Por
ejemplo, la música ciudadana en Méjico DF. Mientras en la
pesadilla que me ocasionó la pinche enchilada chilanga
el ciego fumaba y fumaba, en el centro del DF el
asma del otoño sacude el son de un organito, que no es,
por cierto, el último. En Méjico todavía hay
organitos, abundan, aunque los organilleros tienen una extraña
pinta
de canas,
disfrazados con gorra y uniforme color caqui parecido al de
la Prefectura Naval Argentina. A veces andan solos.
En ese caso, con la diestra le dan a la manija y con la zurda
garronean, el codo apoyado en la
caja, la palma implorante. Pero a menudo trabajan en yunta
con una mujer -también disfrazada de Prefectura- que, a unos
metros de distancia, se encarga del mangazo. Liberado así, como el manosanta de Olmedo,
del prosaico trato con el metal, el tipo puede concentrarse
con ojitos soñadores en su abstrusa ars
musicalis. Algunos, incluso, forman equipo con dos minas apostadas en sendas veredas
(¿existirá en Méjico una secta de organilleros mormones?).
Eso sí, no te aflojan nada a cambio del mangazo, no se juegan
con tarjeta de la suerte, ni con loro, ni con monito; solo
te psicopatean
el paradojal rincón
conservador del corazón progre (no sé si habrá rincón
progre en el corazón conservador): “Una contribución para
que el organito no desaparezca”.
Pero
el son asmático y un tanto desafinado del organito es apenas
una voz más de la sinfonía urbana. El perfil comercial
en el centro no es, en general, demasiado elegante. Más bien
onda Once o Pompeya. Y aquí también es usual que un local de,
digamos, cien metros cuadrados se comparta entre diez o quince
comerciantes, cada uno con su kiosquito. Un shopping.
Un shopping berreta.
Bah, de otro tipo de berretada
que no es la del universo Barbie
y el desodorante olor coco como de telo.
Y sin musiquita suave de fondo: cada kiosco pone su propia
música bramada por parlantes lo bastante grandes como para
ser, a la vez, el soporte de los tablones/mostrador que constituyen el cien por ciento de la “instalación
comercial”. Pasando por la calle, el local exhala un huracán
de reggaetón, cumbia y pop local
con toque charro, el volumen desconcierta los oídos y todo
se mezcla -incluido el organito de la calle- en un único pantano
sonoro dodecafónico-atonal-concreto. ¿Noise? ¿Ambient experimental?
¡Ja, estos tipos le dan cátedra
a Cale, Eno y todo ese tilingaje
neoyorquino!
Y
el horror… el horror…
Por
ejemplo, los nueve retablos de Santa Prisca en Taxco, prontuariados como churriguerescos americanos.
Son extraordinarios y tediosos, espantosamente bellos, morbosamente fascinantes. Uno no puede menos
que maravillarse de la hechura. “¿Toda mano de obra indígena?”,
le pregunté al guía que se me había pegado como un mejillón
y terminó cayéndome simpático. “Por supuesto, todos
mejicanos”, me contestó el tipo -lo único medio blanquito
que tenía eran los dientes- con una expresión ambigua que
podría ser tanto de disimulado fastidio como de indisimulada candidez. ¡También, con semejante pregunta pelotuda
de petimetre porteño!
Encabezan
el elenco, en el retablo principal, la Purísima Concepción junto a Prisca
y Sebastián, que son los santos patronos de la ciudad. En
el transepto, las vírgenes del Rosario y la
Guadalupe consolidan el reparto. Los evangelistas
hacen un considerable cameo y la
escenografía es un abigarrado conjunto de representaciones
simbólicas: conchas -bautismo de Jesús-, laurel -triunfo
de la fe-, uvas -sangre de Cristo. Como es habitual, el mestizaje
figurativo va de los motivos clásicos grecolatinos a los angelitos
indios.

Pero
para discernir toda esta hagiografía no queda otra que acercarse
y enfocar -sea movido por una curiosidad como entomológica,
sea por el azar o por alguna razón inconsciente- abstrayéndose
de la arquitectura de la que, paradójicamente, los retablos
forman parte. Porque, si miramos el conjunto, lo que vemos es ruido:
la complejidad morfológica y la luminosidad confunden la mirada,
los reflejos compiten con las formas y todo se mezcla en una
única espuma solidificada de dorada geometría fractal.
Y
el horror… el horror…
Por
ejemplo, una calle en plena zona comercial de Cuernavaca.
Bueno, zona comercial… no sé si en Méjico hay, en rigor, zonas comerciales o si el país entero
es una única zona comercial, un tianguis universal.
En todas partes hay alguien vendiendo algo. La sustancia urbana
de Méjico pareciera ser el mercado, una sustancia de densidad
variable que se banca
aceptablemente la presencia de iglesias y casas en suspensión
coloidal y un cierto grado -también variable, aunque tendiendo
a escaso- de circulación en los intersticios entre partículas.
El grumo comercial de Cuernavaca -el Mercado López Mateos
y sus alrededores- se asienta sobre un laberinto en el que
se entrecruza el espacio público (las calles) con galerías,
escaleras y pasajes privados (y -me gusta imaginar- pasadizos
secretos sórdidos y delictivos) que atraviesan las manzanas,
además de algún puente como Plaza (que significa mercado)
Santos Degollado (¡qué nombre, mamita!) que las interconecta.
La
calle Arteaga es de las de alta densidad. Peatonal de pendiente
creciente, culmina en una escalinata/plazoleta que se banca
una pequeña capilla coloidal. Algunos portones dejan entrever
oscuros pasajes y galerías de rumbo incierto,
que bien podrían internarse hasta las honduras del Hades.
Los restantes corresponden a negocios cuya mercadería se exhibe
colgada sobre los frentes, a veces hasta varios metros de
altura -formando telones abigarrados que recuerdan los retablos
de Santa Prisca- mientras sacan
a la calle percheros y mostradores que se embrollan con los
puestos propiamente callejeros. Lonas, lienzos y polietilenos
-colgados de dónde venga- techan promiscuamente instalaciones
propias y ajenas. Por encima, los tendidos aéreos de cables
se entreveran urdiendo otra techumbre, como de macramé.
Al
ser -como en el DF- muchos de los locales compartidos, hay
carteles y marquesinas colectivas que también me recuerdan
las hagiografías de Santa Prisca:
grandes superficies en las que conviven revueltos
nombres, marcas, logos, slogans,
ilustraciones fantasiosas y fotos: fotos de pulposas pelirrojas
exhibiendo lencería y fotos de rozagantes bebés vikingos (aunque,
pensándolo bien, estas fotos son, más bien, un poco lo contrario
de los angelitos indios).

Finalmente
(es un decir, aquí no hay nada finito), algunas indias venden
tacos cuyo proceso de producción completo parece llevarse
a cabo in situ excepto -creo, pienso, quiero creer-
el sacrificio de los animales. Hablan entre ellas en nahuatl
sentadas sobre banquitos y rodeadas, como bateristas de rock
sinfónico, de un montón de tachos
con pollos desplumados, verduras y choclos, tablas para picar,
planchas calientes y humo.
Y
el horror… el horror…
El
horror, sí. Pero no precisamente el que invoca el agónico
Kurtz en El Corazón de las Tinieblas
-o en la variante Apocalypse Now, con Brando peladito- sino el horror al vacío (en Méjico parecen escasear las ausencias: ni vacío,
ni silencio), el famoso horror vacui,
supuesto gran motor del espíritu barroco.
Barroco
es término de origen portugués que se corresponde con el castellano
barrueco o berrueco y que se solía aplicar a las perlas irregulares,
las que no alcanzaban la perfección platónica de la esfera.
Por extensión, refiere a lo
impuro, confuso o extravagante. Más allá de su uso para
denominar un momento preciso de la historia del arte occidental,
barroco es, en general, una actitud en la que la abundancia
y la superposición de significados y elementos expresivos
se impone por sobre la síntesis y la coherencia, trasgrediendo
cánones, forzando límites y saliéndose de todos los marcos,
incluso -y fundamentalmente- los del “buen gusto”.
Un
amigo -ilustrado y sofisticadísimo músico- contaba que en
su banda tenía un bajista muy bueno, un intuitivo extraordinario
aunque carente de educación formal. Ante cualquier situación
musical que se le planteaba, el tipo solo reconocía dos opciones:
jazz u ópera. “Gordo (le decían Gordo por la sencilla razón
de que era gordo) en el tercer compás ligá
el tresillo” -pónganle que le indicaba
mi amigo (qué sé yo de qué hablan los músicos entre ellos).
“¿Lo querés más jazz o más ópera?”
- preguntaba el Gordo. “Ahí disminuí la quinta, Gordo” -podían
decirle. “Ah, entonces la hago más jazz” -respondería. Y,
así, todo.
Con
idéntico ánimo de brutal simplificación, uno podría sostener
que, en el fondo, toda la cultura humana se orienta según
dos únicos principios opuestos: minimalismo
y barroco.
Y
Méjico -¡xocolatl por la noticia!- es impúdicamente barroco.
SZW
Serxioc Zicovitl, Cuernavaca (ex Cuauhnahuac), diciembre de 2009
Zicovich Wilson es arquitecto, dedicado
a proyecto y dirección de obras, escritor y guionista cinematográfico.
Es Profesor de Historia de la
Arquitectura en la Universidad de Buenos Aires. Se ha desempeñado como
funcionario del Gobierno de la
Ciudad de Buenos Aires en áreas vinculadas
a la Arquitectura y el Planeamiento
Urbano. Ha publicado numerosos artículos en medios gráficos
y digitales especializados de su profesión.
El
texto pertenece a su serie de R(p)’s,
cuatro de ellas publicadas originalmente en Arquitectura en Línea, de Guillermo García Fahler,
y una en Summa+ nº 62 (“Hogar dulce
hogar”). “Para los que no leyeron anteriores R(p)'s oportunamente o, habiéndolas leído, inexplicablemente
quieran releerlas, algunas de ellas están disponibles en los
siguientes sitios”:
Reflexiones (p) desde Italia
R (p) I # 1
Carnaval
en Viareggio (Fechada: Lucca, febrero de 2003); Semanario
en línea.
R (p) I # 2
El
condottiero, la ciudad y los perros
(Fechada: Lucca, marzo de 2003);
Semanario en línea.
R (p) I # 3
Blitzkrieg,
double cheese’n chips (Fechada: Lucca,
marzo de 2003); Semanario en línea.
R (p) I # 4
Milagros
esperados (otra de error)
(Fechada: Lucca, abril de 2003); Semanario en línea.
R (p) I # 5
Necrolandia (Fechada: Lucca,
mayo de 2003);
café
de las ciudades
nº 90 (abril 2010)
Reflexiones (p) desde Méjico
R (p) M # 1
Pinche
enchilada chilanga (Fechada: Méjico DF, diciembre de 2009); café
de las ciudades nº 88 (febrero 2010)
De
Zicovich Wilson, ver también en café
de las ciudades su respuesta
al cuestionario de Marcelo Castillo en el número
86, Fútbol y Ciudades, A
30 años del ultimo partido de San Lorenzo en el Gasómetro.
Sobre
el ruido del comercio callejero, ver también en café
de las ciudades:
Número 71 | La mirada del flâneur
Los
pregones de la calle | Un fragmento del París proustiano | Marcel Proust
Y sobre Méjico, ver también entre otras notas:
Número 36 | Cultura de las ciudades
Espectros
de la ciudad de México | El urbanismo
como mitología. | Juan Villoro
Número 47 | La mirada del flâneur
Imaginando
Tepito | Una crónica de México DF. | Iván Peñoñori
Número 47 | Cultura de las Ciudades
En
el hoyo | Los
trabajos y los días en el Segundo Piso del Periférico mexicano.
| Marcelo Corti
Glosario
de argentinismos:
Bancar, bancarse: aguantar, hacer frente, soportar
Berreta: ordinario, de baja calidad
Cana:
policía
Garronear:
pedir un préstamo o ayuda; usufructuar o aprovechar recursos
ajenos
Mangazo:
pedido de un préstamo, ayuda o limosna
Manosanta, de Olmedo: Personaje televisivo interpretado en la década del 80 por el popular
actor cómico Alberto Olmedo
Mina:
mujer
Onda
Once o Pompeya: el término
onda seguido de un nombre propio o sustantivo funciona como
un adverbio comparativo; en este caso alude a sendos barrios
caracterizados por centros comerciales populosos, abigarrados
y en general destinados a la oferta masiva de determinados
productos de consumo popular
Pelotudo/a: boludo,
tonto, idiota, gilipollas, comemierda,
mamón, pendejo
Pinta:
aspecto, apariencia
Psicopatear: Hostigar, abusar psicológicamente, pretender convencer a alguien de
una supuesta culpa, debilidad o trastorno.
Telo:
hotel por horas, “hotel del amor”
último organito, El: tango de Acho y Homero Manzi