Hasta ahora se ha hablado de las distintas interpretaciones
y aplicaciones más o menos parciales o sectoriales de
la idea de sostenibilidad a los sistemas económicos. Pero
carecería de sentido el afán de mantener establemente
estos sistemas en el tiempo, si no se asegura que apuntan
inequívocamente a enriquecer la vida humana. Por lo tanto,
no tiene nada de extraño que el objetivo de la sostenibilidad
se haya solapado normalmente en los sistemas urbanos con
aquel otro de la habitabilidad, es decir, con la pretensión
de mantener la calidad de vida en estos sistemas. Aspecto
éste cuyo enunciado responde al hecho de que en muchos
casos se observa que la pérdida en las condiciones de
habitabilidad, corre paralela a la mayor insostenibilidad
de los sistemas urbanos, considerando éstos en un sentido
amplio.
Así, la Unión Mundial de la Conservación (Programa de
Medio Ambiente de las Naciones Unidas y del Fondo Mundial
para la Conservación de la Naturaleza) indicaba en 1991
que "el desarrollo sostenible implica mejora de la
calidad de vida dentro de los límites de los ecosistemas".
Y con el fin de acomodar la idea de sostenibilidad a la
ciudad, el Consejo Internacional de Iniciativas Ambientales
Locales (ICLEI) propuso la siguiente definición: "el
desarrollo sostenible es aquel que ofrece servicios ambientales,
sociales y económicos básicos a todos los miembros de
una comunidad sin poner en peligro la viabilidad de los
entornos naturales, construidos y sociales de los que
depende el ofrecimiento de estos servicios".
Tras haber clarificado conceptualmente la idea de sostenibilidad
como condición necesaria para hacerla operativa, aclaremos
ahora las de calidad de vida y habitabilidad que, al apoyarse
por fuerza en juicios de valor, resultan mucho menos objetivables
que la propia idea de sostenibilidad. ¿Cuales son los
"servicios ambientales, sociales y económicos básicos"?
¿Se pueden "ofrecer a todos los miembros de la comunidad"
servicios propuestos sin que ello redunde en contra de
la sostenibilidad? El problema global estriba en que los
patrones de vida y de comportamiento propios de las metrópolis
del mundo "desarrollado", son tan exigentes
en recursos y tan pródigos en residuos, que su generalización
al resto de la población planetaria se revela hoy a todas
luces insostenible. Por lo que, como se subrayó en el
apartado anterior, el objetivo de la sostenibilidad global
se encuentra hoy más relacionado con la equidad que con
el desarrollo.
Aproximación al
concepto de calidad de vida
El término "calidad de vida" empieza a utilizarse
entrados los años sesenta, pero principalmente a partir
de los setenta como una reacción a los criterios economicistas
y de cantidad que rigen en los llamados "informes
sociales", "contabilidad social", o estudios
de nivel de vida. De hecho la OCDE establece por primera
vez en 1970, la necesidad de insistir en que el crecimiento
económico no es una finalidad en sí mismo, sino un instrumento
para crear mejores condiciones de vida, por lo que se
han de enfatizar sus aspectos de calidad.
La calidad de vida, como concepto, es de definición
imprecisa y la mayoría de investigadores que han trabajado
en él, están de acuerdo en que no existe una teoría única
que defina y explique el fenómeno. El término "calidad
de vida" pertenece a un universo ideológico y no
tiene sentido si no es en relación con un sistema de valores.
"Calidad de vida" -y los términos que le han
precedido en su genealogía ideológica- remiten a una evaluación
de la experiencia que de su propia vida tienen los sujetos.
Tal "evaluación" no es un acto de razón, sino
más bien un sentimiento. Lo que mejor designa la "calidad
de vida" es la "calidad de la vivencia que de
la vida tienen los sujetos".
Analizar la "calidad de vida" de una sociedad
significa analizar las experiencias subjetivas de los
individuos que la integran y que tienen de su existencia
en la mencionada sociedad. Exige, en consecuencia, conocer
cómo viven los sujetos, sus condiciones objetivas de existencia
y qué expectativas de transformación de estas condiciones
desean, y evaluar el grado de satisfacción que se consigue.
Así la mayoría de autores conciben la calidad de vida
como una construcción compleja y multifactorial sobre
la que pueden desarrollarse algunas formas de medida objetivas
a través de una serie de indicadores, pero donde tiene
un importante peso específico la vivencia que el sujeto
pueda tener de sí mismo.
Levi y Anderson (1980) señalan que, un alto nivel de
vida objetivo (ya sea por los recursos económicos, el
hábitat, el nivel asistencial o el tiempo libre), puede
ir acompañado de un alto índice de satisfacción individual,
bienestar o calidad de vida. Pero esta concordancia no
es biunívoca. Para ellos, "por encima de un nivel
de vida mínimo, el determinante de la calidad de vida
individual es el "ajuste" o la "coincidencia"
entre las características de la situación (de existencia
y oportunidades) y las expectativas, capacidades y necesidades
del individuo, tal y como él mismo las percibe.
Llevando al extremo este razonamiento, podemos entender
que la máxima expresión de la calidad de vida es la que
se da en una situación de equilibrio ecológico perfecto,
tanto en lo biótico y de entorno, como en lo social, cultural
y mitológico, es decir, aquel paraíso perdido, antes de
la ruptura ecológica de Eva y la manzana. Esto nos situaría
la calidad de vida en términos absolutos, como un mito
inalcanzable. Pero no olvidemos el componente vivencial
subjetivo de la realidad. En cualquier caso queda en el
haber de nuestro desarrollo conceptual, a partir de esta
primera reflexión exegética, el aspecto de equilibrio
ecológico, o en otros términos, de calidad ambiental,
como un componente fundamental que aglutina un buen número
de los posibles indicadores antes enunciados.
Pero
además, en la valoración de este componente subjetivo
esencial, entran en juego una serie de elementos en principio
relacionados con las necesidades del individuo, pero que
van tomando, cada vez más, un matiz social y comunitario.
Hablar de calidad de vida como una referencia compleja
al bienestar, nos acerca indefectiblemente a la misma
definición de salud que la OMS ha propuesto: "No
sólo la ausencia de enfermedad o padecimiento, sino también
el estado de bienestar físico, mental y social".
Todo ello nos lleva a poder conceptuar la noción de
calidad de vida como una adaptación entre las características
de la situación de la realidad y las expectativas, capacidades
y necesidades del individuo tal como las percibe él mismo
y el grupo social. Para analizar la calidad de vida de
una sociedad se debe considerar imprescindible el establecimiento
de un estándar colectivo, que únicamente es válido para
el momento y contexto específico de su establecimiento.
Queda, no obstante un aspecto fundamental a considerar
y es el proceso relacional dinámico entre los conceptos
referidos y la realidad urbana y social, que afectará
profundamente el nivel de satisfacción que de ella se
tenga. Por eso, la noción de "apropiación" referida
tanto al espacio, los bienes, los recursos y los hechos
sociales, se nos muestra clarificadora, en cuanto que
permite relacionar el objeto en sí, la imagen y la identificación
en un profundo y dinámico proceso que afectará tanto lo
cognitivo, lo afectivo, lo funcional, como lo satisfactorio
en un proceso de retroalimentación constante.
M.J. Chombart de Lauwe (1978) da una definición clara de apropiación, que se
relaciona con el espacio, pero que es extensible a todas
las facetas antes mencionadas. "Apropiarse de un
lugar -dirá- no es únicamente hacer de él una utilización
reconocida, es establecer con él una relación, integrarlo
a las vivencias propias, enraizarse, dejar en él la huella
propia y convertirse en actor de su propia transformación".
En los trabajos desarrollados en este ámbito, se ha
podido constatar cómo los porcentajes de satisfacción
más altos aparecen precisamente en los aspectos donde
los sujetos tienen un nivel de apropiación más elevado,
ya sea por la convergencia de imagen y gestión (es el
caso de la valoración de la vivienda) o de imagen e identificación
(caso de la ciudad global, como imagen y símbolo de una
parte propia de su identidad). En los dos casos los porcentajes
que acontecen se vuelven más críticos cuando se pasa al
nivel del análisis funcional en aspectos concretos.
Sintetizando, analizar la calidad de vida en la ciudad
requiere una postura ideológica de partida, que llevará
a una valoración del contexto de la salud, en su aspecto
comunitario, médico y asistencial, y en su aspecto de
calidad; de la interacción social, en el contexto ambiental
y económico en cuanto a la disponibilidad y calidad de
los recursos dentro de un equilibrio que supera lo meramente
ecológico (pero que lo incluye). Ello en relación a las
expectativas comunitarias, pero sin olvidar que estas
expectativas vienen conformadas por un marco ideológico
referente o dominante. Razonamiento que sitúa al problema
fuera de un planteamiento exclusivamente tecnocrático.
Por último, añadir que la calidad de vida como concepto
que usa parámetros subjetivos para constituirse es influenciable.
El problema es que el individuo filtra los mensajes a
través de los nodos que constituyen sus propósitos conscientes,
y éstos se conforman, necesariamente, con aquellas pautas
individuales y sociales preponderantes en la sociedad.
El fenómeno de la formación de hábitos escoge las ideas
que sobreviven al uso reiterado y las coloca en una categoría
más o menos separada. Estas ideas merecedoras de confianza
quedan disponibles para el uso inmediato sin una nueva
inspección minuciosa, en tanto que las partes de la mente
pueden reservarse para usarse en asuntos nuevos.
En otras palabras, la frecuencia del uso de una determinada
idea se convierte en un determinante de su existencia;
y más allá de eso, la supervivencia de una idea usada
con frecuencia es promovida por el hecho de que la formación
de hábitos tiene tendencia a sacar la idea del campo de
la inspección crítica.
Normalmente, las ideas que sobreviven al uso repetido
son las más generalizadas y abstractas. De este modo,
las ideas más generalizadas tienden a convertirse en premisas
de las que dependen otras ideas. Estas premisas se vuelven
relativamente inflexibles.
Pero la frecuencia de validación de una idea dentro
de un determinado corte temporal no equivale a una prueba
de que la idea sea verdadera o pragmáticamente útil durante
un largo período de tiempo. Podría ocurrir, como así creemos
que pasa, que diversas premisas profundamente insertadas
en nuestros estilos de vida sean sencillamente falsas
o insostenibles, y que se vuelvan patológicas cuando se
generalizan y se las instrumenta con técnicas modernas.
Tal como establece G. Bateson
(1972), es probable que nuestra civilización actual, desde
la Revolución Industrial, descanse sobre las siguientes
ideas dominantes: