Ganar la calle (I)

La primera secuencia de “Pandillas de Nueva York” comienza en una catacumba sin tiempo, donde un ejército de apariencia medieval se prepara para la pelea. La cámara va atravesando sucesivamente galerías, barracas y portales, llega a una encrucijada de calles (los “5 puntos”, el territorio en disputa), y tras una sangrienta batalla, se eleva por sobre el tejido de la ciudad hasta abarcar una perspectiva completa de la Manhattan de 1846.
No es muy distinta la clave del proyecto de Daniel Libeskind, seleccionado para reconstruir el área de las Torres Gemelas: se asienta alrededor de un pozo que rasga la roca viva del suelo neoyorquino, y conmemora la tragedia de las víctimas del 11 de septiembre, para rematar en una torre espiralada que festeja la vitalidad de la democracia norteamericana. Su perfil se elevará, de concretarse, sobre un renovado skyline de la ciudad, continuación (¿y culminación?) de la serie que muestra la película en su escalofriante final, donde las tumbas de los héroes del barrio van desapareciendo en el olvido sobre el fondo de los sucesivos desarrollos del Bajo Manhattan. Que la última toma del sitio incluya las Torres Gemelas, le da a la gran película de Scorsese una tensión final, un interrogante implícito que el proyecto de Libeskind pareciera responder.
Más que la construcción de una mitología sobre la historia de las pandillas del siglo XIX, Scorsese plantea un contrapunto entre la ética guerrera de los bandoleros urbanos y la dinámica del poder del Estado. Hay caudillos corruptos que llegan al frente del camión de bomberos pidiendo votos (y en vez de apagar el incendio organizan el saqueo del edificio vecino), ricachones indolentes que confían en que los pobres se seguirán matando entre ellos, y el fondo de la Guerra de Secesión, que las tribus barriales no entienden y que devora a los pobres y a quienes recién bajan de los barcos. Vallon y Cuttings, los dos antagonistas de la historia, terminan su propia guerra personal entre los desastres de ese conflicto más amplio, que prefigura una ciudad que ellos ni siquiera imaginan. Es maravillosa esa imagen del elefante que escapa por entre las calles del Bajo Manhattan entre la pueblada, la represión y la guerra de pandillas: “Amsterdam” Vallon, siente un desconcierto tan grande como si por un momento le fuera dado el contemplar la imagen futura de la ciudad con sus rascacielos.
A lo largo de su obra Scorsese ha cumplido como pocos la máxima de Tolstoi, aquella que aconseja pintar la propia aldea para ser universal. En “Pandillas…”, el director parece llegar al mismo genoma de la violencia neoyorquina, esa que transforma en materia de arte en películas como Mean Streets y Taxi Driver. Una ciudad que ya es híbrida y multicultural (“¿es que nadie habla ya ingles en Nueva York?”, se pregunta un personaje cansado de lidiar con chinos e irlandeses que hablan en céltico), fascinante y monstruosa (como el Soho de “Después de hora”, donde no hubieran desentonado las vestimentas excéntricas de los pandilleros del Bowery), que ya se escapa de las manos de America mal que le pese a los “Nativos” de Cuttings, un extremista republicano “avant la lettre”. Una ciudad, como resume Vallon en el final, que al igual que sus gentes ha nacido de la sangre y la incertidumbre. El arte puede convertir esos orígenes en materia de trascendencia y redención.
MC (el que atiende)
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