La pandemia nos pone en una situación extrema y particular de relación con nuestra vivienda y nuestro territorio. Aunque de una manera dolorosa, nos permite mirar de otra manera la casa en que vivimos, su entorno barrial y urbano. También nos permite recibir información de nuestra familia, amistades y relaciones –además de la que nos llega por las redes sociales y los medios– sobre el impacto positivo o negativo que el diseño y la tecnología constructiva tienen sobre las condiciones de vida personales.
¿Podemos incorporar a partir del aislamiento y la cuarentena algunas enseñanzas sobre las características que deberían tener nuestras viviendas y el entorno construido en general? Nos referimos no solo a la hoy difundida búsqueda de respuestas para “después” de la emergencia, sino a las condiciones generales de nuestra vida más allá del coronavirus o en atención a otras emergencias sanitarias o ambientales que puedan suceder a futuro.
En How the Coronavirus Will Reshape Architecture, nota publicada en The New Yorker en el mes de junio, Kyle Chayka sintetiza la evolución de la vivienda moderna desde su raíz higienista y sanitaria a las distintas versiones del existenzmínimum (concepto hoy intolerable, aunque en Buenos Aires se reinvindicaba hace pocos meses el monoambiente de 18 m2, siguiendo el modelo de las gigantescas colmenas construidas en Santiago en años recientes). Para Chayka, hoy requerimos “un escondite texturizado, como la guarida de un animal, lleno de recordatorios de que el resto del mundo todavía existe, que las cosas alguna vez fueron normales y podrían volver a serlo. Tenemos que poder hibernar”.
¡Qué mejorar, qué agregar, qué cambiar en la producción de nuestras casas? Algunas respuestas se nos presentan como obvias y lo son: necesitamos espacios abiertos o semicubiertos, sean estos el patio de una casa unifamiliar o las terrazas y espacios comunes de la vivienda agrupada o colectiva con terrazas y espacios comunes. Revalorizamos la privacidad y cantidad de dormitorios y baños, los espacios de aislamiento personal, la separación de los lugares de trabajo (la emergencia ha revelado al “home office” y las reuniones Zoom, que algunos reivindican a futuro, como una forma de precariedad, alienación e invasión indeseada a lo doméstico), los espacios específicos para el cuidado de niños/as y ancianos/as, las vistas, el asoleamiento, la utilidad del jardín delantero y el zaguán…
Hay por supuesto dos respuestas iniciales, de contexto:
-La obvia y perogrullesca de disponer de una casa digna y con los atributos, servicios y superficies adecuados como derecho humano elemental; esto implica para el urbanismo el resurgimiento de la cuestión de la vivienda masiva a precio asequible.
-A los atributos domésticos deben agregarse los atributos barriales, la proximidad de los equipamientos y servicios educativos, sanitarios, recreativos, culturales y comerciales que configuran la vida urbana (ver al respecto la nota Al rescate del barrio, de Celina Caporossi en nuestro número anterior). Buena parte de la teoría urbanística y la discusión política actual se focaliza en esta premisa: la idea de sistemas urbanos policéntricos, las supermanzanas que proponen Salvador Rueda y José María Ezquiaga, la ciudad de los 15 minutos de la reelecta alcaldesa parisina Anne Hidalgo.
MC (el que atiende)