tema recurrente. Gestionar parece ser, para los candidatos cercanos a ser intendentes, erigirse en el artífice de las soluciones directas a problemáticas específicas que se encuentran “por fuera” de la esfera política. Males que vienen dados, como catástrofes externas al entramado socio político y a la propia ciudad. Como señala un candidato: “No se trata de empezar de cero sino de avanzar en solucionar problemas que nos corren”.
Otra característica común es que las demandas señaladas en forma de promesa no constituyen en ningún caso un discurso organizado sobre la ciudad. Tampoco existen diagnósticos articulados. Es más bien un listado de temas tal vez devenidos de alguna consultora que realiza encuestas a la población. No existe una mirada integral que reconstruya la dimensión política. En ese sentido, el territorio es subsidiario a este discurso fragmentado y es solo escenario donde se asientan las “promesas” de campaña. La ciudad y su territorio pocas veces es nombrada como un constructo colectivo con historia. Tal es así que solo un candidato recupera la dimensión de los barrios como lugar donde se produce la articulación entre sociedad y espacio urbano. Otros se centran en la idea más abstracta de “orden”, donde se identifica un enemigo –en este caso el narcotráfico– sobre el que se deposita la culpabilidad de la degradación de los barrios y la falta de perspectivas para la juventud. Así, bajo la figura masculina dominante y paternal, el candidato afirma que en el caso de ser electo va a trabajar para “sacarlos del infierno de la droga y volverlos a ruta y el sendero del progreso”.
Fuera de los discursos dominantes, nuevas voces aparecen para visibilizar a algunos colectivos y sus demandas, mujeres, jóvenes, trabajo precarizado, etc. Estas demandas, si bien no terminan de producir una nueva agenda en la política tradicional van transversalizando los discursos. Sin embargo, en ningún caso estas nuevas voces parecen territorializar esas políticas y quedan al margen de los discursos oficiales.
En este sentido, es cierto que la lógica electoral fordista todavía tiende a configurar los discursos y muchas de esas promesas se centran en acciones concretas sobre la realidad, en obras. Infraestructuras y arquitecturas que devienen en símbolo de buena gestión, como el listado de obras inauguradas que se muestran en el spot publicitario de la campaña a reelección del gobernador actual. La mejor garantía de gestión es la realidad fáctica que se muestra en obras, sea estas relevantes o no para el conjunto. Lo que no se ve no existe. Lo que se hace es bueno en sí mismo por el hecho de la acción.
Sin embargo algo empieza a cambiar y cada vez más parece que el “discurso” devenido en “discurso electoral” se separa de la realidad efectiva para adoptar la forma de la convención. Un pacto no escrito con la población en que lo que se dice –y se promete– queda relegado a ese momento eleccionario. Mentira y verdad se funden en la convención del discurso. La frase “Todos los políticos mienten” parece devenir hoy más en una afirmación resignada que en una protesta.
CIP
Carola Inés Posic es comunicadora especializada en temas urbanos. Es corresponsal en Córdoba de café de las ciudades, a cargo de la sección POSICiones Cordobesas.
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