N. de la
R.: Esta nota fue publicada originalmente
en el número 7 (invierno de 2009) de Transatlántico,
periódico de arte, cultura y desarrollo del Centro Cultural
Parque de España/AECID, Rosario, Argentina.
En marzo de 2010 zarpa desde Buenos Aires una expedición
científico cultural con destino a Asunción del Paraguay.
Orígenes y ambiciones de un proyecto que plantea, una
vez más, qué significa viajar y qué tipo de acontecimiento
esencial se juega en esa experiencia.
Fotografía:
Roland Paiva, publicada en su libro El Paraná, editado
por el Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires, (2001).
Ulrico Schmidl, el
mercenario bávaro que viajó al Plata con Pedro de Mendoza,
fue el primero que, refiriendo sus aventuras americanas,
construyó para los europeos una imagen de la región en
la que vivió durante veinte años. La crónica abrió la
saga de relatos de expedicionarios
que remontaban el río Paraná para internarse en mundos
desconocidos, con la única guía de lo que antes habían
escrito y representado otros.
Los
objetivos del viaje se multiplicaron con los siglos. Los
jesuitas dejaron testimonio de su utopía en ciudades que aspiraban a la perfección;
los naturalistas viajaron en busca de nuevas especies
y los etnógrafos de pueblos incontaminados; los gobiernos
encomendaron a topógrafos y cartógrafos la representación
de los detalles terrenos, la fijación de límites, el diseño
de pueblos; los migrantes se desplazaron con la modesta
ilusión de escapar de la pobreza. Aunque ya en el siglo
XX la cuenca era área conocida y “pacificada”, osados
viajeros desaparecían en la espesura de la selva, y ecos
de aquella imagen
inicial de Schmidl, lujuriosa y cruel, reverberaban
en las descripciones de los corresponsales de las revistas
ilustradas. Para entonces, un nuevo tipo de viaje se había
popularizado: el viaje turístico, al alcance de sectores
cada vez más amplios, en itinerarios cada vez más seguros.
Todos
estos viajes estuvieron presentes cuando, desde la dirección
del Centro Cultural Parque de España, de Rosario, en el
café La Paz
de Buenos Aires —una de las ciudades en cuyo precario
asentamiento había participado Schmidl— me hablaron de
la idea de rehacer el camino del soldado por el río Paraná. Como entonces, se
viajaría por barco, desde Buenos Aires a Asunción, con
estaciones en diversas ciudades litorales. Convocaríamos
a especialistas, pasantes y becarios, retomando la tradición
humboldtiana del viaje como instrumento de conocimiento
y colaboración entre artes y ciencias; estableceríamos
relaciones con instituciones, grupos y organizaciones
culturales; y ya imaginábamos, impacientes como la lechera
de la fábula, las múltiples contribuciones en forma de
libros, exposiciones, films, obras individuales y programas
en colaboración que la experiencia del viaje podría dejar.
El devenir histórico de los viajes que nos servía de referencia
para diseñar la expedición no cancelaba la fascinación
del punto de partida, el viaje de Schmidl, el momento
de contacto inicial entre dos civilizaciones que hasta
entonces se ignoraban entre sí.
Un
viaje: atravesar el espacio y el tiempo, en las cadencias
en que espacio y tiempo pueden reconocerse. Pero ¿qué
significa hoy viajar? El
Paraná no promete muchas sorpresas —ni al turista que
viaja precedido de fotografías, ni al artista que duda
de la inspiración de las cosas, ni al científico que pretende
encontrar lo ya definido de antemano en un detallado
plan—. En estos tiempos en los que trasladarse al otro
extremo de la Tierra no lleva más de dos
días en avión, en el que todo lo que queremos saber aparece
de manera instantánea en la pantalla de nuestra computadora,
¿acaso la experiencia de un lento viaje por el río puede
suponer algo más, en términos de conocimiento o producción
estética, que una agradable vacación?
La
pregunta no es original: muchos, antes que nosotros, se
la plantearon. Claudio Magris la evoca en el prólogo
a El Danubio: si ya “los viajeros de Baudelaire,
que partían a la búsqueda de lo inaudito y estaban dispuestos
a naufragar, encuentran en lo ignoto el mismo tedio que
han dejado en casa”, ¿no convendría acaso quedarse? Al
menos, resultaría más económico. Magris concluyó, por
suerte para nosotros, que moverse
es mejor que permanecer. El mismo transcurso del viaje,
nos dijimos, ha de ser acontecimiento —lo que
siendo errático, accidental o casual persiste, como una
marca en el tiempo, porque lo hacemos persistir—.
El
Danubio es una de las tantas
crónicas contemporáneas que recrearon, en las últimas
décadas del siglo XX, la literatura de viajeros. No sólo
se advierte hoy un reflorecimiento del género, sino también
un renovado interés por los testimonios del pasado. Los
historiadores de la ciencia, los estudiosos de la cultura,
el arte conceptual, la geografía, desempolvaron mapas
y diagramas, fotografías en vidrio, litograbados, viejos
huesos archivados en las academias de medicina, para recordarnos
el papel del viaje en los inicios de la ciencia moderna,
la arbitrariedad de la cartografía, el juego político
de las fronteras entre estados, e incluso las inflexiones
del gusto en la construcción de paisajes que todavía suponemos
naturales. El viaje científico o literario tiene
su contracara en el viaje obligado por la miseria, por
las ilusiones de riqueza, o por la persecución política.
Se mueven multitudes, mientras seguimos hablando de anclaje
a la tierra; se mezclan multitudes mientras nos proponemos,
una vez más, clasificarlas con rasgos definidos; y nosotros
mismos somos parte de esa multitud, aun cuando en casa
nos reconozcamos parte de una pequeña tribu. Se mueven,
en fin, nuestras certezas sobre el mundo sin que tengamos
tiempo de reconocerlas. La primera idea es, entonces:
en la lentitud de un viaje por el río, en contacto con las cosas que vamos
a relatar, hallaremos un tiempo para pensar juntos.

Nosotros
y los otros
Un
famoso libro, Tristes Trópicos, de Claude
Lévi-Strauss, y su también famosa primera
frase, “Odio los viajes y los exploradores”, nos acercaron
al tono espiritual que deseábamos otorgar a esta empresa:
porque de ese desgano original —“¿hay que narrar minuciosamente
tantos detalles insípidos, tantos acontecimientos insignificantes?”—
surge sin embargo el testimonio de una aventura intelectual
que cambió la filosofía moderna. Algo del misterio percibido
en los relatos de los primeros viajeros envuelve al francés,
harto del recurso europeo a la “anémica diosa, maestra
de una civilización emparedada”, Atenas. Pero donde pensaba encontrar tribus impolutas para
describirlas con ánimo científico, encontró San Pablo,
la ciudad en donde lo moderno se volvía obsoleto sin rastros
de respetable antigüedad; paisajes amplios y caóticos,
carentes de la arquitectura secular a la que sus ojos
estaban habituados; y en los desharrapados indígenas habitantes
de los suburbios, a quienes los criollos no parecían ver,
reconoció la cara oscura del progreso.
Ante
los ojos del europeo se volvía a presentar el tema característico
de los viajes, tan subrayado por la literatura reciente:
la dificultad de relación entre culturas distintas. Pero
el habitante de la aldea indígena que Lévi-Strauss esperaba
radicalmente otro lo condujo a la
arqueología del propio pensamiento, de la propia memoria;
los habitantes de las ciudades que querían parecerse a
París mostraron inquietantes diferencias, apenas rasgada
la veladura de las formas civilizadas. Y allí donde todavía
la tierra no había sido dominada, crecía un mundo natural
que, en su potencia, recordaba que era este el punto en
que se instalaba la separación radical —el más acá del pensamiento, el más allá de la sociedad
humana—.
No
sabemos qué había imaginado el parco Schmidl antes de
pisar América. Sí sabemos que las narraciones sobre la
antropofagia indígena contribuyeron a acentuar el lado
oscuro de los habitantes que el primer relato de Colón había presentado en estado de inocencia edénica. Pero
lo que más aterrorizó
en Europa fue el episodio del hambre en Buenos Aires,
cuando los europeos se comieron los unos a los otros.
¡Siglos de cuidadosas fronteras edificadas entre lo animal
y lo humano, para encontrar que lo otro se halla
en nuestro propio cuerpo!
No
se trataba de que los indígenas de esta parte de América
no trazaran sus propias fronteras —que hoy aparecen evidenciadas,
sobre todo, en la lengua—. Sólo que, como ya era obvio
para Schmidl, los modos de tramitarlas eran distintos.
Oswald de Andrade celebró, en el siglo XX, la vocación
caníbal del tupí-guaraní que, como lo recuerda Jorge Schwartz
en su libro Vanguardia y cosmopolitismo en la década
del veinte. Oliverio Girondo y Oswald de Andrade,
“en vez de maldecir al colonizador, lo devora, incorporando
así los atributos del enemigo para vencer las barreras
de la alteridad”.
Donde
existe una palabra en español para decir nosotros, existen
dos en guaraní —un
nosotros para la familia o la tribu, un nosotros para
la humanidad—. Pero en todos los idiomas, en cada
contexto, los usos son múltiples: un nosotros nos designa
como habitantes de esta parte de América; un nosotros
se extiende a los hispanoparlantes, más allá del mar;
un nosotros nos comprende como parte de la condición humana.
En el seno de cada nosotros están nuestros otros —las distinciones entre sexos, entre ciudades y naciones,
entre sectores sociales, entre saberes y lenguajes—.
En
el siempre provisorio juego de identificar y distinguir,
sabemos que el lenguaje es esencial. Pero en la región
del Paraná no se trata sólo de razones teóricas: las primeras
imágenes europeas que dieron cuenta de esto fueron sólo escritas. Por otro lado, el idioma del Paraná, el guaraní,
constituye el tesoro indígena legado al presente: donde los pueblos andinos dejaron arquitecturas, la familia tupí-guaraní
dejó palabras.
De
manera que nosotros, hispanoparlantes, decidimos cambiar
la perspectiva por nosotros, multilingües, y
así nombramos la expedición en guaraní, un guaraní que
es la versión escrita de la lengua hegemónica de la región.
Bien podríamos haberla nombrado en toba, mocoví o wichí;
incluso en iddisch, la lengua de los gauchos
judíos entrerrianos, o en el italiano que dejó su marca
en el lenguaje orillero rioplatense. Elegimos el guaraní
como lengua viva, densa, plástica, cotidiana, que cubre
el corazón del territorio hacia el que marcha la expedición,
y que al mismo tiempo guarda el recuerdo de ese sorprendente
momento inicial, en el que dos culturas que se ignoraban se enfrentan
en el mismo espacio.
Ra’angá significa: imagen, figura, forma, sombra, careta o disfraz. Descartamos
forma porque sugiere algo fijo; descartamos imagen porque
sugiere “sólo” apariencia, contemplación. Lo tradujimos
como figura, siguiendo la etimología latina propuesta
por Erich Auerbach en su libro homónimo —imagen plástica,
“lo que se manifiesta de nuevo”, o “lo que se transforma”—.
La palabra figura
designa también la coreografía de un baile o el motivo
musical, la representación visual en dos dimensiones,
el tópico retórico, el hallazgo poético para volver sensible
la inapresable mutación de lo real.
Aquí
se abre una de las preguntas directoras de la reunión
flotante: de lo otro antropológico o social derivamos
a la fragmentación instalada en el propio pensamiento
occidental. Aunque las ciencias, y en particular las “ciencias
del hombre”, han intentado nuevas figuras para dejar
testimonio de la fragilidad de las clasificaciones,
ellas se han convertido en máquinas dialectales. Nada
hay más ajeno, más otro, que los objetos construidos
en disciplinas paralelas: ni siquiera las artes, que se
han hecho cargo de esta fragmentación, han logrado producir
figuras que inquieten el fondo vacío en que el espíritu
se mueve. Tal vez, nos dijimos con optimismo, una expedición
en que estos registros tan diversos estén en juego —en
el teatro de un río que no subyuga por lo azul, sino por
el mezclado marrón— pueda indicar fisuras en los discursos
que registran lo real.

Escribir
el espacio
Schmidl,
soldado de saberes modestos, dejó una crónica en alemán,
traducida al latín y al castellano, que hallaba su lógica
en la sucesión de acontecimientos, hilados a través de
la experiencia de los conquistadores. Trasladaba a su
modo la palabra extraña para designar personas y cosas
nunca vistas —los peces fueron comparados con sirenas,
los árboles con ovejas—. Pero no sólo se trataba de la
difusión de noticias: las ciudades se fundaban avaladas por montañas
de documentos burocráticos: Ángel Rama las llamó ciudades letradas,
ciudades que se
escriben antes de ser. El idioma español se convirtió
en lengua franca, pero las variedades del guaraní sobrevivieron
de manera que hoy es hablado por alrededor de cinco millones
de habitantes: la Conquista no pudo agotarlo.
¿Es que la conciencia
de las palabras, en este mundo tan conversado, fue
la que condujo, con los siglos, a la preeminencia local
de la literatura por sobre otro tipo de discursos? En
la región nacieron y se inspiraron Augusto Roa Bastos, Juan Carlos Onetti, Juan L Ortiz,
Juan José Saer
—y hasta el mismo Borges es impensable sin el sabor de
las orillas.
La
literatura y la poesía se plantearon un problema: ¿cómo
se escribe el espacio? Un recuerdo de Lévi-Strauss
de su viaje en barco nos advierte de la dificultad: antes
de que la costa americana se mostrara, supo de su presencia
porque se insinuaba en
un perfume, “difícil de describir para quien
no lo ha aspirado”. La experiencia del espacio es inasible
y todo simulacro resulta insuficiente. Si se puede transcribir
lo oído o lo visto, olfato, tacto y gusto, que también
construyen el espacio, no se pueden representar porque
carecen de correlato simbólico. Algunas profesiones invitadas
a este viaje derivan de esta certeza: además de músicos
y arquitectos —especialistas en diversas formas de espacio—,
un cocinero reflexivo debía acompañar la expedición inspirada
en el relato de Schmidl, que antes que oro buscaba comida.
Por
otra parte, la abstracción del discurso lingüístico —que
carece, como el eidético, de elementos que remitan a la
percepción natural— hace imposible el registro de lo concreto.
Así, los ilustradores de la obra de Schmidl y de otros
cronistas de época debieron inventar el paisaje americano a partir
de las palabras. La imaginación completaba lo que
era imposible decir.
Otros
viajeros se plantearon este problema. La aspiración de
Alexander Von Humboldt, el padre de la geografía moderna,
fue reunir la potencia
de las artes con la de las ciencias en la búsqueda
de nuevas figuras que dieran cuenta de la experiencia
espacio/temporal. Los resultados de sus esfuerzos no superaron
la escisión que la ciencia newtoniana, al decir de los
poetas, había operado en el mundo, “destruyendo la poesía
del arco iris, reduciéndolo a un prisma” (Newton
with his prism and silent face, the Marvel index of a
mind for ever / voyaging through strange seas of Though,
alone, escribe William Wordsworth).
Él mismo inventó diagramas abstractos para registrar las
variables del clima, y junto a sus relatos de inspiración
visual, se suceden aburridas listas de nombres latinos
para clasificar especies. Aún así, Humboldt abrió la posibilidad de comprender fenómenos y culturas en correspondencia,
indicando el camino para las perspectivas ecológicas modernas.
No
es este el único caso de esfuerzo por articular diversas
áreas del conocimiento y la expresión para captar espacios
que se suceden en el tiempo —el cine, indudablemente,
deriva de esta aspiración—. De hecho, nuestra vaga idea
de espacio como extensión continua no hubiera sido posible
sin las investigaciones perspectívicas, sin el esfuerzo
de la pintura por recuperar los colores de la lejanía
o las sugerencias míticas de un lugar, sin los avances
de las geometrías topológicas o las trasposiciones de
conceptos físicos (como medio, como ambiente,
como tiempo). Pero la cualidad del espacio así
entendido cancela otras dimensiones —dimensiones cualitativas,
a las que antropólogos y arquitectos suelen aludir bajo
el término de lugar,
la unidad mítica de acontecimiento y signo—. La presencia
del tema en los discursos filosóficos actuales no ha alterado,
sin embargo, la consideración del espacio como la cenicienta
de las ciencias humanas, significado como inmóvil,
derivado, telón de fondo, escena escandida, o cantera
para tomar muestras.
Otro
problema se deriva de que el registro del espacio vivido
parece perseguir una totalidad que recuerda la paradoja
borgeana del mapa de la
China tan grande como China. Beatriz Sarlo, en su libro Borges, un escritor en las
orillas, identificó esta paradoja como la aspiración
de narrar “el tiempo, el espacio, la conciencia y el mundo
sin cortes (sin el recurso a la elipsis)”. El
primero en identificarla en la modernidad fue George Simmel,
quien dedicó un artículo notable al tema del paisaje. Para que exista
paisaje como espacio significativo, es necesaria la fragmentación,
la distancia humana: es ella, no la reunión, la que
nos permite escuchar el susurro de la vida en
la escena recortada como en un cuadro. El límite insalvable
del género paisaje es también el límite de nuestro pensamiento.
En
estos años crepusculares, se hizo patente la paradoja
que implica atrapar en redes conceptuales o expresivas
la variedad del mundo, la imposibilidad de dar cuenta
de la totalidad. Los nuevos juguetes informáticos no han
permitido avanzar sobre el problema —tendremos que acostumbrarnos
a ellos, como nos acostumbramos al cine, para que surja
algo más que imágenes más desangeladas que las del trompe
l’oeil académico—. En el momento en que el piloto
de altura consulta el GPS y no las estrellas, el antropólogo
se comunica por mail con su informante local, y en pocas
horas de avión nos encontramos en otro mundo, estas preguntas
se plantean con mayor urgencia. Pero donde el vuelo cancela
la percepción de las diferencias —iguales los aeropuertos,
iguales las cabinas de avión, indiferentes las horas intermedias
del viaje—, descubriendo la medida de la técnica contemporánea,
el barco, máquina con pasado, presta su perfil
de ballena para reflexionar sobre la experiencia.

Coda
Tal
vez porque mi pasado es ligur, recordé el viaje de Alessandro
Malaspina, el comandante de la última
gran expedición española a los dominios que estaban por
independizarse. Provenía del pueblo de mis abuelos, siervos
de la ilustre familia que Dante menciona en uno de los
círculos del Infierno. Mis abuelos viajaron para no volver;
él, en cambio, proclamando la necesidad de autonomía americana,
acabó en el destierro en su pueblo natal. Encontré en
su lema, copiado de las páginas de La Eneida, el mío: Errante en torno de los objetos miro.
No importa de dónde procedemos, en la contemplación
atenta de lo no familiar buscamos lo que otros viajeros,
como Lévi-Strauss, hallaron: “el guiño cargado de paciencia,
de serenidad y de perdón recíproco que un acuerdo involuntario
permite a veces intercambiar”.
GS
La autora es arquitecta, doctora en Historia e investigadora del CONICET. Publicó,
además de otros libros en colaboración, El color del río
- Historia cultural del paisaje del Riachuelo (2004).
El
proyecto Paraná Ra’angá, del que Graciela Silvestri es
editora, es liderado por el Centro
Cultural Parque de España de Rosario, y participan
del mismo el Centro Cultural de España en Buenos Aires,
el Centro Cultural de España en Córdoba y el Centro Cultural
de España en Asunción.
Sobre
el Paraná, su paisaje, cultura y ciudades, ver también
las notas ¿Acaso no es preferible un país de barro a un
país de piedra?, por Juan José Becerra, sobre Asunción,
y El río concesionado, por Oscar Taborda, en el número
7 de Transatlántico.
Ver
también en café
de las ciudades:
Número 47 | Lugares
Bigness
Paranaensis | El agua que brilla, la Triple Frontera,
la Tierra sin Mal. | Marcelo Corti
Y
sobre Juan José Saer, ver la presentación
del número 33 y esta nota:
Número
40 | Cultura
de las ciudades (II)
El
territorio como instrumento de la filosofía | La Grande,
de Saer, entre la mirada y el conocimiento. | Marcelo
Corti