Mi tío Carlos sostiene que los porteños estamos locos porque no tenemos una montaña cerca. No sé exactamente por qué sostiene dicha teoría, pero me imagino que está relacionada con el esfuerzo que implica el ascenso -que despeja la mente a medida que se acelera la respiración- y con ver las cosas desde otra perspectiva, una vez que llegamos a la cima.
Supongamos por un momento que la ciudad sí tiene una montaña y que ésta se encuentra en donde se sitúa hoy el cementerio de la Chacarita. ¿Me costaría tanto pasear por su ladera? ¿Y cómo serían sus contornos? ¿Seguirían cercándola las mismas avenidas Elcano, Del Campo, Garmendia, Warnes, Newbery y Guzmán?
Escalar sin cuerda
Hoy, un día de mayo de 2021, salí a correr. Mi DNI terminado por número par corresponde a la fecha par. Es la primera vez que salgo desde que se implementó esta pequeña flexibilización en contexto de pandemia, aunque el Gobierno de la Ciudad ya me lo permitía la semana pasada. Aquel martes de hace siete días atrás estaba sola con mis hijas y, como lo hice a lo largo de las primeras fases de cuarentena, tuve que contentarme con el curso de Tabata Express dictado por mi coach virtual Mohamed, brindando, dicho sea de paso, un espectáculo interesante a las pequeñas.
Antes de ponerme las zapatillas lo primero que pensé fue: ¿salgo? Son las 19 hs, ya es de noche, y desde que vivo en Villa Ortúzar va a ser la primera vez que salgo a correr de noche por Elcano, Del Campo, Garmendia, Warnes, Newbery-Girardot, Guzmán y de vuelta Elcano. En mi vida pre-Covid sólo hacía este recorrido de día. Me dije que si veía gente salía y que si no, me volvía a casa y a YouTube. Vivimos en esas paradojas donde la gente es la solución y el problema a todo.
Desde Villa Ortúzar me acerco al cementerio trotando por Elcano. Cruzo las vías del tren Urquiza y desde ahí veo que enfrente hay gente. Hoy corro. Pero para acceder a la vereda del cementerio no hay senda peatonal. Si quisiera cruzar en las reglas del arte debería hacer más de 500 metros bordeando las vías en dirección oeste, donde a la vereda se la comió el tiempo y los jacarandás, y casi 700 hasta la estación Federico Lacroze al norte, donde la vereda es ancha, pero está completamente destruida. Pasa un tren que bloquea parte de la circulación y aprovecho para cruzar. Empiezo a correr por fuera del parque Elcano, que tiene las rejas cerradas. Casi siempre corro hacia La Paternal primero, me gusta que la corona dorada del Imperio de la Pizza me indique que ya casi terminé la vuelta y que es hora de acelerar en un sprint final y glorioso, aunque nunca sea un verdadero sprint y probablemente desde afuera tenga muy poco de glorioso.
El paisaje nocturno le agrega algo de lúgubre a esta zona. Las veredas se levantan por las raíces y las luces de los autos hacen mover las sombras de los árboles sobre ellas. Mi ritmo es lento, el cuerpo se despierta. Las raíces y la falta de luz, reservada a los autos, no me incitan a acelerar tampoco. Dos o tres personas bastante más deportistas que yo pasan corriendo cerca mío pero en sentido contrario y sobre la calzada de la avenida, con el tráfico automotor a sus espaldas. Me digo que ahí el asfalto está lisísimo y con todas esas luces se ve bien. Qué envidia que me dan los autos. Pero conociendo las expectativas de vida de un peatón en un choque con un auto a 60 kilómetros por hora, prefiero sacrificar eventualmente un tobillo.
Esporádicamente la vereda se transforma en pasillo estrecho para que entre con fórceps una vieja bicisenda que casi nadie usa, por supuesto, porque está en la vereda llena de raíces, escalones, zanjas y porque aparece de la nada y desaparece, así como apareció. En esta sección la avenida tiene lugar para tres filas de autos por sentido de circulación, pero la bicisenda está dibujada sobre la vereda rota. En la esquina, cuando termina Elcano y empieza Del Campo, hay una pequeña estación de tren y otro paso a nivel, pero acá tampoco hay algo previsto para el cruce peatonal. Los autos toman la curva a toda velocidad y los peatones tienen que avanzar bastante sobre Del Campo para poder ver a los que llegan, antes de cruzar por donde pueden.
Los árboles son jóvenes en Garmendia y se despeja un poco el panorama. Durante el día tengo que tener en cuenta los autos que entran o salen del cementerio por este lado, saltar cordones donde no hay rampas y esquivar los baldes con flores, pero de noche no hay nada de todo eso, salvo los cordones y la estructura rígida y maciza de los puestos cerrados. Más adelante me doy cuenta de que los cartoneros que solía ver ahí, justo antes de las vías del San Martín, ya no están. En lugar de los cartoneros me topo con una chapa decorada que me impide seguir por Warnes. Para seguir tengo que cruzar tres veces y esperar dos semáforos. Ahora entiendo mejor por qué tanta gente viene corriendo por la avenida, es que a esta altura directamente no hay vereda. En el marco de las obras del viaducto se hizo a nuevo la carpeta de la avenida y se habilitaron dos vías de circulación automóvil por sentido, pero de ese lado no hay ni un metro de vereda disponible y del otro, la que sí está, es impracticable. Una publicidad institucional pegada sobre la chapa que separa al obrador me da las gracias por mi paciencia.
Sigo corriendo y estremeciéndome al ver a esa gente enfrente que corre sobre Warnes pegada a la chapa y que, contrariamente a mí, parece no conocer las estadísticas de accidentología de la ciudad. Todo el mundo conoce Warnes: es el paraíso del carburador, el reino del caño de escape. Las veredas de ese lado son la extensión natural de los talleres mecánicos o lavaderos de la zona. A la noche nos brindan un paisaje lunar: sin vegetación y en continuo bombardeo cósmico. Durante los horarios de apertura están llenas de autos y se transitan con dificultad, sobre todo cuando hay que concentrarse en cómo ignorar los comentarios salaces que llegan desde los galpones y en dónde poner el pie al mismo tiempo.
Paso delante de una escuela y pienso que tengo suerte de que mis hijas vayan a otra. Sigo hasta el cruce con Newbery. Retomo la vereda del cementerio que es un barrial con cascotes porque la alternativa del lado de enfrente es otro barrial con cascotes. Sé que más adelante se arregla un poco. A 100 metros se abre efectivamente una especie de boulevard donde tengo la opción de seguir por Girardot, una callecita pegada al cementerio, o por un boulevard que la separa de Newbery donde hay una senda para correr que nos aleja un poco de la circulación. Siempre elijo esta última opción y mis pies lo agradecen. Sobre Girardot reaparece la bicisenda entre autos chocados y motos robadas que estaciona allí la policía, dándole un aire poco apacible al tramo. También veo que hay un grupo de gente instalada. ¿Serán los cartoneros de Garmendia, buscando la discreción que perdieron cuando se levantó el paso a nivel del San Martín? La carrera sigue por el parque Los Andes. Una vez, antes de la cuarentena, pasé por Guzmán, que está separada del parque por unas pérgolas con poca vegetación y un playón que siempre está vacío. Los jacarandás acá también tapan las luces que apuntan indefectiblemente hacia la calle adoquinada y nunca a la vereda, sobre las cuales, en mi recuerdo, se estacionaban decenas de autos, pero ahora viven decenas de personas.
Me gusta correr por el centro del parque y sobre el polvo de ladrillos que, aunque sea más ladrillo que polvo, me hace pensar en Roland Garros. A esta altura sé que hice más de la mitad de la vuelta y trato de levantar más los pies. Más lejos me guiña el Imperio y poco después vienen los puestos de flores de la entrada principal al cementerio, cerrados por la hora y por la pandemia, y las hileras de bancos premoldeados. Dejo a mi derecha la senda peatonal que me permitiría retomar el camino a casa por la vereda amplia pero rota. Unos trescientos metros más adelante cruzo en diagonal, acelerando y mirando hacia ambos lados para evitar ser aplastada por los autos que pasan a toda velocidad en esta curva de seis carriles que empieza cuando Guzmán se acerca a Elcano. Pienso en todas las familias que van a vivir en esos departamentos nuevos que se están construyendo sobre Fraga y Triunvirato y que van a cruzar como Usain Bolt si, como yo, quieren acceder al parque, al cementerio, o a alguna de las paradas de colectivo que están de este lado.
Colocar los mosquetones
Muchas veces se presenta al cementerio de la Chacarita como un corte urbano. Es decir, como algo que impide, complejiza o entorpece la relación entre dos o más partes de la ciudad. Los paredones y los nichos agudizan este sentimiento en la mirada de los urbanistas bienintencionados. Pero ¿qué pasaría entonces si esos paredones fuesen los perfiles abruptos de una montaña? Imaginemos una montaña bien alta y escarpada que separara La Paternal de Chacarita y de Villa Crespo, sobre la cual tampoco se pueden trazar líneas rectas para unir dos puntos. ¿Hablaríamos de un corte urbano? ¿Por qué debería ser malo tener que dar una vuelta para llegar al otro lado, si justamente podría ser un recorrido sin cortes, sin interrupciones cada ciento y pico de metros, como impone casi siempre la ciudad-cuadrícula? ¿Pensará alguien que el Sena es un problema en París, que el Corcovado es un corte urbano en Río de Janeiro o que la Acrópolis es uno en Atenas?
En Buenos Aires ya casi no hay continuidades naturales y las referencias artificiales, excluyendo los bosques de Palermo o Puerto Madero, son casi sistemáticamente abordadas como problema. Sin embargo, la unión de dos espacios o barrios no se mide solamente en tiempos de viaje o en líneas rectas, también se mide en calidad del recorrido. El problema, entonces, no es tanto la forma urbana atípica, sino lo que se hace o no con ella.
Entonces me imagino que, en lugar de ser un rompecabezas con piezas que no encastran, Chacarita es una montaña impenetrable. En su base hay un camino tranquilo y sin cruces por donde me gusta pasar en bici para ir a trabajar, correr o ir a pasear con mis hijas. O con mi tío Carlos, porque, finalmente, no hace falta escalar para ver las cosas desde otra perspectiva.
LZ
La autora es asesora e investigadora independiente especialista en políticas y planificación de la movilidad. Comenzó sus estudios en Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires y obtuvo su diploma de grado en el Instituto de Estudios Políticos de París. En Francia también completó el Máster Transporte y Desarrollo Sustentable en la Escuela de Puentes y Caminos, donde comenzó sus trabajos de investigación sobre las políticas de mitigación de gases de efecto invernadero en el sector transporte. En el marco de su doctorado (no finalizado), se interesó en la relación entre las políticas de transporte y los proyectos concretos que transforman la ciudad (París-Buenos Aires). Trabajó en organismos de planificación, gestión y financiamiento de transporte en Francia y actualmente reside y trabaja en Buenos Aires.
Las fotos son de la autora. Mapas: Juan José Luna, Arquitecto (UBA).
Ver también Llegar a Ciudad Universitaria en bicicleta (o caminando). Asignaturas pendientes en una zona estratégica de Buenos Aires, por Daniel Kozak y Francisco Ortiz en nuestro número 153.