El
nacimiento de las ciudades
La
historia natural de la urbanización está por escribirse
todavía, si tenemos en cuenta que sólo se ha publicado
una mínima parte de trabajos preliminares relacionados
con el tema. La literatura de lo que es, en sí misma,
la ciudad, era prácticamente inexistente hasta
hace unos cincuenta años; e incluso hoy, los
ecologistas de la ciudad, que se enfrentan, en su mayoría,
con un reciente y limitado aspecto del urbanismo, apenas
han asentado las bases de todo un amplísimo campo que
todavía está por descubrir. En este sentido, el propósito
de este trabajo es utilizar y revisar los estudios e
investigaciones que se han hecho hasta el momento sobre
la urbanización, con el fin de puntualizar algunas cuestiones
al respecto y, de esta manera, indicar y sugerir otros
ámbitos de estudio que contribuyan a mejorar los ya
conocidos.
Si
abordamos la historia de la ciudad, tanto morfológicamente
como funcionalmente, no se puede comprender su desarrollo
y evolución sin tener en cuenta sus relaciones con anteriores
formas de cohabitación, las cuales se remontan
a las de las especies no humanas. Tenemos que
tener en cuenta no sólo las homologías obvias existentes
entre las agrupaciones humanas con los hormigueros y
las colmenas, sino también la naturaleza de los habitáculos
establecidos en lugares protegidos, según las diferentes
épocas y estaciones, como por ejemplo, los criaderos
de muchas especies de pájaros.
Aunque
los poblados permanentes datan únicamente de la época
del periodo neolítico, la costumbre de recurrir a las
cavernas para asambleas y reuniones colectivas para la celebración de ceremonias mágicas parece
que se remonta a algo más lejos en el tiempo; y algunas
comunidades completas, tanto las que vivían en cuevas
como en excavaciones hechas en las rocas han sobrevivido,
incluso hasta nuestros días, en amplias áreas muy extendidas
y lejanas entre sí. La planificación de la ciudad, tanto
en su forma de vida externa como en su homóloga de vida
interna, se remonta, indudablemente, a las mencionadas
reuniones y asambleas celebradas en cuevas protegidas
desde épocas muy antiguas. Cualquiera que fuera el impulso
de los primeros aborígenes, la tendencia a una forma
de cohabitación y residencia fijas dio lugar, en la
época neolítica, a una forma ancestral de ciudad, es
decir, al poblado, cuya primera finalidad era el servicio
público colectivo y que fue propiciado, sin duda, por
la nueva economía agrícola. Aunque carecía del tamaño
y de la complejidad de la ciudad, el poblado, sin embargo,
ya mostraba los rasgos esenciales de aquélla: empalizadas
o murallas circulares colocadas
fuera de los campos de cultivo;
habitantes permanentes, almacenamientos en fosos
o en arcones; espacios para retirar las basuras y terrenos
destinados a cementerios, los cuales recuerdan,
silenciosamente, tiempos pasados y energías acabadas.
En esta primera etapa,
por lo menos, es cierta la observación de Mark
Jefferson (1931): lo urbano y lo rural, la ciudad y
el campo, no son dos cosas diferentes y aparte, sino,
antes bien, constituyen una forma similar y única de
cohabitación.
Si
bien el número de familias asentadas,
por acre, en un pueblo es más grande que el número de
familias establecidas, por metro cuadrado,
en una economía pastoral, tales asentamientos
en poblados comportaban muy pocas perturbaciones en
el medio natural; más aún, se puede asegurar que la
relación entre ambos era
incluso favorable para el fortalecimiento del
suelo y para la mejora de su productividad natural.
Algunos exploradores arqueológicos en Alaska fueron
capaces de detectar tempranos asentamientos humanos
cuando vieron el verdor de la vegetación existente alrededor
de establecimientos de poblados sumergidos en el terreno
desde antaño, probablemente, debido al enriquecimiento
del suelo que provenía del nitrógeno humano y de los
despojos animales que se habían acumulado en su entorno.
Ciudades tempranas,
como las que encontramos en Mesopotamia y Egipto, mantenían
la misma relación simbiótica con la agricultura que
la que encontramos en el poblado primitivo. En países
como China, hoy todavía gobernados por los principios
de la economía del poblado, incluso ciudades contemporáneas
con una alta densidad de población presentan esas mismas
relaciones recíprocas, tal y como describe Keyes (1951):
“El desarrollo agrícola más altamente concentrado se
halla fuera de las fronteras de la ciudad”. Por su parte,
King (1927), estimó que cada millón de ciudadanos en
China proporciona, a diario, más de 13.000 libras de nitrógeno, unas 2.700 libras de fósforo y casi 4.500 libras
de potasio a un suelo que luego revierte en campos productivos.
La descripción que realiza Brunhes (1920), acerca de
algunas ciudades que sugieren “una ocupación no productiva
del suelo”, no se sostiene, en su conjunto, en los modelos
más tempranos de ciudad, ni tampoco, como voy a demostrar
más adelante, en algunos modelos de ciudades más recientes.
La
aparición de la ciudad a partir del poblado se hizo
posible gracias a las mejoras en los cultivos de ciertas plantas y al almacenamiento de alimentos que
tiene sus orígenes en la cultura neolítica; en particular,
al cultivo de los granos duros que se produjeron en
abundancia y se podían almacenar año tras año sin tener
que ser desaprovechados. Este nuevo tipo de alimentación ofrecía no sólo seguridad contra la hambruna
en los años de sequía, según se recuerda en la famosa
historia de José en Egipto, sino que además, hacía
posible que se alimentaran y mantuvieran grandes
poblaciones hasta entonces no adiestradas en el almacenamiento
y la conservación de alimentos.
Desde el punto de vista
de su nutrición básica, se puede hablar de ciudades
de trigo, de ciudades de centeno, de ciudades de arroz
y de ciudades de maíz,
para caracterizar su principal fuente de energía;
en este punto, debemos recordar que ninguna otra fuente
de abastecimiento ha sido tan importante en la historia
de la humanidad hasta que se descubrieron las vetas
de carbón de Sajonia e Inglaterra. Para esta época,
con el excedente de mano de obra disponible, al igual
que el hombre neolítico escapó de una economía de subsistencia,
se hizo posible involucrar a
un mayor número de gentes
en otras formas de trabajo y de servicio: la
administración, las artes mecánicas, el comercio, el
pensamiento sistemático y la religión. De modo que las
antiguas poblaciones diseminadas de los tiempos del
neolítico, que vivían en aldeas de
entre diez a cincuenta casas (Childe 1954),
se concentró en lo que hoy llamamos “ciudades”,
dirigidas y reglamentadas con una planificación diferente.
Estas primeras
ciudades presentaban muchas de las huellas de sus pueblos
de origen, puesto que en esencia eran ciudades agrícolas:
la fuente principal de su aprovisionamiento alimenticio
se hallaba en los campos situados a su alrededor;
y si no hubieran mejorado los medios de transporte y
no se hubiera desarrollado un sistema de organización
centralizado, no podrían haber crecido más allá de los
límites marcados por su abastecimiento de agua local
o por sus fuentes
locales de aprovisionamiento.
La
temprana asociación del crecimiento urbano con la producción
de alimentos gobernó la relación de la ciudad con sus tierras vecinas más intensamente de lo que muchos observadores han subrayado en los últimos
tiempos. A pesar de que los cereales se transportaban
a largas distancias e incluso algunos aditivos especiales
para la comida, como la sal, habían circulado en épocas
anteriores, ciudades como Roma, que se alimentaban principalmente
de los graneros distantes
de África y
del Medio Oriente —por
no mencionar el caso de los viveros de ostras de Colchester
en Inglaterra—fueron algunas excepciones hasta bien
entrado el siglo diecinueve. Hasta hace apenas unos
cincuenta años, la mayor parte de las frutas y vegetales
que se consumían en Nueva York y en París provenían
de huertos cercanos cultivados, a veces, en suelos enriquecidos
convenientemente e incluso industrializados con deshechos
urbanos, como apuntaba Kropotkin en Fields, Factories
and Workshops (1899). Esto significa que uno de
los principales determinantes de la urbanización a gran
escala ha sido la cercanía con los campos agrícolas fértiles; mejor aún,
el crecimiento de la mayor parte de las ciudades, paradójicamente, se ha conseguido evitando y obstruyendo el cultivo
de los terrenos
más productivos—a menudo, incluso, los terrenos aluviales
más ricos y cuya existencia,
al principio, hizo posible el crecimiento de las ciudades.
La tendencia de las ciudades
a desarrollarse a lo largo de los ríos y cerca
de las playas accesibles se impulsó no sólo por la necesidad
de transporte fácil,
sino también, por la necesidad de aprovisionarse de fuentes
acuáticas de
alimento para complementar las producidas por el suelo.
Esta dieta, rica y variada, pudo haber contribuido
en sí misma a la energía vital de los habitantes de
las ciudades en
contraste con los hábitos de vida más atrasados y perezosos
de los habitantes del interior y, quizás, podría haber
compensado parcialmente los malos efectos causados por
los parentescos entre sus habitantes, muy influyentes
en la propagación de enfermedades transmisibles. Hay
que añadir que, si bien los modernos medios de transporte han
equilibrado las ventajas de las ciudades sobre los pueblos,
todavía no han impulsado la emigración
de las poblaciones urbanas
hacia tierras del interior,
de terrenos más pobres, pero que, a menudo,
presentan climas más saludables y mejores condiciones
de vida.
El
pueblo y la pequeña ciudad son dos constantes históricas.
Uno de los hechos más sorprendentes de la urbanización
es que, mientras la población urbana
del globo mencionaba unos 415.000.000 millones
de almas en 1930, una quinta parte de la población total,
las restantes partes todavía vivían, según la opinión
de Sorre (1952), en condiciones muy similares a las
de la economía del neolítico. En países muy densamente
poblados como la India, hacia 1939, según el Stateman´s Yearbook, menos del 10
por ciento de la población vivía en ciudades. Estas
condiciones neolíticas incluían
la utilización de fuentes orgánicas de energía
tanto vegetal como animal, el uso de aprovisionamiento
local de agua potable, los cultivos continuados de tierra a una distancia corta, que se hacía a pie desde
el poblado, el uso parcial de deshechos humanos junto con los de los animales como fertilizante,
una escasa concentración
de restos inorgánicos como el cristal y los metales
y la ausencia total de contaminación en el medio ambiente.
En muchas partes del globo, los asentamientos de poblados,
lejos de aprovecharse de suelos productivos, se llevaban
a cabo mediante la ocupación de lugares montañosos con
poca utilidad para fines agrícolas; así, los pedregales
cultivados en un pueblo montañoso de Italia suponen,
sencillamente, una reordenación
ligeramente más simétrica
de los sedimentos rocosos originarios. La mayor
debilidad de estos asentamientos, particularmente en lugares
del mundo cultivados desde la antigüedad, principalmente
en España, Grecia o China, se debe a
la avidez de los campesinos en relación a las
tierras que eran necesarias para cubrir los bosques; de manera que esta
situación daba como resultado un exceso de cultivos
que promovieron a erosionar el suelo y a crear más desequilibrio
entre las aves, los insectos, y las distintas variedades
de plantas. No obstante,
al tiempo que la economía de los primeros poblados
se hacía deudora de los calendarios astrológicos que
se ordenaban en los templos acerca de las estaciones
más apropiadas para una correcta siembra de las diversas
semillas, del mismo modo, el desarrollo que hoy día
tenemos en cuanto a conocimientos ecológicos, quizás
pueda contrarrestar a tiempo los que fueron, antaño,
efectos destructivos en los estadios más tempranos de
los primeros asentamientos urbanos. Y es que no cabe
duda de que la preocupación ecológica ha incidido, notablemente,
en el incremento por la preocupación y el cuidado
de la preservación de reservas naturales en los países
más altamente urbanizados.
Simbiosis
urbana y dominación
Con
el primer crecimiento de las poblaciones urbanas en
la antigua Mesopotamia, apenas se alteraron las relaciones
simbióticas que, desde sus orígenes, se habían establecido
entre los poblados y el campo. La opinión de Childe
(1942), respecto
a las primeras manifestaciones de la ciudad es la siguiente: “La ciudad se construye con una muralla de ladrillo
y un foso, dentro de un entorno en el que el hombre
encuentra, por vez primera, un mundo propiamente suyo,
un mundo relativamente seguro en relación con la presión
inmediata de la naturaleza salvaje y externa a él mismo.
La ciudad se
enmarca en un paisaje artificial de jardines, campos,
y pastos que se crean a partir de la arena roja y del
desierto, todo ello gracias a la actividad colectiva
que habían llevado a cabo generaciones anteriores en
cuanto a la construcción de diques y a las excavaciones
de canales”. A pesar de que tales ciudades representaban
“una nueva magnitud en los asentamientos humanos” se
cree que las poblaciones de Lagash, Umma, y Khafaje
“contaron con 19.000, 16.000 y 12.000 habitantes, respectivamente, a lo largo del tercer milenio”.
La ciudades levíticas que se describen en la Biblia,
confirmadas gracias a las modernas excavaciones de Gezer,
tenían una zona citadina de cerca de 22 acres, con campos
de pasto permanentemente conservados que llegaban en ocasiones a 300 acres (Osborne,
1946). Más de cuatro mil años después, hacia el siglo
XVI, el tipo característico de ciudad en la Europa occidental
contaba entre 2.000 y 20.000 habitantes: fue en el siglo
XVII cuando las ciudades de más de 100.000 habitantes
comenzaron a multiplicarse: tanto en el Medio Oriente
en la época de la antigüedad, como en Europa Occidental
en la Edad Media, las ciudades retenían,
prudentemente, cierta porción de tierras entre sus murallas para jardines y para pastos
con el fin de mantener a los animales y en caso de que
acontecieran asedios militares. Incluso los extensos
dominios de Babilonia no deben confundirnos cuando los
comparamos con la densidad del Londres moderno. Un mapa
dibujado por Arthur Schneider en 1895 y publicado por
Hassert en 1907, muestra que Babilonia cubría un área lo suficientemente
grande como para contener a ciudades como Roma, Trento,
Siracusa, Atenas, Cartago, Tebas , Efeso, Jerusalén,
Esparta, Alejandría y Tiro, que, en conjunto mantenían
tanto espacio abierto entre ellas como el que ocupaban
como espacio propiamente habitado. Incluso en tiempos
de Herodoto, Babilonia presentaba muchos aspectos que
la relacionan con un poblado excesivamente grande.
Parece
que la economía neolítica fue de naturaleza cooperativista.
La concentración de tierras de cultivo en pequeñas comunidades
de vecinos estableció un equilibrio natural entre los
campos y los asentamientos de población, ya que esas
comunidades nunca contaron con excedentes de alimentos
ni tampoco con el poder suficiente como para mostrar
una evidente arrogancia en las relaciones que mantenían
con otros hombres e incluso con la misma naturaleza.
En Europa, según apuntó hace ya unos años Elisée Reclus,
las ciudades y los pueblos tendían a esparcirse de manera
uniforme, en tanto que la topografía lo permitía, en
torno a un espacio que suponía una distancia de un día
de camino entre cada asentamiento de población. Con
la llegada de la metalurgia en el subsiguiente período
de urbanización, también llegó la especialización tecnológica,
la diferenciación de castas y mayores tentaciones de
agresión entre las poblaciones; como resultado de todo
ello, surgió una despreocupación por el bienestar de
la comunidad en su totalidad y se inició, en líneas
generales, una inclinación a ignorar la dependencia
de las ciudades respecto de sus recursos locales. El
exceso de mano de obra
trajo consigo una creencia desbordada en el poder
del hombre, una creencia afianzada, sin duda, en la
eficacia de las nuevas armas cortantes y protegida mediante
el ejercicio de control
que se estableció sobre las minorías agresivas
que habían tomado las leyes en sus manos. Con el desarrollo
del comercio a larga distancia, del cálculo numérico
y de la moneda, este tipo de civilización urbana tendía
a tirar por la borda su creencia original en los límites y se inclinaba a observar que eran posibles
de obtener muy diferentes formas de riqueza mediante
diferentes demostraciones de superioridad militar. Aquello
que no se pudiera producir o cultivar en la región se
podía obtener en cualquier otro lugar, bien mediante
el robo o mediante el intercambio. Con el tiempo, esta
economía urbana cometió el error de aplicar los estándares
pragmáticos del sistema de mercado al propio medio ambiente:
este proceso comenzó con la construcción de edificios
en los espacios libres del interior de las ciudades,
y también, con la construcción en el exterior, en los
alrededores de las mismas.
Hasta
la época moderna, la extensión de los límites de la
ciudad marcaba su crecimiento de la misma manera que lo hace el anillo que
se añade año tras año al tronco de un árbol. Las murallas
tuvieron, en principio, un papel formativo en la transformación
de lo que fue el poblado hasta su cambio a una ciudad;
cuando se construyeron firmes, con materiales permanentes,
rodeadas por un foso, las murallas
abastecieron a la ciudad de unos medios de protección
que el pueblo pequeño no podía permitirse. La ciudad
no sólo tenía posibilidades de defensa, sino que, además,
con su remanente de población, podía reunir una mano
de obra suficiente que podía ofrecer resistencia
frente a un gran ejército de agresores. El significado
más antiguo de “ciudad” alude a un lugar fortificado
y cerrado. El pueblo que gracias a sus medios defensivos
ofrecía protección contra
los predadores de cualquier tipo, atraería a las familias
que en tiempo de peligros se hallaban en áreas más desprotegidas y, de
esta manera, con una población más grande y mezclada
se convertiría en ciudad. Así,
el templo de la ciudadela se añadiría al de la
población originaria, incluso cuando los peligros hubieran
pasado y podría
contener a aquellos habitantes que se arriesgaran a quedarse en
ese lugar, para, de esta manera, convertirse en ciudad.
La
diferencia morfológica entre el pueblo y la ciudad no
sólo es consecuencia de la superioridad en espacio de
esta última, o del hecho de que su situación geográfica
le permita a la ciudad expandirse en un área más amplia de recursos,
de alimentos, e incluso de seres humanos, los cuales, a su vez, le permiten exportar sus productos
a un mercado más grande; aunque, es cierto, que estos
datos son los que contribuyen, sin duda, al crecimiento
de la población y a la expansión económica de las ciudades.
Sin embrago, lo que distingue al pueblo de la ciudad
son dos factores. El primero de ellos es la presencia
de un núcleo social organizado en torno al cual se cohesiona
la total estructura de la comunidad. Si esta estructura
nucleica comienza en el estadio del poblado, tal y como
lo sugieren las ruinas de templos que quedan, se supone
que aconteció un cambio general en las ocupaciones familiares
y hogareñas, así como en los rituales que pasaron a ser instituciones colectivas
especializadas y formaron parte de la división del trabajo
social intensificado que había traído consigo la civilización
en sí misma. Sin embargo,
desde el punto de vista de las relaciones de
la ciudad con la tierra, el dato más importante a tener
en cuenta es que en este centro social o núcleo es donde
acontecen las más profundas y agudas rupturas con las
costumbres diarias y con la estructura física del poblado.
Así, los templos, al contrario que las cabañas, serán
construidos de materiales permanentes, con paredes de
piedras sólidas, a menudo rodeados con piedras preciosas
o con techumbres construidas con materiales especiales
traídos desde lugares distantes o desde los bosques,
concebidos todos ellos a escala colosal, mientras que la mayoría de las casas de los
habitantes serán construidas de arcilla y cañas, o trazadas
y pintadas según el modelo del poblado primitivo. Mientras
que el área del templo será pavimentada, las calles
y avenidas del resto de la ciudad permanecerán sin pavimentación.
Remontándonos a la Roma Imperial, el pavimento se introdujo
en primer lugar en el Foro, mientras que la mayoría
de arterias de la ciudad permanecieron sin pavimento,
hasta el extremo de que se
convertían en ríos de barro en la época de
lluvias. Otro ejemplo de lugar urbano lo encontramos
en Akkad donde se instalaron algunas innovaciones tecnológicas
como baños, aseos y drenajes, unas innovaciones que
quedaban lejos del alcance de las poblaciones urbanas
en su conjunto hasta bien entrada la era moderna.
Junto
con la audaz transformación estética del medio ambiente
externo, otra tendencia distingue la ciudad del poblado,
una tendencia que conduce a hacer desaparecer los lazos
de unión que conectan a sus habitantes con la naturaleza
y a transformar, eliminar o sustituir los aspectos relacionados
con la tierra, mediante el recubrimiento de los espacios
naturales con componentes artificiales que enfatiza
la dominación del hombre y animan y promueven
la ilusión de la independencia completa del medio natural.
La edad primitiva de la “revolución urbana”, para usar
el término empleado por Childe, tenía muy poca fuerza
extrahumana y muy pocas máquinas. Su herencia tecnológica,
una vez que aprendió a fundir el cobre y el hierro,
fue en todos los sentidos estática; y sus mayores
habilidades, incluidas las redes con el exterior, se
concentraron en modernizar las herramientas y las vasijas
(jarras, boles, recipientes, latas); en construir grandes
obras colectivas (estanques, sistemas de riego, edificios,
carreteras, baños públicos) y, finalmente, en modelar
las propias ciudades. Una vez que se aprendió a usar
el fuego con una intensidad relativamente alta, a fundir
y a derretir minerales, las primeras civilizaciones
domeñaron los peligros mediante la creación de un medio ambiente a prueba de
fuego. La importancia de este hecho, una vez que el
papiro y el papel se comenzaron a usar, no puede ser
menospreciada en ningún caso. En la transformación general
de lo transeúnte a lo estable, de las estructuras frágiles
y temporales a los edificios permanentes, de tejados
resistentes a la lluvia, al viento, al fuego, los hombres
primitivos se emanciparon de las fluctuaciones y las
irregularidades de la naturaleza, gracias a su trabajo
y a su aprendizaje. Cada una de las posibilidades que
caracteriza al nuevo espacio urbano -la muralla, el
resguardo duradero, las arcadas, las calles pavimentadas,
el acueducto, las cloacas- se alejaba del impacto agresivo
de la naturaleza, al tiempo que aumentaba
la dominación del hombre. Este hecho se reveló
en la propia silueta de la ciudad, cuando el viajero
la divisaba desde la distancia. Vista desde una posición
vertical, de pie en medio del paisaje vegetal, la ciudad
parecía un oasis invertido de piedra o de arcilla. La
calle pavimentada semejaba un desierto hecho por el
hombre para acelerar el tráfico y para hacerla independiente
del tiempo y de las estaciones; el dique de irrigación
era como un río hecho por el hombre para liberar a los
campesinos de las irregularidades de las lluvias de
cada estación; el pozo de agua pasó a ser una fuente
artificial que convertía el pavimentado suelo de la
ciudad en un oasis; la pirámide era una montaña artificial que servía como recuerdo simbólico del deseo del hombre
de permanencia y continuidad; todas estas innovaciones
registran el desplazamiento de las condiciones naturales
por medio de un artefacto colectivo de origen urbano.
La
seguridad física y la continuidad social fueron dos
de las grandes contribuciones de la ciudad. Bajo tales
condiciones, todo tipo de conflictos y de retos se hacían
posibles sin enturbiar el orden social y, parte de este nuevo impulso iba dirigido a la
lucha por controlar las fuerzas de la naturaleza. Al
servir de base segura de operaciones, como asiento de
leyes y de gobiernos, como depositaria de contratos y de acuerdos,
y como controladora eficaz de la mano de obra, la ciudad
estaba preparada para establecer actividades a larga
distancia. Operando a través del comercio, los impuestos,
las minas, los ataques militares y la construcción de
carreteras, que hicieron posible la organización y el
despliegue de miles de hombres, la ciudad procedió a hacer
transformaciones del paisaje a gran escala, las cuales
habían sido imposibles de realizar
por parte de grupos pequeños de población. Mediante
el almacenamiento, la canalización y la irrigación,
la ciudad, desde sus primeras manifestaciones en el
Oriente Medio, justificó su existencia dado que liberaba
a la comunidad de los caprichos y violencias de la naturaleza
-si bien una gran parte de esta ganancia se contrarrestó
por los posteriores efectos de la sujeción de la propia
comunidad a los caprichos y violencias humanas, más
penosos, si cabe, que
los naturales.
El
desplazamiento de la naturaleza por la ciudad
Por
desgracia, y tal como nos lo recuerdan las desintegraciones
de una civilización tras otra, la sustitución de la
naturaleza por la ciudad se llevó a cabo, en parte,
a través de una quimera o, antes bien, a través de una
serie de quimeras que tienen mucho que ver con la propia
naturaleza del hombre y sus instituciones: por un lado, las ilusiones humanas de autosuficiencia e independencia,
por otro lado, las ilusiones de posibilidad de continuidad
física sin una renovación consciente. Bajo la capa protectora
de la ciudad, aparentemente tan permanente, tales ilusiones
suscitaron hábitos de destrucción
y de parasitismo que, poco a poco, minaron la totalidad de la estructura social y económica, después
de haber llevado el desastre a
las áreas circundantes e incluso a regiones más
lejanas. Muchos elementos de los que proveía la naturaleza,
necesarios para el equilibrio físico y mental, no se
hallaban en la ciudad. La medicina, tal y como la practicó
la escuela de Hipócrates en retiros abiertos, como por
ejemplo el de Kos, estaba concentrada en aspectos relacionados
con el aire, las aguas y los espacios y se entiende
que, desde sus primeras épocas,
empleaba como terapia
ciertos elementos naturales que se habían mermado
o se hallaban fuera de alcance incluso en las relativamente
pequeñas ciudades egeas del siglo V después de Cristo;
aunque sabemos
que sus clases dirigentes empleaban parte de su tiempo
de ocio en el ejercicio y el cuidado del cuerpo. A lo largo de diferentes épocas la receta
modelo para casi todas las enfermedades de los ciudadanos,
quizás más eficaz que los remedios específicos, consistía
en un retiro a algún pequeño poblado al lado del mar
o en la montaña, es decir, se asociaba con la vuelta
y recuperación de
un espacio natural anterior al urbano. En tiempos de
peste el retiro a la naturaleza adquirió, en repetidas
ocasiones, connotaciones cercanas a la huída. Aunque el hombre se convirtió en la especie
dominante en todas las regiones donde la ciudad había
cobrado predominio, en parte gracias al conocimiento
y al sistema de control públicos que desde la misma
ciudad se ejercía tanto
sobre la naturaleza como sobre el hombre mismo, sin
embargo, el hombre tenía que mantener, asimismo, su
posición mediante
el reconocimiento de su sostenida e ineludible dependencia
con respecto a sus compañeros biológicos. Más tarde
aludiré a las
implicaciones ecológicas de esta cuestión.
Probablemente,
ninguna ciudad de la antigüedad tuvo una población mayor
de un millón de habitantes, ni siquiera Roma; y excepto
en China, no hubo Romas posteriores hasta bien entrado
el siglo XIX. Pero, antes de que se alcanzara el millón
de habitantes, la mayor parte de las ciudades pasó por
un momento de crisis en su desarrollo. Esta crisis tiene
lugar cada vez que la ciudad no establece una relación
simbiótica con sus terrenos colindantes; cuando el desarrollo
más amplio agota los recursos locales, como por ejemplo,
el agua y los torna precarios; cuando, con el fin de
proseguir en su crecimiento, una ciudad debe sobrepasar
sus fronteras más inmediatas en busca de agua, de aceite,
de materiales de construcción, y de materiales brutos,
necesarios para la producción industrial; y, sobre todo,
cuando su tasa de natalidad interna se considera inadecuada
para proporcionar la mano de obra suficiente para sustituir,
sino para aumentar, su población. Situaciones como las
mencionadas anteriormente se alcanzaron en diferentes
civilizaciones a lo largo de épocas diferentes. Hasta
este punto, cuando la ciudad llega a los límites de
su mantenimiento dentro de su propio territorio, el
desarrollo tiene lugar
por medio de la colonización, como en el caso de las
colmenas. Después de este estadio, el desarrollo acontece
mediante el desafío de las limitaciones naturales, por
medio de una ocupación intensiva del campo y por medio de la intromisión en áreas colindantes, con el consiguiente sometimiento
por medio de la ley o por la fuerza bruta
de las ciudades rivales que crecen al mismo tiempo
y que luchan por los mismos recursos.
Muchas
de las características
de esta segunda forma de crecimiento urbano se
pueden observar en la historia de Roma. Aquí los hechos
están mejor documentados que en las ciudades mucho más
antiguas; y los efectos sobre el paisaje son tan visibles
incluso en el
día de hoy, que sugirieron a George Perkins Marsh (1864,
1874), las líneas principales
de su investigación publicada en The
Earth as Modified by Human Action (La
tierra modificada por la acción humana). La Roma
de las siete colinas es una ciudad del tipo acrópolis,
formada por un claustro de poblados unidos para su defensa:
la llanura del Tíber era el asiento original de su agricultura.
El excedente de población de esta región conquistó,
primeramente, los territorios vecinos de los etruscos
y más tarde los de las regiones más lejanas. A través
de una expropiación sistemática, Roma consiguió trigo,
aceite de oliva, pescado seco y artesanías en su enclave
original, con el fin de sustentar a su población creciente.
Para facilitar el movimiento de sus legiones y acelerar
el proceso de su administración, Roma excavó carreteras
a lo largo del paisaje con menosprecio evidente de la
naturaleza del terreno. Las carreteras y viaductos corrieron
parejos a otros tantos trabajos de ingeniería, como
los acueductos y estanques necesarios para llevar el
agua a Roma. Mediante el establecimiento de conductos
de traída de agua desde la montaña hasta el mar, la
ciudad monopolizó para sus usos especiales una considerable
cantidad de agua excedente; y, para contrarrestar algunos
de los efectos de
la sobrepoblación metropolitana, se creó el culto de los baños públicos que, como contrapartida, impuso un fuerte drenaje
de la energía que provenía desde las áreas forestales
más cercanas. Los avances de la tecnología, con la calefacción
central, adelantaron de manera considerable los procesos
de deforestación, como pasó también, más tarde, con
los avances tecnológicos relacionados con las industrias
de vidrio, hierro y construcción de barcos
instaladas en el Norte de Europa, las cuales
hoy día vuelven a repetirse debido a la fuerte demanda
industrial de celulosa. Mientras tanto, las cloacas
de Roma, conectadas a los aseos públicos, contaminaban
el Tíber sin retornar sus contenidos de minerales preciosos
al suelo, cuando, incluso en la Roma imperial, los campesinos
estercoleros recolectaban la mayor parte de las basuras
nocturnas de las amplias zonas donde residía el proletariado.
En esta etapa, la relación simbiótica entre ciudad y
campo se vuelve parasitaria; comienza un ciclo de desequilibrio,
y un simple acuerdo
de exigencias en un único centro resulta en despojos
y expropiaciones de terrenos en otras partes. Cuanto
más intensa y completa es la urbanización, más definitiva
es la dependencia de los límites naturales; cuanto más
intensamente se desarrolla la ciudad como una entidad
independiente, más fatales son las consecuencias en
el territorio que aquélla domina. Estas series de cambios
son características
del crecimiento de todas las civilizaciones:
la transformación de una eópolis en una megalópolis.
Si este proceso causó destrozos en la tierra incluso
en el mundo antiguo, cuando ciudades como Roma, Cartago,
y Alejandría eran la excepción más que la regla general,
hoy día tenemos razones más que suficientes para examinar
cuidadosamente las consecuencias, más que seguro, perniciosas del actual crecimiento de la urbanización.
Las
fuerzas modernas de expansión
Voy
a resumir las observaciones hechas hasta el momento
en relación a la historia natural de las ciudades. En
el primer estadio de la urbanización, el número y el
tamaño de las ciudades variaba con la cantidad y la
productividad de los campos de cultivo disponibles a
su alrededor. Las ciudades eran confinadas principalmente
a los valles y a las llanuras regadas por el agua, como
el Nilo, El Creciente fértil, los Indus, y el Hwang
Ho. El aumento de población se veía limitado en todas
estas ciudades. El segundo estadio de la urbanización
comenzó con el desarrollo a gran escala del transporte
por río y por mar y con la habilitación de las
carreteras por las que circulaban carros y carretas.
En esta nueva economía, el pueblo y la ciudad campestre
mantuvieron el equilibrio con el
paisaje en una primera etapa; pero con la producción
de grano y de petróleo en cantidades excesivas, que
permitieron su exportación, se implantó una especialización
en agricultura y junto a ella, una especialización en
industria y en comercio, sustituyendo, así, las especializaciones
religiosas y políticas que habían predominado en la
primera etapa. Estas dos formas diferentes de especialización
permitieron que la ciudad se expandiera
en población por encima de los límites de sus
terrenos destinados a la agricultura; y, en algunos
casos, notablemente en la ciudad griega de Megalópolis,
la población de pequeños centros fue trasladada deliberadamente
a un único gran centro, una reproducción consciente de un proceso que comenzaba a tener lugar en
otras ciudades, aunque menos deliberadamente. En este
estadio, la ciudad creció mediante el drenaje de sus
recursos y la mano de obra desde el campo sin que se
le devolviera, en cambio, ninguna riqueza
equivalente a las tomadas. Junto a este dato,
llegó el uso destructivo de los recursos naturales para
propósitos industriales, con el incremento de trabajos
en la extracción y la fundición de minerales.
El
tercer estadio de la urbanización no hace su aparición
hasta el siglo XIX,
y es precisamente en estos momentos cuando alcanza
su total expansión, y su mayor actuación e influencia.
Si el primer estadio es el del equilibrio urbano y el
de la cooperación con el paisaje,
el segundo es el de la parcial dominación urbana
dentro de un marco principalmente agrícola; detrás de
ambos se halla una economía forzada a dirigir la mayor
parte de su mano
de obra hacia el cultivo de los campos y a mejorar la totalidad del paisaje
para el uso humano. La verdadera cantidad de tierra
dedicada a usos urbanos estaba limitada, pero sólo porque
lo estaba también la población. Esta situación se alteró
por completo durante los últimos tres siglos a causa
de una serie de cambios relacionados entre sí. El primero
de ellos es que la población mundial había crecido de
manera estable desde el siglo XVII, cuando podemos situar
el comienzo de estadísticas razonables o, por
lo menos, más aceptables. Según la de Woytinskys (1953),
el promedio de crecimiento de la población parece haberse
asentado de manera estable: un 2.7 por ciento desde
1650 hasta 1700; un 3.2 por ciento en la primera mitad
del siglo XVIII y un 4.5 por ciento en la segunda mitad;
un 5.3 por ciento, entre 1800 y 1850; un 6.5 por ciento
entre 1850 y 1900; y un 8.3 por ciento desde 1900 a
1950. Como puntualizan las propias estadísticas de Woytinskys,
estos porcentajes no deben tomarse demasiado al pie
de la letra; antes bien, hay una alta probabilidad
de que una aceleración haya tenido lugar
y no hay apenas dudas de que la población mundial
se ha doblado durante el último siglo, mientras que
ha descendido la mano de obra que se necesita para mantener
la producción agrícola en países mecanizados.
Esta
expansión, en
sí misma, tendría
como significado que las partes menos pobladas de la
tierra podrían adquirir en la actualidad densidades
comparables a las de India y China, con una gran parte
de su desarrollo forzado a llevar a cabo cultivos intensivos
en sus tierras. Pero este desarrollo no tuvo lugar por
sí solo: iba acompañado de una serie de profundos cambios tecnológicos que transformaron la “Edad de las
herramientas” en la actual “Edad de las máquinas”, y
una civilización predominantemente agrícola se tornó
en una homónima urbana, o incluso suburbana. Estos dos
factores, mejoras tecnológicas y aumento de población,
han venido interrelacionándose al menos desde el siglo
XVI, dado que las mejoras en la construcción de barcos
y en las artes de la navegación abrieron los territorios
más desconocidos del Nuevo Mundo. Las consiguientes
mejoras en la alimentación en términos de cultivos añadidos
aumentó más adelante con el Nuevo Mundo, que aportó
cultivos como el maíz y las patatas. Mientras tanto,
el aumento de la producción de comidas energéticas –aceites
vegetales, grasas animales, y caña de azúcar y remolacha
azucarera- no solamente ayudaron a mantener a poblaciones
más extensas sino
que además, mediante la aportación de grasas, sucedió
que el jabón se convirtió en una necesidad cuando antes
había sido únicamente un lujo cortesano; esta mayor
contribución a la higiene favoreció, más que ningún
otro factor, en gran manera, el descenso de mortalidad. Desde comienzos de
siglo XIX el exceso de población hizo posible que las
ciudades más viejas se expandieran y que otras nuevas
se fundaran. Tal y como Webber señaló hace tiempo (1899),
el porcentaje fue incluso más rápido en Alemania en
la segunda mitad del siglo XIX, de lo que fue en Estados
Unidos.
Esta
oleada de urbanización no tuvo, como se pensó en ocasiones, importantes dependencias
de la máquina de vapor ni de ningún otro tipo
de avance en los trasportes locales. El hecho es que
el número de ciudades por encima de 100.000 habitantes
se incrementó en el siglo XVII, mucho antes de que el
motor de vapor o el telar a motor se hubieran inventado.
Londres sobrepasó la marca del millón de habitantes
en 1810, antes de haber conseguido medios mecánicos
de trasporte y antes de alcanzar, incluso, el inicio
de un aprovisionamiento apropiado del agua (en algunas
partes de Londres se proveía de agua subterránea dos
veces por semana). Pero un cambio notable ocurrió, sin
embargo, en el crecimiento
urbano durante el siglo XIX.
En
ese momento se puntualizaron los cuatro límites naturales
para el crecimiento de las ciudades: el límite relacionado
con la provisión de unos alimentos adecuados y del abastecimiento
del agua; el límite militar que suponía la edificación
de murallas y fortificaciones para la defensa; el límite
del tráfico basado en agentes de movilidad lenta de
transporte estable como los barcos canalizables; y el
límite relacionado con la producción regular impuesta
por el número limitado de lugares acuíferos así como
por la debilidad de los primeros agentes de fuerza, como eran
el caballo y los molinos de viento. En las nuevas ciudades
industriales estos límites dejaron de jugar un papel
importante. Mientras que hasta esa época el aumento
de población estaba principalmente dirigido a las ciudades
comerciales situadas favorablemente en el punto emergente
de una o más diversas regiones con recursos complementarios
y ciertas facilidades, el desarrollo urbano iba a realizarse en épocas más recientes, en
lugares que tenían fácil comunicación con minas de carbón,
con minas de hierro, y con canteras. Las ciudades basadas
en industrias cerámicas, las ciudades algodoneras, las
ciudades laneras, las ciudades de vapor, nunca más decrecieron
en tamaño, sino que antes bien florecieron y se desarrollaron
dondequiera que se instalaron raíles para las locomotoras
de vapor y dondequiera que se establecieron motores
de vapor como fuente de fuerza y energía. El único límite
en la expansión y multiplicación de las ciudades bajo
este régimen fue la imposibilidad de la máquina de vapor
para operar eficazmente en niveles de población de más
del dos por ciento. Mientras que la fuerza del agua
y el molino de viento del período eólico contribuyeron
a distribuir la industria en las ciudades expuestas
a vientos fuertes y próximas a las corrientes
rápidas, la importancia del carbón propició la agrupación
de la industria en los valles cerca de los pozos mineros o a
lo largo de las vías de ferrocarriles, de manera que
conformaron una continuación de las zonas mineras y
constituyeron el medio ambiente minero (Mumford, 1934).
La industria, como la agricultura, competía por los
suelos más fuertes y resistentes. En cuanto a los ferrocarriles,
éstos fueron los grandes devoradores del suelo y se
convirtieron en los grandes trasformadores del paisaje.
Las clasificaciones de sus enormes estaciones y terminales
urbanas propiciaron que grandes terrenos dejaran de
utilizarse con fines agrícolas.
Crecimiento
de los centros urbanos
A
mediados del siglo XIX, los terrenos acuíferos, espacios
de las primeras mejoras industriales, continuaron atrayendo
las industrias hacia pueblos en expansión;
pero, con la llegada de los ferrocarriles, las
industrias se agruparon alrededor de las ciudades con
el fin de extraer ventajas del exceso de mano de obra que se acumulaba en ellas. Desde esta época
en adelante, distritos completos como Elberfeld-Barmen,
Lille-Roubaix, The Black Country y el valle de Delaware
se urbanizaron y los límites de la ciudad se impusieron
sólo en el caso de que una ciudad, que en el pasado
había sido una granja, pasara a contener
bloques de viviendas prefabricadas, porque este
hecho la hacía colisionar con otra ciudad comprometida
en el mismo proceso. Un crecimiento de este tipo,
automático y sin restricción, que surgió como resultado del ferrocarril y de la
fábrica no había sido posible en épocas anteriores;
pero ahora, los agentes de la mecanización no sólo habían
creado su propio paisaje sino que también habían hecho
posible un nuevo modelo para el crecimiento de grandes
ciudades ya existentes. Si observamos la población de
Bartholomew, en el mapa de Gran Bretaña al principio
del siglo XX, descubrimos lo que asegura Patrick Geddes
en 1915, que la urbanización empezó a adquirir una nueva
forma. Ciertas áreas urbanas, antaño bien diferenciadas
tanto como unidades políticas como por hechos topográficos, habían surgido, en cierto modo, en conjunto
y al mismo tiempo, y habían conformado masas de población
densa, en una escala mucho más grande que cualquiera
de las ciudades del pasado; de modo que habían dado
lugar a una nueva configuración citadina tan diferente
como las primeras ciudades los fueron de sus modelos
rurales. Geddes llamó a este nuevo tipo de agrupamiento
citadino “centro urbano”. Por otro lado, señaló que
este nuevo tejido urbano era menos diferenciado que
el primitivo. Presentaba un tipo de vida ciertamente
empobrecido; mostraba pocos signos de entramado social
y tendía a ampliar su extensión, bloque tras bloque,
avenida tras avenida, “desarrollo” tras “desarrollo”,
sin ninguna individualidad en la forma y, lo que es
más destacable de todo, sin ninguna frontera cuantitativa (West Middland Group, 1948).
La
concentración industrial de esta época hizo notar sus
efectos perniciosos en todo el medio ambiente. La nueva
fuente de energía era
el carbón; los nuevos procesos industriales se concentraban
en las nuevas industrias siderúrgicas y en los nuevos
hornos de fundición; las nuevas plantas químicas que
producían el cloro, el ácido sulfúrico y cientos de
otros componentes potencialmente nocivos, todos ellos
vertían sus deshechos en el aire o en el agua a una
escala que hacía imposible que fuera absorbida por el
medio ambiente local, tal y como podrían haber sido
absorbidos los efluvios de una industria de pueblo o
los deshechos orgánicos de un poblado o un matadero
públicos en épocas más lejanas. Los arroyos que en otras
épocas estaban bien repletos de pescados y que eran
aptos para el baño e incluso potables, se convirtieron
en cloacas venenosas; mientras tanto, la caída del hollín,
el polvo químico, la silicona, y las partículas de estaño aplastaban
la vegetación en lo que quedaba de campo abierto y dejaba sus temibles huellas en los pulmones
de los seres humanos. Los efectos de esta contaminación
y las posibilidades de una contaminación mucho más radical
y más irremediable, llegaron con el uso de reactores
atómicos, aunque de todos ellos hablaremos en los capítulos
que siguen. En este punto, lo más importante a señalar
es que se preveía un castigo natural como resultado
del exceso de población en un mismo lugar. La verdadera
ubicuidad de
este nuevo tipo de ciudades, emparejada a su densidad,
incrementa, por ejemplo, la amenaza en el aire de humos
letales provenientes de los productos químicos, tal
y como se demostró en cerca de cinco mil casos detectados
en una sola semana en Londres en 1952; la contaminación
producida por un éxodo masivo de coches, todos ellos
a una velocidad mínima impuesta por una densa niebla,
se tendría que añadir a los gases mortales que ya de
por sí se encuentran en el aire.
La
extensión de los centros urbanos industriales no sólo
arrastra consigo el abandono del mantenimiento del medio
ambiente natural sino que, además, crea como sustitutivo,
un medio ambiente definitivamente inorgánico. Mejor
aún, en los lugares
donde el campo permanece todavía desierto debido
a periodos de crisis de este desarrollo urbano, esos
terrenos dejan de ser progresivamente usados tanto para
la agricultura como para el recreo. La supresión de
las capas superiores del suelo y la transformación del
mismo debido a las construcciones de edificios y a los
montones de escombros que se arrojan sobre el mismo,
lleva consigo una destrucción que no es meramente temporal;
este suelo se convierte en un desierto que, incluso
si todos los esfuerzos propuestos por la ciencia se
llevaran a cabo, nos llevaría siglos recuperarlo para
que fuera ocupado de nuevo por el hombre; es un único
ejemplo evidente, aunque podría referirme a otras formas
de cultivo más orgánicas, que se hallan abocadas
a la aniquilación total.
Si bien el conjunto de centros urbanos sale a
la luz mediante la ocupación industrial densa
de la totalidad de una región, más que de la
sobrepoblación de una única ciudad dominante, estos dos tipos
de crecimiento urbano se intercambian y entrecruzan
entre sí. En Inglaterra, la ciudad de Birmingham, pensada
como el centro de relaciones entre ciudades más pequeñas,
pasó de la marca de un millón de habitantes a convertirse
en la segunda ciudad de Gran Bretaña. Dado que ofrecen
un enorme mercado local, los grandes conjuntos urbanos,
además de atraer el consumo comercial e industrial, atraen consigo
refinerías de petróleo, plantas químicas y plantas siderúrgicas,
que gravitan, todas
ellas, alrededor de las tierras más baratas, en los
límites de las áreas metropolitanas. Tal hecho tiende
a crear cierta corrupción industrial,
hasta el punto que sir John Evelyn , en 1661,
en su panfleto Fumifugium
(1933), propuso crear un cinturón verde protector, relleno
de contenidos aromáticos, para purificar el, para entonces
ya contaminado, aire de Londres. La ampliación del
área de contaminación industrial dentro del propio campo
abierto, un espacio
que la ciudad superpoblada necesita
para la recreación de sus habitantes porque han
de tener acceso al sol, al océano, a los ríos, y a los
bosques, posiblemente disminuye la ventaja de la única
forma de escape temporal que le queda al hombre que
vive en la ciudad: salir a las afueras de la ciudad,
a los barrios exteriores.
Dada
la verdadera naturaleza de la ciudad como mercado, como
almacén, y como lugar para las reuniones públicas, existe
una relación directa entre su crecimiento y el de los
medios de transporte, aunque, en el caso de los marítimos
y el de los aéreos esta relación solo se hizo visible
con las mejoras de las posibilidades portuarias y de
los muelles como almacenes En general, se puede decir
que cuanto más concentrada sea la urbanización, más
concentrada será
la red de trasportes, no simplemente dentro de la misma
ciudad, sino
también fuera de ella. Desde la antigua Roma hasta la
actualidad, la carretera de quince pies de anchura era
el tamaño ideal establecido. Pero desde el siglo XVIII,
el transporte por el campo adquiere un nuevo impulso.
En 1861, Wilhem Heinrich Riel anotó este punto en el
cambio de los caminos rurales de la vieja economía del
poblado hacia un nuevo Landstrasse, planificado de una
manera más moderna y sistemática por la pujante burocracia—anchuras
de unos tres pies, más firmemente pavimentada, y a menudo
bordeada de árboles como en las bellas autopistas alineadas
con antiguos lindes entre Lúbeck y Travemunde. Con la
llegada de los transportes por ferrocarril, la anchura
de un nuevo tipo de raíl permanente se afianzó; los
ferrocarriles presentaron fuertes demandas que exigían
extensas áreas de terreno llano, de campos inclinados
que pudieran servir de terminales y de estaciones adyacentes
a la ciudad o que incluso pudieran atravesar un gran terreno dentro de la misma
ciudad. La economía de la carretera al nivel del mar
supuso que las tierras que, precisamente, eran las más
disponibles y las más fértiles pasaran a ser de uso
no agrícola, de manera que se malgastó incluso su valor
de áreas para el recreo. Con la llegada de los automóviles,
incluso las calles más secundarias exigieron pavimentación
y así, las carreteras periféricas se ampliaron y también
se multiplicaron, con
el resultado de que alrededor de las grandes metrópolis
se construyeron autopistas de seis, siete e incluso
ocho carriles que se han convertido en algo común a
todas las ciudades y que siguen creciendo cada día.
Estas construcciones se han complicado con el tiempo
con enormes círculos de tráfico del tipo hoja de trébol,
que insertan avenidas tanto por la parte de arriba
como subterráneas, y que tienen como finalidad permitir
el continuo flujo de tráfico en las intersecciones.
Todo lo cual ha contribuido, por supuesto, a un enorme
desalojo de tierras en las construcciones de cruces
e intersecciones. En el caso de parques planificados
para seguir las colinas, como el Taconic State Parkway,
del estado de Nueva
York, el terreno entregado a la carretera puede que
sea de poco valor tanto para el uso agrícola como para
el de recreo; pero cuando el ingeniero de la autopista
ignora los alrededores, sigue los valles, y corta atravesando
por las colinas para mantener su nivel, la autopista
puede ser un agente activo tanto en la erosión del terreno,
como en la destrucción del medio ambiente. La producción
de agua de navegación para transporte de tierra agravó,
todavía más si cabe, estos daños; y las posteriores
congestiones de población concitan a crear más edificios
altos, de tipo permanente y costoso para acomodar a
las masas de población que los fines de semana salen
fuera de la ciudad. Así, la ciudad, con su incontinente
e incontrolado crecimiento, no sólo esteriliza el suelo
que necesita más urgentemente, sino que, además, incrementa
de manera extensiva el área total de esterilización
del terreno mucho más allá de sus fronteras.
El
exceso de población suburbana
En
este punto nos enfrentamos a dos fenómenos especiales
conocidos apenas en su forma embrionaria en otras culturas
urbanas: la producción de un nuevo tipo de tejido urbano
en el modelo abierto de lo que conocemos como zonas
suburbanas y el desarrollo posterior de un transporte
de masas llevado a cabo por medio de vehículos individuales
de autopropulsión, de
camionetas y de coches. El primer cambio, resultado
de la búsqueda de un medio ambiente alejado de los ruidos,
de la suciedad y del abigarramiento de las ciudades,
anticipó, en realidad,
los medios que lo hacían posible a escala masiva. En Londres, este desplazamiento
a los suburbios comenzó ya en tiempos de la reina Isabel
I como una reacción contra el exceso de edificios y
la sobrepoblación que había ocupado el centro de la
capital; al final del siglo dieciocho, un éxodo similar
aconteció entre los comerciantes que se podían permitir
un coche privado para llevarlos hasta la ciudad. Con
la mejora de los medios de transporte como los coches
públicos y el ferrocarril, el traslado a zonas suburbanas
se hizo mucho más común
a lo largo del siglo diecinueve. Así lo atestigua
el crecimiento de St. John´s Wood, Richmond, y Hampstead
en Londres, o de Chestnut Hill y Germantown en Filadelfia,
y de las zonas residenciales del río Hudson en Nueva
York. Pero, a partir de 1920, fueron principalmente
las clases altas las que podían permitirse el lujo de
la luz del sol, el aire fresco,
los jardines, los espacios abiertos, y el acceso
al campo abierto. La nueva planificación al estilo abierto,
con casas provistas de jardines, ocupaban una
densidad de entre dos y diez casas, incluso de
doce casas por acre de terreno y ya habían sido características
de las ciudades americanas en el campo, como se puede
ver en Nueva Inglaterra, Estados Unidos; asimismo, este
modelo abierto dominaba el oeste de la zona ocupada
por las montañas Allegheny en el estado de Pensilvania.
De manera que este tipo de urbanización se hizo universal
entre las clases altas suburbanas, a pesar de que su
base económica seguía establecida fuera del área que
la zona residencial ocupaba
y, desde el principio, exigió
un gran sacrificio humano debido al tiempo que
se necesitaba para comunicarse entre las grandes ciudades.
El bajo coste de terrenos suburbanos y la posibilidad
de economizar en servicios locales como carreteras y cloacas
impulsó lujosas normas de espacio y concedió, a los que podían permitírselo, un medio ambiente biológicamente superior e
incluso, como segura Thorndyke (1939), un modelo de
vida social superior. La iniciativa de unos pocos industriales como Lever (Port Sunlight, 1887), y Cadbury
(Bournville, 1985), demostró que
modelos similares a estos se podían aplicar
en la construcción de barrios de clase obrera
siempre que se contara con la disponibilidad
de terrenos baratos.
A
partir de 1920, la propagación de vehículos de motor privados completó el trabajo
de ampliación de los territorios suburbanos potenciales,
una expansión que ya se había iniciado alrededor del
año 1900 con el transporte interurbano eléctrico. El
éxodo a las zonas suburbanas ha llegado a los habitantes,
oleada tras oleada, y hasta aquellos que tenían un nivel
de vida más bajo, a todos los que buscaban escapar de la congestión
y del ambiente desordenado de las grandes ciudades.
Este desplazamiento desde las ciudades no vino acompañado
de una equivalente descentralización de la industria;
antes bien, contribuyó a mantener un modelo anacrónico
de concentración de la misma. El modelo de distribución
de población alrededor de las grandes ciudades ha sido
el producto, no de la previsión social con fines públicos,
sino principalmente, de las iniciativas privadas con
fines privados, a pesar de que no habría podido ocurrir
lo que es la escala actual en Estados Unidos sin una
amplia inversión en autopistas, autovías, puentes y
túneles. El resultado de esta expansión sin control
de las zonas suburbanas ha traído como consecuencia
la anulación de los verdaderos fines que dieron lugar
a la existencia de tal expansión.
La
aglomeración suburbana no puede ser tratada en sí misma
como un hecho; porque lleva consigo, a través de las
demandas de los vehículos, tanto para los transportes
privados como para el movimiento de las mercancías un
enorme incremento de pavimentación de carreteras que
se alimentan de
la agricultura superviviente así
como de las áreas silvestres y esterilizan permanentemente
extensas cantidades de terrenos. Los rellenos de las
marismas, el recubrimiento de suelos ricos con edificios, los despoblamientos de bosques,
la obstrucción de
fuentes y arroyos locales, así como el abandono de los
manantiales y pozos, fueron, todos ellos, desastres
secundarios del mismo tipo que los de las primeras metrópolis,
incluso cuando se alcanzó una población de un millón
de habitantes. Cuando Roma fue rodeada de la muralla
aureliana en el año 274 después de Cristo, se cercó,
de acuerdo a Carcopino (1940), un poco más de cinco
kilómetros cuadrados. El área del centro de Londres,
tal como lo contemplamos hoy, es alrededor de ciento
treinta veces el
espacio mencionado antes, Roma;
mientras que es seiscientas cincuenta veces más
grande, básicamente unos 677 kilómetros, de lo que era Londres,
rodeado por sus murallas, en la Edad Media. El área
metropolitana de Nueva York está más extendida todavía;
cubre alrededor de unos
2. 514 kilómetros cuadrados;
y todavía se podría analizar un caso más interesante,
como sería el que corresponde a la franja costera que
abarca desde Boston a Washington, porque se trata, geográficamente
hablando, de una expansión suburbana en zonas residenciales
en continuo desarrollo. Esta diferencia de magnitud
entre los primeros tipos
de desarrollo urbano y los característicos de
la época actual es crítica. Y más todavía, en tanto
que la población aumenta, el porcentaje de la población
en las ciudades también aumenta, y el nivel de los que
se trasladan a
las zonas metropolitanas es incluso mayor hoy día. En
Inglaterra, donde el porcentaje de tierra ocupada por
las ciudades “construidas sobre terrenos” es bajo, (2.2 por
ciento) en proporción
a toda la extensión de tierras de las Islas británicas,
eso supone, de acuerdo a las clasificaciones
de Sir L. Dudley Stamp (1952),
más de la mitad de la zona que se denomina terrenos
de “primera clase” en cuanto a su provecho para la agricultura
y es una décima parte de la tierra “buena” disponible. Como los requisitos para el desarrollo urbano
e industrial se basan en terrenos accesibles y competitivos,
estas demandas entran en conflicto con las necesidades
de los granjeros, puesto que ellos compiten por los
mismos excelentes terrenos
y únicamente la intervención
del gobierno en Inglaterra a partir de 1932 ha
salvado el excesivo abuso de las tierras capacitadas
para la agricultura.
Bajo
condiciones técnicas modernas, el modelo abierto de
zonas residenciales suburbanas no está destinado únicamente
a las necesidades domésticas. La fuerte demanda de grandes
áreas de tierra caracteriza a la organización de las
industrias modernas, con sus conjuntos organizados en
edificaciones paralelas horizontales, construidas en
estructuras extendidas de una única planta, y, sobre
todo, están los aeropuertos para vuelos de larga distancia,
cuya demanda de pistas de aterrizaje y zonas interiores
se ha incrementado al mismo tiempo que el tamaño y la
velocidad de los aviones. Además, el ruido de los aviones,
especialmente de los grandes aviones, esteriliza extensas
áreas de tierras que podían ser dedicadas a usos residenciales,
pero no lo son porque se convierten en peligro para
la vida y la salud de los seres humanos.
Hay
algunas regiones urbanas, como por ejemplo la trazada
por la gran línea de ferrocarriles
que se extiende desde Newark, New Jersey hasta
Wilmington, Delaware, donde el tejido urbano ha desplazado,
por un lado, al terreno, e incluso ha
modificado sus
opciones de área rural hasta el punto de conceder al
paisaje un carácter de desierto semiurbano. A esto habría
que añadir, que en cada expansión residencial, gran
cantidad de tierras, cada día más extensas, llegan al
aniquilamiento porque se necesitan para los sistemas de pantanos colectivos, los trabajos
de reparación y
las plantas de basuras como servicios locales muy
diseminados.
Como
resultado del incremento de población y de la centralización
urbana, se debe anotar una demanda más de tierra, por
desgracia, una demanda que es de tipo acumulativo: se
trata de la expansión de los cementerios urbanos
en aquellas culturas que como casi todas las
denominadas cristianas, mantienen la costumbre paleolítica
de enterrar a
los muertos. Este dato ha traído como consecuencia el
trasvase de terrenos funerarios desde el centro de las
ciudades a los barrios de las áreas metropolitanas,
donde enormes cementerios sirven, asimismo, como parques
suburbanos temporales, hasta que se convierten en la
salvaguardia de monumentos de
piedra. De no ser por la costumbre de vaciar
periódicamente estos
cementerios, como se ha hecho en Londres y en París
con la evacuación de los restos y huesos de los jardines
que existían alrededor de las iglesias, o bien por la
instalación de crematorios que ocupen el lugar de las
tumbas, la demanda de espacios abiertos para los muertos
amenaza con aglomeraciones en los barrios de los vivos
a una escala imposible de concebir en culturas urbanas
más tempranas.
El
equilibrio entre lo urbano y lo rural
En
tanto que el área de las ciudades más grandes, antes
del siglo XIX podía ser medida en centenas de acres,
las áreas de
nuestras nuevas zonas residenciales se miden en miles
de kilómetros cuadrados. Esto es nuevo en la historia
de los asentamientos humanos. En un siglo, la economía
del mundo occidental ha pasado de tener una base rural,
incluyendo unas pocas ciudades grandes y miles de pueblos
y ciudades pequeñas, a tener una base metropolitana
cuya extensión urbana no sólo se ha tragado y asimilado,
igual que una ameba engulle partículas de comida, las
pequeñas unidades de población, antiguamente aisladas
y autosuficientes, sino que además, es mucho más rápida
en su absorción de las tierras rurales y amenaza con
aniquilar muchos elementos naturales favorables a la vida,
los cuales, en períodos más tempranos constituyeron
un equilibrio contra los desastres externos a las ciudades.
De todo este entramado, resulta una situación mucho
más crítica, como se deduce en las siguientes líneas.
De un lado, están Nueva York y Filadelfia, que son las
ciudades que más rápidamente coinciden en una aglomeración
residencial única, a lo largo de la línea de carreteras
y ferrocarriles, así como la zona de New Jersey que
compite junto a las anteriores por las mismas fuentes
en lo que respecta al abastecimiento de agua, de la
misma manera que Los Ángeles compite con todo el estado
de Arizona. De modo que, si bien la tecnología más moderna
ha solventado las presiones impuestas por un abastecimiento
de agua puramente local, la masificación de poblaciones
exige que se ponga un límite definitivo a las posibilidades
de una urbanización más amplia, aparte de los costes,
que son excesivos ya que aumentan notablemente en tanto
que aumentan la distancias. De ahí que los recursos
acuíferos puedan limitar la presente distribución poblacional,
mucho antes que los recursos alimenticios conduzcan
al final del crecimiento de la urbanización.
Esta
situación sugiere un nuevo acercamiento
al problema de los asentamientos urbanos. Una
vez que se han desechado los controles naturales y las
limitaciones más elementales, el hombre moderno debe
sustituirlas con controles humanos que,
por lo menos, sean tan eficaces como aquellos.
Aunque he dejado propuestas alternativas dejen
para un capítulo del volumen que corresponde a la urbanización
del futuro, un acercamiento nuevo al tema tiene cincuenta
años de experiencia que lo sostienen y podría ser perfectamente
adoptado como titular de la historia de la urbanización.
En las últimas décadas del siglo diecinueve, surgieron
dos proyectos en relación con las necesidades, ya visibles
para entonces, de conseguir un equilibrio diferente
entre las ciudades, las industrias y las regiones naturales de aquel que había sido creado, bien por la
vieja economía rural (la economía rural libre), o bien
por la nueva economía metropolitana. La primera de estas
sugerencias se debió al geógrafo Peter Kropotkin. Su libro Campos, fábricas y talleres (1899), trataba
de la alteración en
distintos niveles de las empresas técnicamente eficientes,
alteración que se hacía posible gracias a la invención del motor eléctrico. El otro
libro Mañana,
publicado en 1898 por Howard, recogía una propuesta
para contrarrestar la centralización de las grandes
metrópolis con la reintroducción del método de la colonización
que debía respetar el crecimiento ulterior. Howard proponía
construir unas comunidades relativamente autosuficientes,
equilibradas, sostenidas por una industria local con
una población permanente, con una densidad limitada
en número de habitantes, en unos terrenos rodeados por
extensiones de campo abierto dedicadas a la agricultura,
al recreo, y a las ocupaciones rurales. La propuesta
de Howard reconocía
las bases sociales y biológicas, junto a las presiones
psicológicas que subrayan los actuales desplazamientos
a las zonas residenciales. Reconocía las necesidades
sociales que provocaban un éxodo de las regiones rurales y proponía ciudades de una sola industria en
las grandes ciudades. Sin despreciar ciertas ventajas
como las actividades concentradas y las instituciones
que ofrecía la ciudad, Howard sugería llevar
a cabo un matrimonio entre el pueblo y la ciudad. A
este nuevo tipo de ciudad la llamó “ciudad jardín”,
no tanto por sus espacios internos abiertos, que se
aproximaban en cierto modo al modelo urbano, sino más
bien porque se asentaba en un ambiente rural permanente.
Además
de invocar las ideas aristotélicas respecto al equilibrio
y a los límites, la mayor contribución de Howard al
concebir esta nueva ciudad jardín, consistió en plantear
la inclusión de una zona agrícola circundante como parte
integral de la forma de la ciudad. Su invención de una
muralla horizontal contenedora, llamada cinturón verde,
inmune a las construcciones urbanas, fue un artefacto
público para limitar aglomeraciones laterales y para
mantener el equilibrio entre el espacio rural y el urbano.
A lo largo de veinte años, fueron fundadas, experimentalmente,
por empresas privadas en Inglaterra, dos comunidades
equilibradas de este tipo, como Letchworth (1903) y
Welwyn (1919). La solidez del modelo de “ciudad jardín”
fue reconocida en el informe Barlow (1940) sobre
la descentralización de la industria. Gracias a la Segunda
Guerra Mundial se afianzó la idea de construir este
tipo de ciudades a gran escala, de sacar la población
de los centros urbanos aglomerados. Este dato tuvo como
consecuencia el Tratado de las nuevas ciudades, de 1947, que apuntaba
la creación de una serie de nuevas ciudades, unas catorce
en total, en Gran Bretaña. Este modelo abierto de construcción
citadina, con una serie de ciudades extendidas por el
campo y rodeadas de reservas rurales permanentes actúa
con un mínimo de daños sobre el tejido básico ecológico.
Hasta el punto de que su baja densidad residencial,
de unas doce a catorce casas por acre, proporciona pequeños
jardines individuales a cada familia; estas ciudades
no sólo mantienen un micro medioambiente equilibrado
sino que, además, cultivan productos de jardín cuyo
valor es más alto que el que se producía cuando la tierra
se utilizaba para granjas o cultivos extensivos (Block,
1954).
En
la base del principio de la ciudad jardín, Stein (1951)
y otros investigadores han señalado la posibilidad de
establecer un nuevo tipo de ciudad que resultara de
la integración de un grupo de comunidades en un diseño
organizado que tendría las posibilidades de una metrópolis,
pero sin su congestión y sin la pérdida de su forma.
La base para este tipo de agrupamientos se llevó a cabo
en una encuesta que el Estado de Nueva York
hizo por encargo de la Comisión de planificación
regional y familiar, de la cual el propio Stein era
el director. La publicó en 1926 junto a Henry Wright,
quien como consejero de planificación señaló que el
área de estos asentamientos no era ya el área aglomerada
de las terminales metropolitanas de la época de los
ferrocarriles, sino que era la promovida por la fuerza
eléctrica y la del transporte a motor, los cuales habían
abierto un amplio cinturón a cada uno de los lados de
las líneas del ferrocarril;
ambos, la electricidad y el motor eran favorables,
tanto para la industria como para la agricultura como
para los asentamientos urbanos. Los suelos más fértiles
y los depósitos geológicos más valiosos se encontraban
casi enteramente en áreas situadas por debajo
de un nivel de dos mil pies; y, mientras se planeaban
nuevos asentamientos urbanos, se tenían en cuenta como
importantes las reservas de áreas forestales para la
recogida de agua y recreo, de materiales
de todo tipo y de fuerza eléctrica. En lugar
de tratar la ciudad como un elemento intruso en el paisaje
que finalmente se vería destrozado o suplantado por
el crecimiento de la ciudad, esta nueva propuesta sugería la necesidad de crear un equilibrio permanente
entre los espacios rurales y los urbanos. Según concebía
Stein, en la ciudad regional, la organización ocuparía
el lugar de una pequeña aglomeración y al hacerlo, crearía
una relación recíproca entre la ciudad y el campo, la
cual no sería arrollada
por el crecimiento ulterior de la población (Mumford,
1925, 1938; MacKaye, 1928; Stein, 1951).
Con
este informe sobre los problemas que suscita hoy día
la historia natural de la urbanización, nuestra reflexión
llega a su término. Las fuerzas ciegas de la urbanización.
que flotan a lo largo de
líneas de mínima resistencia, muestran pocas
aptitudes para la creación de un modelo industrial y
urbano que sea estable, sostenible y renovador por sí
mismo. Por el contrario, en tanto que la congestión
se acrecienta y la expansión aumenta, ambos, el paisaje
urbano y el rural se enfrentan al destrozo y a la degradación;
mientras, sucesivas inversiones poco provechosas para
solucionar la congestión, como por ejemplo, la construcción
de autopistas
y de pantanos cada
vez más distantes, incrementan la carga económica y
sirven únicamente para promover más aún los desastres y los desórdenes
que se pretendían paliar en un principio. A pesar de lo difícil que resulta subsanar procedimientos
erróneos que ofrecen respuestas temporales e inmediatas
compensas económicas -a menudo excesivas- en este momento
tenemos en perspectiva alternativas concretas que ya
existen en Inglaterra y que se han establecido, parcialmente, de manera
diferente por las autoridades regionales de planificación
en la región alemana de Ruhr Valley, una zona altamente
urbanizada. Con estos ejemplos ante nosotros, se nos
presenta, de momento, una meta en la tarea relacionada
con el futuro de la urbanización: el restablecimiento,
en una unidad más compleja, del equilibrio ecológico
que prevaleció, originariamente, entre la ciudad y el
campo en los estadios primitivos de la urbanización,
junto al uso extensivo de los avanzados recursos que
nos ofrecen las ciencias y la tecnología más modernas.
Ni la aniquilación del paisaje, ni la desaparición de las ciudades deben ser el estadio final de la
urbanización. Antes bien, se antepone el equilibrio
previsor y prudente de los habitantes de las ciudades,
así como el cuidado de los recursos regionales con el fin de mantener un alto nivel de desarrollo
de todos los elementos necesarios para la vida en común, tanto los sociales y económicos como los agrícolas.
LM
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Traducción:
Concepción Bados Ciria