N. de la R.: Se reproducen
en esta nota algunos capítulos del Libro Cuarto de la Política, texto en
el que el Estagirita postuló los fundamentos básicos para
la constitución de la ciudad. Se encontrarán aquí principios
de localización, trazado, economía y gobierno de las ciudades
que, por supuesto, deben ser entendidos en el contexto histórico
y político en el que fueron formulados.

(…)
Capítulo
V - Del territorio del Estado perfecto
Los
principios que acabamos de indicar respecto a la población
del Estado pueden, hasta cierto punto, aplicarse al territorio.
El más favorable, sin contradicción, es aquel cuyas condiciones
sean una mejor prenda de seguridad para la independencia
del Estado, porque precisamente el territorio es el que
ha de suministrar toda clase de producciones. Poseer
todo lo que se ha menester y no tener necesidad de nadie,
he aquí la verdadera independencia. La extensión y la fertilidad
del territorio deben ser tales que todos los ciudadanos
puedan vivir tan desocupados como corresponde a hombres
libres y sobrios. Después examinaremos el valor de este
principio con más precisión, cuando tratemos, en general,
de la propiedad, del bienestar y del uso que se debe hacer
de la fortuna, cuestiones muy controvertidas, porque los
hombres incurren con frecuencia en este punto en alguno
de estos extremos: en una sórdida avaricia o en un lujo
desenfrenado.
Lo
relativo a la configuración del territorio no ofrece ninguna
dificultad. Los tácticos, con cuyo dictamen debe contarse,
exigen que sea de
difícil acceso para el enemigo y de salida cómoda para los
ciudadanos. Añadamos que el territorio, lo mismo que
la masa de sus habitantes, deben estar sometidos a una vigilancia
fácil, y un terreno
fácil de observar no es menos fácil de defender. En
cuanto al emplazamiento de la ciudad, si es posible elegirlo,
es preciso que sea bueno a la vez por mar y por tierra.
La única condición que debe exigirse es que todos los puntos
puedan prestarse mutuo auxilio, y que el transporte de géneros,
maderas y productos manufacturados del país sea fácil.
Es
cuestión difícil la de saber si la vecindad del mar es ventajosa
o funesta para la buena organización del Estado. Este contacto
con extranjeros, educados bajo leyes completamente diferentes,
es perjudicial al buen orden, y la población constituida
por esta multitud de mercaderes que van y vienen por mar
es ciertamente muy numerosa y también rebelde a toda disciplina
política. Haciendo abstracción de estos inconvenientes,
no hay duda alguna de que, atendiendo a la seguridad y a
la abundancia necesarias al Estado, es
muy conveniente a la ciudad y al resto del territorio preferir
un emplazamiento a orilla del mar. Se resiste mejor
una agresión enemiga cuando se pueden recibir, a la vez,
por mar y por tierra auxilios de los aliados; y si no se
puede batir a los sitiadores por ambos puntos a un mismo
tiempo, se puede hacer con más ventaja por uno de ellos,
cuando simultáneamente se pueden ocupar ambos.
El
mar permite también satisfacer las necesidades de la ciudad,
es decir, importar lo que el país no produce y exportar
las materias en que abunda. Pero la ciudad, al hacer el
comercio, sólo debe pensar en sí misma y jamás en los demás
pueblos. El tráfico mercantil de todas las naciones no tiene
otro origen que la codicia, y el Estado, que debe buscar
en otra parte elementos para su riqueza, no debe entregarse
jamás a semejantes tráficos. Pero en
algunos países y en algunos Estados la rada y el puerto
hecho por la naturaleza están maravillosamente situados
con relación a la ciudad, la cual, sin estar muy distante,
aunque sí separada, domina el puerto con sus murallas y
fortificaciones. Gracias a esta situación, la ciudad se
aprovechará evidentemente de todas estas comunicaciones,
si le son útiles; y si pueden serle perjudiciales, una simple
disposición legislativa podrá alejar todo peligro, designando
especialmente los ciudadanos a quienes habrá de permitirse
o prohibirse esta comunicación con los extranjeros.
En
cuanto a las fuerzas navales, nadie duda que el Estado debe,
hasta cierto punto, ser poderoso por mar, y esto no sólo
en vista de sus necesidades interiores, sino también con
relación a sus vecinos,
a los cuales debe poder socorrer o molestar por mar y por
tierra, según los casos. La extensión de las fuerzas
marítimas debe ser proporcionada al género de existencia
de la ciudad. Si esta existencia es por completo de dominación
y de relaciones políticas, es preciso que la marina de la
ciudad tenga proporciones análogas a las empresas que ha
de llevar a cabo.
Generalmente,
el Estado no necesita de esta población enorme compuesta
por las gentes de mar, que no deben ser jamás miembros de
la ciudad. No hablo de los guerreros que se embarcan en
las flotas, que las mandan y que las dirigen, porque éstos
son ciudadanos libres y proceden del ejército de tierra.
Dondequiera que las gentes del campo y los labradores abundan,
hay necesariamente gran número de marinos. Algunos estados
nos suministran pruebas de este hecho; el gobierno de Heraclea,
por ejemplo, aunque su ciudad es muy pequeña comparada con
otras, no por eso deja de equipar numerosas galeras.
No
llevaré más adelante estas consideraciones sobre el territorio
del Estado, sus puertos, sus ciudades, su relación con el
mar y sus fuerzas navales.

(…)
Capítulo
VII - De los elementos indispensables a la existencia de
la ciudad
Así
como en los demás compuestos que crea la naturaleza no hay
identidad entre todos los elementos del cuerpo entero, aunque
sean esenciales a su existencia, en igual forma se puede,
evidentemente, no contar entre los miembros de la ciudad
a todos los elementos de que tiene, sin embargo, una necesidad
indispensable; principio igualmente aplicable a cualquiera
otra asociación que sólo haya de formarse de elementos de
una
sola y misma especie. Los
asociados deben tener necesariamente un punto de unidad
común, ya sean, por otra parte, en razón de su participación
en ella iguales o desiguales: por ejemplo, los alimentos,
la posesión del suelo o cualquier otro objeto semejante.
Pueden hacerse dos cosas, la una en vista de la otra, ésta
como medio, aquélla como fin, sin que haya entre ellas más
de común que la acción producida por la una y recibida por
la otra. Esta es la relación que hay en un trabajo cualquiera
entre el instrumento y el obrero. La casa no tiene, ciertamente,
nada que pueda ser común a ella y al albañil, y, sin embargo,
el arte del albañil no tiene otro objeto que la casa. En
igual forma, la ciudad tiene necesidad seguramente de la
propiedad, pero la propiedad no es ni remotamente parte
esencial de la ciudad, por más que de la propiedad formen
parte como elementos seres vivos. La ciudad no es más que una asociación de
seres iguales, que aspiran en común a conseguir una existencia
dichosa y fácil.
Pero
como la felicidad es el bien supremo; como consiste en el
ejercicio y aplicación completa de la virtud, y en el orden
natural de las cosas, la virtud está repartida de modo muy
desigual entre los hombres, porque algunos tienen muy poca
o ninguna; aquí es donde evidentemente hay que buscar el
origen de las diferencias y de las divisiones entre los
gobiernos. Cada pueblo, al buscar la felicidad y la virtud
por diversos caminos, organiza también a su modo la vida
y el Estado sobre bases asimismo diferentes. Veamos cuántos
elementos son indispensables a la existencia de la ciudad;
porque la ciudad estará constituida necesariamente por aquellos
en los cuales reconozcamos este carácter.
Enumeremos
las cosas mismas a fin de ilustrar la cuestión: en primer
lugar, las subsistencias;
después, las artes,
indispensables a la vida, que tiene necesidad de muchos
instrumentos; luego las armas, sin las que no se concibe la
asociación, para apoyar la autoridad pública en el interior
contra las facciones, y para rechazar los enemigos de fuera
que puedan atacarlos; en cuarto lugar, cierta abundancia
de riquezas,
tanto para atender a las necesidades interiores como para
la guerra; en quinto lugar, y bien podíamos haberlo puesto
a la cabeza, el culto divino, o, como suele llamársele,
el sacerdocio;
en fin, y este es el
objeto más importante, la decisión de los asuntos de interés
general y de los procesos individuales.
Tales
son las cosas de que la ciudad, cualquiera que ella sea,
no puede absolutamente carecer. La agregación que constituye
la ciudad no es una agregación cualquiera, sino que, lo
repito, es una agregación de hombres de modo que puedan
satisfacer todas las necesidades de su existencia. Si uno
de los elementos que quedan enumerados llega a faltar, entonces
es radicalmente imposible que la asociación se baste a sí
misma.
El
Estado exige imperiosamente todas estas diversas funciones; necesita trabajadores que aseguren la subsistencia de los ciudadanos;
y necesita artistas, guerreros, gentes ricas, pontífices
y jueces que velen por la satisfacción de sus necesidades
y por sus intereses.

(…)
Capítulo
IX - Antigüedad de ciertas instituciones políticas
(…)
Hemos dicho que los bienes raíces pertenecían de derecho
a los que llevan las armas y tienen derechos políticos,
y hemos añadido, al fijar las cualidades y la extensión
del territorio, que los labradores debían formar una clase
separada de aquéllos. Hablaremos aquí de la división de
las propiedades y del número y especie de labradores. Hemos
rechazado ya la comunidad de tierras, admitida por algunos
autores; pero hemos declarado que la
benevolencia de unos ciudadanos para con los otros debía
hacer común el uso de aquéllas, para que todos tuvieran,
al menos, segura su subsistencia. Se mira generalmente el
establecimiento de las comidas en común como perfectamente
provechoso a todo Estado bien constituido.
Más
tarde diremos por qué adoptamos nosotros también este principio;
pero es preciso que todos los ciudadanos, sin excepción,
tengan un puesto en aquéllas, y es difícil que los pobres,
si han de concurrir con la parte fijada por la ley, puedan,
además, atender a todas las demás necesidades de su familia.
Los gastos del culto divino son también una carga común
de la ciudad. Y así, el territorio debe dividirse en dos
porciones, una para el público, otra para los particulares,
y subdividirse ambas en otras dos. La primera porción se
subdividirá para atender, a la vez, a los gastos del culto
y a los de las comidas públicas. En cuanto a la segunda,
se la dividirá, a fin de que, poseyendo todo ciudadano a
un mismo tiempo fincas en la frontera y en las cercanías
de la ciudad, esté
igualmente interesado en la defensa de las dos localidades.
Esta repartición, equitativa en sí misma, garantiza la igualdad
de los ciudadanos y su unión más íntima contra los enemigos
comunes de los Estados vecinos. Donde no está establecida
esta repartición, a los unos inquieta muy poco la guerra
que asola la frontera; y los otros la temen con una vergonzosa
pusilanimidad.
En
algunos Estados la ley excluye a los propietarios de la
frontera de toda deliberación sobre las agresiones enemigas,
por considerarlos directamente interesados, y no poder,
por consiguiente, ser buenos jueces. Tales son los motivos
que obligan a dividir el territorio en la forma que hemos
dicho. En cuanto a los que deben cultivarlo, si cabe elegir,
deben preferirse los esclavos, y tener cuidado de que no
sean todos de la misma nación, y especialmente que no sean
belicosos. Con estas dos condiciones serán excelentes para
el trabajo, y no pensarán en rebelarse. Después es conveniente
mezclar con los esclavos algunos bárbaros que sean siervos
y que tengan las mismas cualidades que aquéllos. Los que
trabajan en terrenos particulares pertenecerán al propietario;
los que en terrenos públicos, al Estado. Más adelante, diremos
el trato que debe darse a los esclavos, y por qué se debe siempre mostrarles la libertad como
recompensa de sus trabajos.

Capítulo
X - De la situación de la ciudad
No
repetiremos por qué la ciudad debe ser, a la vez, continental
y marítima, y en relación, en cuanto sea posible, con todos
los puntos del territorio, puesto que ya lo hemos dicho
más arriba. En cuanto a la situación considerada en sí misma,
cuatro cosas deben
tenerse en cuenta.
La
primera y más importante es la salubridad:
la exposición al Levante y a los vientos que de allí soplan
es la más sana de todas; la exposición al Mediodía viene
en segundo lugar, y tiene la ventaja de que el frío en invierno
es más soportable. Desde otros puntos de vista, el asiento
de la ciudad debe ser también elegido teniendo en cuenta
las ocupaciones que en el interior de ella tengan los ciudadanos
y los ataques de que pueda ser objeto. Es preciso que, en
caso de guerra, los habitantes puedan fácilmente salir,
y que los enemigos tengan tanta dificultad de entrar en
ella como en bloquearla. La
ciudad debe tener dentro de sus muros aguas y fuentes naturales
en bastante cantidad, y a falta de ellas conviene construir
vastos y numerosos aljibes destinados a guardar las aguas
pluviales, para que nunca falte agua, caso de que durante
la guerra se interrumpan las comunicaciones con el resto
del país. Como la primera
condición es la salud de los habitantes, y ésta resulta,
en primer lugar, de la situación y posición de la ciudad
que hemos expuesto, y en segundo, del uso de aguas saludables,
este último punto exige también la más severa atención.
Las cosas que obran sobre el cuerpo con más frecuencia y
más amplitud tienen también mayor influjo sobre la salud;
y en este caso se encuentra precisamente la acción natural
del aire y de las aguas. Y así, en cualquier punto donde
las aguas naturales no sean ni igualmente buenas, ni igualmente
abundantes, será prudente separar las potables de las que
pueden servir para los usos ordinarios.
En
cuanto a los medios de defensa, la naturaleza y la utilidad
del emplazamiento varían según las distintas constituciones.
Una ciudad situada en lo alto conviene a la oligarquía y
a la monarquía; la democracia prefiere para esto una llanura.
La aristocracia desecha todas estas posiciones y se acomoda
más bien en algunas alturas fortificadas. En cuanto a la
disposición de las
habitaciones particulares, parecen más agradables y generalmente
más cómodas si están alineadas a la moderna y conforme al
sistema de Hipódamo. El antiguo
método tenía, por el contrario, la ventaja de ser más seguro
en caso de guerra; una vez los extranjeros en la ciudad,
difícilmente podían salir, después de haberles costado la
entrada no menos trabajo. Es preciso combinar estos dos
sistemas, y será muy oportuno imitar lo que nuestros cosecheros
llaman tresbolillo en el cultivo de las viñas. Se alineará,
por tanto, la ciudad solamente en algunas partes en algunos
cuarteles, y no en toda su superficie; y de este modo irá
unida la elegancia a la seguridad. En fin, en cuanto
a las murallas, los que no quieren para las ciudades otras
que el valor de los habitantes se dejan llevar de una antigua
preocupación, por más que han podido ver que los hechos
han dado un mentís a las ciudades que han hecho de esto
una singular cuestión de honra. Poco valor probaría el defenderse
de enemigos iguales o poco superiores en número al abrigo
de las murallas; pero se ha visto y se puede ver aún pueblos
que atacan en masa, sin que el valor sobrehumano de un puñado
de valientes pueda rechazarlos. Para precaver, pues, reveses
y desastres, para evitar una derrota cierta, los medios
más militares son las fortificaciones más inexpugnables,
sobre todo hoy en que el arte de sitiar, con sus tiros y
sus terribles máquinas, ha hecho tantos progresos. No permitir
que haya murallas en las ciudades es tan poco sensato como
escoger un país abierto o nivelar todas las alturas; sería
como prohibir rodear de paredes las casas particulares por
temor de hacer cobardes a los habitantes. Es preciso persuadirse
de que, cuando se cuenta con murallas, se puede, según
se quiera, servirse o no de ellas; y que en una ciudad
abierta no es posible la elección. Si nuestras reflexiones
son exactas, es preciso no sólo rodear la ciudad de murallas,
sino que deben, además de servir de ornamento, ser capaces
de resistir todos los sistemas de ataque, y sobre todo los
de la táctica moderna. El que ataca no desperdicia ningún
medio para alcanzar el triunfo; el que se defiende debe,
por su parte, buscar, meditar e inventar nuevos recursos;
y la primera ventaja de un pueblo que está muy sobre sí
es que se piensa menos en atacarle. Mas como en las comidas
en común hay precisión de distribuir los ciudadanos en muchas secciones,
y las murallas deben, igualmente, tener de distancia en
distancia y en puntos convenientes torres y cuerpos de guardia,
es claro que estas torres estarán, naturalmente, destinadas
a albergar las secciones de ciudadanos, y que en ellas tendrán
lugar las comidas.
Tales
son los principios que se pueden adoptar relativamente a
la situación y a la utilidad de las murallas.

Capítulo
XI - De los edificios públicos y de la política
Los
edificios consagrados a las ceremonias religiosas serán
tan espléndidos como sea preciso y servirán, a la vez,
para las comidas públicas de los principales magistrados
y para la celebración de todos los ritos que la ley o el
oráculo de la
Pitonisa no han querido que fuesen secretos.
Este lugar, que deberá poder verse desde todos los cuarteles
que le rodean, será tal como lo exige la dignidad de los
personajes que tiene que albergar. Al pie de la eminencia
en que estará situado el edificio será conveniente que esté
la plaza pública, construida como la que se llama en Tesalia
Plaza de la
Libertad. No se consentirá nunca que esta plaza se manche
dejando tener en ella mercancías, y se prohibirá la
entrada en ella a los artesanos, a los labradores y a todo
individuo de esta clase, a menos que el magistrado expresamente
los llame. También es preciso que el aspecto de este lugar
sea agradable, puesto que será allí donde los hombres de
edad madura se dedicarán a los ejercicios gimnásticos, porque
hasta desde este punto de vista deben separarse los ciudadanos
según su edad, y algunos magistrados asistirán a los juegos
de la juventud, así como los de madura edad asistirán algunas
veces a los de los magistrados. La presencia del magistrado
inspira verdadero acatamiento y aquel respetuoso temor que
es propio del corazón del hombre libre. Lejos de esta plaza,
y bien separada de
ella, estará la destinada al tráfico, debiendo ser este
sitio de fácil acceso para todas las mercancías que se transporten,
procedentes del mar y del interior del país.
Puesto
que el cuerpo de ciudadanos se divide en pontífices y magistrados,
es conveniente que las comidas de los pontífices tengan
lugar en las cercanías de los edificios sagrados. En cuanto
a los magistrados, encargados de juzgar en materia de contratos,
acciones civiles y criminales, y todos los negocios de este
género, o encargados de la vigilancia de los mercados y
de lo que se llama policía de la ciudad, el lugar de sus
comidas debe estar situado cerca de la plaza pública y de
un cuartel de mucha concurrencia. A este efecto, será muy
conveniente que esté próximo a la plaza de contratación
en que tienen lugar todas las transacciones. En la otra
plaza de que más arriba hemos hablado, debe
reinar una calma absoluta; mientras que ésta, por el contrario, estará destinada a todas las relaciones de carácter material e indispensables. Todas las divisiones
urbanas que acabamos de enumerar deberán hacerse igualmente
en los cantones rurales. En éstos los magistrados, ya se
llamen conservadores de bosques, ya inspectores del campo,
tendrán también cuerpos de guardias para la vigilancia y
comidas en común. Asimismo, habrá repartidos por el campo
algunos templos consagrados a los dioses unos, y otros a
los héroes.
Es
inútil que nos detengamos en pormenores más minuciosos sobre
esta materia, puesto que son
todas cosas fáciles de imaginar, aunque no lo sea tanto
el ponerlas en práctica. Para decirlas, basta dejarse
llevar del propio deseo; mas, para ejecutarlas, se necesita
la ayuda de la fortuna. Y así nos contentaremos con lo dicho
en este punto.
A.
Traducción:
MLT
Aristóteles
nació en Estagira, Macedonia,
en el año 384 AC. Formado en la Academia ateniense, se retira
de ella a la muerte de Platón para formar pequeños círculos
filosóficos en Assos y Lesbos.
Tras ejercer la preceptoría de
Alejandro Magno, regresa a Atenas en 335
AC y funda el Liceo (o Peripatos,
nombre que en idioma griego alude a su costumbre de enseñar
durante caminatas). Luego de doce años se retira nuevamente
de la ciudad ante el surgimiento de una corriente de pensamiento
chauvinista que pone en peligro su vida. Murió en Calcis,
Eubea, al año siguiente (322
AC). La recopilación esencial de su
obra fue realizada por Andrónico
de Rodas en el siglo I AC, dando un orden aparente a los
que fue en realidad una sucesión de escritos y trabajos
realizados en forma dispersa a lo largo de su vida. Aristóteles
representa la antítesis empírico-nominalista de la filosofía
de las ideas de Platón: sostiene Coleridge
(y reitera Borges) que “los hombres nacen aristotélicos
o platónicos”. Para Hegel, “la mayoría de las ciencias filosóficas tienen que
agradecerle su diferenciación, su comienzo”.
Sobre
estrategias de constitución urbana, puede consultarse cualquier
número de café
de las ciudades… Pero para encontrar otra
concepción de la ciudad que sea en si misma “perfecta”,
lo más parecido que podemos ofrecer es esta selección de
Arthur Rimbaud:
Número
21 I La mirada del flâneur
“Esa región de donde proceden mis sueños” I
Barbarie y belleza de la ciudad moderna, en cinco poemas
de las “Iluminaciones”. I Arthur
Rimbaud