N. de la R.: El texto de esta nota fue publicado originalmente en Reforma, el sábado 1º de diciembre de 2012.
Doha, capital de Qatar, rica nación petrolera en la península arábiga, representa de alguna manera la ansiada victoria del hombre moderno sobre la naturaleza, el sometimiento del mundo natural, que es en la modernidad el más preciado símbolo del progreso. En Doha, el predominio de lo humano sobre la naturaleza salvaje se expresa como un triunfo sobre el desierto hostil, de la naturaleza muerta sobre la naturaleza viva.
En Doha, donde tuvo lugar la cumbre climática COP 18, se cumplen 20 años de negociaciones, de esfuerzos por construir acuerdos que hagan posible una acción concertada para enfrentar lo que, a decir de los expertos, constituye la mayor amenaza para la seguridad planetaria: el cambio climático.
Ha sido ésta una historia de entusiasmos, esperanzas y, sobre todo, de fracasos que, en la cumbre de Copenhague en el 2009, reunió todas las condiciones para decirle al mundo que había llegado el momento de concluir con esa suerte de edad de la inocencia que fue todo el proceso negociador anterior y de dar inicio a una nueva etapa regida más bien por el principio de realidad, aquel que se decide por la economía y la política y, que en Copenhague, encarnó en la férrea oposición de los bloques económicos, particularmente Estados Unidos y China, a contraer cualquier compromiso que amenazara su competitividad y el control que ejercen sobre los mercados internacionales. Las potencias económicas no llegaron a Copenhague a salvar el clima planetario sino sus intereses económicos.
Cancún 2010 le devolvió a las Naciones Unidas su papel como espacio para dirimir las disputas climáticas internacionales, que se perdió en Copenhague. Ese fue su triunfo, pero lo logró a cambió de sacrificar los acuerdos ambientales. Durban 2011 obtuvo la promesa de llegar a un acuerdo en el 2015.
La cumbre inició en una atmósfera de desesperanza, pero también con diversas muestras del descaro que caracteriza a algunos de sus actores. La delegación de Estados Unidos declaró a su arribo que su país ha sido incomprendido, que no se ha dado crédito a sus grandes esfuerzos a favor del planeta. La Unión Europea declaró estar cerca de cumplirle por adelantado a Kioto la meta del 20% al 2020. Sus datos de octubre pasado señalan reducciones del 16.5%, con el único problema que lo avala su propia agencia de certificación. También se dijo lista para ratificar Kioto, pero sin compromisos adicionales. El llamado Bloque Básico, Brasil, Sudáfrica, India y China, en declaración conjunta reiteró que la gran responsabilidad de reducir emisiones la tienen las naciones ricas, sin hablar de la parte que les corresponde. México, por su parte, feliz: el protocolo de Kioto le queda a la medida, no le exige nada. Todos culpan a todos y nadie contrae obligaciones verdaderas. Las llamadas naciones pobres o en vías de desarrollo defienden su derecho al desarrollo y al bienestar, aunque para ello tengan que contaminar el planeta. Sus argumentos parecerían convincentes, si no fuera sabido que el bienestar de los pobres no depende de la firma de estos acuerdos internacionales, sino de cambios sustanciales en la desigual distribución de la riqueza y del poder.
Las semanas previas dio inicio la acostumbrada dramatización que siempre precede a las cumbres, los anuncios del fin del mundo, los estudios mostrando los “datos duros”: que “el pasado fue el 333º mes consecutivo con temperatura arriba del promedio en el siglo XX”, que el 2012 fue el más caliente de Estados Unidos, que el 2012 está entre el 4 y el 14 año más caliente desde 1850, que 9 de los diez días más calientes registrados han ocurrido desde el 2001 y la gran velocidad con la que se derrite el Ártico. Junto a esto, el apocalipsis, ondas de calor, de frío, sequías, inundaciones, tormentas violentas, devastadores huracanes, migraciones, y una temperatura media global que podrá llegar a los 4 o 6 grados C, si los hombres reunidos en Doha, que por cierto ya saben todo esto, no toman los acuerdos requeridos, que además todo el mundo sabe que no se van a tomar.
Qatar es el más contradictorio de los escenarios para llevar a cabo la cumbre. Las autoridades la aceptaron con la misma lógica con la que organizan “eventos de clase mundial” en el deporte y la farándula. Nada alienta allí la austeridad ni la prudencia. La electricidad, el agua, el teléfono son gratuitos para los nativos y subsidiado para los extranjeros. No es para menos, el ingreso promedio anual es de 90 mil dólares, el mayor del mundo, su gobierno recibe cerca de 230 millones de dólares diarios por ingresos del petróleo y del gas; la pobreza de combustible parece una idea arcaica y la pobreza un término difuso. Qatar posee las más altas emisiones de CO2 per cápita mundial y cada uno de sus habitantes es responsable, en promedio, de 50 toneladas de CO2 al año, arriba de las 17 toneladas por habitante de Estados Unidos. Sus gobernantes, no obstante, parecen felices con la organización de grandes eventos.
JLL
El autor es Profesor-Investigador, Director del Seminario Interdisciplinario sobre Estudios Ambientales y del Desarrollo Sustentable de El Colegio de México.
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