(*)
Este
texto es un fragmento de la edición de Calidad de Vida
y Praxis Urbana. Nuevas iniciativas de gestión ciudadana
en la periferia social de Madrid ha sido realizada por
la biblioteca Ciudades para un Futuro más Sostenible (CF+S),
a partir del material original elaborado por Julio Alguacil
Gómez para su tesis doctoral, presentada durante el mes
de julio del año 1998 y dirigida por Constanza Tobío
Soler dentro del Departamento de Ecologia
Humana y Poblacion de la Facultad
de Ciencias politicas y Sociologia de la
Universidad Complutense de Madrid.
Una
versión revisada de este texto fue publicada en 2000 por
el
Centro de Investigaciones Sociológicas:
Julio
Alguacil Gómez (2000) Calidad
de vida y praxis urbana: nuevas iniciativas de gestión ciudadana
en la periferia social de Madrid
Centro de Investigaciones Sociológicas, Colección
Monografías 179. ISBN: 84-7476-308-8
http://www.cis.es/cis/opencms/ES/3_publicaciones/catalogo/ver.jsp?id=310

Introducción
Nos
surge un interrogante: ¿cuáles son las condiciones urbanas
adecuadas para la optimización de la Calidad de Vida
y, por ende, para la consolidación de las iniciativas
de gestión ciudadana emergentes?, y ¿cuál es el modelo
urbano con capacidad para generar las condiciones adecuadas
para desarrollar dinámicas tendentes a la sostenibilidad
ambiental, la gobernabilidad social y la cooperación?
Nos vemos obligados a intentar concurrir en la respuesta,
ya que la consolidación del modelo representado por
las nuevas iniciativas ciudadanas emergentes necesita
de unas condiciones urbanas a la vez que, como hemos
comprobado, contribuyen a re-crearlas.
Desde
esas condiciones necesarias para establecer procesos
operativos en pos de la Calidad de Vida cobran todo
su sentido los enfoques críticos y reflexivos sobre
el modelo metropolitano de urbanización que vienen a
considerarlo como base y soporte de la separación y
segregación del sujeto de los procesos que le afectan.
La destrucción de los espacios convivenciales, la separación de las funciones urbanas, la
reducción que suponen los procesos de dominación sobre
el espacio y el tiempo cotidiano, la debilitación de
las relaciones sociales; son efectos todos ellos que
se derivan y se basan en la urbanización y zonificación.
Asistimos así a un aislamiento de los medios sociales
entre sí que supone la disolución de los espacios intermedios.
Entre la apropiación-privacidad individual del alojamiento
y el conjunto totalizador urbano (la metrópoli) se pierden
los espacios de apropiación colectiva y de sociabilidad;
con ello se diluyen las relaciones sociales de ciudadanía,
la capacidad de control y percepción sobre la ciudad
y en definitiva, la capacidad cognitiva sobre el hecho
urbano.
Las
relaciones individualizadas y simplificadas (en base
a relaciones exclusivas y excluyentes despersonalizadas
--mercantilizadas, contractuales-- ) establecidas
a partir de una escala territorial no controlable y
no percibida, alientan un sistema social unidimensional
«en la que los yos individuales no están vigorosamente
diferenciados» (Alexander, 1980) produciendo
una restricción de la variedad social y como consecuencia
una separación y marginación de lo diferente y del diferente.
Desde
otra perspectiva, no tanto desde la crisis de lo local
provocada por procesos globales ajenos, sino desde la
propia crisis de lo global y las consecuencias que tiene
a nivel planetario, otros análisis más contemporáneos
han puesto de manifiesto los efectos que los procesos
económicos de mundialización tienen sobre el territorio
(Fernández Durán, 1993) y más concretamente
la responsabilidad que las grandes ciudades tienen sobre
la crisis ecológica a nivel planetario (Naredo, 1991).
Podrían sintetizarse en tres planos críticos autoimplicados:
crisis ecológica que lleva a plantear la insostenibilidad
ambiental del modelo de urbanización, crisis económica
que deja de manifiesto la profundización de los procesos
de dualización y exclusión social en las grandes ciudades
y por último una crisis social y cultural que pone de
relieve la ingobernabilidad de las ciudades y la conflictividad
urbana que deriva de los procesos de dualización y de
dominio de la homogeneización socio-cultural.
Desde
esas tesis se señala la necesidad ineludible de un cambio
de sentido en el modelo de desarrollo que trasladado
a los modelos de urbanización apuntan hacia una reestructuración
urbano ecológica (Hahn, 1994)[2]
de nuestras ciudades a través de modelos más integrados
e integrales. Es necesario dar un cambio de sentido
para reequilibrar las ciudades tendente a sustituir
la competitividad por la cooperación, la dependencia
por la autonomía, el sometimiento por el autogobierno,
la movilidad por la accesibilidad, la unidimensionalidad
por la variedad, el crecimiento insostenible por el
desarrollo sostenible, la responsabilidad única por
la corresponsabilidad y la participación.
Nuevos
procesos que sólo parecen ser plausibles si se apuesta
por un cambio de escala en la intervención de la ciudad.
Reducir la escala es pensar en lo local, en un nuevo
dimensionamiento del hecho urbano más humano y equilibrado,
en donde se pueda conjugar de forma sinérgica la máxima
libertad individual con el máximo control colectivo.
Así, entre el vecindario-aldea con máxima homogeneidad
y un control social que atenta contra la personalidad,
y la gran ciudad con máxima libertad de movimientos,
pero máxima despersonalización y pérdida de referencias,
nos proponemos apuntar las condiciones óptimas encaminadas
a la recuperación de espacios de equilibrio ciudadano
apropiados no sólo para que se pueda desarrollar en
él la acción fundamental de la reestructuración urbano
ecológica, sino para que también pueda favorecer
el desarrollo de redes sociales (integración del sujeto
con los sujetos), la profundización de la democracia
(integración de los sujetos en los procesos) y la implantación
de modelos productivos integrados (integración del sujeto
con los objetos). Sin complejos de reconstruir la utopía
urbana --de ello se trata, de poner de relieve la potencialidad
del hecho urbano-- queremos contribuir a un modelo teórico
urbano que hemos denominado como Barrio-Ciudad
y a cuya imagen a veces se asemeja la realidad como
sucede en algunos de los ámbitos estudiados. Se trata
de aproximarse a las condiciones urbanas capaces de
transformar el espacio del conflicto (la metrópoli)
en el espacio de la variedad y de la coexistencia de
la diversidad.
La
dificultad de su definición estriba en su complejidad.
Son múltiples variables las que intervienen en la construcción
del concepto de Barrio-Ciudad y en el intento de conjugar
la potencialidad de la proxemia, relativa al barrio; y la idea de variedad y diversidad
(de funciones, actividades, colectivos) relativa a la
ciudad. La interactividad entre las múltiples variables
que intervienen en el nuevo modelo urbano tienen, a
su vez, que inscribirse en una estrategia de glocalización (Borja y Castells, 1997)[3],
es decir, en la articulación entre lo global y lo local.
Es entre las estrategias micro y las estrategias
macro, o mejor en la complementación de ambas,
desde donde se produce una estrategia meso que mantiene a la ciudad con vida (Ibáñez, 1988b).
El
reto de establecer una estrategia meso representa un primer desafío para superar los
efectos negativos de la urbanización y este desafío
se encuentra en su primer escalón: en el orden de lo
local, en el barrio (siempre en relación a la ciudad).
Tal y como se expresa en el primer documento de trabajo
de la Agenda Habitat Española: «El barrio es una escala fundamental para
el análisis de los problemas económicos, sociales, urbanos
o ambientales en las ciudades, que pone en contacto
las políticas con la realidad social y facilita la definición
de soluciones y la instrumentación a través del estudio
de los problemas y la búsqueda de propuestas de actuación
de forma interactiva con los agentes sociales locales»
(Agenda Habitat, 1996:
71-72), y más específicamente en Francia, a través del
Programa Francés de Desarrollo Social de los Barrios,
se pretende una mejor gestión de las ciudades partiendo
de la experiencia adquirida en la intervención sobre
barrios conflictivos (Harburger, 1987).
La
potencialidad y oportunidad de lo local, para desplegarse
en nuevos procesos sociales fundamentados en criterios
de sostenibilidad, gobernabilidad y cooperación se establecen
en distintos planos o dimensiones de la Calidad de Vida
que componen su propia estructura sistémica (de las
relaciones entre las relaciones), que no es sino el
armazón que articula espacios, actividades y colectivos
dotados de capacidad de resistencia (re-existencia)
a la uniformidad, de sustracción a un orden diluyente,
sobre el que proceder a reestructurar y recomponer el
territorio, la socialidad,
la alteridad y los recursos. Dicho sistema vendría determinado
por:
-
Un
plano físico de la integración espacial y articulación
territorial: de autonomía e interdependencias entre
escalas, de morfología urbana, de densidad, de sostenibilidad
urbana, de diversidad inmobiliaria accesible, de estructuración
y articulación de las infraestructuras y equipamientos.
-
Un plano de la integración social: diversidad de usos
y de servicios accesibles, coexistencia de una variedad
social, estructura demográfica equilibrada, contenidos
de los equipamientos.
-
Un
plano de la integración e interacción económica: diversidad
y coexistencia de funciones y actividades económicas.
-
Un
plano de la identidad y de la integración cultural:
apropiación, pertenencia, identidad, seguridad, redes
sociales, modelos de gestión de los equipamientos.
-
Un
plano de la participación y gestión política: promoción
del Tercer Sector, el encuentro, la democracia
participativa, modelos de cogestión de los servicios
y equipamientos.
Y
como se puede observar en su designación cada uno de
estos planos se ve atravesado por la multiplicidad de
funciones de los equipamientos (como soportes para la
articulación física del Barrio-Ciudad, como soportes
necesarios para los procesos de integración social y
económica, como nudos de las redes sociales para la
vertebración social, como elementos de una nueva gestión
política) que representan un elemento fundamental desde
la perspectiva de la razón de ser de las Nuevas Iniciativas
de Gestión Ciudadana.
Las
variables regenerativas de la ciudad: la idea del barrio-ciudad
Un
modelo urbano integrado espacialmente y articulado territorialmente
Si
la imprecisión del término barrio ha sido una constante
puesta de manifiesto tras un repaso de la teoría urbanística,
no es menos cierto que desde siempre insistentemente
ha representado un subconjunto con algún grado de diferenciación
respecto de un conjunto urbano más amplio que le contiene.
Límites, tramas y contenedores urbanos que daban definición
a determinados ámbitos han ido variando según el estado
de evolución de la urbanización, aunque no podemos tampoco
olvidar los caracteres de corte subjetivo y que la delimitación
de lo que es barrio viene también determinada por la
percepción que los sujetos tienen sobre el mismo[4].
La rapidez de esa evolución en el último siglo y más
profusamente en las últimas décadas ha contribuido de
forma ineludible a ese carácter difuso del ámbito barrio,
precisamente por la súbita transformación física del
espacio urbano. Transformación que sin duda ha venido
acompañada, por inducción, de significativos cambios
en los estilos de vida, en lo cotidiano, en los comportamientos
y en las conciencias de los ciudadanos.
En
este sentido, ese empeño dirigido hacia el acotamiento
del término barrio se encuentra, cada vez más, intervenido
por una gran diversidad de aspectos, tanto de carácter
objetivo como subjetivo, tanto de carácter físico como
psicosocial. Será desde el análisis de las correlaciones
y el grado de interdependencia entre las distintas variables
susceptibles de intervenir desde donde se podrá mediar
en la definición de su acotamiento. Parece, por tanto,
que la delimitación de ámbitos urbanos como el barrio
no podría ser abordado desde un sólo prisma, sino que
precisa de un enfoque multidimensional, y también sobre
todo en la medida que se trata de un espacio con potencialidad
de acoger y reproducir en su seno todas y cada una de
las funciones propias del hecho urbano, en palabras
de Lewis Mumford (1968) «el barrio puede
ser un órgano esencial de la ciudad bien integrada»:
pero no en vano Raymond Ledrut (1987:
178) nos plantea «que los desajustes sociales y sus
diversos efectos sobre los individuos, sobre la vida
social de los barrios y sobre la colectividad urbana,
se hallan estrechamente ligados con la insuficiencia
de las conexiones y con las dificultades que encuentra
la integración social y espacial de los barrios en la
ciudad».
Entonces,
¿cuál es la dimensión urbana (esa dimensión urbana es
la que denominamos Barrio-ciudad) que pueda tener
capacidad para acoger una diversidad social, económica,
etc. tal que permita compatibilizar todas las funciones
propias del hecho urbano en un espacio concreto, reconocido,
percibido, y que por ello además tenga capacidad de
interaccionar, en una dinámica de interdependencia,
con la ciudad y la metrópoli?, ¿cuál es la dimensión
«con capacidad para atribuirse competencias y generar
recursos políticos, económicos, sociales o técnicos
que les permitan asumirlas con garantías de eficacia»?
Se trata de buscar la situación de compatibilidad entre
el principio de proximidad y el principio de capacidad
(Borja y Castells, 1997: 156).
La
definición de Barrio-Ciudad hay que hacerla desde la
complejidad, desde la interrelación e interdependencia
de diversas variables que deben complementarse para
orientar certidumbres. Como señala Rapoport (1981), la convergencia de indicios facilita
la definición. Si bien, la dificultad se encuentra en
el solapamiento de variables interdependientes de carácter
objetivo con otras de naturaleza más subjetiva. Así,
la estructura física, la trama urbana, los limites físicos,
la densidad, el tamaño, las distancias, la estructura
inmobiliaria, la estructura ocupacional, la estructura
demográfica, la estructura social... de naturaleza más
objetiva, deben combinarse con aspectos más subjetivos,
más de corte socio-cultural: las conciencias de pertenencia,
la identidad, la percepción del espacio, los niveles
de apropiación, las redes sociales, las fronteras psicológicas...
La áreas urbanísticas pueden ser más rígidas y las áreas
sociológicas son más flexibles y relativas, pero en
todo caso, los Barrios-Ciudad sólo existirán cuando
ambas dimensiones ofrezcan un determinado nivel de coincidencia.
Como expone Rapoport (1981),
«las delimitaciones más claras de áreas subjetivas tienen
lugar cuando barreras físicas bien definidas coinciden
con los esquemas cognitivos... las barreras pueden ser
débiles o fuertes, y son claras cuando los indicios
físicos y sociales coinciden». De ello se deduce la
necesidad de establecer umbrales de equilibrio y de
autorregulación, dimensionados en escala y estructuras
para sustentar un modelo de diversidad y coexistencia.
Fundamentalmente
tenemos que hablar de un espacio capaz de soportar y
sostener unas estructuras inmobiliarias, ocupacionales
y demográficas diversas, que genere oportunidades de
participar de distintas redes sociales y asociaciones,
con una escala urbana capaz de mantener la capacidad
cognitiva sobre todo el ámbito urbano, que sea accesible
peatonalmente, que establezca una red de equipamientos y servicios
colectivos dimensionados y distribuidos adecuadamente
para facilitar la fluidez de los servicios y la accesibilidad
a los mismos.
Se
trata ahora de acotar las dimensiones del barrio ciudad
teniendo en cuenta todos estos elementos que deben confluir
para establecer un dimensionamiento que permita complementar
la diversidad con el sentimiento de pertenencia. Siguiendo
la aproximación que establecen A. Hernández Aja y
J. Alguacil (1997) y sin intención de establecer
categorías puras, un primer nivel vendría conformado
por el vecindario como una célula urbana con
una población entre los 1.500 y los 2.500 habitantes,
un diámetro de no más de 400 metros y distancias que
no superan los 5 minutos de desplazamiento a pie, permiten
las relaciones de vecindad más frecuentes y cotidianas;
y precisan de unos servicios básicos y espacios de carácter
intermedio y comunitario (espacios públicos estanciales,
juegos de niños, farmacia, escuela infantil, comercio
básico, locales sociales, etc.).
Un
segundo nivel, sería el barrio que con una población
de entre 5.000 y 15.000 habitantes precisaría de un
diámetro máximo de unos 800 metros y unas distancias
que no precisaran desplazamientos de más de 10 minutos
andando. Esta dimensión es capaz de tolerar relaciones
sociales más extensas en torno a asociaciones, actividades,
equipamientos o instituciones y es un umbral que puede
sostener niveles de servicios colectivos más complejizados
(centros cívicos, biblioteca, educación secundaria,
iglesia, centro de salud, mercado, comercio de especialización
media, zonas verdes,...). Si bien, ambos niveles considerados
aisladamente no son capaces de sostener servicios, iniciativas
y actividades que en la sociedad actual se podrían considerar
como imprescindibles para lo que se considera que un
sistema urbano debe procurar. Además, su tamaño no es
capaz de asegurar una diversidad física y social que
consolide la coexistencia, la corresponsabilidad social
máxima y la libertad individual. Ambos niveles urbanos
son demasiado homogéneos tanto en su vertiente social
como en su vertiente física. Este fenómeno urbano es
bastante corriente y se constata de forma probada en
la urbanización de las últimas décadas. Esa homogeneidad
se traduce en una gran vinculación social de sus residentes
con su espacio y su colectividad en aquellos lugares
donde la movilidad residencial de los hogares ha sido
muy pequeña.
Resolver
la integración de esa diversidad urbana que representan
la existencia de áreas sociales homogéneas introvertidas
significa romper el aislamiento, pero a la vez cuidando
la existencia de espacios públicos convivenciales,
la pervivencia de rasgos culturales e históricos que
permitan la maduración de la identificación con su espacio
más próximo. Ello significa que los límites, tanto de
las unidades de nivel inferior, como los límites del
perímetro del barrio-ciudad no pueden ser barreras infranqueables
(infraestructuras viarias o territorios inseguros),
sino espacios de contigüidad, de uso compartido (zonas
verdes, de juego, equipamientos...) que faciliten el
contacto y permitan el paso peatonal hacia otros vecindarios
y elementos diversos del barrio-ciudad. En este sentido
y en palabras de Ch. Alexander (1980: 85),
«las fronteras no sólo sirven para proteger a las vecindades,
sino que funcionan simultáneamente uniéndolas en sus
procesos», los límites pueden ser por tanto, más un
elemento de unión que de separación en un mosaico que
refleja la diversidad cultural, física y social plasmada
en el concepto de barrio-ciudad.
Combinando
los principios de sostenibilidad ambiental (menor consumo
de energía) y de variedad urbana con capacidad de articulación
interna y externa se puede pensar en una escala adecuada
para el peatón en un territorio cuyo diámetro no supere
1,5 km y cuyas distancias
máximas no superen un tiempo vaya más allá de 15 ó 20
minutos. Igualmente debe ser un umbral para mantener
un sistema de comunicación de intensidad blanda (contactos
directos, radios y televisiones locales, periódicos
de barrio, boletines de asociaciones, lugares de encuentro,
tablones de anuncios...) y de redes sociales diversas
(asociaciones, agrupaciones políticas y sindicales,
cofradías, etc.). Esa dimensión que es susceptible de
soportar un nivel de servicios con una ocupación y actividad
equilibrada (sin excesiva oferta y sin una demanda saturada)
con unos contenidos que oferten lo que un ciudadano
espera del sistema urbano (oferta deportiva especializada,
pequeño hospital, servicio de bomberos, enseñanza media
y universitaria, equipamientos culturales, etcétera).
En términos de población parece que habría que pensar
en una horquilla entre los 20.000 y los 50.000 habitantes
(Hernández Aja y Alguacil, et al., 1997),
dimensión que tiene una fuerte carga de correspondencia
con los barrios de la periferia Sur de Madrid.
Por
otro lado, parece que esas condiciones de complejidad
pueden venir determinadas por unos límites más evidentes
y claros que los barrios y vecindarios, precisamente
con la idea de reforzar el reconocimiento de sus estructuras
y mantener espacios sostenibles desde el punto de vista
ecológico. Ello no quiere decir que las fronteras del
Barrio-Ciudad sean impermeables, sino que por el contrario
deben tener una naturaleza que permita la circulación,
pero siempre en un sentido de salida y entrada (del
interior, de un objeto urbano estructurado) a través
de puertas fronterizas. En todo caso, parece que las
grandes infraestructuras como vías férreas, grandes
avenidas, grandes parques o zonas industriales, ríos,
etc. deben concebirse no sólo como canales de circulación
de mercancías, generalmente descomprometidas
con el entorno, sino como fronteras franqueables que
también definen territorios. Se puede observar una comparativa
entre los distintos ámbitos urbanos en el Cuadro 1.
Cuadro 1: Ámbitos urbanos
Fuente:
Hernández Aja, A; Alguacil, J. et al. (1997);
VV. Vecindario. Ej. Colonia San Fermín.; BV. Vecindario.
Ej. La UVA de Villaverde Alto;
BB. Barrio. Ej. San Cristóbal; BC. Barrio-Ciudad. Ej.
Villaverde Alto; CC. Ciudad.
Ej. Puente de Vallecas (Distrito); MC. Gran Ciudad. Ej.
Distritos del Sur de Madrid; MM. Area Metropolitana. Ej.
Municipios del Area Metropolitana de Madrid.
La
representación de la figura permite solapar los distintos
ámbitos (vecindario, barrio, ciudad, metrópoli) relacionándolos
entre sí. La dirección preeminente es la vertical de tal
forma que el ámbito situado en la cabecera del cuadro
y expresado en mayúsculas marca la pauta dominante. De
esta forma la lectura del cuadro nos permite una jerarquización
de umbrales urbanos en el que tan solo uno, el Barrio-Ciudad,
presenta una relación dominante de una unidad urbana de
rango inferior (el barrio) sobre una unidad urbana de
rango superior (la ciudad).
En
síntesis, se sugiere un subsistema urbano (barrio-ciudad),
es decir, un sistema con complejidad y autonomía propia,
pero en interdependencia con un mesosistema.
La autodependencia se construye, por tanto, en función
de una interdependencia interna (el barrio-ciudad como
conjunto de barrios y vecindarios interpenetrados) y una interdependencia externa capaz de establecer
la glocalización. Esta
noción de la articulación entre niveles diferentes del
sistema urbano es la que puede generar condiciones para
el desarrollo interactuante
de la diversidad, coexistencia, la alteridad y la identidad,
que a su vez garantizan las condiciones de libertad
individual, responsabilidad social y responsabilidad
ecológica.
Un
modelo urbano para la integración social
Desde
la diversidad de espacios físicos vertebrados, con ciertos
rasgos de distinción pero a la vez relacionados entre
sí, podemos introducir el concepto de diversidad social
como aspecto que viene a permitir la máxima complejidad
accesible. El concepto de diversidad social entendido
como coexistencia de elementos diferenciados en un mismo
lugar remite al concepto de estructura social, de pluralidad
social, pero ésta desde la perspectiva de un ámbito
integral precisa de una variedad de usos, funciones
y actividades para poder desarrollarse en un sentido
constructivo de la alteridad y de la calidad de vida,
y no del conflicto y del malestar urbano tan destructivo
en las metrópolis que vivimos. Tiene, por tanto, una
doble vertiente de implicaciones mutuas.
De
una parte, aparece como naturaleza vital la mezcla de
usos y actividades como un aspecto de dinamismo social
y económico de un ámbito con las dimensiones planteadas.
Es decir, se consigue recrear el espacio urbano si se
produce el asentamiento de actividades económicas (productivas
y de servicios), y de consumo que sean susceptibles
de localizarse y que sean compatibles con el tejido
residencial en un proceso continuado que se retroalimenta
a sí mismo.
La
vida ciudadana en el barrio precisa de una accesibilidad
peatonal y de corta distancia a los centros de trabajo,
enseñanza, compras y gestiones, ya que la presencia
de esas actividades refuerza la permanencia en el ámbito
e impide los desplazamientos innecesarios y no deseados,
y en definitiva minimiza el tiempo de transporte, reduce
el tráfico motorizado, dificulta la existencia de zonas
muertas del barrio en horas determinadas y anima la
vida ciudadana. De hecho, según precisa S. Keller (1971:
153-154) «las familias cuyos miembros que representan
las fuentes de ingresos principales trabajan fuera del
área local tienden a utilizar menos las instalaciones
locales que las familias que viven y trabajan en el
área».
También
la variedad de usos y actividades en escalas dimensionadas
atraerá a otros agentes del desarrollo que requieren
de la coexistencia compleja e interactiva de las iniciativas
económicas estableciendo además unas redes de actividades
con mayor capacidad de adaptación a las orientaciones
ambientales del territorio. En todo caso, tal mezcla
de actividades diversas dentro del mismo ámbito se transfieren
en la correspondiente cohabitación de distintas condiciones
sociales que definen la diversidad y que podrán coexistir
si se crean las condiciones de accesibilidad equitativa
a los servicios urbanos y soportes físicos (vivienda,
equipamientos, espacios públicos). En este sentido es
importante una correlación entre una estructura demográfica
equilibrada y una estructura inmobiliaria flexible y
diversa. «Consecuentemente, conviene reducir al mínimo
los movimientos migratorios que desequilibran la estructura
por edades de la población local. Migraciones en sentido
único, no, intercambios migratorios, sí, al objeto de
insuflar ese dinamismo y esta renovación que genera
el contacto entre patrimonios culturales locales tan
ricos y diferenciados. Por lo tanto, es necesaria una
cierta movilidad pero con la exigencia de mantener en
cada lugar, dentro de cada comunidad, una pirámide equilibrada
o, al menos, de distanciarse lo menos posible del saldo
cero en cada edad» (Poulain, 1990:
209).
Como
consecuencia de todo lo anterior, parece que la apuesta
por un barrio-ciudad precisa de actuaciones diversificadas
que sean favorables a una estructura demográfica sostenible.
Ello implica la presencia de un parque inmobiliario
accesible y diverso en cuanto a la tenencia, tipologías
y características; una cercanía relativa a los lugares
de trabajo y de consumo; y una calidad del medio ambiente
urbano aceptable. La resolución en positivo de esos
factores limitará la movilidad residencial, principal
casuística de la segregación demográfica y de los desequilibrios
poblacionales y por ende territoriales propios del modelo
de metropolitanización.
La
estabilidad poblacional posibilitará la estabilidad
en los parámetros dotacionales
y en los tipos de equipamientos. Una estructura demográfica
equilibrada permitiría una diversidad en los equipamientos
y una susceptible mejora constante en la calidad de
los servicios. Así, la combinación y complementación
de lo estable y lo equilibrado nos viene a definir el
concepto de sostenible.
Cabe
considerar, aunque sea someramente, el sentido del parque
de viviendas en alquiler dada su alto nivel de correspondencia
con una estructura demográfica y de hogares diversa,
equilibrada y sostenible. La existencia de una importante
presencia de viviendas en alquiler a nivel local cobra
sentido como forma de proveer una vivienda transicional,
sobre todo para sectores de jóvenes que forman nuevos
hogares de tamaño reducido y que de otra forma no podrían
emanciparse del núcleo originario en el momento deseado.
Si bien, asegurar en el tiempo ese parque inmobiliario
y favorecer la sostenibilidad demográfica[5]
precisa de una promoción en términos de vivienda gestionada
desde los sectores públicos o sociales, o controlada
desde éstos, ya que la inclusión de este parque inmobiliario
en el campo del sector financiero, como monopolio de
mercado, podría provocar la quiebra del sentido dado
a la vivienda de alquiler al imponer precios de mercado
e hipotecaría la presencia del propio carácter transicional
de la vivienda en alquiler. La sostenibilidad de una
estructura social no puede asegurarse con la presencia
de estructuras económicas que son más poderosas que
la propia estructura social.
Un
modelo urbano para la integración e interacción económica
El
sentido de la estructura ocupacional en el Barrio-Ciudad
se basa en la diversidad y variedad de actividades económicas
que garantiza una densidad de relaciones entre agentes
económicos muy diferentes, y que por ello tiene efectos
multiplicadores sobre el dinamismo económico del desarrollo
local. La coexistencia intensifica la eficacia de los
procesos sinérgicos. La realidad de una multiplicidad
de actividades (productivas industriales, servicios
administrativos, comercio, servicios a las empresas,
etc.) en una estrategia de proximidad, de crear empleo
imbricado con la vida cotidiana, de trabajar cotidianamente
en el mismo lugar en el que se reside, introduce elementos
de sostenibilidad y deriva en la coexistencia de distintas
relaciones con los medios de producción de la población
ocupada. Es decir, se asegura la presencia de empleados
y empleadores, de trabajadores autónomos y trabajadores
por cuenta ajena, de empleo público, empleo privado,
autoempleo, empleo comunitario, empleo de inserción
y cooperativismo. Pero también se asegura una amplia
gama de profesiones repartidas por todos los sectores
económicos, desde los menos cualificados (peones) a
los de mayor rango de cualificación (directivos de empresas).
Por
otro lado, D. Morris y K. Hess (1975) mantienen
la tesis de que el control por la comunidad y la libertad
local sólo pueden obtenerse si surgen de una base productiva
que procure una mayor independencia de una economía
excesivamente internacionalizada. La descentralización
de las actividades económicas y de servicios, y la capacidad
de sustituir importaciones por producciones propias,
potencian la capacidad de mercado local y mayores cotas
de empleo al obtener una considerable capacidad de resistencia
a las crisis económicas que crecientemente se fundamentan
en avatares económicos mundializados. Se trataría de
un tejido con posibilidades de enfrentarse a crisis
económicas, capaz de improvisar y sustituir unas funciones
por otras, tanto por la diversidad en la composición
y conocimiento de su población, como por la diversidad
de espacios, soportes, redes y formas de propiedad existentes.
Parecería probable que entre tanta diversidad apareciesen
estructuras capaces de adaptarse a diferentes coyunturas
económicas.
Un
modelo urbano para la identidad y la integración cultural
El
espacio social no implica únicamente una condición social;
igualmente, el espacio físico no tiene exclusivamente
una disposición funcional. No se pueden entender el
espacio social y el espacio físico desde un sentido
lisamente abstracto, sino que la persona necesita concretar
cotidianamente su situación en el espacio y en el tiempo,
el ser humano «necesita sus referentes estables que
le ayuden a orientarse, pero también a preservar su
identidad ante sí y ante los demás» (Pol, 1994).
Los referentes sociales o espaciales pueden ser más
difusos o más precisos, cuanto más precisos nos marcan
«algún sentido de ser parte de una sociedad por
pequeña que sea, y no de estar en una sociedad,
por grande que sea» (Alexander, 1980: 97).
Recrear la cognición y percepción del espacio físico
y del entorno social es un primer paso fundamental para
recobrar el sentimiento de pertenencia.
Así,
la percepción diferenciada del espacio marca un primer
estadio de seguridad psíquica y social que se proyecta
más allá del entorno familiar y del espacio privado
de la vivienda. Significa una extensión territorial
de la intimidad y precisa de un fácil reconocimiento
del entorno urbano próximo que se abarca en un recorrido
peatonal, de tal manera que se pueda apreciar claramente
entre el espacio realmente conocido (interior) y el
resto del territorio urbanizado más inespecífico, impersonal
y abstracto (exterior). Paradójicamente, la oposición
no conflictiva entre área interior y área exterior permite
una síntesis: la tranquilidad urbana. En expresión de
Michael-Jean Bertrand (1981: 41) «el barrio
es también un espacio íntimo, sentirse dentro del mismo
supone descansar la atención sabiendo que, suceda lo
que suceda, no tendrá consecuencias respecto a presiones
exteriores».
Desde
esta perspectiva que establece un determinado nivel
de cognición del espacio próximo que ofrece algún grado
de integridad individual y colectiva, aparecen varios
aspectos que marcarían el mayor grado de identificación
con el espacio y la comunidad como pueden ser: las particularidades
históricas del ámbito, las particularidades físicas
del espacio, la implicación de sus habitantes en las
transformaciones espaciales y en el desarrollo social,
el tiempo de permanencia de sus residentes, el grado
de integración de sus funciones urbanas, la existencia
y disposición de los espacios públicos y equipamientos
colectivos. Aspectos todos ellos que ayudan a distinguir
los límites entre la ciudad ciertamente reconocida,
controlada, poseída y la ciudad inciertamente difusa
y extensa. Aquella presenta rasgos de equivalencia para
todos sus residentes y por tanto puede ser poseída colectivamente,
y es por ello susceptible de provocar una acción consciente
por parte de los sujetos para usar y transformar un
espacio que ya no es tal, en su sentido abstracto, porque
deviene en lugar. Así, según la simbología construida
socialmente a través de esos elementos (límites psíquicos,
hitos urbanos, hitos históricos, símbolos ambientales,
espacios colectivos) los individuos desarrollarán una
conciencia de pertenencia respecto a ese espacio y a
esa comunidad posibilitando, de otra parte, una capacidad
real de relación y de integración con la sociedad global
y el modelo urbano metropolitano.
El
espacio realmente vivido es el lugar de la vida cotidiana
donde se desarrolla la vida urbana. Sólo desde la permanencia
suficiente y estable en un ámbito, el tiempo de estancia
dedicado a relacionarse, a trabajar, a consumir o a
gestionar es lo que hace posible la recreación del lugar
de lo cotidiano y éste cobra todo su sentido cuando
la propia acción humana o urbana va determinando la
vida cotidiana. Asumimos aquí la idea expresada por
Lefebvre (1967)
de que la vida cotidiana corresponde al nivel de la
realidad social que constituye el centro real de la
praxis.
Cuando
el uso de la calle es intenso, pero flexible y versátil,
no exclusivo, ni excluyente (tiene diversas utilidades
según colectivos y momentos), y en consecuencia, ese
uso deviene en hecho social y socializador, estamos
ante procesos dinámicos de interacción del individuo
con su medio, y de los ciudadanos entre sí a través
de ese medio. Así, por medio de los procesos cognitivos
y de identificación, en un entorno dominable geográficamente,
se asientan las bases para el acceso social al espacio,
en definitiva para la apropiación del lugar. La apropiación
es, por tanto, la culminación de un proceso en el que
el sujeto se hace a sí mismo a través de sus propias
acciones y se encuentra en disposición de experimentar
una práctica colectiva en el uso del espacio que hace
de éste un objeto a defender, o por el contrario, en
determinados momentos puede ser susceptible el desarrollo
de procesos que se inclinan a una transformación consciente
y deseada del mismo.
En
todo caso, la apropiación del espacio ineludiblemente
ligado a la posesión colectiva del mismo, remite a
tener algo en común. Esto le da un cierto carácter
que influye y refleja los sentimientos de la gente sobre
la vida en él y los tipos de relaciones que establecen
los residentes (Keller, 1971), y por tanto,
implica unos procesos de sociabilidad, de relaciones
diversas, de sistemas de comunicación, que tienen su
correspondencia en la presencia de diversas redes sociales
entrecruzadas e interconectadas.
El
entorno urbano, si es adaptable, dominable, y es apropiado
por los sujetos que viven esos distintos espacios sirve
como soporte para una autorregulación de la ocupación
y del uso del mismo. Los valores compartidos y el arraigo
de perspectivas comunes respecto de las áreas mediadoras,
ya sean espacios públicos o comunitarios, abiertos o
cubiertos, favorecen y posibilitan el contacto, el encuentro
y el uso recíproco del espacio. Una densidad habitacional
y de actividades adecuadamente integradas que conceden
la facultad del trasiego por lugares y entornos permeables
y reconocidos, aunque no sean el propósito del destino
del desplazamiento, dan pie a encuentros imprevistos
o a presenciar escenas espontáneas que tienen sus propias
consecuencias personales, sociales y culturales, pero
que recrean la vida urbana hasta un grado peculiar.
En el espacio urbano se tejen gran parte de las redes
sociales de una diversa naturaleza y por ello es fundamental
priorizar un diseño y organización adecuado del espacio
público urbano.
Por
el contrario, las relaciones planificadas propias del
modelo de urbanización que vienen a impulsar la consolidación
de una «accesibilidad sin densidad», ya sea mediante
la movilidad motorizada, la telefonía o las denominadas
autopistas de la información, «difícilmente pueden recrear
la experiencia urbana en su plenitud» (Hannerz, 1986:
136). El creciente predominio de la planificación de
las relaciones sociales supone una selección en las
mismas que refleja no sólo la desvinculación del sujeto
del territorio y la mayor despersonalización en las
mismas relaciones, sino que también significa la no
presencia del otro y el desconocimiento e incomprensión
de otros estilos de vida diferentes. Se quiebra la alteridad
y con ello se restringen al máximo las constelaciones
de redes sociales y la propia seguridad. Como diría
Ch. Alexander (1980) la urbanización nos
lleva a «la sociedad de baja comunicación». Y no podemos
olvidar los riesgos que ello comporta, en expresión
de Jordi Borja y Manuel Castells (1997:
16) «sin un sistema de integración social y cultural
que respete las diferencias pero establezca códigos
de comunicación entre las distintas culturas, el tribalismo
local será la contrapartida al universalismo global».
La
cohesión social, tan amortiguadora de conflictos, y
tan conveniente para la seguridad colectiva y personal,
es inversamente proporcional a cuanto mayor distancia
física y social se establezca, y a cuantos menores recursos
para la coexistencia se conformen. La proximidad entre
los ciudadanos que comparten espacios variados y servicios
diversos, y la proximidad de las distintas funciones
urbanas procuran el máximo de interacciones posibles.
Efectivamente,
las condiciones de coexistencias múltiples que vienen
a definir lo que hemos denominado como ámbito de Barrio-Ciudad,
son susceptibles de establecer los medios de transmisión
necesarios para que los sujetos puedan definirse a sí
mismos y definir su propia territorialidad. Es decir,
el tiempo de permanencia en un lugar, que potencia la
mezcla de funciones del Barrio-Ciudad, retroalimenta
su propia esencia, ya que la propia densidad de las
redes sociales marca la territorialidad de su capacidad.
La mezcla de funciones y de usos en un territorio físicamente
abarcable y dominable permite que cada sujeto pueda
participar de distintas redes de una forma simultanea
poniéndolas así en una relación continuada, e incrementando
igualmente el espesor de su densidad. En consecuencia,
el efecto de retroalimentación entre el espacio reconducido
a una escala humana y las redes sociales que en él se
pueden desarrollar, hace que éstas se consoliden en
términos de mayor frecuencia e intensidad en las relaciones,
y mayor densidad y fuerza en los contenidos de la comunicación.
A
propósito de ello y haciendo nuestras las consideraciones
de U. Hannerz (1986:
199), «en una estructura tan diferenciada, el individuo
tiene muchos tipos de participaciones situacionales,
es decir, papeles (roles), y las oportunidades para
hacer diversas combinaciones de éstos en el repertorio
de cada uno pueden ser considerables. Donde son más
variados los repertorios de papeles y, en consecuencia,
también las redes, las combinaciones más o menos originales
de experiencias y recursos ofrecen espacio para adaptaciones
y estrategias innovadoras. En general, parece que donde
las constelaciones de papeles son variados, los individuos
son así mismo más capaces de encarar tensiones y conflictos
nuevos y nunca ensayados y mientras que donde las constelaciones
son recurrentes, es más probable que haya soluciones
institucionalizadas para tales problemas».
La
participación de los sujetos en distintas redes de naturaleza
muy diversa: laborales, de conocimiento personal, categoriales,
funcionales, nos lleva a otras dimensiones del hecho
urbano o humano. La existencia de múltiples redes consolidadas
y duraderas pueden facilitar el crecimiento y extensión
de múltiples actividades, crear y sostener recursos,
y establecer medios de comunicación propios como periódicos
locales, televisiones y radios locales. Los contactos
directos unidos a las mayores posibilidades de aplicación
que ofrece el desarrollo tecnológico en el campo de
las comunicaciones ofrece la potencialidad de instaurar
nuevos vehículos de comunicación que operen con mayor
agilidad las múltiples interacciones, que acerquen los
administradores a los administrados, que ofrezcan mayor
capacidad de participación pública, mayor densidad de
comunicación y mayor capacidad de decisión.
Pero
ello se inscribe en otra dimensión que debe intervenir
en la definición del Barrio-Ciudad, aunque eso sí, se
parte de la presencia de iniciativas que se desarrollan
desde un tejido asociativo que a su vez tendrá mayor
expresividad y potencia cuanto mayor sea la cohesión
social y, por tanto, mayor densidad obtenga el tejido
social.
Un
modelo urbano para la participación y gestión de la
política
La
ciudad será sostenible y gobernable si se convierte
en un espacio de la cooperación que permita una profundización
de la democracia urbana y para que esto sea una
realidad se precisan de unas condiciones urbanas que
hemos querido identificar con aquellas que vienen a
definir el concepto de Barrio-Ciudad. Fundamentalmente
cabe reseñar, al menos, cinco aspectos que nos parecen
indispensables para poder desarrollar mecanismos participativos
que posibiliten la autoimplicación
responsable de los ciudadanos con su entorno más inmediato:
-
La
democracia urbanasólo puede basarse en una adecuada
combinación de la autonomía local y la proximidad.
El Principio de Subsidiareidad
complementa ambas ideas y se entiende como un recorrido
que recoge a todos los actores sociales implicados
en los procesos urbanos.
-
La autonomía local remite a la mejor posición y adaptación
de los gobiernos locales a las condiciones y realidades
concretas del territorio y de las poblaciones, aunque
precisa de estrategias y de políticas de concertación
que permitan el desarrollo de la intervención de los
gobiernos locales sobre esos territorios y poblaciones.
En consecuencia, más competencias y recursos. Mientras,
la legitimación de la citada autonomía viene de la
mano de la proximidad, de la mejor aplicación y eficacia
que de ella se deriva.
-
La
democracia urbana será pues producto de procesos
de descentralización y desburocratización
política y administrativa en una estrategia de equilibrio
y articulación entre lo local y lo global, de tal
forma que permita el protagonismo de los sectores
sociales directamente implicados en las nuevas problemáticas
urbanas.
-
La
proximidad remite a la idea de que el desarrollo de
las posibilidades de los sujetos para implicarse en
el proceso de toma de decisiones se haya en proporción
inversa en relación a la dimensión del ámbito de actuación.
Es indudable que la participación con mayor intensidad
se puede dar con mayor facilidad en la medida que
el ámbito de actuación sea más pequeño, pero también
que la eficacia política requiere de un ámbito lo
suficientemente amplio para ser capaz de sostener
la gestión sobre sus recursos. De lo que se deriva
que los distintos niveles y mecanismos de participación
son múltiples, aunque deben ir acompañados de la mayor
descentralización posible, desde la decisión sobre
la transformación y diseños de espacios comunitarios
hasta la elección directa de los cargos públicos del
Barrio-Ciudad. Establecer estrategias encaminadas
a implicar a los sujetos sobre aquellas decisiones
que les incumben, requiere innovación en los modelos
y formas de representatividad y que los responsables
y cargos electos de la vida social y política estén
presentes en ella y sean parte de las propias redes
locales de barrio. Al respecto, de la idea de proximidad
y de descentralización, nos parece suficientemente
clarificadora la siguiente expresión de Jordi Borja
y Manuel Castells (1997: 297): «La descentralización
debe basarse en continentes o zonas territoriales
(distritos) que tengan personalidad histórico-geográfica
y/o socio-cultural, es decir, que hagan posible la
existencia o construcción de una identidad colectiva.
Asimismo, deberán tener una imagen física lo más clara
posible (es mejor que sean arterias importantes las
que delimiten los distritos, que unan o no separen)
o puedan serlo. Los distritos requieren un tamaño
suficiente (de población y de superficie) para hacer
posible el ejercicio o gestión de funciones y de servicios».
-
Finalmente,
la proximidad como potencialidad de una política activa
y participativa, remite a la idea del encuentro,
donde el reconocimiento y promoción de las iniciativas
sociales y del Tercer Sector en su conjunto, aparece
como un requisito de innovación imprescindible para
el desarrollo de procesos de cohesión social, de corresponsabilidad
y en definitiva de optimización de la Calidad de Vida
en la ciudad. Más en particular, reforzar el tejido
social significa, sobre todo, reforzar el tejido asociativo
en su vertiente de incrementar su capacidad y competencia
para gestionar (o co-gestionar) los servicios y equipamientos
en un contexto de nuevo modelo urbano como el que
puede representar la idea de Barrio-ciudad. No obstante,
todo ello requiere de una renovada cultura de la intervención
pública de la que hablaremos en el último capítulo.
Reconsiderar
los equipamientos desde la calidad de vida
El
término equipamiento es un concepto etimológicamente
de muy reciente aparición que va aparejado a la consolidación
de la sociedad industrial en su etapa más avanzada.
Es por ello un concepto producto de la modernidad, aunque
no pueda afirmarse que no cuenta con un amplio cuerpo
teórico, antes bien al contrario, se trata de un término
que ya es clásico y cuya presencia se hace imprescindible
en los análisis de ciencias sociales sobre el hecho
urbano. Si bien la elaboración teórica sobre los equipamientos
se encuentra sometida en su evolución a continuos y
rápidos cambios sociales. Ello ha generado un cierto
debate que en nuestro país[6]
se hace más ostensible, sobre todo, si lo contemplamos
desde la perspectiva de la naturaleza compleja y el
sentido transversal de los equipamientos.
No
en vano se ha puesto de relieve la ambigüedad del término
que engloba frecuentemente a medios de producción junto
con medios de consumo (Leal, 1979), y más
recientemente, en un mismo sentido, aunque más matizado,
se ha planteado la inexistencia de una definición unívoca
del concepto de equipamiento social. Si bien desde el
carácter social se puede separar lo estrictamente social
con respecto a lo que se considera económico, o a lo
productivo, es decir, «el carácter social de los equipamientos
se plantea en oposición a las actividades económico-productivas
en las que prevalece el aspecto de producción de bienes
y servicios» (Gavira, 1993).
Pero también, como señala Martínez Pardo (1985),
«la dicotomía de si un equipamiento entra en la esfera
mercantil o no, tampoco nos define el equipamiento,
simplemente lo relaciona con la circulación. Una definición
más comprensiva de equipamiento sería aquella que englobara
el objeto inmobiliario, su valor de uso, los procesos
sociales que aseguran su producción, su mantenimiento,
la accesibilidad e incluso el propio proceso de apropiación
real».
Ello
muestra el carácter complejo del concepto de equipamiento
al jugar un papel de nexo de confluencia de distintas
dimensiones humanas: sistémicas-estructurales, espaciales
y relacionales. Actividades y acciones humanas muchas
veces distanciadas funcionalmente. Así, desde la dimensión
estructural-sistémica los equipamientos permiten los
niveles suficientes de integración y de consenso que
mantienen los conflictos y desigualdades sociales bajo
equilibrios mínimos, es decir, de contradicciones compatibles
bajo una tolerancia relativa (la unidad de los contrarios).
Desde una perspectiva espacial se viene a acotar su
delimitación al excluir todo lo referente a infraestructuras
y vivienda, junto con ellos y de forma complementaria
se da cuerpo a la estructura urbana, o lo que es lo
mismo, se incorporan a las funciones urbanas espacialmente
separadas, expresadas en la zonificación urbana. Los
equipamientos representan el soporte físico, la dimensión
espacial de los bienes de consumo colectivo (Cortés
y Leal, 1995) y desde esa perspectiva el contenido
del consumo colectivo en palabras de C. Gavira (1993)
«implica la existencia de un conjunto de usuarios en
el mismo lugar y al mismo tiempo». El consumo viene
definido por la atracción de las cualidades intrínsecas
del equipamiento, mientras que el factor de ser producidos
y usados colectivamente les confiere el carácter de
ser espacios de convergencia (encuentro y contacto)
creando así las condiciones para la socialización y
para la comunicación entre los ciudadanos.
Precisamente
la consolidación de la socialización del consumo y su
creciente ampliación, significan la constatación de
la transformación de los modos de vida ligados al desarrollo
urbano. Ampliación que implica, debido a que las características
del consumo colectivo se enmarcan en gran medida en
el campo de las necesidades humanas, una distribución
de unos recursos colectivos en momentos y lugares determinados
que precisan de una producción, mantenimiento, uso y
gestión controlados desde el sector público. La flexibilidad
delimitada por una intervención mixta en cada uno de
esos aspectos, aunque fundamentalmente en los contenidos
(definición, utilización y gestión), por parte del sector
privado y/o mediante mecanismos de participación de
los usuarios nos introduce en un campo de debate que
podemos iniciar desde el carácter dialéctico de los
equipamientos, las dotaciones y los servicios.
La
dialéctica de los equipamientos
La
teoría clásica de los equipamientos tradicionalmente
se ha inscrito en la lógica del Estado del Bienestar,
si bien cabe diferenciar entre distintos enfoques que
en rasgos generales dejan al descubierto una bifurcación
en la reflexión sobre los mismos, según se incida en
la función del Estado o según se incida en los objetivos
de la política del Bienestar. El avance de la acción
del consumo frente a la acción del producir viene a
consolidar la disminución de la influencia del mundo
de lo doméstico, y por contra supone la mayor influencia
del Estado como ente totalizador, ya que éste, en su
creciente colonización, ha sido un usurpador de funciones
que eran propias de otras instituciones de naturaleza
muy restringida como puede ser la familia. Aunque la
unidad de consumo sigue siendo el individuo, o la unidad
familiar, sin embargo, el acceso al consumo se ha realizado
colectivamente y cada vez ha ido creciendo más la influencia
exterior, en detrimento de la influencia desde la esfera
de lo doméstico. Desde esa constatación ampliamente
compartida podemos ver cómo las diferentes dicotomías
combinadas entre Estado, usuarios y mercado nos van
a marcar la pauta dialéctica y multidimensional que
envuelve la teoría de los equipamientos.
En
primer lugar, y desde una perspectiva de crítica del
sistema social, de principios más radicales, los equipamientos
colectivos se incluyen en una lógica de reproducción
del sistema capitalista como mediadores para la integración
e incorporación a la totalidad del sistema (Fourquet
y Murard, 1978),
en donde el sector público ostenta la facultad de garantizar
las condiciones generales de la reposición ampliada
de la fuerza de trabajo. Reposición que en una sociedad
postindustrial obtiene un temperamento que atraviesa
y es atravesado por factores de índole cultural y simbólico,
de tal forma que en una sociedad del consumo, ésta se
reproduce sobre sí misma legitimándose ideológicamente,
al sostener y dar significado a diferentes soportes
de distinta naturaleza sistémica (residenciales, productivos,
culturales, consumo). Desde esa perspectiva los equipamientos
se presentan como mediadores para la transmisión de
la ideología dominante y al tiempo creadores de consenso
social, mantenedores de la hegemonía[7].
La traslación desde esos mecanismos de integración sistémica
a la dimensión territorial de los equipamientos colectivos
le dan un significado como elementos que conforman un
agregado, en ese sentido los equipamientos «han representado
--en palabras de F. Roch (1985: 23)-- siempre
un aspecto marginal en la práctica del planeamiento
urbano y de su ejecución. Algo que venía después, como
un complemento necesario y mínimo, de haber diseñado
la maquinaria principal productiva de la ciudad».
Una
segunda perspectiva, desde una lectura más cercana a
los intereses de los usuarios, más desde la dimensión
de las necesidades sociales, intenta superar ese carácter
de complemento que han marcado la predominancia de concepciones
empobrecedoras y simplistas en la definición de las
intervenciones institucionales en los servicios y equipamientos.
Se pone en evidencia la contradicción entre los equipamientos
como elemento de adecuación de la fuerza de trabajo
y los equipamientos como exigencias de los ciudadanos
para conseguir mejoras cualitativas en sus condiciones
de vida «y esta contradicción sólo puede ser entendida
desde un punto de vista histórico y dialéctico» (Tobío, 1982:
138).
Esa
perspectiva de los sujetos-usuarios tiene a su vez una
doble vertiente funcional en la consecución de un objetivo
como es la cohesión social. Por una lado, una función
cuya estrategia va encaminada a defender un sistema
de equipamientos entendido como base para alcanzar un
consenso social, a través de la determinación del equipamiento
como salario social indirecto. Y una segunda
vertiente que refuerza al equipamiento como espacio
para el consumo colectivo, en un sentido de desarrollo
de procesos encaminados hacia la vertebración del tejido
social. El equipamiento, en esta última lógica que es
la que más nos interesa desarrollar aquí, puede representar
el espacio común y comunitario donde la colectividad
se reconoce a sí misma, formando una red de lugares
identificados sobre los que se desarrollan las redes
sociales y la sociabilidad.
La
construcción conceptual del equipamiento como salario
social indirecto tiene como pretensión paliar las desigualdades
de la economía de mercado mediante la distribución generalizada
de los servicios básicos del estado del bienestar, como
son la salud o la enseñanza, a lo que se vienen a sumar
los servicios asistenciales especializados para aquellos
segmentos más desfavorecidos o claramente excluidos.
La aspiración de los ciudadanos por su incorporación
al sistema urbano en unas condiciones que vayan más
allá de los mínimos sociales imprescindibles, ha dado
lugar a una cultura de la reivindicación que, sin llegar
a superar las condiciones de enajenación de los usuarios
de la gestión de los servicios, eso sí, vienen a complejizar
las estructuras sociales y la naturaleza de los conflictos
urbanos. Mientras, la dinámica proclive a mantener el
control y la regulación de las necesidades sociales
en el ámbito exclusivo del dominio institucional conlleva
una búsqueda de la eficacia igualitaria, y de una simplificación
de los instrumentos técnicos, que se traduce en el principio
de aislamiento funcional y administrativo entre las
diversas categorías de intervención social y de éstas
con los soportes de la estructura urbana. En este sentido
los recursos públicos destinados a los servicios se
han encontrado sujetos a los instrumentos y criterios
cuantitativos y parcelarios propios del pensamiento
positivista científico, dando soluciones simples a problemas
no puestos en relación. En cierta sintonía con ello
los movimientos sociales urbanos de carácter marcadamente
reivindicativo, integrados en esa misma lógica del pensamiento
simple, no han sido capaces de superar los enfoques
cuantitativos y los mecanismos de parcelación, y en
consecuencia, no han sido capaces de cuestionarse la
hegemonía institucional cuyos mecanismos de control
y de estrategia encaminada a consolidar su presencia
y su práctica pueden estar llevando a la quiebra la
utilidad y rentabilidad social de los equipamientos
(Hernández Aja, 1993a).
Los
equipamientos desde la lógica del Estado del Bienestar
El
importante debate sobre el equipamiento en la ciudad
se encuentra mediatizado por las intensas y rápidas
transformaciones a las que se ve sometida ésta. En un
principio, desde los efectos perversos de la fuerte
expansión de la urbanización, el denominado desarrollismo
de las ciudades españolas en la década de los años 60,
se ha puesto el acento sobre el desequilibrio generado
por la inexistencia de equipamientos en las periferias
urbanas de reciente creación. La respuesta, en un contexto
de escasas competencias desde los municipios y sin unos
canales institucionales suficientes, adecuados y democráticos,
sólo puede producirse bajo los efectos de una fuerte
tensión social que se manifiesta en el surgimiento de
enérgicos movimientos sociales urbanos que reivindican
el derecho a que los nuevos barrios y urbanizaciones
lleguen a equipararse a la ciudad de los ciudadanos.
Los
fuertes desequilibrios en las grandes ciudades españolas
y los conflictos sociales que se derivan de los mismos
implican muchas veces largos contenciosos, y a veces
soluciones por vía de urgencia que implican desenlaces
inapropiados desde las perspectivas de la articulación
espacial y de la vertebración social de los equipamientos.
Ese período que se ha dado en denominar como de crisis
urbana, por otro lado aún no resuelta de forma completa,
se afronta tras la normalización democrática en los
entes locales desde orientaciones de superación y contraposición
al desorden urbano. Como consecuencia, en la década
de los ochenta emerge con fuerza una cultura de la planificación,
y en concreto del planeamiento urbano como mejor manera
de acometer los desequilibrios estructurales de las
ciudades. Y como aspecto relevante los equipamientos
constituyen un elemento central dentro del planeamiento,
y éste es un hecho nuevo (Tobío, 1982).
Si
la década de los años 60 en las grandes ciudades se
caracteriza por una desestructuración de los tejidos
urbanos y una desvertebración de los tejidos sociales, en la década de los
70 se vienen a cuestionar los efectos de ese desarrollismo
y la inexistencia de elementos institucionales mediadores,
aspectos ambos que producen un modelo de movilización
social que fue significado como el de «la participación
por irrupción»[8]
y que a su vez fue la antesala y el substrato de otra
dinámica social más integrada, ya bajo otras circunstancias
más democráticas, que pudo arroparse en nuevos mecanismos
institucionales, y también en un contexto de apuesta
decidida por el planeamiento urbano, aspectos ambos
que obtienen una correlación con otro tipo de participación
ciudadana: «la participación por invitación»[9].
Si bien ambas formas de definir la participación en
función de diferentes contextos mantienen una línea
común en la referencia de la reivindicación de
los equipamientos y de los servicios. En el primer caso
más desde una óptica de la exigencia y la fuerza de
la movilización, y en el segundo más desde una óptica
de la consulta y la alegación razonada. Se consolida
un cierto consenso en torno al estado de bienestar que
delimita las acciones institucionales en un sentido
de la redistribución del salario social indirecto, pero
que también apuntilla la separación entre los procesos
de decisión y los usuarios afectados por esas decisiones.
La complejidad técnica justifica esa separación y de
facto se producen, como señala Clementi (1979),
divergencias entre la cultura específica de los técnicos
y la cultura de la comunidad.
El
planeamiento urbanístico y la planificación de los equipamientos
abren pues nuevas perspectivas que permiten canalizar
las demandas y necesidades desde una lógica institucional.
El planeamiento fuerte se eleva a nuevo paradigma
de la satisfacción de las necesidades estableciendo
criterios técnicos que ejercen de filtros entre las
necesidades sociales y las intervenciones de las instituciones.
En palabras de C. Gavira (1993:
5), «el filtro actúa en un sentido de imponer la lógica
del sistema institucional de oferta en el proceso de
individualización de las necesidades reduciéndolo a
demandas que serán tratadas políticamente».
C.
Gavira determina los objetivos
de los estándares como instrumento en la planificación
de los servicios:
-
Adoptar
políticas selectivas en función de las condiciones
reales de necesidad de la demanda.
-
Medir el valor de las necesidades en relación a los
recursos materiales disponibles y a las exigencias
de intervención de los entes locales.
-
Practicar
soluciones de oferta que comprendan los costes de
producción de gestión de los servicios (Gavira, 1993).
Esa
lógica del orden institucional reproduce una cultura
dominante, que también es la suya propia, a través de
determinados instrumentos que separan sectores, clasificando
a los usuarios en función de sus demandas, reduciendo
la realidad social, y estableciendo criterios unidimensionales
y exclusivamente cuantitativos. La separación de los
servicios en categorías funcionales simples ha precisado
del establecimiento de estándares normativizados,
a la vez que una estratégica clasificación de los usuarios
permite realizar simples correspondencias de cada una
de las categorías sociales con cada uno de los tipos
de servicios. La consolidación de una cultura distributiva
sin más, dificultará el reconocimiento de la interdependencia
entre los problemas y las necesidades, entorpeciendo
la profundización en procesos de desarrollo social que
tengan su origen en el reconocimiento de las potencialidades
y sinergias de la puesta en relación de los problemas
y de los contenidos y modelos de gestión de los servicios
y equipamientos. La razón de la cantidad tiende
a subrogar la razón de la cualidad, como dice
Clementi (1979):
«la especialización de equipamientos corresponde a una
estructura administrativa atomizada, acostumbrada a
encargarse de necesidades seleccionadas específicamente
según categorías... y sin esbozar soluciones que requieran
una coordinación funcional y de gestión de los diferentes
equipamientos. Las consecuencias son una escasa eficiencia
económica y un bajo rendimiento social».
El
debate en nuestro país es especialmente apasionado en
el cuestionamiento del enfoque técnico en la planificación
de los equipamientos. Precisamente la fuerte dinámica
social motivada por los profundos cambios políticos
y sociales propios de la etapa de transición política
proporciona un enfoque crítico, que si no es en todas
las ocasiones totalmente contrario a la estandarización,
sí pone en evidencia los límites de la normativización
y de los criterios de medición exclusivamente a través
del establecimiento de estándares como método para cuantificar
las necesidades sociales. Así, distintos aspectos son
resaltados en distintos momentos y por distintos autores,
como pueden ser la concepción estática de las necesidades
y la dificultad de adecuación de los estándares a las
necesidades de los sectores marginados (Leal, 1979),
los estándares entendidos como un corte en un proceso
dinámico y como juicio de valor sobre el mismo por parte
de quienes lo adoptan (Más, 1980), los estándares
como excusa tecnocrática que cristalizan las necesidades
sociales (Sánchez Casas y Lles, 1985), la mágica apariencia de la realidad
y el conflicto exorcizado por la cuantificación (Gavira, 1993),
los estándares constituidos únicamente como el cumplimiento
burocrático de una garantía cuantitativa (NPG, 1995)...
Todos
esos inconvenientes que manifiestan una lógica unidimensional
construida bajo los parámetros del igualitarismo nos
conducen por un lado a la exclusión de determinados
sectores que son residuales en nuestro sistema urbano,
pero también muestra la incapacidad para recoger la
compleja diversidad social que es además tendencialmente
creciente en nuestro sistema social. En buena parte,
el problema estriba en que el carácter cambiante de
las necesidades sociales precisa de una permanente revisión
de los estándares normativos (Cortés y Leal, 1995),
por otro lado difícilmente asumible por un pesado y
rígido aparato administrativo ineficaz para revisar
los parámetros de medición en los momentos y ámbitos
adecuados. Pero además esas necesidades cambiantes exigen
otros criterios y mecanismos que se escapan de la tecnocracia
cuantitativa. Hay otros elementos en la satisfacción
de las necesidades como la accesibilidad, el diseño
de los contenedores y su entorno inmediato, la articulación
de los espacios, la disponibilidad horaria de los servicios,
la calidad de los servicios o la apropiación de las
actividades, que no pueden desarrollarse adecuadamente
bajo el paradigma del culto a la medida.
Ya
autores como Preteceille (1975)
apostaban por una inversión de los términos de la lógica
institucional administrativa de tal manera que la intervención
pública viniera determinada por el análisis diferencial
de las necesidades y no al contrario, como se produce
desde el fraccionamiento departamental de la administración.
Para ello sería precisa la elaboración de un conjunto
de indicadores en interacción con capacidad para establecer
los aspectos de diferenciación en la relación entre
población y equipamientos. Mientras en nuestro país
merece especial atención la síntesis realizada por Gavira (1993)
cuya contribución va encaminada a la formulación de
nuevos instrumentos de medición, en sustitución de la
óptica operativa de estándares por otra de indicadores
de prestación de los servicios[10]
que viene a incorporar nuevas propuestas de instrumentos
participativos de los usuarios y nuevos análisis de
carácter cualitativo.
Desde
los nuevos contextos otros modelos: el planeamiento
débil
El
proceso de metropolitanización
en las grandes ciudades ha seguido incesante su expansión
urbana, de forma más desordenada en la década de los
60, y de manera más ponderada, con la sobriedad e implantación
de la denominada austeridad urbanística (Campos
Venuti, 1982), que se traduce en la implantación
de un planeamiento fuerte en el primer lustro
de la década de los 80. Ese proceso urbanizador continuado
ha tenido su proyección sobre los modelos de implantación
de los equipamientos. Si primero fue la carencia o la
inexistencia de los mismos, para posteriormente pasar
a una puesta al día en las periferias urbanas y cierto
reequilibrio, finalmente la propia lógica de la urbanización
viene a presentar la maduración de nuevas tendencias
al final de los años 80 y principios de los 90. La continuada
transformación de los equipamientos en el proceso de
cambio-destrucción de los centros históricos ya venía
a desvelar el carácter diferenciado del papel de los
equipamientos en función de la escala territorial, local
o metropolitana (Tobío, 1982).
Y
ello no es sino un síntoma más, aunque muy significativo,
que manifiesta el abandono de un planeamiento que tenía
como primer objetivo restablecer el equilibrio territorial
y social de la metrópoli, por otra nueva cultura del
planeamiento cuyos objetivos se encaminan a constituir
grandes proyectos de marketing urbano y grandes
equipamientos metropolitanos capaces de jugar un papel
en la producción internacional de imágenes en ese intento
por obtener una capacidad competitiva suficiente para
incorporarse al grupo de las denominadas ciudades globales.
Esa nueva cultura del planeamiento se adjetiva a sí
misma como de planeamiento flexible[11],
que como determina R. Fernández Duran (1993)
«sepa adaptarse a las condiciones cambiantes de la economía,
y que permita dar respuesta a los intereses privados
sobre determinadas áreas de la ciudad destacando la
relevancia del Proyecto concreto, que plasma
estos intereses en el espacio, sobre el plan a largo
plazo, inmutable y que define una imagen precisa de
la ciudad, hacia la que todas las acciones públicas
y privadas se deben encaminar». Otros autores como López
de Lucio (1993) reflexionan sobre la Cultura
del proyecto frente a la cultura del plan
que en las prácticas urbanas supone de hecho un desvanecimiento
de la teoría urbanística y con ella
del interés común y de las estrategias globales para
alcanzarlas. La economía mundializada y su plasmación
sobre las acciones territoriales, encaminadas a una
mayor expansión de la urbanización, precisan desembarazarse
de las estrategias urbanas de largo plazo para apostar
por los intereses sectoriales y los grandes proyectos
puntuales de corto plazo. Bajo ese paradigma, el planeamiento
sólo sirve como un término de usar y tirar y un buen
exponente de ello es el Nuevo Plan General de Madrid
que desde las críticas suscitadas desde distintos medios
profesionales[12],
en torno al debate generado por una propuesta de planeamiento
muy confusa, se pueden resumir en cuatro aspectos clave
que vienen a definir lo que connota el planeamiento
débil:
-
La
flexibilidad del planeamiento, lejos de orientarse
hacia una sensibilidad para incorporar sectores y
entre cruzar análisis de las disfunciones urbanas
cambiantes, esconde una propuesta descomprometida, donde la accesibilidad, la integración, el
equilibrio territorial, la vertebración social y la
sostenibilidad ambiental, son dimensiones subordinadas
a la lógica de la eficacia.
-
La
ambigüedad calculada sobre el modelo de ciudad que
muchas veces se torna en sentidos ambivalentes y contradicciones,
se evidencian al proclamar intervenciones no compatibles
y contrarias entre sí.
-
La desvinculación total entre los análisis y propuestas
por un lado, y el programa y la gestión por otro.
El planeamiento no puede comprometer su ejecución,
se defiende. El programa prioriza aquellas acciones
e inversiones en función de los recursos disponibles
en cada momento, obteniendo por tanto un carácter
no vinculante. En definitiva, se hace más énfasis
en la gestión del corto plazo, relegando a un segundo
plano el sentido estratégico de largo plazo.
-
La desvinculación entre el programa y los análisis
tiene su correlato en la falta de enfoques destinados
hacia la integración de los procedimientos que permitan
una coordinación de las administraciones y agentes
implicados, una participación ciudadana que supere
el mero simulacro y una conexión entre los análisis
y propuestas con la gestión futura del plan.
Desde
esos límites propugnados desde el planeamiento débil
se hace más ostensible la distinción entre los grandes
equipamientos, que están al servicio de la imagen de
la metrópoli cosmopolita, y los equipamientos proporcionados
para la articulación y el desarrollo social, de carácter
local y que son considerados como los soportes y las
actividades básicas para la vertebración social (Hernández
Aja, 1993a). Esa diferenciación se basa, por
tanto en una selección de prioridades que viene a establecer
la primacía en las actuaciones públicas, y en sus correspondientes
inversiones, de los primeros sobre los segundos.
Sin
embargo, se produce la paradoja de que esos nuevos modelos
de intervención en su doble vertiente social y territorial,
presentan rasgos que desentonan con los rápidos cambios
sociales que se producen. Los nuevos valores y las nuevas
prácticas sociales que están produciendo una rápida
modificación en los modos de vida y en la vida cotidiana
de los urbanitas hace que las necesidades sociales sean
cada vez más difíciles de satisfacer. La creciente diversidad
de condiciones sociales y la amplia gama de movimientos
reivindicativos, junto con el cuestionamiento cada vez
mayor respecto de la disponibilidad de los recursos
públicos, y con dificultades cada vez mayores para hacer
compatibles con la calidad de vida los efectos derivados
de los grandes proyectos e infraestructuras, hace que
la prestación de los servicios demandados sea crecientemente
compleja. Es decir, ya el Sector Público no siempre
puede asegurar el encauzamiento de las nuevas necesidades,
abriéndose fisuras por donde escapan nuevas posibilidades
en la producción de los servicios que van más allá del
dominio de la lógica institucional. Se despeja un dilema,
pero en un sentido ambivalente: el equipamiento lucrativo
o el equipamiento comunitario. Pero parece aconsejable
reflexionar primero sobre cuáles son las nuevas necesidades,
quiénes son los nuevos sujetos, y cómo son las nuevas
condiciones.
Comunidad
versus mercado, local versus metrópoli
Podemos
hablar de la emergencia de nuevos sujetos sociales que
se expresan en el consumo, y no tanto en el mundo del
trabajo (Gavira, 1993). Si bien, habría que desgranar la
diversidad que encierra esa manifestación. Con la sociedad
industrial se produjo una fragmentación del tiempo que
se complejizó con la consolidación
del Estado de Bienestar, se podían establecer claras
fronteras entre el tiempo de trabajo, el tiempo para
la formación, el tiempo para la reproducción. Pero en
el advenimiento de la sociedad postindustrial esa fragmentación
del tiempo se complejiza aún más y cobra todo su sentido
el denominado tiempo libre (descanso, ocio, consumo,
doméstico, sociabilidad...) que precisa de lugares y
redes para consumirlo.
Aparecen
nuevas dimensiones sociales a través del uso del tiempo
que suponen, tal y como pone de relieve J. Leal (1979),
«la aparición de algunas necesidades sociales nuevas
tales como la sanidad, las vacaciones, el descanso de
los fines de semana, etcétera es una consecuencia directa
de las exigencias de la producción, ya sea porque la
misma exigencia de producir más lleve a fomentar el
consumo de esos objetos que hay que producir, o porque
los cambios en las condiciones, los ritmos y la intensidad
de los procesos de trabajo lleva a nuevas exigencias
en la reposición de esa fuerza de trabajo». Ese mismo
análisis desde una lectura más económica conectaría
con los profundos cambios que se producen en la estructura
económica y la organización del trabajo y cuya determinación
supondrían cambios en la estructura social, en las relaciones
sociales y en las estructuras familiares.
Pero
también el consumo del tiempo libre y las formas que
éste adopta nos marcan las diferencias en una estructura
social de creciente complejidad; es decir, entre diversos
sujetos sociales que acceden al consumo del tiempo libre
de forma diferenciada y que nos ayudan así a definir
necesidades que también son diferentes y que se encuentran
muy distanciadas entre sí. No todos los grupos y clases
sociales demandan los mismos equipamientos (Hernández
Aja, 1993a), unos se inscriben más en el campo
de las metanecesidades,
y otros más en el de las necesidades mínimas
imprescindibles para sobrevivir en la metrópoli. Los
primeros pueden utilizar el sistema urbano en su totalidad,
pueden consumir servicios sofisticados ofertados en
puntos diversos y distantes, mientras que los segundos
se incluyen en una cada vez más amplia capa de ciudadanos
precarizados con empleos temporales, en paro o acogidos
a programas de integración social que precisan de los
equipamientos de carácter local, próximos, accesibles
y diversos, los cuales son insustituibles para su supervivencia
en la ciudad (Hernández Aja, 1993a).
No
cabe duda que entre ambos polos hay otros sectores sociales
con empleo estable y condiciones de calidad urbana aceptable
que sin llegar a disponer de las máximas ventajas de
la movilidad y del máximo tiempo libre, o del tiempo
libre en forma de ocio, precisan de los equipamientos
clásicos del Estado de Bienestar en términos de accesibilidad
y de calidad. Pero la transversalidad y complementariedad
de las nuevas condiciones sociales hace que estos sectores
estén muy imbuidos o estén viviendo muy de cerca las
condiciones sociales que son consideradas como márgenes
de la normalidad.
La
edad y el sexo son una variable que se entrecruza con
las nuevas condiciones sociales: ancianos-solitarios,
jóvenes-parados o con empleo precario, adolescentes-con
fracaso escolar, mujeres solas-con cargas familiares,
prejubilados, mujeres con hijos-trabajadoras, adultos-parados
de larga duración, inmigrantes-tercer mundo... De entre
estos sectores los más marginados y excluidos, dada
su trayectoria y su particular experiencia vivida, en
gran medida enquistada en culturas de la pobreza, reproducen
efectos reductores ambivalentes, que en parte les sumerge
en el desanimo pasivo y les despoja de la conciencia
a la aspiración, es lo que se ha dado en llamar como
el silencio de las necesidades (Pinçon, 1978),
o bien se instalan en el hábito de vivir en torno a
la subsidiación permanente (dependientes de ayudas externas
y ajenas) que les impide superar su condición de excluidos.
En uno y otro caso no son capaces de «resentir sus necesidades»
(Pinçon, 1978).
Las
necesidades en forma de deseos se construyen en función
de dimensiones más desde las cualidades, más estructurales,
más determinados por valores emergentes y modelos culturales
al uso. Si el análisis ha discurrido tradicionalmente
sobre la ausencia de recursos que ha impedido la cobertura
de mínimos aceptables y la distribución de los mismos,
ahora también lo es el cómo la satisfacción de nuevas
necesidades que superando esos mínimos no supongan una
degradación del medio ambiente más allá de un determinado
límite máximo, y con ello la quiebra de la satisfacción
de otras necesidades, de la satisfacción de las necesidades
básicas de determinados colectivos o en otros lugares.
Se trata de reconstruir el concepto de necesidad desde
la sostenibilidad, no exclusivamente desde la carencia
relativa.
La
satisfacción de las necesidades sociales en el modelo
de sociedad occidental surgida tras la última guerra
mundial era resultado de un crecimiento que se preconizaba
ilimitado, en un contexto de apuesta por el estado del
bienestar y la concordia social como segura referencia
frente a la amenaza del modelo representado por los
países del Telón de Acero. Tanto la insistencia en el
crecimiento ilimitado con un proceso acelerado de concentración
e internacionalización de la economía, frente al todavía
mínimo avance de la conciencia ambiental en términos
de práctica política y económica, como el derrumbe de
los países del denominado socialismo real, han ahuyentado
temores y han consolidado el marco ideológico que proclama
la incapacidad, la ineficacia y los demás efectos considerados
como negativos del sector público.
Precisamente
esa situación impone un debate sobre las nuevas necesidades
respondiendo a la pregunta de a quién corresponde la
prestación de los servicios. C. Gavira (1993)
ya enuncia los distintos sentidos de la privatización
y en otro trabajo establece a nuestro entender la diferencia
fundamental entre el sector público y el sector privado.
Señala C. Gavira (1995:
4) cómo «mientras que el servicio público ciñe su ámbito
de actuación al territorio en el que ha de garantizar
su disfrute, el territorio del sector privado es un
no-lugar, ya que su frontera responde a la lógica
del área de mercado, que puede vaciar o incluso trasladarse
en función de la búsqueda del beneficio», y sólo cuando
se le impone un tipo de gestión desde lo público, más
que el dejar hacer, estará en condiciones de
ofrecer la calidad de los servicios.
Trasladado
el debate a la práctica de los equipamientos parece
que sobre el soporte siempre incidirá el Estado, pero
sobre la gestión y los contenidos irremediablemente
ya intervienen los otros dos sectores (el Mercado y
el Tercer Sector). Sin embargo, ambos sectores se dirigen
a usuarios que se encuentran muy distantes entre sí,
y adoptan objetivos y estrategias diferentes, de escalas
distintas. El mercado desde el crecimiento (cuantitativo)
y la economía internacionalizada aboga por el equipamiento
lucrativo de carácter metropolitano que refuerza
la tendencia hacia la terciarización, y que se destina a sectores sociales pujantes
y solventes con aspiraciones a tener cada vez más metanecesidades
de cuestionable sostenibilidad social y ambiental. Mientras
el sector comunitario desde el desarrollo (cualitativo)
proclama el equipamiento como «restaurador social y
ambiental», yendo más allá del equipamiento meramente
asistencial, apostando por el carácter local que potencia
la función residencial y que es apropiado para y por
sectores sociales emergentes e insolventes con nuevas
necesidades para obtener la calidad de vida en el sistema
urbanizado. El primero, todo parece indicar que seguirá
generando externalidades sociales y ambientales (movilidad,
gasto energético, distanciamientos sociales), mientras
que el segundo presenta la potencialidad de reintegrar
esas externalidades.
La
creciente fragmentación social no puede ir acompañada
de una mayor sectorialización
de los servicios y equipamientos que significan una
ampliación de los mismos y son, por tanto más difíciles
de alcanzar. Más bien la mayor complejidad social precisa
de análisis complejos y debe ir acompañada de modelos
integrales de intervención capaces de revelar permanentemente
las necesidades cambiantes y de establecer las modificaciones
de las estructuras de definición y de gestión de los
equipamientos actuales. Ello pasa necesariamente por
una mayor implicación de los sujetos en el descubrimiento
y definición de sus propias necesidades y en la participación
y decisión sobre los mecanismos adecuados para satisfacerlas.
Por
el contrario, la lógica institucional y la burocracia
administrativa que la sustenta se mueven en una paradoja
recurrente, por un lado no son capaces de atender la
compleja demanda de servicios que precisan de características
específicas según el grupo de edad y posición en la
estructura social, y de cada vez mayores requerimientos
en términos de recursos[13];
por otro lado, en el afán de mantener imágenes de marketing
electoral y estructuras clientelares provoca una inducción
de la demanda de tal forma que ésta se crea en función
de los servicios y no los servicios en función de las
necesidades de los ciudadanos. La escasa rentabilidad
social y la quiebra, más el despilfarro, son las dos
caras de la misma moneda.
En
consecuencia, el papel de los equipamientos (ver el
Cuadro 2),
entendidos éstos como satisfactores de las necesidades,
deben ser también cambiantes adecuándose a los requerimientos
de los cambios sociales. Las nuevas necesidades y la
aparición de colectivos emergentes necesitan para satisfacerse
y desarrollarse de una correspondencia en la creación
de equipamientos emergentes capaces de dar respuestas
tanto a las viejas como a las nuevas aspiraciones sociales,
pero también a los nuevos retos de la problemática social.
Cuadro 2: Papeles de los equipamientos
Se
trata de superar lo meramente cuantitativo para introducir
también los aspectos cualitativos. Se trata de asumir
la complejidad incorporando nuevas dimensiones capaces
de superar la visión simplista de la lógica del bienestar
por una perspectiva compleja de calidad de vida.
El concepto de calidad de vida permite y también obliga
a considerar el análisis de la complejidad. Es decir,
de cómo el exceso de satisfacción de unas necesidades
relativas en términos cuantitativos, que generalizadas
son insostenibles, pueden ir en detrimento del medio
ambiente y de la identidad cultural. Desde esa perspectiva
los equipamientos entendidos como base para la «restauración
social y ambiental» cumplen un efecto autorregulativo
que puede implicar la sostenibilidad del desarrollo.
Los
equipamientos como componente para la cohesión de las
dimensiones del Barrio-Ciudad
Los
equipamientos juegan un papel de entramado que atraviesa
las dimensiones que hemos desarrollado como esos aspectos
que permiten determinar el sentido y la naturaleza de
los Barrios-Ciudad. Se trata de entender los equipamientos
como eje para recomponer o recrear una sociedad articulada
que sea germen y sostén de una cultura propia, de un
proyecto de vida urbana compartido por la mayoría de
los ciudadanos de estos barrios- ciudad.
Interpretando
las palabras de los autores del Libro Verde del Medio
Ambiente Urbano (1990), la recuperación y compatibilidad
de nuestros ámbitos ciudadanos pasa por recomponer la
ciudad como proyecto, en el que «la calidad de vida
no representa un lujo sino un rasgo esencial».
Se
trata por tanto de reconstruir el término calidad
de vida en el ámbito urbano, de aportar a todos
los ciudadanos un nivel de calidad que garantice, por
un lado, la coexistencia de una estructura social diversa,
la regeneración permanente de un tejido social que es
fuente de innovación y cultura, y por tanto de riqueza
y, al mismo tiempo unos niveles de calidad material
y ambiental que den satisfacción al hecho de ser ciudadanos.
Aparece,
por tanto, la necesidad de reconsiderar la misión de
los equipamientos colectivos como base de una estrategia
de recualificación urbana que obtiene una triple vertiente:
los equipamientos como soportes para la articulación
urbana, los equipamientos como elementos para la integración
social y los equipamientos como vínculo para la vertebración
de la comunidad.
Los
equipamientos y la articulación física del Barrio-Ciudad
Los
equipamientos como espacios que ejercen una atracción
y liberan una irradiación, inducen un trasiego en los
ámbitos urbanos que apuntan al establecimiento de criterios
de accesibilidad y una localización adecuada en el tejido
urbano. Los equipamientos indiscriminadamente reagrupados
o localizados exclusivamente en los límites de los barrios
provocan deseconomías de escala y desequilibrios territoriales que
desincentiva su uso a los ciudadanos más distanciados.
La distribución de los equipamientos en el espacio debe
buscar un equilibrio que se atenga a las funciones de
integración y de vertebración que se le asignen. Determinados
contenedores polifuncionales
(sobre todo servicios administrativos) precisarán de
una cierta centralidad, mientras que espacios abiertos
(parques urbanos) que pretendan ser lugares de confluencia
y de uso compartido con otros barrios- ciudad deberán
localizarse en los límites favoreciendo la permeabilidad
de las fronteras.
Si
bien los contenedores, edificios públicos y los equipamientos
de menor umbral de servicio, de carácter más comunitario,
deben obtener una orientación en su distribución que
por un lado garanticen la accesibilidad que en términos
de distancia no deben superar en ningún caso los 400
metros con el fin de consentir un desplazamiento peatonal
de los usuarios, mientras que a la vez deben facilitar
la confluencia de sectores sociales diversos y la conexión
de tramas urbanas diferenciadas. En ese sentido ofrecen
gran potencialidad de uso y convivencialidad
los equipamientos cercanos a los límites o ubicados
en aquellos de barrios y vecindarios (como partes coherentes
del Barrio-Ciudad), jugando el papel de permeabilizadores de espacios físicos y sociales contiguos.
Otros
aspectos que deben contemplarse se refieren a la proyección
espacial que deben de obtener los edificios públicos.
La calidad del uso en un equipamiento viene dada también
por la dignidad de su posición en la trama urbana y
la calidad del espacio público sobre el que se sitúa.
La inadecuación de los espacios existentes en torno
a los edificios públicos degrada y subvalora a los equipamientos
que vierten hacia ellos, son por tanto necesarios diseños
urbanos de los espacios públicos en torno de los equipamientos,
de forma que se produzca la recuperación y creación
de espacios de calidad que dignifiquen los espacios
públicos, creando zonas de estancia y encuentro, considerando
este espacio como auténtico vestíbulo representativo
del equipamiento.
Desde
esa necesidad y considerando también el efecto de nodos
que obtienen los equipamientos desde la perspectiva
del Barrio-Ciudad, se precisa de una cierta conectividad
física de los mismos en la que deben prevalecer criterios
de uso peatonal cuidando las zonas estanciales,
áreas ajardinadas, plazas y calles comerciales que tienen
un efecto visual y perceptivo de primera magnitud. Al
respecto señala Bertrand (1981: 145-147)
cómo «la calle es representada y memorizada según el
uso que se haga de ella y la atención que se le preste;
en el momento que cambia el entorno, su valor y la percepción
del mismo varían simultáneamente... un camino sin punto
de referencia ni de atracción se considera siempre más
largo de lo que es en realidad, a la vez que parece
más corto un tramo de calle comercial».
Finalmente,
en el plano de la emergencia de las nuevas necesidades
o exigencias derivadas de la crisis ecológica de la
urbanización cabe reseñar la necesidad de reorientar
en unos casos e incorporar en otros, nuevos equipamientos
que introduzcan un desarrollo integrado acorde con las
nuevas orientaciones de medio ambiente urbano que pretenden
ser una respuesta a la crisis ecológica de la ciudad.
Se deben contemplar elementos de recuperación ambiental
(rehabilitación de edificios abandonados, bordes degradados,
regeneración de riberas y fachadas marítimas, depuración
y reutilización de aguas residuales, etc.), reposición
del medio ambiente (contenedores para la recogida selectiva
de basuras, reciclaje y reutilización), ampliación del
medio ambiente (agricultura urbana y creación de parques
forestales abiertos que jueguen el papel de espacios
de servicio urbano con actividades agrícolas y ocio
verde) y conocimiento sobre el medio ambiente (creación
de escuelas taller, granjas escuela, huertos de ocio,
etc.).
Los
equipamientos y la integración social en el Barrio-Ciudad
La
potencial atracción del equipamiento queda disminuida
por la segregación de las actividades, más bien la complementación
armoniosa de ellas puede multiplicar la intensidad de
uso. Parece por tanto contradictorio con el instinto
de éxito exigible a las actuaciones públicas, la
realización de equipamientos monofuncionales que parten
de la solución de una sola necesidad, produciendo un
doloroso efecto de espera-expulsión, durante el antes
y el después de la atención o uso, generando una deseconomía
funcional en el no aprovechamiento de las sinergias
que produciría la suma de distintas actividades en un
mismo soporte o la inclusión de estos en un espacio
más amplio.
Además,
no todos los grupos y sectores sociales demandan los
mismos servicios y ello resulta ser un fenómeno que
engorda cada vez más, en concordancia con la creciente
complejidad y fragmentación social. La integración desde
la complejidad social, y bajo el arbitrio del sentido
de la coexistencia, implica la alteridad, es decir,
el reconocimiento y el uso compartido de los espacios
colectivos con otros sectores sociales que no son el
propio de pertenencia. Los equipamientos deben ser como
plantea Hannerz (1986) «instituciones nodales en los que
muchos mundos urbanos se encuentran». Se trataría, en
definitiva, de crear espacios convivenciales
utilizando la terminología de Ivan
Illich (1978) en
su libro La convivencialidad,
entendidos como espacios de consumo colectivo diversificado
con carácter poroso en contraposición a la impermeabilidad
del funcionamiento en los equipamientos tradicionales,
que sólo sirven para un uso y sólo admiten un modelo
de gestión que es ajeno al usuario.
Por
otro lado, la existencia de nuevas situaciones demandan
nuevos espacios y servicios, entre los sectores que
amplían su peso específico en nuestras ciudades se encuentran
jóvenes parados y parados de larga duración, es creciente
el envejecimiento de la población, la vejez en soledad,
los hogares monoparentales (fundamentalmente mujeres
con cargas familiares), los jubilados anticipados fruto
de la reconversión industrial, los obreros no especializados
con contrataciones temporales cuyo problema no es tan
sólo el de recibir mayor asistencia social que palie
su situación socioeconómica, sino también la necesidad
por parte de individuos sanos de intervenir en su entorno
próximo.
Así,
parece que por un lado persiste la necesidad de equipamientos
de corte tradicional basados en la filosofía redistributiva
y de los que todavía se pueden encontrar importantes
carencias. Hay que cubrir los déficits y dar solución
a tendencias socio-demográficas como la persistencia
infanto-juvenil o como el creciente envejecimiento. El sentido
tradicional de estos equipamientos hace referencia a
la cobertura de los déficits reglamentados, pero no
a la posibilidad de establecer nuevos contenidos integrados
que den satisfacción a las nuevas necesidades.
Es
importante entender también al equipamiento como restaurador
social, partiendo de las condiciones y características
socio-económicas de los residentes, de los sentimientos
de vulnerabilidad social propios de la fragilidad real
de determinados colectivos, cabe plantearse la presencia
de equipamientos que generen mecanismos de integración
social satisfaciendo necesidades emergentes de colectivos
con ciertos grados de exclusión del sistema urbano.
Son por su necesaria emergencia equipamientos muy singulares
y flexibles que favorecen una integración socio-laboral,
ocupacional, formativa, etc.
Los
equipamientos y la vertebración social en el Barrio-Ciudad
El
equipamiento es uno de esos elementos fundamentales
que permiten al ciudadano estructurar su conocimiento
del entorno urbano y de apreciarlo pero no sólo por
su presencia física, su ubicación adecuada, su diseño
más o menos singular o su polifuncionalidad
atractiva, sino que además debe presentar unos valores
añadidos que hagan de él algo inestimable, un símbolo
reconocido que tiene una imagen social capaz de influir
en los sentimientos de identificación con un lugar y
sus gentes. Ello se logra alcanzar cuando un espacio
además de ser colectivo se siente como propio, sus puertas
están abiertas y no es un recinto que muestre actitudes
de exclusión o distancia, generando con ello reticencias
y desconfianzas en el ánimo de las personas. La clave
debe buscarse en el doble papel que los equipamientos
deben cumplir: por un lado la eficacia en la función
implícita, pero también la comunicación transversal
y multidireccional entre unos
usuarios elevados a la categoría de sujetos activos
de las actividades y de las iniciativas que desde allí
se promuevan.
En
este sentido los equipamientos como nudos potenciales
de entramado de las redes sociales pueden cristalizar
en su entorno una dinámica de recreación permanente
de relaciones sociales, soldando vínculos previos y
creando otros nuevos. Este efecto de restauración emocional
del equipamiento únicamente puede realizarse desde las
redes sociales y sólo se conseguirá mediante la realización
de proyectos que tengan en cuenta la otra misión que
deben cumplir: la participación de los ciudadanos en
el diseño y gestión de los proyectos haciéndolos suyos.
Sólo desde esa base pueden conocerse en toda su dimensión
la emergencia de nuevos problemas y nuevas demandas,
así como canalizar las respuestas adecuadas. Por el
contrario, una gestión realizada por equipos ajenos
a los ciudadanos, redes y áreas en las que desarrollan
su trabajo, está produciendo una deseconomía
en la gestión de los recursos sociales. Los sujetos
que asumen responsabilidades de organización y de gestión
de los servicios no sólo obtienen la capacidad para
reorientar sus necesidades y demandas, sino que también
aligeran la carga del gobierno local en particular y
del sector público en general.
En
definitiva, no sólo el diseño físico, sino que también
el diseño de los contenidos y los modelos de organización
deben permitir la entrada, el contacto, el encuentro,
la estancia, el voluntariamente ser partícipe o simple
espectador; y el modelo de gestión debe ser compartido
y debe permitir la apropiación de las entidades ciudadanas
del espacio y de las actividades como mediadores que
pueden canalizar la participación y garantizar la calidad
y la intensidad de uso de los equipamientos por parte
de los ciudadanos.
Lo
comunitario como carta de presentación de los equipamientos
emergentes
Se
pretende concretar y reseñar aquí algunos rasgos definitorios
de lo que podríamos denominar y definir como equipamientos
emergentes y que fundamentalmente en nuestro ámbito
de estudio se encuentran representados por las actividades
de las Nuevas Iniciativas de Gestión Ciudadana. Ya hemos
visto cómo por un lado es necesario procurar nuevas
respuestas a las nuevas condiciones emergentes en la
estructura social, pero también aparecen nuevas aspiraciones
sociales, necesidades de corte más cultural y de corte
más radical, ambos sentidos presentan pautas de confrontación
o al menos de diferenciación con respecto a la gestión
exclusivamente pública o con respecto a las recientes
inclinaciones a establecer una gestión meramente privada.
Sobre el solapamiento de ambos fenómenos, fragmentación
social y nuevas aspiraciones culturales, se sentarían
las bases que podrían alentar mecanismos para una participación
real y directa en los aspectos de la gestión de los
servicios y equipamientos.
Se
trata, haciendo nuestras las propuestas del Nuevo
Plan General de Madrid, de mejorar la productividad
de los servicios mediante la utilización de mecanismos
y fórmulas de cooperación como concesión, gestiones
delegadas a ONGs o Asociaciones de Vecinos, sociedades
de economía mixta, que garanticen que, a partir de la
capacidad de control de la administración, el servicio
se ofrezca en las mejores condiciones posibles para
su disfrute por toda la población (Nuevo Plan General
de Madrid, 1995). En definitiva se trata de
articular la potencialidad y la capacidad de los usuarios
para autogestionar los servicios y equipamientos como
objetivo estratégico para alcanzar mayor rentabilidad
y mayor calidad. Precisamente ello nos lleva finalmente
a considerar la necesidad de integrar adecuadamente
los análisis y a incorporar métodos de evaluación, y
nuevos indicadores de gestión, de manera que se pueda
evaluar el rendimiento social en relación a las prestaciones
y los recursos disponibles.
En
síntesis, desde los nuevos retos (nuevas externalidades
sociales y ambientales) que debe de afrontar el Estado
de Bienestar se deriva la necesidad de nuevos modelos
en los servicios y en los equipamientos. Pero también
desde ahí y desde la vertiente de las necesidades más
radicales aparecen nuevas posibilidades que desde lo
local den respuesta a problemáticas globales. Frente
a los equipamientos clásicos (para la reproducción,
producción y la distribución) que requieren de una única
función y unos instrumentos de gestión que resuelven
efectos primarios y se encuentran enajenados del sujeto,
son necesarios nuevos instrumentos capaces de afrontar
los efectos secundarios (desvertebración
social, simplicidad urbana, incomunicación, distanciamiento
de los ciudadanos y las instituciones, crisis ambiental,
crisis de empleo...) desde una vertiente cualitativa.
Se trata de rellenar espacios de actividad social, recuperación
y ampliación ambiental mediante herramientas que recreen
los sentimientos de pertenencia y de identidad, que
permitan la apropiación de los espacios y la participación
en la toma de decisiones. En definitiva, completar la
trilogía del concepto de la calidad de vida afrontando
problemas sectoriales autoimplicados con y para el sujeto, en donde la sociabilidad,
se inscriba como un factor de primordial importancia,
precisa de una nueva cultura de la intervención pública.
Notas
[1]:
En gran medida retomamos con este concepto, de Barrio-Ciudad,
el análisis que desarrollamos en otro trabajo (Hernández
Aja y Alguacil, et al., 1997), aunque en este
caso nos interesa especialmente el sentido de las condiciones
necesarias para el desarrollo de nuevos procesos sociales
inscritos en la lógica de la Calidad de Vida.
[2]:
Ekhart Hahn (1994: 373) establece algunos
elementos estratégicos para la reestructuración urbana
ecológica y sitúa, después de proclamar una estrecha
vinculación entre los problemas ambientales locales
y globales, que «la importancia del concepto de desarrollo
ecológico del barrio radica en la consideración de éste
en un nivel próximo a quienes habitan y, por consiguiente
apropiado para realizar en él la acción fundamental
de la reestructuración urbana ecológica, en particular
la relativa a la creación de una red de medidas adecuadas
desde el punto de vista técnico, social y de planificación
y diseño urbano».
[3]:
En palabras de Jordi Borja y Manuel Castells (1997:
328) «Esta noción se aplica hoy tanto a la economía
(la ciudad como medio económico adecuado para la optimización
de sinergias) como a la cultura (las identidades locales
y su relación dialéctica con el universalismo informacional
de base mediática). En este caso la glocalización
supone enfatizar el ámbito urbano y el papel gestor-coordinador-promotor
de los gobiernos locales para la implementación de políticas
que tienen en cuenta unos referentes globales y se posicionan
respecto de ellos. En síntesis: globalización más proximidad.».
[4]:
Hay un gran número de autores que establecen delimitaciones
teóricas sobre el concepto de barrio, al respecto puede
consultarse el trabajo de Hernández Aja y Alguacil (1997).
[5]:
Al respecto, se puede consultar en Hernández Aja
y Alguacil (1997) distintos parámetros que
definen la sostenibilidad demográfica en función de
la estructura inmobiliaria.
[6]:
En sí, la temática de los equipamientos genera una enorme
discusión en nuestro país en un contexto socio-político
de transición de gran efervescencia social y emergencia
de las políticas locales que va aparejado a las urgencias
por afrontar las grandes carencias dotacionales.
Ese proceso lleva consigo la necesidad de redefinir
permanentemente el objeto de intervención que significa
el término equipamiento, desde la perspectiva del equilibrio
social.
[7]:
Según C. Tobío (1982),
partiendo de las aportaciones de Antonio Gramsci (1974),
los equipamientos son elementos crecientemente importantes
en la estructuración de la sociedad civil, entendiendo
por ésta «la hegemonía política y cultural de un grupo
social sobre el resto de la sociedad, como contenido
ético del Estado»
[8]:
Son las necesidades materiales de una vivienda digna
y de otros bienes y servicios urbanos (equipamientos)
los que determinan el carácter reivindicativo de los
movimientos urbanos, que ante la falta de cauces participativos,
irrumpen, enfrentándose al bloque hegemónico.
Entendemos la reivindicación en este período como una
exigencia al poder respaldada por movilizaciones que
presionan; en este sentido se trata de pedir, exigiendo
del que tiene (El Estado), pero no quiere dar.
[9]:
La consolidación de las nuevas instituciones locales
como mediadoras y representativas de los ciudadanos
es a la vez causa y efecto de una desmovilización vecinal
que en la política de las corporaciones democráticas
se traduce en una participación por invitación.
Así, se invita a los ciudadanos a participar en organismos
consultivos donde se pueden proponer o sugerir líneas
de actuación pero en ningún caso se pueden tomar decisiones.
Tanto el concepto de irrupción como el de invitación
los tomamos de la terminología acuñada por J. García
Bellido (1978).
[10]:
C. Gavira (1993:
27) señala una serie de instrumentos de verificación
de los servicios que establecen otros métodos de medida:
de accesibilidad, de productividad y de efectividad,
que en sus propias palabras pretenden que «la atención
se desplace de la especificación de las características
de solución a la especificación de los resultados esperados,
dejando abierta la forma de realizarlas».
[11]:
Por ejemplo así lo hace el Nuevo Plan General de Madrid
(NPG, Oficina Municipal del Plan del Ayuntamiento de
Madrid, 1995).
[12]:
En el debate suscitado sobre la filosofía del NPG de
Madrid a través de los monográficos de las revistas
Urbanismo y Alfoz se desarrolla un discurso crítico
que evidencia las nuevas pautas estratégicas del planeamiento
débil: Alguacil (1993), García Lanza (1993),
Grupo Municipal Socialista (1993), Hernández
Aja (1993b), Roch (1993b), Aedenat (1994), Calvo Mayoral (1994),
Leal (1994b), López Lucio (1994)
o Pérez Quintana (1994)
[13]:
Es bien conocido el debate actual sobre las crisis de
las haciendas locales provocada fundamentalmente por
el paulatino incremento de los servicios que se ve emplazada
a acometer y las tensiones que ello provoca entre los
entes locales y el Estado.
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