N.
de la R.: El texto de esta nota reproduce un fragmento del libro La poética del vacío. Los patios en la vivienda de
la modernidad, de Carlos Gómez Sierra, con muy bellas ilustraciones de José
Iturriaga. A partir, entre otras fuentes, de la consideración de la obra de
arte como una secuencia formal en el tiempo expresada en La configuración del
tiempo, de George Kubler, el libro apunta a observar y comprender el
significado de los patios en algunas de las viviendas unifamiliares construidas
o proyectadas más importantes de la Arquitectura Moderna del siglo XX, como la
Ville Savoye de Le Corbusier, la Casa de Tres Patios de Mies Van der Rohe, la
Casa en Muuratsalo de Alvar Aaltor y la Casa Goldemberg de Louis Khan.

1929. Poissy, muy cerca de París. Una amplia parcela casi cuadrada cubierta por una
extensa alfombra verde de pasto tierno. En su centro, una extraña construcción geométricamente pura que parece estar
suspendida sobre delgadas columnas cilíndricas. Incrédulos, nos aproximamos lentamente por entre frondosos árboles
hasta enfrentarnos con ella. Surge en nuestro espíritu una leve conmoción que destruye siglos de cultura
depositados en nosotros capa sobre capa. Es cuando nos preguntamos ¿por dónde
accedemos? ¿Por dónde penetramos a esta
forma fría y perfecta que parece expulsarnos de su inalterable condición? Presurosos, nuestros cuerpos responden al llamado de nuestros espíritus y
comenzamos a trasladarnos, paso a paso, en torno a ella. Recorremos el espacio,
lo vivenciamos, lo sentimos. Tal vez el pasto, húmedo por el rocío, recoja las
hojas secas del invierno y crujan bajo nuestros pies. Sentimos en nuestros
rostros el sol del mediodía, el mismo que rebota y reverbera en las lisas y
pulidas superficies blancas de “la forma”. Nos surge un segundo interrogante que completa al primero,
¿es que podemos penetrarla? Apresuramos nuestra marcha, las formas rectas,
puras y ciegas que se nos presentaban a la altura de nuestros ojos se
convierten en curvas y transparentes, permitiéndonos descubrir un interior. Intuimos que sí, que podemos penetrarla.
Pronto se nos aparece una puerta, opaca y abstracta, recortada por entre los
cristales descubiertos que reflejan el paisaje que acabamos de atravesar, nos
reconocemos en ellos. Nuestra duda se
despeja, reconocemos finalmente un
elemento que nos indica una función conocida. Abrimos la puerta. Finalmente
estamos dentro...

Extrañeza. Incredulidad. Conmoción. Interrogantes.
Duda.
¿Es
que no son estos principios y diagnosis del arte moderno? ¿Es que estos no
pueden ser resumidos bajo el concepto de desorientación?
Dice
Jean Clair respecto de Kandinsky y su cuadro volteado de 1908:
...El arte se
las arreglará para producir unos efectos de desorientación tales, que el coeficiente de arte será pronto función
del coeficiente de desorientación...
...Sabemos que
todas -o casi todas- las obras que invocarán a la modernidad sólo existen, sólo
tienen un “sentido” a nuestros ojos..., en la medida en que se las ve bajo un
cierto ángulo, en un cierto contexto, bajo una cierta iluminación y en una
cierta forma de exposición...
...Pero, ¿en qué
se convierte una obra, el sentido de la cual cambia o se eclipsa si se la mueve
o se la desplaza?...
Esta
desorientación está no tanto presente en la Ville Savoye sino en su disposición respecto de nosotros, en
el ocultamiento de su acceso que produce como mecanismo para ese fin al no
poder desplazarse, moverse, como si de un cuadro se tratara. Eso nos obliga a
que nosotros seamos los hacedores de nuestro sentido de la obra, que la
re-creemos cada vez que la rodeamos para
acceder a ella.
Cabe
preguntarse si el mismo Le Corbusier no tenía su propio “sentido” de la obra,
su propio punto de mira, su propio ángulo, “una cierta iluminación y una
cierta forma de exposición” cuando postula aquello de “la
arquitectura es el juego sabio, correcto y magnífico de los
volúmenes bajo la luz”.
Pero sigamos, ya estamos dentro.
Ante
nuestros ojos, dos formas antagónicas ocupando el espacio, una rampa y una
escalera. Ambas denotan igual función, la de posibilitarnos un movimiento en
vertical hacia un piso superior. Nuestros ojos viajan, se desplazan tensionados
entre ambos polos formales intentando que surja la decisión: por cuál subimos.
Notamos que la rampa se halla exactamente delante de nuestros ojos, alineada en
perfecto eje con la puerta que acabamos de traspasar. Una reverberación que
procede del pasado nos empuja hacia ella. Un paso, otro más. Nuestro cuerpo, levemente esforzado en la
tarea de vencer la ley de gravedad, percibe que se desplaza, que se mueve, que
avanza, que habita el espacio. A medida que subimos en un desplazamiento
ambiguo entre horizontal y vertical, sentimos la presencia de una fuente de luz
que proviene desde arriba, desde algún lugar. Giramos y, ante nuestros ojos,
vemos la luz del sol y el cielo azul, ordenados entre barras horizontales de
una ventana triangular.
Hacemos
una pausa y notamos que estamos en un límite, en una frontera entre lo interior
-donde nos hallamos- y lo exterior -de donde sentimos un llamado. Optamos por
salir a la luz del sol, seducidos por un espacio acogedor, ni grande ni
pequeño, un patio...
Nos
hallamos en un patio limitado por un gran frente vidriado que acoge el
estar-comedor, un pequeño volumen blanco que encuentra continuación en un
espacio semi cubierto, la misma rampa que acabamos de subir aunque aquí ya
exterior y una delicada y frágil membrana blanca recortada por una ventana
rectangular. Miramos a través de ella y nos recuerda que nuestro patio se halla elevado, separado, suspendido sobre la alfombra
verde que se extiende alrededor. Es un patio, sí; pero, ¿de qué tipo?
Nuestro
patio nos expone a una cierta manera de percibirlo. Nuestra sensación al
hallarnos en él no difiere mayormente de los patios tipológicos de otros
momentos de la historia, sobre todo los de las casas grecorromanas.
Perfectamente cuadrado y limitado en sus cuatro frentes; pero esos límites
difieren y se contraponen entre sí. No son iguales y cada uno guarda su propia
identidad. Ni uno es ciego, todos encierran la promesa de algo que vibra detrás
de ellos; es más, uno de ellos -la rampa ahora exterior- nos indica que todavía
queda trecho por recorrer. Le respondemos con nuestro movimiento y, cruzándola
llegamos al plano máximo superior, a un discreto y encantador solarium cubierto de grava y losetas de
hormigón protegido por elegantes formas curvas. Notamos que el mismo eje que
nos indujo a acceder por la rampa finaliza aquí en una pequeña ventana
recortada en el plano blanco de hormigón que envuelve a toda la obra. Miramos a
través de ella y observamos el paisaje del valle del Sena. Lo contemplamos
exaltados sabiendo que es el final de
nuestro viaje y que el mismo comenzó exactamente allí. Una nueva cinta de
Moebius...

Pero
¿y nuestro patio, ya convertido por Le Corbusier en “terraza-jardín”? Lo
observamos desde arriba y lo encontramos desplazado hacia un costado,
tensionado, vivo. El mismo guarda la esencia ancestral pero descentrado del orden que lo vio
nacer, buscando encontrar una nueva posición. Sólo uno de sus límites nos es
enteramente familiar, la bóveda celeste.
Es
obvio que para Le Corbusier el patio -mutado en terraza-jardín- no es el centro
de gravedad desde el cual se origina la arquitectura, tal como ocurría en las
casas pompeyanas que tanto admiraba y reflejó en Hacia una arquitectura. No, esta compleja reconversión indica que
en sus “dispositivos” arquitectónicos, el
patio (entendido como centro compositivo original y como espacio exterior) es
sólo otro espacio más que cumple una función específica al igual que las
distintas estancias. En nuestro caso es la rampa quien ocupa el lugar
central dentro de su particular concepción, y no sólo por su ubicación
geométrica en el conjunto sino por su significación espacial. La rampa implica el movimiento, como una
nueva manera de habitar el espacio, en contraposición al orden estático,
exacto e inmutable producido por los patios centrales de las casas pompeyanas.
Descendiendo
nuevamente por la rampa, y ya vislumbrando la puerta por la que ingresamos,
reparamos en algo que no lo habíamos pre-visto anteriormente: las mismas cuatro
columnas que habíamos cruzado presentan un orden latente y conocido; ¿de dónde
proviene? Cuatro columnas que indican las aristas de un cuadrado en planta,
justo delante de la puerta de acceso, en su eje central...Sí, el esquema de la casa pompeyana, su centro,
su patio...

Lo
que en la casa-patio pompeyana significaba orden y espacio al mismo tiempo,
para Le Corbusier son niveles dimensionales que requieren de nuevas
manifestaciones. Disociadas, escindidas... modernas.
Esta
nueva posición del patio en de la vivienda occidental, inédita y
revolucionaria, es un plano en el que nos reflejamos, al que miramos y nuestra
mirada nos es devuelta. Ya no hay un centro tal como lo entendíamos, no hay un orden único e inmutable, existen
múltiples centros de gravedad. El patio, en la Ville Savoye, permite que lo
ocupemos, que estemos dentro de él o que lo percibamos como un objeto, en una
situación alejada de nosotros si nos situamos en el solarium superior. Ya no
hay un sólo punto de vista, un sólo centro...
En
1919, un año después de que finalizara la Gran Guerra, Adolf Loos publica uno
más de sus numerosos artículos, Los oídos
enfermos de Beethoven. En este, hablando del acartonado gusto burgués que
rechazó la música del genial músico de Bonn en su momento, comenta la nueva
situación:
...Cien años han
pasado desde entonces y los burgueses escuchan con emoción las obras del músico
enfermo y loco. ¿Se han vuelto nobles, como los señores del año 1819, y han
concebido profundo respeto por la voluntad del genio? No, se han puesto todos enfermos. Todos tienen los oídos enfermos de
Beethoven. Durante un siglo, las disonancias del santo Ludwig han
maltratado sus oídos. Los oídos no lo han podido soportar. Todos sus detalles
anatómicos, todos los huesecillos, vueltas, tímpanos y trompetas han ido
adquiriendo las formas enfermizas que caracterizaron el oído de Beethoven. Y la
cara ridícula, tras la que los niños de la calle corrían burlándose, se
convirtió para el pueblo en el rostro espiritual del mundo.
Es el espíritu
quien se construye su cuerpo. (Loos, Adolf; Escritos II 1910/1932; El Croquis
Editorial; Madrid; 1993; Pag. 73).

Es el espíritu quien se construye su cuerpo...Y es el cuerpo quien se construye su espacio...
Estas
deformaciones aludidas por Loos en los cuerpos de sus contemporáneos como
síntomas del estado de la Europa de posguerra, pueden también entenderse como
participantes de esa misma visión hecha por Picasso sobre sus Demoiselles d’Avignon. Un cuerpo
enfermo, deformado y mutilado que experimenta su propia “pérdida del centro” en
el mundo moderno.
Y
a un cuerpo descentrado ¿qué tipo de espacio le corresponde? O mejor ¿qué tipo
de espacio es el que genera? Será otro Ludwig quien responda a estos
interrogantes.
A
principios de 1930, Ludwig Mies van der Rohe comienza a experimentar, sobre una
serie de proyectos-ensayos, las posibilidades espaciales de viviendas con
patios. A ejercicios propuestos por él a sus alumnos de la Bauhaus sobre este
tema, siguieron una serie de proyectos para clientes particulares que nunca
fueron concretados. Todo esto en un
momento particularmente enrarecido, marcado por la rápida e inexorable
ascensión de Hitler al poder en Alemania y sus nefastas consecuencias.
CGS
El autor es Arquitecto
(FAU-UNNE), Master en Historia, Arte, Arquitectura y Ciudad, (ETSAB-UPC), Profesor
Titular de Historia y Critica III, FAU- UNNE. Docente e Investigador. Director
del CIAM (Centro de Investigación en Arquitectura Moderna).
José Roque Iturriaga es Arquitecto
(FAU-UNNE), Profesor JTP Arquitectura IV, Unidad Pedagógica C, FAU-UNNE.
La poética del vacío. Los patios en la vivienda de la modernidad, de Carlos Gómez Sierra
con ilustraciones de José Iturriaga. Edición de los autores, UNNE-FAU, CIAM.
Septiembre de 2014, Corrientes, Argentina. 100 pag. 21 x 14. ISBN
978-987-33-5959-0
De Carlos
Gómez Sierra, ver también en café de las
ciudades:
Número 59 | Arquitectura
de las ciudades
Arquitectura(s)
moderna(s) y ciudad histórica | El caso de la ciudad de Corrientes | Carlos Gómez Sierra
La poética del vacío. Los patios en la vivienda de la modernidad, de Carlos Gómez Sierra
con ilustraciones de José Iturriaga. Edición de los autores, UNNE-FAU, CIAM.
Septiembre de 2014, Corrientes, Argentina. 100 pag. 21 x 14. ISBN
978-987-33-5959-0
Sobre la obra de Le
Corbusier, ver también en café de las ciudades:
Número 46 | Arquitectura
de las ciudades
Le Corbusier:
los viajes al Nuevo Mundo | Cuerpo, naturaleza y abstracción. | Roberto
Segre
Número 57 | Arquitectura
de las ciudades
El autor y el
intérprete | Le
Corbusier y Amancio Willliams en la Casa Curutchet | Daniel Merro
Johnston
Número 77 | Arquitectura
y Planes de las ciudades
Los muchachos
corbusianos | La
red austral: Le Corbusier y sus discípulos en Argentina, según Liernur y
Pschepiurca | Marcelo Corti
Número 82 | Lugares
(II)
City Beautiful
Chandigarh | Incredible
India (V) | Laura
Wainer |
Número
111 | Arquitectura de las ciudades
Curutchescas | Historias personales de una casa a partir de
El autor y el intérprete, de Merro Johnston | Marcelo Corti