El
spleen de París
"Esa
santa prostitución del alma".
Por
Charles Baudelaire
N.
de la R.: En estos tres años de café
de las ciudades (y en los que vendrán, también)
presentamos miradas diversas, heterogéneas y hasta divergentes
sobre la ciudad, objeto de nuestra reflexión. La diferencia
más evidente (y según lo que nos comentan, la más
estimulante) es aquella que se da entre la visión estructural
de la ciudad y aquella que la explora en sus intangibles: los estudios
técnicos y los estudios culturales, la ciudad como disciplina
y como erótica, como "cosa en sí" y como
fenómeno. Por eso esta sección que trae "la mirada
del flâneur", la visión del paseante callejero
sin prisa y sin prejuicios. No podía pasar más tiempo,
entonces, para revisitar al más glorioso de los flâneurs,
al padre mismo de la flânerie, al gran poeta maldito Charles
Baudelaire (París, 1821-1868). Un homenaje sólo demorado
por ser inevitable, y anticipado por cada una de las
miradas del flâneur de estos tres años.

- De "Pequeños
poemas en prosa (El Spleen de París)":
Las
multitudes
No todos pueden
darse el lujo de tomar un baño de multitud; gozar de la muchedumbre
es un arte; y sólo puede permitirse una francachela de vitalidad,
a expensas del género humano, aquel a quien un hada ha insuflado
en su cuna la afición por el disfraz y por la máscara,
el odio por su domicilio y la pasión por los viajes.
Multitud, soledad:
términos iguales y convertibles para el poeta activo y fecundo.
Quien no sabe poblar su soledad, no sabrá tampoco estar solo
dentro de una muchedumbre atareada.
El poeta goza
del incomparable privilegio de poder a su antojo ser él mismo
o ser otro. Como esas almas errantes que buscan un cuerpo, entra,
cuando quiere, en el personaje de los demás. Sólo
para él, todo está vacante; y si algunos lugares parecen
estarle cerrados, es que a sus ojos no valen la pena de que los
visite.
El paseante
solitario y pensativo alcanza una singular embriaguez con esta universal
comunión. El que se desposa fácilmente con la turba
conoce goces febriles de que estarán eternamente privados
el egoísta, cerrado como un cofre, y el perezoso, encerrado
como un molusco. El poeta adopta como suyas todas las profesiones,
todas las dichas y todas las miserias que las circunstancias le
presentan.
Lo que los hombres
llaman amor es muy pequeño, muy restringido y muy débil,
comparado con esa inefable orgía, con esa santa prostitución
del alma que se da por entero, poesía y caridad, al imprevisto
que aparece, al desconocido que pasa.
Es bueno enseñar
a veces a los felices de este mundo, aunque no sea más que
para humillar por un instante su necio orgullo, que hay dichas superiores
a las suyas, más hondas y más refinadas. Los fundadores
de colonias, los pastores de pueblos, los sacerdotes misioneros
desterrados en el fin del mundo, conocen algo, sin duda, de esas
misteriosas embriagueces. Y en el seno de la vasta familia que les
constituyó su genio, han de reírse de vez en cuando
de quienes los compadecen por su destino, tan agitado, y por su
tan casta vida.
El Puerto
Un puerto es
un lugar encantador para el alma fatigada de luchar por la vida.
La amplitud del cielo, la arquitectura movible de las nubes, las
coloraciones cambiantes del mar, el centelleo de los faros, son
un prisma maravillosamente apropiado para distraer los ojos, sin
cansarlos jamás. Las formas esbeltas de los navíos,
de complicado aparejo, a los que el oleaje imprime oscilaciones
armoniosas, sirven para mantener en el alma la afición al
ritmo y a la belleza. Y además, y sobre todo, para el que
no tiene ya ni curiosidad ni ambición, hay una especie de
placer misterioso y aristocrático en contemplar, tendido
en un mirador o acodado en el muelle, toda esa agitación
de los que parten y de los que regresan, de los que tienen aún
fuerzas para querer, deseos de enriquecerse o de viajar.
El extranjero
- ¿A quién
quieres más, enigmático? Dime: ¿a tu padre, a tu madre,
a tu hermana o a tu hermano?
- No tengo padre, ni madre, ni hermana, ni hermano.
- ¿A tus amigos?
- Utiliza usted una palabra cuyo sentido desconozco hasta ahora.
- ¿A tu patria?
- Ignoro en qué latitud se encuentra.
- ¿A la belleza?
- La amaría con gusto, diosa e inmortal.
- ¿Al oro?
- Lo odio como usted odia a Dios.
- ¿Pues qué amas entonces, raro extranjero?
- Amo las nubes... las nubes que pasan... allá arriba...
allá arriba, ¡las maravillosas nubes!

El perro y el frasco
"Perrito mono, perrito bueno, perrito mío, ven aquí
y aspira este excelente perfume que he comprado en la mejor perfumería
de la ciudad".
Y el perro,
moviendo el rabo, lo que, según tengo entendido, en estos
pobres seres equivale a la risa y a la sonrisa, se acerca y pone,
curioso, su húmedo hocico sobre el frasco destapado; luego
retrocediendo de pronto asustado, empieza a ladrarme a modo de reproche.
- "¡Ay, miserable perro!; si te hubiera ofrecido un paquete
de excrementos lo habrías olfateado con deleite y quizás
devorado. En eso, indigno compañero de mi triste vida, te
pareces al público a quien no hay que ofrecer nunca perfumes
delicados que le exasperan, sino basuras cuidadosamente escogidas".
Embriagaos
Hay que estar siempre ebrio. Nada más; esta es toda la
cuestión. Para no sentir el peso horrible del tiempo, que
os quiebra la espalda y os inclina hacia el suelo, tenéis
que embriagaros sin parar.
¿De qué? De vino, de poesía o de virtud, como
queráis. Pero embriagaos.
Y si alguna vez, en las escaleras de un palacio, en la verde hierba
de una zanja, en la soledad sombría de vuestro cuarto, os
despertáis, porque ha disminuido o ha desaparecido vuestra
embriaguez, preguntad al viento, a las olas, a las estrellas, a
los pájaros, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que
gime, a todo lo que gira, a todo lo que canta, a todo lo que habla,
preguntadle qué hora es; y el viento, las olas, las estrellas,
los pájaros, el reloj, os contestarán: "¡Es la
hora de embriagarse!". Para no ser los esclavos martirizados
del tiempo, embriagaos; embriagaos sin cesar. De vino, de poesía
o de virtud, como queráis.
Las ventanas
Quien mira desde fuera a través de una ventana abierta,
no ve nunca tantas cosas como el que mira una ventana cerrada. No
hay objeto más profundo, más misterioso, más
fecundo, más tenebroso, más deslumbrante, que
una ventana iluminada por una candela. Lo que se puede ver a la
luz del sol es siempre menos interesante que lo que se pasa detrás
de un cristal. En ese agujero oscuro o luminoso vive la vida, sufre
la vida. Más allá de la oleada de tejados, entreveo
a una mujer madura, ya con arrugas, pobre, siempre inclinada sobre
algo, y que nunca sale a la calle. Con su rostro, con su ropa, con
su gesto, con casi nada, he reconstruido la historia de esa mujer,
o más bien su leyenda, y a veces me la cuento, llorando,
a mí mismo.
Si se hubiera tratado de un hombre viejo y pobre, habría
reconstruido la suya con la misma facilidad.
Puede que me digáis: "¿Estás seguro de que es
verdad esa leyenda?". ¿Qué importa lo que pueda ser
la realidad que hay fuera de mí, si me ha ayudado a vivir,
a sentir que existo y lo que soy?
La sopa y las nubes
Mi amada insensata me estaba poniendo la cena, mientras yo contemplaba
por la ventana abierta del comedor las diversas arquitecturas que
hace Dios con los gases, las maravillosas construcciones de lo
impalpable. Y, en medio de mi contemplación, me decía:
"Todas esas fantasmagorías son casi tan bellas como
los ojos de la hermosa a quien amo, mi monstruosa insensata de ojos
verdes".
Y de pronto recibí un violento puñetazo en la espalda
y oí una voz poco sonora y encantadora, una voz histérica
y como enronquecida por el aguardiente, la voz de mi querida y pequeña
bienamada, que me decía: "¿Vas a tomarte la sopa de
una vez, hijo de tal, traficante de nubes?".
La habitación desdoblada
Una habitación que parece de sueño, una habitación
verdaderamente espiritual, cuya atmósfera estancada está
ligeramente teñida de rosa y de azul.
El alma toma en ella un baño de pereza, aromatizado de pesar
y de deseo. Es algo crepuscular, azulado y rosáceo; un sueño
delicioso durante un eclipse.
Los muebles tienen formas alargadas, postradas, languidecientes.
Los muebles parece que sueñan; se diría que están
dotados de una vida de sonámbulo, como el vegetal y el animal.
Las telas hablan un lenguaje mudo, como las flores, como los cielos,
como las puestas de sol. Ninguna abominación artística
en las paredes. En relación al puro sueño, a la impresión
no analizada, el arte definido, el arte positivo es una blasfemia.
Todo tiene aquí la claridad suficiente y la deliciosa
oscuridad de la armonía. Un aroma infinitesimal, exquisitamente
escogido, al que se mezcla una ligerísima humedad, flota
en esta atmósfera, donde el espíritu somnoliento es
mecido por sensaciones de cálido invernadero.
Cae copiosa la muselina por las ventanas y por el lecho; se esparce
en cascadas de nieve. En ese lecho está tendida la idolatrada,
la soberana de los sueños. Pero ¿cómo está
aquí? ¿Quién la ha traído? ¿Qué mágico
poder la ha instalado en este trono de ensueño y de deleite?
¡Qué importa! ¡Aquí está!; la reconozco.
¡Aquí están esos ojos cuya llama atraviesa el crepúsculo;
esos sutiles y terribles espejuelos, devoran la mirada del imprudente
que los contempla.
A menudo he estudiado estas estrellas negras que imponen curiosidad
y admiración.
¿A qué demonio benévolo le debo el estar así
rodeado de misterio, de silencio, de paz y de perfumes? ¡Qué
beatitud! Lo que solemos llamar la vida, incluso en expresión
más feliz, no tiene nada en común con esta vida suprema
que ahora conozco y saboreo minuto a minuto, segundo a segundo.
¡No!, ¡ya no hay minutos, ya no hay segundos! El tiempo ha desaparecido;
quien reina es la eternidad, ¡una eternidad de delicias!
Pero un golpe terrible, pesado, ha resonado en la puerta, y, como
en los sueños infernales, me ha parecido recibir un golpe
con un pico en el estómago. Y luego ha entrado un espectro.
Es un alguacil que viene a torturarme en nombre de la ley; una concubina
infame que viene a quejarse de su miseria y a añadir las
trivialidades de su vida a los dolores de la mía; o el botones
del director de un periódico que me reclama la continuación
de un manuscrito.
La habitación paradisíaca, la idolatrada, la soberana
de los sueños, la Sílfide, como decía el gran
René, toda esa magia ha desaparecido con el golpe brutal
que ha dado el espectro. ¡Qué horror! Ya me acuerdo, ya me
acuerdo. ¡Sí!, este cuchitril, esta morada del tedio eterno
no es otra que la mía. Aquí están los muebles
estúpidos, polvorientos, desmochados; la chimenea sin fuego
ni brasas, sucia de escupitajos; las tristes ventanas donde la lluvia
ha trazado surcos en el polvo; los manuscritos tachados o fechas
siniestras.
Y ese perfume de otro mundo, del que me embriagaba con una sensibilidad
refinada, ha sido sustituido, ¡ay!, por un fétido olor a
tabaco mezclado con no sé qué nauseabundo moho. Ahora
se respira aquí la ranciedad de la desolación.
En este mundo estrecho, aunque tan lleno de hastío, sólo
me sonríe un objeto conocido; la botellita de láudano;
una amante antigua y terrible; como todas las amantes, ¡ay!, fecunda
en caricias y en traiciones.
¡Oh, sí!; ha reaparecido el tiempo; el tiempo reina ahora
soberano; y con el horrible viejo ha vuelto todo su demoníaco
cortejo de recuerdos, pesares, espasmos, miedos, angustias, pesadillas,
cóleras y neurosis.
Os aseguro que ahora los segundos son fuerte y solemnemente acentuados,
y cada uno de ellos, al brotar del reloj, dice; "Soy la vida,
la insoportable, la implacable vida!".
Sólo hay un segundo en la vida humana que tiene la misión
de anunciar una buena nueva, la buena nueva que provoca en todos
un miedo inexplicable.
¡Sí!, reina el tiempo; ha recuperado su brutal dictadura.
Y me hostiga, como si fuese un buey, con su doble aguijón
–"¡Arre, borrico! ¡Suda, esclavo! ¡Vive, condenado!".
Epílogo
Alegre el corazón, he subido hasta el monte
desde donde se observa la ciudad por entero:
hospital, purgatorio, celda, infierno, prostíbulo;
Donde todo lo atroz como una flor florece.
Tú bien sabes, Satán, patrón de mis angustias,
que no subí allá arriba para llorar en vano.
Mas cual viejo
lascivo con una vieja amante,
embriagarme quería de esa enorme ramera
que me rejuvenece con su encanto infernal.
Ya duermas todavía en los lienzos del alba,
pesada, oscura, enferma, o ya te pavonees
con los velos nocturnos bordados de oro fino,
¡te quiero, ciudad infame! Cortesanas,
bandidos, también brindáis placeres
que el profano ordinario no llega a comprender.

XXII
- Perfume exótico. (1857)
Cuando, los
dos ojos cerrados, en una cálida tarde otoñal,
Yo aspiro
el aroma de tu seno ardiente,
Veo deslizarse
riberas dichosas
Que deslumbran
los rayos de un sol monótono;
Una isla
perezosa en que la naturaleza da
Árboles
singulares y frutos sabrosos;
Hombres
cuyo cuerpo es delgado y vigoroso
Y mujeres
cuya mirada por su franqueza sorprende.
Guiado
por tu perfume hacia deleitosos climas,
Yo diviso un puerto lleno de velas y mástiles
Todavía fatigados por la onda marina,
Mientras
el perfume de los verdes tamarindos,
Que circula
en el aire y satura mi olfato,
Se mezcla
en mi alma con el canto de los marineros.
LXXV - Spleen (I). (1857)
Pluvioso, irritado
contra la ciudad entera,
De su urna, en grandes oleadas vierte un frío tenebroso
Sobre los pálidos habitantes del vecino cementerio
Y la mortandad sobre los arrabales brumosos.
Mi gato sobre
el ladrillo buscando una litera
Agita sin reposo su cuerpo flaco y sarnoso;
El alma de un viejo poeta vaga en la gotera
Con la triste voz de un fantasma friolento.
El bordón
se lamenta, y el leño ahumado
Acompaña en falsete al péndulo acatarrado,
Mientras que en un mazo de naipes lleno de sucios olores,
Herencia fatal de una vieja hidrópica,
El hermoso valet de coeur y la dama de pique
Charlan siniestramente de sus amores difuntos.
Cuadros
Parisinos:
LXXXVII – El Sol. (1861)
A lo largo del viejo faubourg, donde penden en las casuchas Las persianas, abrigo de secretas lujurias, Cuando el sol cruel cae con trazos redoblados Sobre la ciudad y los campos, sobre los techos y los trigales, Yo acudo a ejercitarme solo en mi fantástica esgrima, Husmeando en todos los rincones las sorpresas de la rima. Tropezando sobre las palabras como sobre los adoquines. Chocando a veces con versos hace tiempo soñados. Este padre nutricio, enemigo de las clorosis, Despierta en los campos los versos como las rosas; Hace evaporarse las preocupaciones hacia el cielo, Y colma los cerebros y las colmenas de miel. Es él quien rejuvenece a los que empuñan muletas Y los torna alegres y dulces como muchachas jóvenes, Y ordena a los sembrados crecer y madurar ¡En el corazón inmortal que siempre quiere florecer!
Cuando, igual que un poeta, desciende en las ciudades,
Ennoblece el destino de las cosas más viles,
Introduciéndose cual rey, sin ruido y sin lacayos, En todos los hospitales y en todos los palacios.
LXXXIX - El cisne. (1860)
A Víctor
Hugo.
I
¡Andrómaca,
pienso en ti! Este riacho,
Pobre
y triste espejo donde antaño resplandeció
La inmensa
majestad de vuestros dolores de viuda,
Este Simoïs
mentiroso que con vuestras lágrimas crece,
Ha fecundado
de pronto mi memoria fértil,
Cuando
yo atravesaba el nuevo Carrousel.
El viejo París
terminó (la forma de una ciudad
Cambia
más rápido, ¡ah!, que el corazón de un mortal);
Yo no
veo sino con el espíritu todo este caserío,
Este montón de capiteles esbozados y los fustes,
Las hierbas, los grandes bloques verdecidos por el agua de las charcas,
Y brillando
en las ventanas, el bric-a-bras confuso.
Allí
se mostraba antaño una casa de fieras;
Allá yo vi, una mañana, en la hora en que bajo los
cielos
Fríos y claros el Trabajo se despierta, en que la basura
Empuja un sombrío huracán en el aire silencioso,
Un cisne que
se había evadido de su jaula,
Y, con sus patas palmípedas frotando el empedrado seco,
Sobre el suelo' áspero arrastraba su blanco plumaje.
Cerca de un arroyo sin agua la bestia abriendo el pico
Bañaba
nerviosamente sus alas en el polvo,
Y decía, el corazón lleno de su bello lago natal:
"Agua, ¿Cuándo lloverás? ¿Cuándo tronarás,
rayo?"
Yo veo este desdichado, mito extraño y fatal,
Hacia el cielo
algunas veces, como el hombre de Ovidio,
Hacia el cielo irónico y cruelmente azul,
Sobre su cuello convulsivo tender su cabeza ávida,
¡Como si dirigiera reproches a Dios!
II
¡París
cambia! ¡pero, nada en mi melancolía
Se ha movido! palacios nuevos, andamiajes, bloques,
Viejos arrabales, todo para mí vuélvese alegoría,
Y mis caros recuerdos son más pesados que rocas.
También
ante este Louvre una imagen me oprime:
Y pienso en mi gran cisne, con sus gestos locos,
Como los exiliados, ridículo y sublime,
¡Y roído por un deseo sin tregua! y luego en vos,
Andrómaca,
de los brazos de un gran esposo caída,
Vil rebaño, bajo la mano del soberbio Pirro,
Cabe una tumba vacía en éxtasis doblegado;
Viuda de Héctor, ¡ah! ¡y mujer de Heleno!
Yo pienso en
la negra, enflaquecida y tísica,
Chapaleando en el lodo, y buscando, la mirada huraña,
Los cocoteros ausentes del África soberbia
Detrás de la muralla inmensa de neblina;
En cualquiera
que ha perdido lo que no se encuentra
¡Jamás, jamás! ¡en los que beben lágrimas!
¡Y maman del Dolor cual de una buena loba!
¡En los flacos huérfanos secándose cual flores!
También
en la selva donde mi espíritu se exilia
¡Un viejo Recuerdo
resuena con la plenitud del cuerno!
Pienso en los
marineros olvidados en una isla,
¡En los cautivos, en los vencidos!... ¡y en muchos otros todavía!

XC
- Los siete ancianos. (1859)
A Víctor
Hugo
Hormigueante
ciudad, llena de sueños,
Donde el espectro en pleno Día agarra al transeúnte!
Los misterios rezuman por todas partes como las savias
En los canales estrechos del coloso poderoso.
Una mañana,
mientras que en la triste calle
Las casas, cuya altura prolonga la bruma,
Simulaban los dos muelles de un río crecido,
Y que, decoración semejante al alma del actor,
Una niebla sucia
y amarilla inundaba tanto el espacio,
Yo seguía,
atesando mis nervios cual un héroe
Y discutiendo
con mi alma ya cansada,
El faubourg
sacudido por las pesadas carretas.
De pronto, un
anciano cuyos guiñapos amarillos
Imitaban el color de este cielo lluvioso,
Y de los que el aspecto había hecho llover las limosnas,
Sin la maldad que lucía en sus ojos,
Se me apareció.
Se hubiera dicho su pupila empapada
En la
hiel; su mirada agudizando la escarcha,
Y su barba de largas guedejas, afilada como una espada,
Se proyectaba, parecida a la de Judas.
No estaba encorvado,
sino quebrado, su espinazo
Hacía con su pierna imperfecto ángulo recto,
Si bien su bastón, completando su estampa,
Le imprimía el talante y el paso torpe
De un cuadrúpedo
enfermo o de un brasero de tres patas.
En la nieve y el barro avanzaba atascándose,
Cual si aplastara muertos bajo sus chanclos,
Hostil al universo más bien que indiferente.
Su semejante
le seguía: barbas, ojos, dorso, bastón, guiñapos,
Ningún rasgo distinguía, del mismo infierno llegado,
Este jumento centenario, y estos espectros barrocos
Marchaban con el mismo peso hacia un final desconocido.
¿A qué
complot infame estaba yo expuesto,
O qué
perverso azar así me humillaba?
¡Porque
yo conté siete veces, de minuto en minuto,
Este siniestro
anciano que se multiplicaba!
Que aquel
que se burla de mi inquietud,
Y que
no se ha sentido alcanzado por un estremecimiento fraternal,
Si bien que, pese a tanta decrepitud,
¡Estos
siete monstruos horribles tenían el aire eterno!
¿Hubiera yo,
sin morir, contemplado el octavo,
Sosías inexorable, irónico y fatal,
Asqueante Fénix, hijo y padre de sí-mismo?
—Mas volví las espaldas al cortejo infernal.
¡Exasperado
como un ebrio que viera doble,
Retorné, cerré mi puerta, espantado,
Enfermo y pasmado, el espíritu afiebrado y turbado,
Herido por el misterio y por el absurdo!
Vanamente mi
razón quería empuñar la barra;
La tempestad jugando derrotaba mis esfuerzos,
¡Y mi
alma danzaba, danzaba, vieja gabarra
Sin mástiles,
sobre un mar monstruoso y sin riberas!
XCIII
- A una transeúnte. (1860)
La calle ensordecedora
alrededor mío aullaba.
Alta, delgada, enlutada, dolor majestuoso,
Una mujer pasó, con mano fastuosa
Levantando, balanceando el ruedo y el festón;
Ágil
y noble, con su pierna de estatua.
Yo, yo
bebí, crispado como un extravagante,
En su
pupila, cielo lívido donde germina el huracán,
La dulzura
que fascina y el placer que mata.
Un rayo... ¡luego
la noche! — Fugitiva beldad
Cuya mirada me ha hecho súbitamente renacer,
¿No te veré más que en la eternidad?
Desde ya, ¡lejos
de aquí! ¡Demasiado tarde! ¡Jamás, quizá!
Porque ignoro dónde tú huyes, tú no sabes
dónde voy,
¡Oh, tú!, a la que yo hubiera amado, ¡oh, tú que lo
supiste!
CIII
- El crepúsculo matutino. (1852)
La diana cantaba
en los patios de los cuarteles,
Y el viento
de la mañana soplaba sobre las linternas.
Era la
hora en que el enjambre de los sueños malignos
Tuerce sobre sus almohadas los atezados adolescentes;
Cuando, cual un ojo sangriento que palpita y se menea,
La lámpara en el amanecer es una mancha roja;
Cuando el alma, bajo el peso del cuerpo rudo y pesado,
Imita los combates de la lámpara y del día.
Como un rostro en llanto que las brisas enjugan,
El aire está lleno del escalofrío de las cosas
que se fugan,
Y el hombre está fatigado de escribir y la mujer de amar,
Las casas,
aquí y allá, comienzan a humear,
Las hembras de
placer, el párpado lívido,
Boca abierta,
dormían con su sueño estúpido;
Las pordioseras,
arrastrando sus senos fláccidos y fríos,]
Soplaban sobre sus tizones y soplaban sobre sus dedos.
Era la hora en
que, entre el frío y la roñería
Se agravan los
dolores de las mujeres yacientes;
Cual un sollozo
cortado por un vómito espumoso
El canto del
gallo, a lo lejos, rasgaba el aire brumoso;
Un mar de nieblas
bañaba los edificios,
Y los agonizantes
en el fondo de los hospicios
Exhalaban su
postrer estertor en hipos desiguales.
Los libertinos
regresaban, destrozados por sus esfuerzos.
La aurora tiritante,
vestida de rosa y verde,
Avanzaba lentamente sobre el Sena desierto,
Y la sombra de París, frotándose los ojos,
Empuñaba sus herramientas, anciano laborioso.
CB

Las
versiones de Pequeños poemas en prosa (El Spleen de París)
y de Las flores del mal son de elortiba.org.
Ver la
versión francesa y una traducción en inglés,
en piranesia.net.
La
traducción de Las flores del mal es de E. M. S. Dañero.
Una buena
biografía de Charles Baudelaire (incluyendo
el odio a su padrastro, el dandysmo sin recursos, Jeanne Duval,
su frustrado viaje a la India, etc.) en baudelaire.galeon.com.
Según
Walter Benjamin, "es singular en la poesía de Baudelaire
que las imágenes de la mujer y de la muerte se compenetren
en una tercera, la de París. El París de sus poemas
es una ciudad sumergida y más submarina que subterránea.
Los elementos ctónicos de la ciudad -su formación
topográfica, el viejo y abandonado lecho del Sena- han dejado
en él huella. Sin embargo en Baudelaire, en sus "idilios
funerarios" con la ciudad es decisivo un substrato social:
el moderno. Lo moderno es un acento capital de su poesía.
Con el "spleen" hace pedazos el ideal (Spleen et idéal).
Pero lo moderno cita siempre la protohistoria. Lo cual sucede por
medio de la ambigüedad propia de las circunstancias y los productos
de esa época. La ambigüedad es la manifestación
alegórica de la dialéctica, la ley de la dialéctica
parada. Esta detención es utopía y la imagen dialéctica
es, por tanto, una quimera. Es una imagen que expone la mercancía
por antonomasia: en cuanto fetiche. Imagen que exponen los pasajes,
que son casas a la vez que astros. Imagen que expone la prostituta,
que es a la vez vendedora y mercancía". De Benjamin
(seguramente el estudioso más sagaz de Baudelaire) ver Baudelaire
o las calles de París,
en la revista Contratiempo y El
azar en Baudelaire en
La Insignia.
Ver
la nota Esa
región de donde proceden mis sueños,
cinco poemas de las Iluminaciones de Rimbaud (otro poeta maldito
de París) en el número 21 de café
de las ciudades. Y también, La
ciudad de la poesía maldita,
con las imágenes que esos poemas sugirieron a lectores y
lectoras, en el número 22.
Otras
formas de la flânerie: la
deriva situacionista
y el
placer de vagabundear,
de Roberto Arlt, en los números 7 y 14, respectivamente,
de café
de las ciudades.
Ver
otras
miradas del flâneur
en el índice de café
de las ciudades.
Por ejemplo, la
poesía de Gustavo Alvarez Núñez (cantante
de Spleen) en el número 1.
Sobre
el París del Prefecto Haussmann, ver un análisis político
en la página radical killing
king abacus.
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