Perdidos
en Tokio
El
vacío según la Coppola.
Parece,
sin duda, que en nuestro afán cotidiano nos hallamos
vinculados unas veces a éste, otras a aquel ser, como
si estuviéramos perdidos en éste o aquel distrito
del ser. Pero, por muy disgregado que nos parezca lo cotidiano,
abarca, siempre, aunque sea como en sombra, el ser en total.
Aun cuando no estemos en verdad ocupados con las cosas y con
nosotros mismos (y precisamente entonces), nos sobrecoge ese
"todo", por ejemplo, en el verdadero
aburrimiento.
(Martin
Heidegger, ¿Qué es Metafísica?, 1930,
Ediciones Siglo XX, Buenos Aires)

La película
se conoció en Argentina como Perdidos en Tokio
(involuntario homenaje al título original, Lost
in translation...). Los personajes no se involucran demasiado
con Tokio: la miran desde arriba, desde los grandes ventanales
del Hyatt Park, o se pierden en los detalles que suelen atraer
la atención occidental. 20 años después,
el Tokio de Sofia Coppola es muy parecido al de Wim Wenders
en Tokio Ga (su homenaje al gran cineasta Yasujiro
Ozu). Juegos de pachinko, maquetas hiperrealistas de
las comidas en los restaurants, rockeros bizarros, carteles
gigantes, bares y burdeles insólitos, karaoke. La ciudad
más exasperadamente moderna del planeta parece
ser también la más conservadora. Como en los
edificios japoneses de madera y papel, las piezas que constituyen
la ciudad son renovables, y lo que importa es el amasijo
de neón, autopistas, enclaves occidentales y pantallas
gigantes, todo alrededor del enorme vacío del Palacio
Imperial.
Para los
protagonistas de la película (occidentales al fin),
Tokio es un misterio, un símbolo de la imposibilidad
de comunicarse. Bob Harris y Charlotte sienten el vacío
de sus vidas y sus matrimonios felices en el extrañamiento
de una ciudad antípoda, con horarios invertidos
y lenguajes extraños. Y no solo el japonés:
la amiga americana de Charlotte tampoco la entiende cuando
intenta contarle sus sentimientos por teléfono. Más
que perdidos, el actor millonario y la joven graduada de Yale
están aburridos en medio de su felicidad, y es de ese
aburrimiento que nace la angustia. En ese extrañamiento
absoluto de una ciudad que no entienden, Charlotte y Harris
encuentran la modesta pero efectiva redención de una
amistad que no hubieran podido tener en ningún otro
lugar, ni aunque sus casas en Los Angeles estuvieran una al
lado de la otra.
El casto
amor de Charlotte y Harris sería una caldera de deseo
en manos de otro director: para la piba Coppola, es
una concreción de la fantasía femenina sobre
la amistad entre el hombre y la mujer. La diferencia de edad
entre ambos puede ser leída también como una
metáfora del Edipo hacia un padre genial. La directora
exorciza varios fantasmas en esta su obra consagratoria: entre
ellas, la del temor a la mediocridad que expresa Charlotte
en una de sus charlas con Harris. Charlotte es petisa y algo
pasada de peso, e incluso con rastros de celulitis, pero más
deseable y sensual que la rubia gritona que coquetea con su
esposo.
Con ayuda
de las grandes actuaciones de Bill Murray y Scarlett Johansson,
Sofia Coppola logra unas seductoras imágenes de
una ciudad magnífica, y ofrece una historia original
y precisa: un hombre y una mujer involucrados en una relación
que es asexuada y erótica a la vez.
En otra
película reciente, la mejor de los últimos meses,
un episodio completo transcurre también en la capital
japonesa: el Tokio del también californiano Quentin
Tarantino
en Kill Bill es diferente, aunque también con
miradas desde lo alto (La Novia, sobrevolando la ciudad y
buscando, ¡desde el avión!, a sus víctimas).
Ese Tokio está resumido en el sofisticado restaurant
donde ruedan las cabezas y los miembros de los yakuzas,
y en el jardín de nieve (homenaje al pintor Hokusai)
donde La Novia enfrenta a O-Ren-Ishi. Prescindiendo de los
detalles que suelen fascinar a sus colegas occidentales, Tarantino
se acerca a la manera en que muestran Tokio los grandes directores
japoneses, de Ozu a Kitano, como un escenario cotidiano
y no como un misterio.
MC
Una
muy buena crítica de la película, por Javier
Porta Fouz en la revista de cine El
Amante.
Sobre
Yasujiro
Ozu,
ver la página que le rinde homenaje.
Ver
el sitio
oficial de la película
de Sofia Coppola Lost in translation.

Fotos:
Yoshio Sato - © 2003 Focus Features
Tokio,
según Ricot
Por
Carmelo Ricot
Durante
el primer lustro de los `90 visité Tokio por un par
de semanas. Recién comenzaba la recesión japonesa
y la hiper-valorización inmobiliaria estaba en su apogeo.
Fue parte de un viaje que me llevó hasta Kitakyushu
en el extremo sur y Chiba en el norte: en esos mil kilómetros,
apenas encontré algunos tramos de un par de kilómetros
sin urbanizar (y por cierto, ninguno de ellos entre Osaka
y Tokio).
Tokio
es extraña hasta para los japoneses. No se trata solo
de la habitual desinteligencia entre las metrópolis
y sus países, sino de la historia misma de una ciudad
elegida por la dinastía Meiji en 1867, cuando no era
más que una aldea, para terminar con la hegemonía
de Kansai (el sector de la isla donde se ubican las antiguas
capitales Osaka, Kioto y Nara) e iniciar la modernidad japonesa.
Tokio
se extiende sin límites aparentes y con muchos centros,
muy densos, que no parecen complementarse, la mayoría
ubicados sobre el anillo del subterráneo. Ginza, el
barrio comercial, Marunouchi, área administrativa,
Shinjuku, con la Municipalidad y los edificios corporativos,
Akihabara, con las casas de electrodomésticos, Asakusa,
el antiguo conjunto ceremonial, Roppongi, el barrio de la
vida nocturna y las embajadas. Los edificios altos albergan,
en todos sus pisos, usos que en otras ciudades se limitan
al nivel calle y una o dos plantas altas. Así, hay
torres cuyos 10 pisos albergan restaurants; los lugares donde
se venden cámaras y computadoras tienen diez pisos
de estanterías comerciales unidos por escaleras
mecánicas; la Municipalidad tiene 40 pisos, y así
con todo. El resto es bajo, compacto y continuo. Y todo funciona.
No vi los famosos hoteles cápsulas, ni me pareció
que la gente trabajara más que en la Argentina. A las
6 y media de la tarde, esos barrios de restaurants se llenan
de gente que sale de sus oficinas, cenan y beben cerveza,
whisky o sake, y luego vuelven a sus casas.
Las calles
están llenas de máquinas expendedoras de bebidas.
Las bicicletas te pasan al costado con precisión milimétrica,
pero nunca te llevarán por delante. En las estaciones
de trenes de la periferia (si es que algo es periferia y algo
no lo es en esta ciudad), las encuentras otra vez, centenares
de ellas simplemente dejadas en la calle, sin cadenas ni candados,
hasta que su dueño regresa del trabajo...
Solo
el último día entendí el sistema de numeración
de las casas: no es por calle y número, sino por barrio
y manzana. Si te citan en Roppongi 3-5-43, por ejemplo, es
el barrio de Roppongi, área 3, manzana 5 y casa 43
(la numeración de las casas da la vuelta a la manzana).
Si te pierdes (cosa fácil, porque en Tokio eres
analfabeto), alguien te ayuda, o tu le preguntas donde
ir y podrá estar media hora, si es necesario, para
indicarte la dirección correcta.
En los
trenes y subtes los hombres leen mangas, revistas de
historietas plagadas de planos-detalle, algunas muy eróticas
o abiertamente pornográficas. Cuando las terminan las
dejan en el tren, si estás atento puedes armar una
colección completa.
El jet
lag, la tierra que está al revés y hace
que tu cuelgues de tu cabeza, el idioma y los carteles que
no entiendes y esa sensación de que estás tan
lejos, te hacen muy inestable en Tokio. No es extraño
entonces que te pasen cosas como las que les ocurren a Harris
y Charlotte. Procura distenderte, y disfruta la ciudad.
CR

El
autor es suizo y vive en Sudamérica, donde trabaja
en la prestación de servicios administrativos a la
producción del hábitat. Dilettante, y
estudioso de la ciudad, interrumpe (más que acompaña)
su trabajo cotidiano con reflexiones y ensayos sobre estética,
erotismo y política. Ver algunas de sus notas, por
ejemplo, en los números
3,
12,
13
y
15
de café
de las ciudades.
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