AÑO 5 - Marzo 2013
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¿qué seguridad?
Por Jaume Curbet (*)

Texto introductorio del libro “Un mundo Inseguro. La seguridad en la sociedad del riesgo”  

(*) Girona, 1952-2011. Director (in memoriam) del Máster en Políticas públicas de seguridad

«La palabra protección emite dos tonos contrastantes. Uno es reconfortante, el otro siniestro. Con un tono, la “protección” evoca imágenes del refugio frente al peligro que proporciona un amigo poderoso, una buena policía de seguridad o un techo firme. Con el otro, evoca la organización en la que un hombre fuerte local obliga a los comerciantes a pagar un tributo con el fin de evitar un daño, daño que el propio hombre fuerte amenaza con causar.» 
Charles Tilly (1985)



¿Qué significa la seguridad en un mundo que se halla sumido en un continuo proceso de evolución? 

Incluso en los mejores tiempos, nos recuerda Watts, la seguridad nunca ha sido más que temporal y aparente. Existe, ciertamente, una estabilidad básica —una esencia indestructible— en el seno de toda vida sin la cual, la innovación creativa resultaría imposible (Nichols). Sin una dosis adecuada de estabilidad —o sea, previsibilidad, repetición, equilibrio, orden— los organismos vivos —desde el más primario, la célula, hasta el más evolucionado, el ser humano— no podrían metabolizar el flujo incesante de materia y energía que les permite producirse, regenerarse y perpetuarse a sí mismos. Hasta el punto que podría afirmarse, como lo hace Wagesnsberg, que un ser vivo constituye una parte del mundo que tiende a mantener una identidad independiente de la incertidumbre del resto del mundo. 

Aunque, al mismo tiempo, los organismos biológicos dependemos críticamente de valores óptimos, afirma Grof, es decir, más vitaminas, más hormonas, más calcio o más agua no significan necesariamente mejor que menos vitaminas, menos hormonas, menos calcio, y menos agua. Por la misma causa, más temperatura o nivel de azúcar en la sangre no es mejor que menos temperatura o menos nivel de azúcar en la sangre. De manera que ningún ser vivo podría existir, asimismo, sin creatividad —es decir, novedad, crecimiento, innovación, desorden. Hasta el punto que nada resulta factible al margen de este equilibrio, necesariamente inestable, entre ambos elementos consubstanciales a la vida —estabilidad y creatividad— que, en muchos casos, denominamos crisis. 

Por consiguiente, nuestra existencia, en un movimiento continuo de sístole y diástole, como el corazón, o de flujo y reflujo, como el océano, se despliega en este incesante y no siempre apacible ir y venir entre asumir lo nuevo que nos desorganiza —en tanto que nos vivifica— y conservar aquello que nos mantiene vivos puesto que nos da continuidad.

He aquí, sin embargo, la ineludible paradoja existencial: estabilidad equivale a encarcelamiento, creatividad equivale a riesgo. 

Así que morimos de exceso —ya sea de desorden o bien de orden— tanto como de insuficiencia. Estabilidad e innovación avanzan de la mano, inseparables y a su vez en un constante equilibrio inestable —necesariamente generador de incertidumbre— que, por definición, no puede decantarse definitivamente en favor de ninguno de los dos componentes.

 

1. ¿Seguridad vs libertad? 

La seguridad que se obtiene del control del riesgo supone, para las sociedades  humanas, la capacidad de persistir en sus características esenciales ante las condiciones cambiantes —en un inevitable equilibrio dinámico— y, al mismo tiempo, ante las amenazas probables o reales. Bajoit identifica cuatro necesidades existenciales sociales del individuo humano: (a) tiene que protegerse contra la agresividad de los otros humanos; por lo tanto, necesita seguridad física, que solo le puede aportar la protección de los grupos a los cuales pertenece y que le brindan reconocimiento social; (b) tiene que protegerse contra la hostilidad de la naturaleza; por lo tanto, necesita bienestar material, que solo se puede conseguir fabricando herramientas y bienes materiales, lo que implica participar en alguna creatividad colectiva, desarrollar una cierta capacidad innovadora compartida; (c) tiene que protegerse contra las amenazas de lo sobrenatural, contra todo lo que no entiende (el universo en el tiempo y en el espacio infinitos, los espíritus, la cólera de los dioses, la muerte, el sufrimiento); por lo tanto, necesita serenidad moral, una tranquilidad que solo la pueden brindar las creencias compartidas con otros; (d) tiene que protegerse contra el peligro de su propia locura, contra sí mismo: su decadencia, su desequilibrio mental; por lo tanto, necesita alcanzar una cierta plenitud personal, sentirse realizado como individuo singular. 

De manera que este equilibrio incierto entre estabilidad e innovación, resulta una condición indispensable para la pervivencia —en sus esencias indestructibles— y, a su vez, para la evolución —que permite adaptarse a los nuevos retos— de toda  sociedad. No parece tener mucho sentido, sin embargo, la reiterada y conflictiva contraposición política entre seguridad (estabilidad) y libertad (creatividad); puesto que ambas, en su justa medida, constituyen ingredientes esenciales para cualquier fórmula de gobierno que pretenda garantizar la convivencia y el desarrollo humano. Así como ocurre en los organismos biológicos, también los organismos sociales mueren de exceso tanto como de insuficiencia, ya sea de libertad o bien de seguridad. 

Convertidos en valores exclusivos, tanto la libertad —que rige la expansión mundial de la red única de comercio y de la red global de información— como la seguridad —que acapara la praxis política de los estados—, acaban generando con harta frecuencia un escenario de infinita inseguridad social —debida a los excesos de una libertad de mercado sin controles cívicos— y de inseguridad civil [1] debida a la restricción de derechos y libertades causada por un exceso de seguridad. Lo cual nos exige abordar la pregunta inicial con una gran cautela, pues no cabe olvidar que la seguridad pierde su sentido fuera del equilibrio inestable con la libertad. Y viceversa, claro está. 

Eugenio Trías (2005) nos invita a pensar las cosas «a la contra», o a partir de sus caracteres umbríos: no tanto la felicidad sino el sufrimiento; no la libertad sino las formas de servidumbre y cautiverio; no la justicia sino los extremos de desequilibrio en la distribución de riqueza, poder u honores que, en forma de sumas desigualdades, constituyen el terreno abonado para las más flagrantes injusticias. 

Y, por consiguiente, no la seguridad sino la inseguridad; es decir, los riesgos que derivan en desastres y los conflictos que se materializan en violencias; así como las vulnerabilidades objetivas o subjetivas que alimentan la incesante demanda de seguridad. 

Pero, ¿para qué entretenerse en comprender la inseguridad si lo que buscamos es seguridad? ¿No nos perderemos en las profundidades, aparentemente insondables, de las causas remotas que alimentan los riesgos y los conflictos? ¿De qué nos podría servir un buen diagnóstico si no aporta la solución al problema? Veámoslo. 

Nadie razonablemente sensato acepta ser intervenido quirúrgicamente sin antes disponer de un diagnóstico fiable que así lo aconseje. Incluso algunos sistemas públicos de salud permiten al paciente solicitar un segundo diagnóstico que venga a confirmar, corregir e incluso desmentir el primero. En este caso, el bien a proteger —el bienestar físico, la calidad de vida y, en última instancia, la supervivencia— bien parece aconsejar todo el rigor y la máxima prudencia en el diagnóstico de la enfermedad que se pretende tratar. No olvido que las comparaciones pueden llegar a ser peligrosas; puesto que también es cierto que, en algunos casos, la gravedad de los síntomas experimentados por el paciente aconseja adoptar medidas inmediatas sin disponer todavía de un diagnóstico concluyente acerca de las causas que los originan. Pero incluso así, nos viene bien la comparación entre la salud y la seguridad, puesto que, cuando una sociedad se siente aquejada de inseguridad, entonces la excepción —en el caso de la salud— se convierte aquí en la regla. Es decir, cuando aflige el temor apremia la búsqueda de seguridad, sin importar tanto el conocimiento de las causas que generan la inseguridad. Esto, por supuesto, tiene consecuencias nada desdeñables: basta un crimen con un gran impacto mediático, pongamos por caso, para provocar una oleada de demandas de endurecimiento de las leyes penales, de mayor contundencia policial y, con relativa facilidad, de aplicación estricta de la cadena perpetua e inclusive de reinstauración —allí donde se hubiera abolido— de la pena de muerte. 

Volviendo al caso de la salud, imaginemos: una repentina indisposición, de síntomas inquietantes aunque por el momento de causa desconocida, que provocara un alud de prescripciones, a cual más drástica y, por supuesto, temeraria: amputar algún miembro, si no todos, extirpar algún órgano, intervenir a corazón abierto. Por extrema que pueda parecer la comparación, no se halla tan lejos de la realidad, sin embargo, la respuesta dominante a los episodios agudos de inseguridad ciudadana. Cuando, en un momento y un lugar determinados, aumenta repentinamente la percepción social de inseguridad también lo hace una incontinente pasión prescriptiva: todo el mundo parece saber con exactitud qué es lo que hay que hacer y, ante tal avalancha de propuestas de acción, se abren paso en la opinión pública aquellas que resultan más originales, efectistas y drásticas. Gozan de especial aceptación las propuestas de actuación represiva que permitan identificar a culpables, individuales o colectivos y preferentemente extranjeros, a los que se puedan aplicar de inmediato medidas contundentes que, en su versión extrema, pueden incluir distintas formas de linchamiento ya sea mediático o bien físico. Estos «palos de ciego», lanzados con un auténtico desdén por cualquier esfuerzo de comprensión de las verdaderas causas del malestar, y aún contradiciendo toda lógica, parecen aportar sosiego momentáneo a una comunidad enardecida, ansiosa de restablecer cuanto antes y casi a cualquier precio el orden alterado. 

 

2. ¿Seguridad vs justicia? 

La víctima principal de este desdén por la comprensión cabal de los hechos que causan la ansiedad colectiva es, sin duda, la justicia. Indudablemente, la prisa por expulsar la inseguridad y restablecer el orden se compadece poco con la prudencia, el sosiego, el rigor indagatorio y la ecuanimidad requeridas para la búsqueda de la verdad. La inseguridad pierde así, en la medida que la despreciamos, su cualidad principal: indicarnos los puntos de fractura en los que estallan —en forma de violencias y desastres— los conflictos y los riesgos generados, respectivamente, tanto en las relaciones sociales como en el encaje de la humanidad en la naturaleza.  

De manera que, voluntariamente cegados, quedamos condenados a tratar meros síntomas, a perseguir sombras y, en el peor de los casos, a agravar el problema de inseguridad con estrategias de seguridad contraindicadas. Los bomberos no apagan fuego sino fuegos. Efectivamente, cada incendio requiere ser atacado con un instrumental, unas habilidades y unas estrategias específicas. A ningún bombero se le ocurriría, pongamos por caso, pretender extinguir con agua la combustión de productos químicos; puesto que el remedio podría ser peor que la enfermedad. E, incluso, la extinción de un incendio forestal puede requerir, en algunos casos, el empleo de contrafuegos, es decir, fuego para apagar fuego. Así mismo, cada violencia supone el punto de ignición de un conflicto específico, su manifestación extrema, que debe ser tratado con una estrategia apropiada. Poco tiene que ver, por ejemplo, el asesinato de una mujer a manos de su esposo con el atraco a una joyería; o bien una estafa multimillonaria con el enfrentamiento entre bandas rivales. Y, sin embargo, sorprende constatar —tanto en los medios de comunicación, como en la opinión pública y en las autoridades gubernamentales —la persistencia de una fe de carbonero en la efectividad milagrosa de unas mismas recetas— endurecimiento de las medidas penales, instalación de elementos físicos y electrónicos de vigilancia, ampliación de las plantillas policiales, tolerancia cero— para el tratamiento de una multiplicidad de situaciones que no parecen tener más en común que el temor que provocan entre la población. 

Solo así se entiende que, después de más de tres décadas de «guerra global contra la droga», declarada por el gobierno de los Estados Unidos —con una asignación de recursos económicos y el empleo de unos medios colosales—, ni la cifra mundial de consumidores de sustancias prohibidas ni la superficie dedicada a la producción de dichas sustancias hayan dejado de crecer, así como tampoco la violencia organizada y la corrupción directamente asociadas a este tráfico ilegal. Y un camino parecido parece haber tomado la «guerra global contra el terrorismo», emprendida por el mismo actor: basada en un diagnóstico incompleto —en la medida que renuncia drásticamente a comprender las causas y solo enfrenta los efectos— que, inevitablemente, la condena a exacerbar el problema que, al menos en la declaración de intenciones, se pretendía resolver.

No parece, sin embargo, que estemos identificando una simple carencia metodológica, una anomalía en las políticas de seguridad que bastara con ponerla en evidencia para que se pudiese solventar. Mucho menos, tal y como se pretende con frecuencia, se trata de una obcecación académica por el diagnóstico que vendría a obstaculizar la eficacia de la acción contra la inseguridad. No se trata ni de una ingenuidad, ni de una deficiencia técnica, ni de una discrepancia entre académicos y políticos. 

La renuncia a profundizar en el diagnóstico de las causas del llamado «problema de la droga» o del «problema del terrorismo» constituye una condición previa e indispensable para declarar y sostener, más allá de las trágicas evidencias de su fracaso, primero la «guerra contra la droga» y después la «guerra contra el terrorismo». 

Hay una contabilidad, tan difícil como necesaria, que nos aportaría mucha luz a esa inquietante cuestión. Se trataría de calcular el PIB de la droga agregando, por una parte, la totalidad de los recursos generados por la actividad económica (producción, distribución y venta) más los costes de ilegalidad (protección, corrupción de autoridades) y, por la otra, los «beneficios del problema», es decir los recursos públicos destinados a la lucha contra los efectos de «la droga» (agencias especializadas, policía, justicia, sanidad, servicios sociales), así como los privados (abogados, asesores fiscales, entidades bancarias, paraísos fiscales).  

Solo así podríamos ver, en una única mirada, el proceso completo que desemboca en la inquietante coincidencia de intereses, entre los actores de ambas orillas, en la oposición frontal —ya sea explícita o bien fáctica— a cualquier intento de regular esta lucrativa actividad, con el propósito de reducir drásticamente la violencia organizada asociada a este negocio ilegal, facilitar una eficaz protección estatal a las víctimas de tan peculiar consumo y actuar restrictivamente sobre el crecimiento incesante de la demanda. 

No cabe, entonces, la ingenuidad. El menosprecio deliberado por un diagnóstico ajustado de los conflictos que estallan, con harta regularidad, en violencias —incluida la identificación de la totalidad de los actores involucrados en el problema de inseguridad— constituye una opción política de graves consecuencias para la convivencia. La limitación del objetivo de las políticas de seguridad a un tratamiento, no siempre inocuo, de los efectos sin pretender siquiera acercarse a las causas de la inseguridad no es, sin duda, la menor de las consecuencias de esa opción política. Sin embargo, no cabe olvidar otras. 

La falta de rigor en el diagnóstico, necesariamente, fuerza la generalización —violencia en lugar de violencias, terrorismo en lugar de terrorismos— y, con ello, la agrupación de fenómenos diversos bajo una misma etiqueta, lo que conlleva un tratamiento uniforme de conflictos que requerirían soluciones específicas. Pero, también, la voluntaria falta de conocimiento acerca de los problemas de inseguridad posibilita la emergencia de creencias y prejuicios que, con frecuencia, sustentan las actitudes más drásticas e intolerantes. 

Solo así es posible la pervivencia de la estructura psíquica del «chivo expiatorio [2] », mecanismo por el cual una comunidad puede descargar, periódicamente, la inevitable acumulación de tensiones que se produce en su seno, sobre determinados colectivos socialmente marginados y preferiblemente compuestos de extranjeros —actualmente, los inmigrantes en los países desarrollados— de manera que se preserve la cohesión social del grupo dominante. 

Y, en definitiva, la falta de indagación en las raíces que sustentan los problemas de inseguridad permite concentrar la inmensa mayor parte de la atención y los recursos públicos en una búsqueda de seguridad al margen de los conflictos y los riesgos que alimentan la inseguridad. Es decir: buscar las llaves no en el lugar en que se han perdido sino allí donde hay más luz. 

El esfuerzo por repensar la seguridad a que nos invita la pregunta inicial —¿Qué significa la seguridad en un mundo que se halla sumido en un continuo proceso de evolución?—, plantea un doble e indisociable desafío. En primer lugar, la necesidad de abordar la búsqueda de seguridad sin olvidar que, tanto en los organismos biológicos como en los sociales, la seguridad (estabilidad) pierde su sentido fuera del equilibrio inestable con la libertad (innovación). 

Y un segundo elemento relevante: comprender la inseguridad constituye el primero y el más determinante de los pasos en el proceso de creación de seguridad.

JC

Notas 


[1]  Tomo prestados los términos «inseguridad social» e «inseguridad civil» de

Robert Castel (2004). 

[2] Ver Girard, 1986; 2002.

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