Rara vanidad la bogotana, que presume de incomprobables defectos. La cordial deferencia de mis anfitriones me previene del frío (pero aun sin sol, la temperatura no bajó de los 15°C), de la altura (los 2640 metros sobre el nivel del mar son una buena excusa para futbolistas mal entrenados, pero no afectan al caminante de buen humor), de caminar por la ciudad; ¡hasta me ofrecen un operativo de seguridad en el aeropuerto! Los buenos oficios de Gloria Henao y Andrés Gaviria, funcionarios de la Cámara de Comercio, me salvan de la vergüenza y entro a Bogotá como cualquier hijo de vecino. En pocas horas, la ciudad entra en confianza y se hace amiga del visitante, que la recorre confiado y curioso.
Los conquistadores fundaron Santa Fe de Bogotá sobre el lado oriental de una cadena de cerros andinos, dominando una fértil sabana y cercana a muy buenas reservas de agua y a las minas de esmeralda y sal. El lugar está en el centro de un vasto territorio que incluye las costas caribeñas (donde entre otras se posan Cartagena, Barranquilla y Santa Marta, mítico escenario de las hazañas de Escalona que canta Carlos Vives), el valle cafetero del Cauca (Manizales, Pereira, Armenia, donde nace la imagen “Juan Valdez”), y la costa del Pacífico al occidente y la particular zona de los llanos orientales y la selva amazónica que limitan el sur del país. A esa estratégica geometría, y posiblemente al alivio de los españoles por las temperaturas templadas del altiplano, debe Bogotá la condición de capital del estado.
MC (el que atiende)