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Texto
de la comunicación al "Coloquio sobre Urbanismo, democracia
y mercado: una experiencia española (1970-2010)", Institut d’Urbanisme de Paris, Université
de Paris 12 Val-de-Marne, Escuela
T.S. de Arquitectura de Madrid,
Casa de Velásquez, París, 15-16 de marzo de 2010

El
contexto general en el que se inserta este Coloquio viene
marcado por el pasado boom
inmobiliario, que alcanzó en España una intensidad y duración
sin precedentes, originando una crisis económica también
sin precedentes. Y junto con este boom
también culminó y entró en crisis el modelo inmobiliario
que lo había propiciado. Pues este modelo acentuó el comportamiento
cíclico de la actividad inmobiliario-constructiva, haciendo
que las burbujas inmobiliarias condicionaran la marcha de
la economía española con mucha más intensidad que en los
otros países europeos. El creciente peso del negocio inmobiliario
y de la construcción de viviendas e infraestructuras, colaboradora
necesaria de ese negocio, corrió en paralelo
con el desmantelamiento industrial y agrario observado tras
la adhesión de España a la Unión Europea. La construcción
se erigió, así, en la verdadera industria nacional, cuyo
peso económico se elevaba bien por encima de la media europea,
pese a que en España se contara ya con más viviendas y kilómetros
de autopista per cápita que en
los otros países de la Unión Europea. Y, finalmente, la
sobredimensión de la actividad inmobiliario-constructiva hizo
que el pinchazo de la burbuja inmobiliaria fuera mucho más
traumático en España que en otros países europeos. Pues
la financiación de un stock de viviendas tan sobredimensionado
exigió tasas de endeudamiento de los hogares y de las empresas
del sector muy superiores a las de los países de nuestro
entorno. El efecto riqueza derivado de las plusvalías
inmobiliarias y la pujante actividad constructiva acentuaron
la euforia consumista y el déficit exterior de la economía
española. Si a esto se añade el notable déficit y endeudamiento
público ocasionado por las políticas anti-cíclicas,
tenemos que la economía española sufre desequilibrios sin
precedentes cuyo saneamiento le exige ahora la disciplina
del euro.
La
especie humana es la única a la que no le bastan los instintos
para orientar su comportamiento, sino que tiene que acudir
a esquemas simbólicos o culturales que den sentido
y otorguen racionalidad a lo que hace. Y entre
las creaciones de la mente humana que hoy gobiernan nuestra
existencia destaca cada vez más la idea usual de lo económico
(Naredo, 2003),
con la convención social del dinero que le da vida
y sus afanes de crecimiento permanente, con evidente incidencia
en el territorio, el urbanismo y la construcción. La globalización
económica, al proyectar sobre el patrimonio inmobiliario
su reduccionismo monetario, tiende
a unificar también, sin decirlo, los modelos de orden territorial,
urbano y constructivo.
Desde
hace tiempo vengo señalando que las reglas del juego económico
habitual, guiado por la brújula del lucro, promueven modelos
territoriales, urbanos y constructivos específicos, salvo
que existan barreras mentales e institucionales que se lo
impidan. Cuando estas barreras se diluyen dejando que el
afán de lucro ordene y construya a su antojo la ciudad y
el territorio, se observan dos fenómenos solidarios. En
primer lugar, tienden a desatarse patologías de crecimiento
que fuerzan la expansión de los procesos de urbanización
y sus servidumbres territoriales a ritmos muy superiores
a los del crecimiento de la población y de su renta disponible.
En segundo lugar, estos procesos se ajustan implícitamente
a los siguientes modelos de orden territorial, urbano y
constructivo: 1) Se impone un modelo territorial que polariza
el espacio en núcleos atractores de población, capitales y recursos, y áreas de
abastecimiento y vertido, con sus redes y servidumbres.
2) Se impone el modelo urbano de la conurbación difusa
(urban sprawl),
que separa y expande por el territorio las distintas piezas
de la ciudad, requiriendo potentes infraestructuras de transporte
para conectarlas y asegurar su funcionamiento. 3) Se impone
como único modelo constructivo un estilo universal,
que separa las partes del edificio, empezando por la estructura,
convertida en un esqueleto de vigas y pilares, para abordar
después la cubierta, el cerramiento, ...
y la climatización, haciendo abstracción de las condiciones
y los materiales del entorno.
La
expansión urbana apoyada en estos modelos requiere consumos
de territorio y de recursos muy superiores a los que demandaban
la arquitectura vernácula y la ciudad clásica o histórica
que inducen a considerar a la especie humana como una especie
de patología terrestre. Hern (1990), médico de
profesión, apreció una fuerte analogía entre la evolución
del melanoma y la patológica incidencia de la especie humana
sobre el territorio. Este autor enumeró las siguientes características
de los procesos cancerígenos: 1) Crecimiento rápido e incontrolado.
2) Indiferenciación de las células
malignas. 3) Metástasis en diferentes lugares. 4) Invasión
y destrucción de los tejidos adyacentes. A mi juicio, existe
un paralelismo todavía más marcado que el indicado por este
autor entre las características mencionadas y el modelo
territorial, urbano y constructivo que se deriva de las
reglas del juego económico dominantes (Naredo, 2005 y Naredo, y Gutiérrez, 2005).
El
crecimiento rápido e incontrolado de la urbanización opera
al verse movido por afanes de posesión y lucro ilimitados.
La indiferenciación de las células
malignas ofrece clara similitud con el predominio de un
único modelo constructivo: el que hemos denominado estilo
universal, que dota a los edificios de un esqueleto
de vigas y pilares (de hierro y hormigón) independiente
de los muros, por contraposición a la arquitectura vernácula,
que construía los edificios como un todo indisoluble adaptado
a las condiciones del entorno y utilizando los materiales
de éste (Naredo, 2005). A la vez
que la aparición de metástasis en diferentes lugares
encaja como anillo al dedo con la naturaleza del nuevo modelo
de urbanización: el de la conurbación difusa [1],
que separa además las distintas funciones de la ciudad,
por contraposición a la ciudad clásica o histórica,
más compacta y diversa. Pero aquí ya no son los canales
linfáticos del organismo enfermo los que permiten la extensión
de las metástasis, sino el viario y las redes que el propio
sistema construye a propósito, para posibilitar su difusión
hasta los lugares más recónditos.
En
lo que concierne a la invasión y destrucción de los tejidos
adyacentes, las tendencias indicadas no ayudan a mejorar
los asentamientos y edificios anteriores, sino que, en ausencia
de frenos institucionales que lo impidan, los engullen y
destruyen, para levantar sobre sus ruinas los nuevos e indiferenciados
modelos urbano-constructivos. Además, las expectativas de
urbanización contribuyen a desorganizar los sistemas agrarios
próximos, a la vez que las demandas en recursos y residuos
que plantea el nuevo modelo de urbanización extienden la
huella de deterioro ecológico hacia puntos cada
vez más alejados.
El
resultado conjunto de estas tendencias es la creciente exigencia
en recursos naturales y territorio, que acentúan las servidumbres
indirectas que tal modelo comporta, unidas a la evolución
simplificadora y esquilmante de
los propios sistemas agrario-extractivos. Los procesos indicados
están produciendo un cambio de fase (Margalef, 2004) en el modelo territorial que
denota la extensión de la dolencia descrita en las zonas
más densamente pobladas: se está pasando de un mar de ruralidad
o naturaleza poco intervenida con algunos islotes urbanos,
hacia un mar metropolitano con enclaves de campo o naturaleza
cuyo deterioro se trata de proteger, en ocasiones, de la
patología en curso.
En
lo que sigue veremos que el caso español constituye un buen
ejemplo de la expansión de las patologías urbano-territoriales
descritas. Pues se retiraron las tenues barreras del planeamiento
en un momento en el que se produjo una ola de liquidez inusualmente
barata y abundante dispuesta a invertirse en inmuebles,
que facilitó la expansión de dichas patologías. A esto se
añade la existencia de dos potentísimos grupos empresariales,
perfectamente asentados desde el franquismo, interesados
en dicha expansión: uno inmobiliario-constructivo y otro
bancario. Estos grupos son los que afianzaron esa especie
de andamio especulativo inmobiliario-financiero que facilitó
la espectacular duración e intensidad de la burbuja inmobiliaria
que recorrió el país entre 1997 y 2007.
El
marco institucional de los países europeos se agrupa, en
mayor o menor medida, en torno a los dos modelos inmobiliarios
que desencadenan comportamientos e incidencias económicas,
ecológicas y sociales bien diferentes. Uno facilita la expansión
de las patologías antes indicadas. Otro contribuye a frenarlas.
Uno que, con escasas regulaciones institucionales, da rienda
suelta a las reglas del juego económico imperantes y promueve
la vivienda en propiedad como producto de inversión directa
de los hogares. Y, otro, que prioriza la vivienda en alquiler,
tanto libre como social, a través de entidades especializadas
que captan y desvían para este fin el ahorro de los países
a través de impuestos, cotizaciones o productos financieros
diversos. Una característica del último boom inmobiliario es que el primero de estos modelos
se ha extendido con fuerza variable según los países, mientras
que el segundo se batía en retirada, con consecuencias evidentes
sobre la transformación observada en el patrimonio de los
hogares (con el aumento de los activos inmobiliarios y de
los pasivos hipotecarios), en los riesgos generados en el
sistema y en sus consecuencias urbanas y territoriales.
El
caso de España puede constituir un ejemplo extremado del
primero de los dos modelos indicados, el que une el predominio
aplastante de la vivienda en propiedad de los hogares [2]
a la relajación del planeamiento urbano y territorial. Los
casos de Alemania, Suiza, Holanda y, en menor medida, Francia
podrían ejemplificar con ciertos matices el otro [3].
No cabe entrar aquí en la amplia casuística de las instituciones
y las políticas relacionadas con la vivienda de los países
[4],
sino esbozar los rasgos esenciales de los dos modelos indicados,
para apuntar después sus consecuencias.
El
modelo ejemplificado por España otorga un peso mayoritario
al régimen de ocupación de la vivienda en propiedad, quedando
muy reducida la ocupación en régimen
de alquiler. Pues el modelo promueve la compra de viviendas
mediante desgravaciones y posibles ocultaciones fiscales,
pero no los alquileres. Al mismo tiempo potencia la vivienda
libre frente a la vivienda social.
El
segundo de los modelos institucionales apuntados otorga
un peso importante a la vivienda en alquiler, con importancia
variable, dentro de ésta, de la vivienda de promoción pública
y de alquiler social. En este modelo, la gestión de una
elevada fracción del stock de viviendas alquiladas suele
correr a cargo de entidades mayoristas especializadas de
distinta naturaleza y ámbito de actuación (públicas, privadas
y mixtas; estatales, regionales y locales; con y sin ánimo
de lucro, ...). Pese a que los
actores varíen mucho según los países, en la Unión Europea
suelen predominar aquellas directa o indirectamente controladas
por los poderes públicos, sobre todo en el caso de la vivienda
social. En este modelo conviven países como Holanda o Suecia,
con fuerte peso de la promoción pública de vivienda social
ligada a enfoques socialdemócratas tendentes a implantar
el llamado Estado de bienestar, o países como Alemania o
Suiza, con porcentajes de vivienda social relativamente
reducidos, pero con gran peso del stock privado en régimen
de alquiler, aunque éste pueda estar sometido a regulación
pública e intervenido por instrumentos que suplan el reducido
peso de la vivienda social.
La
variada transformación que se observa según los países en
los actores que intervienen en la gestión del parque de
vivienda pública en alquiler apunta generalmente a transferir
dicha gestión a entidades financieramente independientes,
que permanecen de alguna manera controladas o reguladas
por la administración. Los cambios operados en las instituciones
de gestión entrañan cambios diversos en la propiedad del
parque [5].
Tras la amplia casuística de estos cambios se esconde una
misma meta desde el punto de vista financiero: la de desplazar
la financiación de los operadores mayoristas del parque
de alquiler desde el presupuesto estatal hacia los mercados
financieros. Aparecieron así nuevas entidades encargadas
de hacerlo: fondos inmobiliarios, asociaciones no lucrativas
y sociedades de índole diversa, como los Real
Estate Investiment Trust (REITS)
[6],
sujetos a desgravaciones y a funciones específicamente reguladas
por la legislación de cada país. Los cambios institucionales
mencionados posibilitan también el desarrollo de nuevos
productos financieros, pues las entidades profesionales
que operan en el mercado de alquiler, al verse poco influidas
por los avatares de la coyuntura, pueden ofrecer inversiones
con gran seguridad a largo plazo, suponiendo que cuenten
con un marco institucional razonablemente estable que las
favorezca.
Cabe
anticipar las consecuencias diferentes de cada uno de los
dos modelos descritos sobre la naturaleza del negocio inmobiliario
y sobre el medio territorial, urbano y constructivo, al
igual que sus distintas implicaciones financieras. En lo
relativo al negocio inmobiliario, el primero de estos modelos
rentabiliza las inversiones en vivienda preferentemente
a través de plusvalías derivadas de la promoción y venta
a los hogares de vivienda nueva y, el segundo, a través
de alquileres; por lo que el primero tiende a forzar la
construcción nueva, ocupando nuevos suelos o demoliendo
edificios antiguos, frente a la conservación y reutilización
del patrimonio inmobiliario existente. El primero vincula
su negocio a las perspectivas de crecimiento del precio
de la vivienda, que hacen atractiva su compra, y al ahorro
y a la capacidad de endeudamiento de los hogares que la
posibilitan, mientras que el segundo lo vincula directamente
a la demografía y a la renta disponible de los hogares que
han de pagar los alquileres. Por lo tanto, el primero alimenta
el comportamiento cíclico del sector, mientras que el segundo
se mantiene más al resguardo de los avatares de la coyuntura,
siendo fuente de estabilidad económica. Es más, hay que
advertir que, mientras la rentabilidad del primero gana
en coyunturas alcistas de los precios de la vivienda, la
del segundo decae, habida cuenta el tradicional retraso
en la puesta al día de los alquileres y viceversa: con precios
de la vivienda a la baja ni a los usuarios les interesa
comprar ni a los propietarios malvender, decantándose ambos
en favor del alquiler.
2
La configuración del modelo inmobiliario español durante
el franquismo y la transición democrática
«La
capital de una nación es el símbolo de lo que la nación
es», afirmó Franco en 1944 [7].
El hecho de que la ciudad de Madrid hubiera quedado muy
dañada por la Guerra Civil ofrecía una buena oportunidad
para establecer un planeamiento orientado a resolver los
problemas y a engrandecer la capital atendiendo a los propósitos
imperiales del nuevo régimen. Se elaboró así el Plan General
de Ordenación Urbana de 1941, que afectaba a Madrid y a
28 municipios circundantes, con criterios rectores orientados
a potenciar ese engrandecimiento, que iban desde cuidar
la famosa fachada imperial del Manzanares, hasta establecer
ejes como los de la Avenida del Generalísimo y la Avenida
de América, con la construcción de elementos representativos.
Este Plan trataba de evitar el crecimiento en mancha de
aceite estableciendo una serie de anillos verdes y utilizando
los espacios libres para albergar parques y equipamientos
de los que estaba necesitada la ciudad. La simple comparación
de un plano actual de Madrid con las previsiones del Plan
General de 1941 permite concluir el grave fracaso de la
planificación, reconocido en la propia memoria del Plan
General de 1961. Pues de los anillos verdes y las cuñas
de penetración previstas apenas quedan vestigios. Ya que,
al igual que los espacios libres, se vieron colmatados de
edificaciones o usos no previstos. Las actas de la Comisaría
para la Ordenación Urbana de Madrid permiten historiar
cómo se fueron modificando o eliminando las previsiones
del Plan, respondiendo sobre todo al poder y a la capacidad
de presión de los propietarios de los suelos afectados.
Las grandes empresas urbanizadoras consiguieron recalificar
los suelos de los anillos y zonas verdes libres, para construir
sobre ellos barrios enteros, o añadir a los edificios más
volumen del permitido en el Plan. A veces era la propia
Administración la que daba mal ejemplo recurriendo a la
trampa de las recalificaciones de suelo. Los mismísimos
sindicatos verticales del régimen franquista construyeron
su mamotrética sede (que ahora alberga al Ministerio de Sanidad
y Consumo) sobre un solar propiedad de las Hijas
de la Caridad calificado por el Plan como zona verde...
En fin, que la Comisaría de Ordenación Urbana,
al plegarse a las sucesivas presiones del poder, acabó consintiendo
y avalando el fracaso del mismo Plan que en principio tenía
que defender. Al igual, lo que ocurrió en la capital constituyó
un buen reflejo de lo ocurrido en España.
El
proceso de recalificar suelos al margen del planeamiento
para aumentar discrecionalmente su edificabilidad atendiendo
a las presiones de los propietarios, alcanzó una amplitud
sin precedentes en los llamados años del desarrollo,
que se prolongaron desde mediados de los sesenta hasta mediados
de los setenta, cuando las crisis petrolíferas dieron al
traste con ese ciclo alcista. El auge inmobiliario de esos
años aumentó cerca de un cuarenta por ciento el parque de
viviendas, para suplir el déficit existente y atender al
importante auge demográfico y migratorio, además de las
demandas adicionales que por primera vez planteaban masivamente
la segunda residencia y la afluencia de turistas orientada
sobre todo hacia el litoral mediterráneo y los territorios
insulares. Se produjo, así, la primera ola de urbanismo
salvaje que azotó nuestras costas a la vez que se desencadenó
un proceso de urbanización sin precedentes unido a la masiva
emigración del campo a la ciudad. En ese período el área
metropolitana de Madrid vino casi a duplicar su población
y a cuadruplicar su ocupación territorial urbana y sus servidumbres
(Naredo, y García Zaldívar, 2008).
A la vez que, tanto en Madrid como en todo el país, se demolían
o reedificaban los edificios de la ciudad clásica o histórica
para aumentar el volumen construido de las parcelas.
Fue
en esos años del desarrollo cuando se hicieron
grandes fortunas al generalizarse las recalificaciones de
suelos que transgredían el planeamiento en beneficio de
los poderosos. Además de consolidarse las grandes empresas
inmobiliario-constructivas propias de la oligarquía franquista
que hoy permanecen en pie, surgieron otras nuevas al calor
de las influencias, y las plusvalías, de índole más local.
Fue en esta época en la que el dinero fácil obtenido de
las recalificaciones de terrenos adquirió denominación propia:
se empezó a hablar de pelotazos urbanísticos. Como
la llamada transición democrática coincidió con
el prolongado declive inmobiliario que sobrevino tras las
crisis petrolíferas de los setenta, durante los primeros
años de la democracia parecía que esa cultura del pelotazo
y ese urbanismo salvaje eran episodios de un pasado
irrepetible. Pero, como veremos más adelante, ni el urbanismo
salvaje, ni la singular cultura del pelotazo,
pueden considerarse hoy vicios privativos del régimen franquista,
puesto que siguieron arrasando durante la democracia, alimentados
por auges inmobiliarios que dejaron pequeños a todos los
anteriores.
España
contaba, tras las destrucciones de la Guerra Civil (1936-1939),
con un parque de viviendas insuficiente y de mala calidad,
en el que el alquiler era el régimen de tenencia mayoritario,
sobre todo en las ciudades. La escasez de viviendas hizo
que proliferaran tanto el chabolismo, como el hacinamiento
y los subarriendos, que permitían a varias familias habitar
una misma vivienda. Por ejemplo, el Censo de 1950 registró
6.639.530 familias que habitaban en 6.370.280 viviendas,
con lo que había más de trescientas mil familias que compartían
vivienda.
En
lo que concierne al peso mayoritario del alquiler en España,
el Censo de edificios y viviendas de 1950 acredita
que en ese año más de la mitad del stock de viviendas se
encontraba en régimen de alquiler, y este porcentaje alcanzaba
cerca del 90% en las grandes ciudades, como Madrid (94%),
Barcelona (95%), Sevilla (90%), ... o Bilbao (88%). Como
es sabido, esta situación se invirtió drásticamente, haciendo
que hoy se disponga de un stock de viviendas sobredimensionado
en el que la propiedad es el régimen de tenencia dominante.
No
cabe historiar detalladamente las vicisitudes y cambios
que, durante el último medio siglo, acabaron invirtiendo
el panorama inmobiliario español, al llevarlo desde la escasez
de viviendas y el predominio de la vivienda en alquiler,
hasta el actual exceso de las mismas y el marcado predominio
de la vivienda en propiedad. Sin que, por ello, se erradicaran
la infravivienda, el hacinamiento
y el chabolismo, que llegaron a repuntar durante el último
decenio, junto a la polarización social unida a la inmigración
clandestina y el trabajo precario. En los años 50 los esfuerzos
de reconstrucción de la posguerra apenas habían conseguido
paliar la escasez de viviendas, porque el movimiento migratorio
planteaba nuevas necesidades que se hacían notar sobre todo
en los cinturones de pobreza y de chabolas que rodeaban
los grandes núcleos urbanos y en el hacinamiento e infravivienda
presente en los cascos antiguos. El empeño franquista de
resolver el ‘problema de la vivienda’ culminó con la creación
del Ministerio de la Vivienda en 1957, nombrando
al frente del mismo al falangista e ideólogo de Franco,
José Luis Arrese.
Con la retórica falangista del momento, el nuevo ministro
percibió el problema de la vivienda como un problema de
orden público a resolver, al estimar que «el hombre, cuando
no tiene hogar, se apodera de la calle y, empujado por su
mal humor, se hace subversivo, agrio, violento,
...» (Discurso de Arrese
ante el pleno de las Cortes, presentando el Plan de
Urgencia Social). Para conseguir la paz social proponía
como ‘destino’ último del ministerio «hacer que en España
florezca una primavera de hogares» necesitando disponer
para ello de las viviendas adecuadas. Al tomar conciencia
de las limitaciones del Estado para conseguirlo, se trató
de despertar el afán de lucro de los constructores
«tocando arrebato las campanas de la iniciativa privada
hasta conseguir su colaboración». Además de dotar a instituciones
dedicadas a la construcción de viviendas de promoción pública
y alquileres baratos (como el Instituto Nacional de
la Vivienda o la Obra Sindical del Hogar), se establecieron
importantes subvenciones, desgravaciones y exenciones tributarias
para incentivar a las empresas a construir viviendas para
sus trabajadores en la proximidad de los centros de trabajo.
El resultado no fue despreciable: entre 1940 y 1970 se construyeron
cerca de medio millón de viviendas de promoción pública
con alquileres baratos, propiedad de administraciones o
empresas.
Pero
también y sobre todo, frente al anterior predominio del
alquiler, la nueva política mostró clara preferencia por
la vivienda en propiedad, como vacuna contra la inestabilidad
social. Se trataba de hacer ‘gente de orden’ y asegurar
el conformismo de la población facilitando su acceso a la
propiedad de la vivienda y atándola, además, con responsabilidades
de pago importantes. Se estableció, así, un marco que posibilitaron
las plusvalías derivadas de la recalificación de suelos
para interesar a las empresas en la construcción de viviendas
para la venta, tanto libres como de protección oficial,
a la vez que se favorecieron el crédito hipotecario y las
desgravaciones para fomentar la compra de viviendas. Pero,
sobre todo, se forzó la convivencia de coyunturas inflacionistas
y de fuertes alzas del precio de la vivienda con normativas
que decretaban la congelación de los alquileres y protegían
la estabilidad de los inquilinos. Estas medidas suplieron,
en parte, las carencias de vivienda social, pero también
elevaron el riesgo y redujeron a la mínima expresión la
rentabilidad y la liquidez del arrendamiento de viviendas,
desincentivando esta modalidad de inversión y, con ello,
la oferta de viviendas en alquiler. Se propició, así, la
salida de los propietarios de forzar el deterioro de los
edificios arrendados para conseguir el expediente de
ruina que les permitía expulsar a los inquilinos y
demoler o reconstruir el edificio aumentando el volumen
edificado para su posterior venta. Esta salida, unida a
la permisividad de la disciplina urbanística, sentenció
a muerte buena parte de los edificios que marcaban la personalidad
y la historia de nuestras ciudades, para ser sustituidos
por edificios cortados por el mismo patrón de un estilo
universal que triunfaba para aumentar a bajo coste el volumen
edificado en las parcelas. Y a esto se añade el abandono
del medio rural y de los pueblos, con lo que España acabó
siendo, como veremos más adelante, líder europeo en la destrucción,
por demolición o ruina, de su propio patrimonio inmobiliario
[8].
El
último dato disponible, del Censo de 2001, marcó el mínimo
histórico del porcentaje de viviendas en alquiler, con solo
un 11%. Y, sin duda, este porcentaje cayó todavía más entre
2001 y 2007, año que puso fin a un decenio de auge inmobiliario.
El empeño de promover la vivienda en propiedad vino a culminar,
así, medio siglo después de haberse iniciado y un cuarto
de siglo después de muerto Franco. Si algo quedó bien atado
después de su muerte, fueron la política de vivienda y la
práctica del pelotazo inmobiliario. No es un secreto
para nadie que el factor de racionalidad y de control social
que teóricamente trató de introducir el planeamiento urbano
y territorial previsto en la Ley del Suelo de 1956
se viera drásticamente desfigurado por la presión de los
más poderosos para beneficiarse de las oportunas recalificaciones
de suelos. Un continuismo digno de mejor causa permitió,
no sólo cambiar la cultura de alquiler a favor de la propiedad,
sino convertir a España en líder europeo en este campo y
hacer del negocio inmobiliario la verdadera industria nacional.
Solamente se produjo un cambio a subrayar con la democracia:
se abandonó la promoción pública de viviendas de alquileres
baratos vinculada al paternalismo franquista, sin sustituirla
por otra nueva; y las administraciones y empresas se deshicieron
del stock de vivienda social, vendiéndolo a bajo precio
a los inquilinos. Lo cual redujo a la mínima expresión el
peso de la vivienda social, hasta el extremo de hacer de
España el último país europeo en porcentaje de vivienda
social y de permitir que afloraran de nuevo los problemas
del hacinamiento y el chabolismo.
Tres
requisitos permitieron que el modelo inmobiliario español
que se puso en marcha durante el franquismo culminara tras
la llamada transición a la democracia y la adhesión de España
a la Unión Europea. Uno fue que la metamorfosis democrática
del régimen político se solapó con una refundación oligárquica
del poder en la que un caciquismo renovado siguió extendiendo
la cultura del pelotazo inmobiliario a una escala
sin precedentes. Otro fue la crisis del planeamiento,
que desembocó en una normativa que hizo de las operaciones
inmobiliarias acordadas entre promotores y políticos al
margen del planeamiento la pieza clave de nueva la ordenación
urbano- territorial. En el urbanismo se entronizó al llamado
agente urbanizador para que, en connivencia con
los políticos locales, utilizara a sus anchas la trampa
de las recalificaciones de suelo, haciendo que operaciones
y megaproyectos urbanos que durante el franquismo parecían
escandalosos, se multiplicaran después, durante la democracia,
revestidos de impunidad legal y de buen hacer político y
empresarial. Y el tercer requisito que explica la culminación
del modelo fue que contó con una financiación barata
y abundante sin precedentes, que animó a la formación
de burbujas especulativas. Estos tres requisitos se apoyaron
mutuamente, haciendo que predominaran las tendencias generales
y las consecuencias que a continuación se exponen. Pues,
aunque en algunos municipios la mayor sensibilidad de los
alcaldes y responsables políticos locales asegurara una
mejor conservación de su patrimonio inmobiliario y/o una
mayor calidad de su tejido urbano, estos casos no dejan
de ser excepciones a las tendencias y consecuencias generales
abajo apuntadas.
Los
casos de corrupción urbanística que ahora afloran en los
tribunales son la punta del iceberg de males mucho más extendidos,
heredados de medio siglo de despotismo franquista y de una
transición política que excluyó a los críticos del sistema,
para reacomodar, bajo una nueva cobertura democrática, a
las elites del poder, que siguen tomando las grandes decisiones
y favoreciendo los grandes negocios de espaldas a la mayoría.
Las mismas administraciones públicas siguen estando parasitadas
por los intereses empresariales o partidistas que mandan
en cada sector o en cada municipio, haciendo que trabajen
a favor de éstos de forma normal y que la corrupción prospere
la mayoría de las veces con cobertura legal. La estrecha
ósmosis que se observa entre políticos y empresarios vinculados
al negocio inmobiliario aparece ejemplificada por el hecho
de que el jefe del gabinete económico del presidente Zapatero
pasara directamente a presidir la patronal de las grandes
empresas constructoras, cuya conexión con los grupos de
poder económico imperantes durante el franquismo es bastante
evidente. Pues, si repasamos la composición de sus principales
accionistas, se constata que hay mucho viejo capitalismo
en las nuevas empresas del sector. Cosa lógica, en un mercado
en el se necesitan buenas conexiones políticas para salir
adelante. En el libro titulado Economía, poder y megaproyectos
(Aguilera, y Naredo, 2009)
hemos podido documentar estos extremos (Recio, 2009),
así como describir cómo se produjo la mencionada refundación
oligárquica del poder con fachada democrática tras la llamada
transición política (Naredo, 2009a
y Naredo, 2001).
Valga subrayar ahora que el peso económico y político de
esta oligarquía inmobiliario-constructiva se acentuó con
el desmantelamiento industrial y agrario que se produjo
tras la adhesión de España a la Unión Europea. Mientras
se recortaban otras áreas de actividad en aras de la competitividad
o de los intereses comunitarios, el sector inmobiliario-constructivo
se reforzó, ampliando su peso en la economía española. El
negocio de la recalificación y construcción de suelos e
infraestructuras permaneció, así, al resguardo de los vientos
de la competitividad, en manos de las elites políticas y
empresariales autóctonas.
En
el libro citado se aclaran las mutaciones observadas en
la relación entre economía y poder que hacen que, en España,
más que hablar de neoliberalismo habría que hablar
de neofeudalismo o, tal
vez mejor, de neocaciquismo, para subrayar que
estamos asistiendo a una refundación oligárquica del poder
en manos de algunos condottieri
de los negocios que utilizan en beneficio propio los instrumentos
del Estado, provocando una polarización social que afecta
hasta el propio mundo empresarial: hay empresas capaces
de crear dinero financiero (Naredo, 2010)
y de conseguir privatizaciones, concesiones, proyectos,
recalificaciones, ... y otras que no lo son, y que suelen
ser compradas o absorbidas por aquellas. En lo que concierne
al negocio inmobiliario de las recalificaciones de suelos
estos condottieri consiguieron
libertad para intervenir sobre el territorio mediante normativas
que lo posibilitaban con el acuerdo de los políticos y la
ignorancia y el silencio de la ciudadanía.
Ya
hemos comentado que, durante el franquismo, el planeamiento
fue muchas veces papel mojado que los poderosos
conseguían readaptar a sus
intereses. Pero es
que durante la democracia se degradaron todavía más las
tenues barreras del planeamiento urbano que condicionaban
a lo previsto en el Plan los usos y la edificabilidad de
los terrenos. Pues los cambios en la legislación [9]
facilitaron que esa edificabilidad se pudiera
acordar discrecionalmente al margen del planeamiento, permitiendo
que la edificabilidad de los suelos no dependiera ya de
lo previsto en esos documentos públicos que eran los planes
municipales, sino del poder de los compradores y propietarios
del suelo para conseguir recalificarlo y obtener plusvalías.
Y como los gobiernos municipales y regionales tenían en
sus manos la llave de las recalificaciones, base del negocio
inmobiliario, se estableció un caldo de cultivo propicio
a la emergencia de prácticas caciquiles,
que extendieron la corrupción y las componendas vinculadas
a este negocio por todo el territorio, culminando con casos
tan sonados como el de Marbella.
Por
una parte, este contexto permitió introducir más volumen
edificado en las zonas más valoradas de la ciudad demoliendo
edificios antiguos o recalificando zonas verdes o terrenos
destinados a equipamientos, atendiendo a la capacidad de
presión de los propietarios. Tal vez el ejemplo más emblemático
de cómo el nuevo caciquismo ha venido haciendo y deshaciendo
la ciudad al margen de la ciudadanía sea la doble recalificación
de los terrenos de la antigua y la nueva ciudad deportiva
del Real Madrid (Arias, 2009).
Esta operación permitió al club extraer plusvalías millonarias,
compartidas con otras empresas y administraciones, al recalificar
su antiguo terreno deportivo para construir sobre él un
enorme volumen de edificación en forma de cuatro torres
que alteraron por completo la perspectiva de la urbe en
uno de sus espacios más cotizados. Como es común en las
operaciones inmobiliarias [10],
esta decisión se acordó mediante un consenso elitista, al
margen del planeamiento y de la ciudadanía.
Por
otra, el contexto descrito acentuó también el modelo de
edificación difusa o dispersa, en el que las nuevas parcelas
edificadas surgían a muchos kilómetros a la redonda de los
centros urbanos, dependiendo únicamente de la voluntad y
el poder de los propietarios para desarrollar esos
suelos, empleando para ello una terminología militar que
califica de operaciones a las nuevas intervenciones
sobre el territorio.
Otra
característica del nuevo modelo inmobiliario-constructivo
es que tiende a inventar pretextos y a buscar nombres que
justifiquen y hagan atractivas las operaciones de recalificación
de suelos, resaltando calidades o aspectos que suplen sus
limitaciones o carencias. Se habla así de ciudades de
la imagen, ciudades del golf, o de lo que
sea, donde se observa la carencia de ciudad al predominar
barrios dormitorio, o usos y servicios específicos; al igual
que no se habla de zonas industriales, sino de parques
empresariales. Pues ya no se planifica directamente
el futuro de las ciudades para el bienestar de los ciudadanos,
sino para la promoción de determinados eventos o megaproyectos
que se presuponen fuente de bienestar y de negocio. Por
ejemplo: no es la racionalidad del planeamiento, sino el
empeño doblemente fallido de hacer de Madrid sede de los
juegos olímpicos, el que ha justificado la construcción
de un rosario de megaproyectos y costosas infraestructuras
sin contar con las necesidades y prioridades de la ciudadanía.
El
afán de buscar pretextos que justifiquen los megaproyectos
inmobiliarios, culmina con el ejemplo de los llamados parques
temáticos. La experiencia de los que se han venido
desarrollando permite señalar ciertos rasgos comunes de
este tipo de operaciones. En todos ellos se presenta
el proyecto como una enorme fuente de parabienes y progreso
para la zona en la que se localiza y que justifica plenamente
la recalificación de terrenos in extenso para albergar
a la población y los servicios que, se supone, atraerá la
nueva actividad propuesta. No solamente se atribuye, así,
a la operación más superficie de la requerida por
el parque que la justifica, sino que con este pretexto
se recalifican también los terrenos próximos previamente
adquiridos por los promotores más informados del proyecto.
Se solicita además el apoyo del Estado, con sus empresas
públicas o semipúblicas, no sólo para financiar la operación,
sino para poner gratuitamente a su servicio las infraestructuras
necesarias para que pueda prosperar. El desenlace habitual
es que, una vez que los propietarios de los terrenos han
realizado enormes plusvalías procedentes de su recalificación,
se ve que la actividad del parque que se tomaba como pretexto
incumple las expectativas de negocio que se prometían. Languidece
así la sociedad responsable del parque y reclama
más dineros públicos y más edificabilidad en los terrenos
de la operación, para compensar con nuevas plusvalías el
fiasco financiero de la actividad que en principio justificaba
la operación. La experiencia de los cuatro grandes
parques temáticos instalados en España se adapta
al modelo indicado: Port Aventura
(1995), Isla Mágica (1997), Terra Mítica (1998) y el Parque Warner
(2002), han sido todos ellos promovidos y financiados por
entidades públicas y/o cajas de ahorros, lo que debería
suscitar dudas sobre la rentabilidad de los parques, al
contribuir los inversores privados sólo en la medida en
la que su participación en los negocios colaterales dell
parque —inmobiliarios, constructivos o de servicios—
lo justifican. Una vez obtenidas las plusvalías de la recalificación
de terrenos y/o los beneficios de la fase de construcción,
suele evidenciarse el fiasco económico y el sinsentido de
los megaproyectos, ahora subrayado por la crisis inmobiliaria.
Numerosos
exponentes de este proceder han venido desordenando el territorio
al dictado de oligarquías político-empresariales que sembraban
por doquier, con el apoyo del dinero público, parques temáticos,
nuevas ‘ciudades’ e infraestructuras, sin contar con las
necesidades de la población, ni con las vocaciones del territorio.
Tal vez la operación denominada Reino de Don Quijote,
en Ciudad Real, pase a la historia por haber contribuido
a la bancarrota de Caja Castilla La Mancha, al
forzarla, entre otras cosas, a financiar un ruinoso aeropuerto
privado, para que accedieran los ricos del mundo a jugar
en el nuevo casino que servía de pretexto a la operación
[11].
Pero todo esto parecía ya un juego de niños en comparación
con la treintena de casinos y la megalópolis del juego que
se pretendían instalar en el desierto de Los Monegros
(Aragón) justo cuando la crisis inmobiliaria vino a enfriar
las operaciones especulativo-constructivas y los megaproyectos
vinculados a ellas.
El
predominio de este género de operaciones no sólo hizo que
los nuevos desarrollos urbanos evolucionaran al margen del
planeamiento de forma aparentemente errática e incontrolada,
sino también que incumplieran los viejos estándares del
urbanismo, empobreciendo el medio urbano y generando nuevas
carencias. El reflejo territorial de este modelo guiado
por el descontrolado afán de lucro de la promoción inmobiliaria
respondió implícitamente a las patologías inicialmente descritas.
Al igual que el melanoma, este modelo observa un crecimiento
rápido e incontrolado, extiende la enfermedad edificatoria
a puntos alejados, propiciando el modelo de la conurbación
difusa, mantiene la indiferenciación
de las células malignas al unificar a través de un único
estilo universal las tipologías constructivas,
a la vez que destruye o engulle los tejidos urbanos y edificatorios
preexistentes (Naredo, 2005). Las tesis doctorales de Javier Ruiz (1999) y de Eduardo de Santiago (2005) confirman
que en la Comunidad de Madrid acabó predominando el modelo
de la conurbación difusa, frente al urbanismo más compacto
que preveía el planeamiento. En la segunda de estas tesis
se hace un estudio detallado de 87 piezas u operaciones
territoriales que se despliegan en la región de Madrid por
todos los puntos cardinales, lo que ayuda a extraer conclusiones
sobre la amplitud y el funcionamiento de este modelo. Entre
otras cosas, se observa que la morfología de las piezas
estudiadas viene marcada por la geometría de las parcelas
de terreno hacia las que el poder de los propietarios había
conseguido llevar las operaciones, evidenciando que era
la lógica del poder la que se imponía por encima de la posible
racionalidad del planeamiento. Más de la mitad de las operaciones
estudiadas eran predominantemente residenciales, afectaban
a cerca de 30.000 hectáreas y pretendían albergar 570 mil
nuevas viviendas, mostrando la importancia del fenómeno
analizado.
Por
último, hemos de recordar que, en el modelo ejemplificado
por España, el negocio inmobiliario se basa, sobre todo,
en la posibilidad de añadir varios ceros al valor de los
terrenos por el mero hecho de hacerlos urbanizables [12].
Una estimación moderada de las plusvalías asociadas a los
desarrollos de suelo comprometidos en la región
de Madrid analizados en la tesis antes mencionada, permite
cifrarlas en unos 200 mil millones de euros, a precios de
2005 (Naredo, 2009a). El importe
de estas plusvalías deja pequeñas a las magnitudes tradicionalmente
manejadas de la Renta o los salarios percibidos en la región
de Madrid (cifrados en 168 y 89 mil millones de euros para
ese mismo año), denotando la importancia económica de las
operaciones urbanas, que ignoran las cuentas nacionales
de flujos y el cuadro macroeconómico al que se circunscribe
el razonamiento habitual de los economistas [13].
La
adhesión de España a la Unión Europea generó unas condiciones
excepcionalmente favorables a la formación de burbujas inmobiliarias
que aceleraron los negocios especulativos ligados a las
recalificaciones y revalorizaciones inmobiliarias en el
contexto especialmente propicio que acabamos de describir.
La primera de estas burbujas (1986-1992) es la que se desató
al calor de la entrada de capitales y empresas extranjeras
deseosas de hacer negocio en el nuevo país de la Europa
comunitaria. Esta burbuja aportó dos novedades a resaltar.
En primer lugar, se produjo cuando el crecimiento demográfico
y migratorio interno habían venido remitiendo desde principios
de los setenta, recortando las previsiones demográficas
y las futuras necesidades de vivienda. En segundo lugar,
a diferencia de lo que había ocurrido en el pasado, el notable
crecimiento de los precios inmobiliarios no formaba parte
ya de un fenómeno inflacionista generalizado, sino que se
solapó con una notable desaceleración del crecimiento de
los precios al consumo y de la actividad económica ordinaria.
Esto acentuó enormemente el diferencial entre el crecimiento
de los precios inmobiliarios y la moderación de los precios
al consumo, haciendo mucho más llamativas las plusvalías
obtenidas en relación con los ingresos ordinarios. Se ensanchó
también la brecha que se abría entre los enriquecidos propietarios
y el resto de la población, contribuyendo a extender entre
la población los afanes especulativos al calor de las intensas
revalorizaciones inmobiliarias. Pues esta burbuja afectó
básicamente a los precios, pero no tanto al volumen construido,
ya que el repunte de la construcción de viviendas apenas
superó, en dos ocasiones, el medio millón de viviendas anuales.
Esta burbuja murió por estrangulamiento financiero tras
los festejos de 1992 [14],
cuando el endeudamiento y el enorme déficit exterior del
país, tuvo que corregirse con tres devaluaciones sucesivas
de la peseta y un importante programa de ajuste (Naredo, 1996).
Sin
embargo, el período de declive económico y atonía del mercado
inmobiliario no duró demasiado. Tras haber corregido sus
desequilibrios y sustituido la peseta por el euro, la economía
española dispuso de una liquidez barata y abundante que
hizo repuntar la cotización de los activos bursátiles e
inmobiliarios originando una nueva burbuja inmobiliaria
de proporciones colosales. Pues la intensidad y duración
sin precedentes del pasado boom
inmobiliario vino alimentada por los medios de financiación
también sin precedentes que le otorgó la flamante posición
de dominio adquirida por la economía española bajo el paraguas
del euro. A esta liquidez inusualmente barata y abundante
se unió un marco institucional que hacía muy atractiva la
inversión inmobiliaria, tanto por parte de promotores como
de compradores, al prometer importantes plusvalías y contar
con una fiscalidad favorable. La crisis bursátil de principios
de siglo (2000-2003) unida a las sucesivas rebajas del tipo
de interés acentuaron el huracán de dinero presto a invertirse
en ladrillos y cemento, al que se añadió otro de fondos
estatales y europeos plasmados en potentes infraestructuras
que, lejos de vertebrar el territorio, han contribuido
generalmente a acentuar sus desequilibrios. Un rasgo diferencial
del pasado boom inmobiliario
respecto a los precedentes fue el mayor afán de comprar
viviendas como inversión, unido a la mayor presencia de
compradores extranjeros. Cuando las gestoras de inversiones
pasaron a ofrecer, junto a los productos financieros, productos
inmobiliarios que se podían comprar sobre el papel, viéndolos
por Internet, el mercado inmobiliario español pasó a competir
con ventaja con los mercados financieros a la hora de atraer
el ahorro de los potenciales inversores. Se desató así la
espiral propia de las burbujas especulativas, en las que
se compra porque se piensa que los precios van a subir y
los precios suben porque aumentan las compras, cada vez
más financiadas con créditos.
Como
colaboradora necesaria del negocio inmobiliario, la construcción
de edificios e infraestructuras se difundió por el territorio
peninsular a modo de melanoma sin control: la proliferación
de grúas y la escasez de árboles, han venido ofreciendo
en nuestro país un paisaje bien singular en Europa. El hecho
de que entre 2002 y 2007 se construyeran todos los años
en España muchas más viviendas que en Francia y Alemania
juntas, cuando estos dos países triplican a España en población
y la duplican en territorio, evidencia que este boom
inmobiliario no sólo se caracterizó por el fuerte crecimiento
de los precios, sino también de la construcción nueva, reclamando
una financiación mucho mayor que los anteriores períodos
de auge. El pasado boom
inmobiliario incrementó en más de una cuarta parte el stock
de viviendas, haciendo de España el país con más viviendas
por habitante de la Unión Europea.
España
ha cubierto, así, sobradamente el ‘déficit’ de viviendas
con relación a la población, pero no las necesidades de
vivienda de ésta, habida cuenta que las espectaculares subidas
de precios se han simultaneado con una presencia cada vez
más reducida de vivienda social. Como consecuencia, España
ostenta también el récord europeo en viviendas secundarias
y desocupadas, a la vez que sigue ostentándolo en destrucción
del patrimonio inmobiliario por demolición y ruina. El principal
problema actual a resolver tiene que ver con la gestión
de un patrimonio inmobiliario de mala calidad, sobredimensionado
e ineficientemente utilizado. La situación actual pide a
gritos políticas que, a diferencia de las actuales, propicien
la rehabilitación frente a la construcción nueva, la arquitectura
acorde con el entorno frente al estilo universal imperante,
la vivienda como bien de uso frente a la vivienda como inversión,
la vivienda social frente a la vivienda libre, la vivienda
en alquiler frente a la vivienda en propiedad, la rentabilización
a través de rentas y no de plusvalías, ... El problema estriba
en que estos cambios no sólo tienen que ver con el urbanismo
y la vivienda, sino con otros muchos sectores y políticas,
exigiendo un acuerdo de Estado al máximo nivel que ni siquiera
se ha planteado durante el auge porque amenazaba los negocios
inmobiliarios en curso. Pero tampoco se observa una voluntad
clara de reconvertir el modelo inmobiliario español en el
sentido arriba indicado, ahora que la burbuja se ha desinflado
por sí misma y que la actividad constructivo-inmobiliaria
está bajo mínimos y lo estará durante largo tiempo para
purgar sus excesos.
La primera consecuencia es que el modelo inmobiliario imperante ha venido
configurando el modelo urbano y territorial. Hemos visto
que el urbanismo español ha estado gobernado por el negocio
de la promoción inmobiliaria, que impuso su lógica de obtener
plusvalías recalificando y construyendo suelos por encima
de la del planeamiento urbano y territorial. El predominio
de esta lógica económica ha condicionado tanto el modelo
urbano- territorial resultante, como el marco institucional
que lo impulsa. Hemos visto también que el modelo ejemplificado
por España otorga un peso mayoritario al régimen de ocupación
de la vivienda en propiedad, quedando muy reducida la ocupación en régimen de alquiler. Al mismo tiempo
que ha potenciado la vivienda libre, dejando la vivienda
social como algo testimonial, sobre todo en lo que concierne
a las viviendas de promoción pública y de alquileres baratos.
El modelo se apoya, por una parte, en potentes empresas
de promoción inmobiliaria y, por otra, en hogares (nacionales
y extranjeros) con capacidad de compra y afán de invertir
en viviendas, contando con el apoyo de un sistema de crédito
hipotecario muy desarrollado, que se ha visto reforzado
por las buenas posibilidades de captación de liquidez internacional
de que disponen los países de la Unión Europea.
Concretando
algo más sobre cómo el modelo inmobiliario dominante ha
venido incidiendo sobre el modelo urbanístico, hemos de
reiterar que el predominio del juego económico descrito
ha condicionado a la vez los modelos de ordenación territorial,
urbana y constructiva resultantes, adaptándolos a la lógica
del melanoma antes descrita. Por una parte, ha promovido
un crecimiento de la edificación rápido e incontrolado,
arrastrado por burbujas que se mueven por lógicas especulativas
ajenas a las necesidades de la población, sin más frenos
que los de índole financiera. Ha polarizado el territorio
en núcleos atractores de capitales,
población y recursos y áreas de servidumbres de abastecimiento
y vertido, generando a la vez grandes concentraciones de
población y áreas despobladas, con densidades solo presentes
en Europa en el desierto lapón o en las proximidades de
Círculo Polar Ártico. En el urbanismo ha impuesto el modelo
de la conurbación difusa y en la construcción el
estilo universal. Los nuevos modelos urbanos y
constructivos, lejos de mejorar los anteriores, los han
destruido o engullido. España es así líder europeo en pueblos
abandonados y en destrucción de su propio patrimonio inmobiliario.
Pues el modelo ha promovido a la vez la construcción nueva
y la destrucción del patrimonio inmobiliario construido,
haciendo de España el país con un patrimonio inmobiliario
más renovado de Europa. Según el Censo de 2001 (¡último
dato disponible!) habían desaparecido por demolición o ruina
más de la mitad de los edificios destinados a vivienda censados
en 1950. España cuenta incluso con un menor porcentaje de
viviendas anteriores a 1940 que Alemania, cuyo patrimonio
inmobiliario quedó seriamente dañado por la Segunda Guerra
Mundial. Lo cual me permite señalar que el modelo de desarrollo
español ha sido más destructivo del propio patrimonio inmobiliario
de lo que, en proporción, lo fue la guerra mundial en Alemania.
La
trepidante construcción nueva, al seguir estos modelos,
no ha contribuido a mejorar la calidad de la vida urbana,
pues no ha hecho ciudad, sino urbanizaciones y operaciones
inmobiliarias que carecían de la complejidad de la ciudad
clásica, incumpliendo, incluso, los estándares del urbanismo
que el planeamiento tomaba como norma. Hasta la propia rehabilitación
urbana ha reproducido a veces la lógica de las operaciones
inmobiliarias, expulsando a los vecinos y simplificando
y especializando el tejido urbano resultante. Además, el
crecimiento rápido e incontrolado de la construcción observado
durante el último decenio, unido a la carencia de vivienda
social y a la subida de precios, ha generado un stock inmobiliario
sobredimensionado y de mala calidad urbana, que la población
no alcanza ya a habitar ni a comprar.
El
modelo inmobiliario español, al inflar la reciente burbuja
especulativa, ha generado endeudamientos y desequilibrios
que llevaron a la economía española a una profunda crisis,
cuando falló la liquidez internacional tan inusualmente
barata y abundante que la venía alimentando. Pues los procesos
especulativos traen la fortuna para algunos, pero siempre
acaban acarreando endeudamientos y bancarrotas que otros
han de pagar. La burbuja inmobiliaria no sólo aceleró sobremanera
el pulso de la coyuntura económica reciente —y el déficit
y el endeudamiento exterior— en nuestro país, sino que ahora
lastra su recuperación. Pues si España fue líder del auge
inmobiliario en Europa, también lo fue del riesgo inmobiliario
en todas sus dimensiones (endeudamiento hipotecario con
relación a la renta disponible, exposición del sistema financiero, ...) (Naredo,
Carpintero, y Marcos, 2007). Y el pinchazo
de la burbuja, no sólo ha dado al traste con la pujante
actividad inmobiliario-constructiva y las plusvalías que
animaban la actividad económica y la recaudación de impuestos
—agravando el déficit presupuestario y elevando la tasa
de paro al 20%—, sino que deja como herencia un enorme endeudamiento
privado y, finalmente, público. Ya que la burbuja, tras
haber devorado el ahorro interno, se siguió financiando
irresponsablemente con cargo al exterior durante los últimos
cuatro años del auge, recurriendo a titulizaciones
y deudas a largo plazo que los mercados internacionales
dejaron de admitir a raíz de la crisis financiera. Sobre
todo si éstas proceden de cajas de ahorros que mantienen
créditos al promotor y morosidades bien superiores a los
bancos. Pues las cajas han venido siendo la mano financiera
utilizada por el actual neocaciquismo local y regional para
sacar adelante sus grandes operaciones inmobiliarias y los
megaproyectos de dudosa rentabilidad que le servían de pretexto.
Por ejemplo, todos los parques temáticos —que acabaron
mostrando pérdidas, para hacer la fortuna de los propietarios
de terrenos circundantes— fueron financiados por cajas de
ahorros y/o empresas públicas. Desde Port Aventura (La Caixa
43%), ... hasta el Parque Warner
(Arpegio 44% y Caja Madrid 22%), pasando
por Isla Mágica (Caja el Monte y Caja San Fernando,
hoy fusionadas en Cajasol),
por Terra Mítica (Bancaixa
y Caja de Ahorros del Mediterráneo), ... o por
el Reino de Don Quijote y su aeropuerto privado, que hicieron
colapsar a Caja Castilla-La Mancha. Así, el pinchazo
de la burbuja inmobiliaria ha llevado a las cajas de ahorro
a una situación crítica que tendrán que resolver en el año
en curso. Además de proseguir la cadena de suspensiones
de pagos de empresas inmobiliarias, 2010 será el año en
el que las cajas tendrán que afrontar su excesiva concentración
de riesgos en el sector inmobiliario, acometiendo un proceso
de reestructuración a gran escala que alterará el panorama
financiero del país. La fusión de entidades —orientada a
cerrar sucursales y reducir gastos— y la inyección de dinero
público para reflotarlas tendrá dos posibles salidas. Una,
la reconstitución de la desaparecida banca pública. Otra,
la privatización de esos últimos vestigios de entidades
público-cooperativas que son las cajas. La opacidad con
la que se está acometiendo la operación sugiere que será
esta última salida la que se acabará imponiendo.
En
suma, que ahora se sufren las consecuencias de que la burbuja
inmobiliaria y sus derivados constructivos llegaran a absorber
cerca del 70% del crédito al sector privado y a extender
el virus de la especulación por todo el cuerpo social, a
la vez que se sobredimensionaba el suelo urbanizable y el
parque de viviendas secundarias y/o desocupadas, ocasionando
una superdestrucción de los asentamientos, los ecosistemas
y los paisajes precedentes. Lo que hace que todo el mundo
sufra el deterioro ambiental ocasionado y que la
población hipotecada tenga que seguir pagando durante décadas
el aquelarre de beneficios y plusvalías obtenidos por unos
pocos durante el auge; en un juego económico que necesitaba
expandirse continuamente para evitar su derrumbe.
Y
además, últimamente, las potentes inyecciones de liquidez
y gasto público, junto con las subvenciones, avales y desgravaciones
fiscales aplicadas por el Estado para contrarrestar la crisis
y apoyar a las entidades financieras, acentuaron notablemente
el déficit presupuestario y la deuda pública, situando a
España en el pelotón de los países con problemas (el grupo
de Portugal, Ireland,
Greece, Spain (PIGS)).
El
problema ecológico estriba en que la construcción es una
actividad muy exigente en energía y materiales que tiene
una gran incidencia territorial, directa e indirecta. Por
ejemplo, la construcción de vivienda nueva reclama, como
poco, media tonelada de materiales por metro cuadrado, a
lo que hay que sumar movimientos de tierras y de residuos
inertes que superan ampliamente esa cifra. El consumo de
cemento constituye un indicador sintético de primer orden
de la importancia de la construcción de edificios e infraestructuras
asociada al negocio inmobiliario. Este indicador sigue los
marcados vaivenes de la coyuntura inmobiliaria, que tienen
poco que ver con las necesidades de vivienda y de infraestructuras,
que se mueven al ritmo más pausado de la demografía y la
renta disponible de los hogares. España llegó así a consumir
cerca de los sesenta millones de toneladas anuales de cemento
en los años culminantes del pasado boom
inmobiliario. Este consumo, no sólo hizo de España el quinto
país del mundo en consumo de cemento —solo superada por
países como China, con muchos cientos de millones de habitantes—
sino que sobrepasa ampliamente el de otros países europeos,
que como Francia y Alemania cuentan con más población y/o
territorio que España. Si recordamos que España tiene cincuenta
millones de hectáreas de territorio y algo más de cuarenta
millones de habitantes, vemos que ese consumo suponía más
de una tonelada anual por habitante y por hectárea de superficie
geográfica. Como esta tonelada larga de cemento se mezcla
con arenas y gravas, para convertirse de hecho en cerca
de diez toneladas anuales de mezclas por habitante o hectárea,
vemos que el a veces llamado tsunami inmobiliario
no es una simple e imaginativa metáfora, sino una verdadera
ola de ladrillos y cemento que ha venido recorriendo la
geografía peninsular. Sin embargo, pese a los importantes
presupuestos anti-cíclicos
destinados a inversiones en obras públicas, el consumo de
cemento se ha reducido en 2009 a menos de la mitad de la
cifra antes indicada, reflejando la importancia de la crisis
inmobiliaria.
Pero
el problema ecológico se deriva también de que el reciente
boom inmobiliario ha
seguido las patologías descritas al desplegar un modelo
territorial, urbano, constructivo, ...
y un estilo de vida, que resulta mucho más exigente en recursos
y pródigo en residuos y en daños ecológico- ambientales
que los previamente existentes. A la vez que la eficiencia
en el uso del suelo decae con el actual modelo inmobiliario
y urbanístico, que infla el porcentaje de viviendas desocupadas
y secundarias y exige cada vez mayores servidumbres indirectas.
Por ejemplo, hemos podido constatar que el suelo ocupado
en la Comunidad de Madrid por usos urbano-industriales directos
e indirectos pasó de 112 metros cuadrados por habitante
en 1956 a 270 en 2005. Y también que la promoción inmobiliaria
promovió el abandono masivo de terrenos agrarios en la región
que han ido pasando a engrosar un stock muy sobredimensionado
de suelo con pretensiones de ser urbanizado (Naredo, y García Zaldívar, 2008).
Pero
la desmaterialización originada por la crisis, al estar ligada
al aumento del paro, la frustración y el empobrecimiento
de buena parte de la población dista mucho de ser deseable.
Por lo que no cabe postular el objetivo de la desmaterialización
o del decrecimiento del consumo de energía y materiales
sin unirlo a una reconversión profunda del proceso económico,
de los patrones de consumo y de las metas de la sociedad.
Pues con el sistema actual el decrecimiento tiene nombre
propio: se llama depresión económica y va acompañada de
drama social.
Los
orígenes de este drama hay que buscarlos en el hecho de
que la euforia especulativa que desató el auge inmobiliario
contribuyó a extender el virus de la especulación y el consumismo
por todo el país. Se acentuó así el conformismo con las
prácticas caciquiles, unido al
servilismo y la polarización en una población cada vez más
polarizada e hipotecada. Este panorama resultaba socialmente
aceptable mientras una ingente liquidez nueva financiaba
el festín de revalorizaciones y compras asociado a la burbuja
inmobiliaria. De ahí que cuando el pulso de la coyuntura
económica decae y el paro aumenta, se quiera inyectar
más y más liquidez a toda costa, para que la carrera especulativa
del crecimiento continúe y rebose lo más posible, alcanzando
a la mayoría de la población. El crecimiento es, así, como
una especie de droga que adormece los conflictos y las conciencias,
creando adicción en todo el cuerpo social. Pues cuando decae
o se para, el malestar resurge con fuerza y la ideología
dominante induce a añorar ese crecimiento y a reforzar el
conformismo social, en vez de a criticarlo y a ver las ruinas
que ha ido dejando, jalonadas de grave deterioro ecológico,
de angustioso endeudamiento económico y de bancarrota moral
(sobre el panorama y las alternativas a la crisis véase
Naredo (2009b, 2009c y 2010)).
Tras
la visión crítica del pasado auge especulativo subyace la
pugna por mantener vivo el tejido social compuesto por relaciones
de solidaridad, afinidad y simpatía hacia nuestros congéneres,
frente a su destrucción y sustitución por una cadena de
relaciones interesadas serviles y/o despóticas. En el fondo
se trata de evitar que los valores de ese capitalismo especulativo
—el éxito pecuniario, la pelea competitiva, el afán de lucro,
de explotación, ...— y su actual
proyección oligárquica acaben arrasando los sentimientos
de amistad y solidaridad y haciendo realidad en nuestro
país esa utopía social negativa que Hesiodo (v.
180-190), en Los trabajos y los días, identificaba
con el fin de la especie humana. Pues, en sus célebres versos,
nos recuerda que ese final vendrá «cuando se destruyan las
relaciones de hospitalidad, amistad, fraternidad, ... cuando incluso a los padres, tan pronto como envejezcan,
se les muestre desprecio, cuando nadie se atenga ya a su
palabra dada en favor de lo bueno y lo justo, ...cuando
la conciencia no exista y el único derecho sean el dinero
y la fuerza».
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Notas
[1]:
Término éste acuñado por Patrick
Geddes (1915) para designar esta nueva forma
de urbanización, diferenciándola de lo que antes se entendía
por ciudades.
[2]:
España llegó a ser el país de la Unión Europea con mayor
porcentaje de viviendas ocupadas en propiedad y con menores
porcentajes de viviendas en alquiler y en alquiler social.
Solo en los últimos tiempos se ha visto aventajado en porcentaje
de viviendas en propiedad por algunos de los antiguos países
del Este, que sometieron sus stock
de vivienda pública o cooperativa a drásticos procesos de
privatización. El caso de Eslovaquia ejemplifica bien estos
procesos privatizadores, al haber pasado el porcentaje de
viviendas ocupadas en propiedad del 50% en 1991 al 76% en
2001 y al 85% en 2005, a la vez que el parque público de
viviendas en alquiler estatales y municipales decaía del
27% en 1991 al 4% en 2005 y el de viviendas propiedad de
cooperativas caía del 22% al 7% en ese mismo período (Datos
del Statistical Office de la República de Eslovaquia
para 1991 y 2001 y estimación del Ministry
of Construction
and Regional Development para
2005). Todavía más extremo es el caso de Hungría, que muestra
el porcentaje más elevado de viviendas en propiedad (92%
en 2003) superando incluso al de España, y el más bajo en
alquiler (7% en 2003) (Estadísticas de vivienda de la
Unión Europea, Cuadro 3.5, página 50. Accesible por
Internet en http://www.euhousing.org).
[3]:
Hay que puntualizar que no existe un sesgo geográfico claro
que permita diferenciar el modelo según países meridionales
o septentrionales. Sobre todo porque, más que rasgos espaciales,
lo que existen son diferentes marcos institucionales que
arrojan distintos resultados. Tal es el caso, por ejemplo,
de Irlanda, o de los países del antiguo bloque socialista,
que siendo países septentrionales se encaminan con fuerza
hacia el primer modelo descrito; o, alternativamente, el
caso de España, que ahora protagoniza este primer modelo,
pero que hace unas décadas ejemplificaba el segundo.
[4]:
Cabe remitir para ello a textos especializados sobre las
políticas de vivienda comparadas, como Barchin (1996)
y Trilla (2001).
Sobre la evolución reciente de estas políticas por países
hay documentación accesible en los portales de Internet
de la Unión Europea, entre la que cabe subrayar los informes
RICS European housing review, coordinados
por M. Ball
y sobre todo el correspondiente a 2005.
[5]:
Así, en el Reino Unido se ha venido transfiriendo el parque
de vivienda pública a las Housing
Associations, con fines no
lucrativos; en el caso de Irlanda se previó transferir la
gestión, pero no la propiedad; ...o,
en el caso de Alemania, las entidades locales y regionales
han venido retirando sus participaciones en las empresas
encargadas de la gestión del parque, que iban camino de
la privatización.
[6]:
Los REITS, surgieron en Australia en la década de los setenta
y funcionan con legislaciones específicas en países centroeuropeos
como Alemania, Bélgica, Francia y el Reino Unido.
[7]:
Citas tomadas del texto inédito de la investigación realizada
por María Molero sobre El urbanismo
del Gran Madrid de la postguerra.
[8]:
En Naredo (2000)
apliqué un enfoque demográfico orientado a estimar la mortalidad
por demolición y ruina de los edificios y viviendas a partir
de la información censal. Este trabajo permitió concluir
que España contaba con una demografía de edificios y viviendas
inusualmente inmadura en Europa, al mostrar a la vez muy
elevadas tasas de natalidad y de mortalidad
de edificios y viviendas. Esta información ha sido actualizada
en Naredo, Carpintero, y Marcos (2005
y 2008).
[9]:
No voy a perder tiempo en relatar los cambios operados en
el marco institucional que son el objeto de otras comunicaciones
al presente Coloquio. Estos cambios parten de la propia
Constitución de la democracia, que dejó al Estado central
sin competencias en urbanismo y ordenación del territorio,
al delegar totalmente estas competencias en los gobiernos
regionales y municipales, sin haber establecido criterios
e instrumentos previos de orientación y control. Los gobiernos
regionales generaron después una maraña legislativa que
resulta muy difícil de desbrozar y de distinguir sus dimensiones
meramente ceremoniales, de las que están siendo objeto de
aplicación efectiva. Las personas interesadas podrán encontrar
un desbroce y enjuiciamiento detallado de esta normativa
en el Libro Blanco de la Sostenibilidad
en el Planeamiento Urbanístico Español, actualmente
en prensa en el Ministerio de Vivienda, cuya elaboración
que he tenido el placer de coordinar con José Fariña (2010).
[10]: Véase también el ejemplo del megaproyecto sevillano
promovido con el lema «Sevilla, la construcción de un sueño»
(Delgado, 2009).
[11]: Una operación con un pretexto similar había
tenido lugar ya en la histórica ciudad de Aranjuez
(Madrid), con la construcción en plena huerta de un casino
con hoteles, viviendas y zonas comerciales: las luces de
neón del casino brillando en el atardecer en esa histórica
huerta aportan una imagen cargada del surrealismo que suele
impregnar a este tipo de operaciones.
[12]:
Según la Encuesta de precios de la Tierra, del
Ministerio de Agricultura, el valor medio de los
terrenos de cultivos y pastizales era, en 2006, de 10.402
euros/hectárea, o lo que es lo mismo, de 1 euro/metro cuadrado
(excluida la superficie de monte que se supone menos valorada).
Para ese mismo año el Ministerio de Vivienda cifraba
el precio medio de la vivienda en 2.160 euros/metro cuadrado.
Considerando, para una promoción inmobiliaria media, un
ratio entre superficie construida y superficie total del
50%, un coste de construcción de 1.000 euros/metro cuadrado
y gastos adicionales de promoción-urbanización de 80 euros/metro
cuadrado, obtendríamos una plusvalía de unos 500 euros/metro
cuadrado, o de 5 millones de euros por hectárea. O lo que
es lo mismo, con esta operación, el valor de la propiedad
inicial se nos habría multiplicado por 500, una vez descontados
los gastos, señalando la importancia del orden de magnitud
del negocio. Aunque, evidentemente la plusvalía obtenida
varía en cada caso con la edificabilidad de los terrenos
y con el diferencial de precios, que culmina al permitir
la introducción de un gran volumen de edificación en zonas
muy valoradas, como ocurrió con la recalificación ya mencionada
de la antigua ciudad deportiva del Real Madrid.
[13]:
A diferencia de lo que ocurre en Francia, la Contabilidad
Nacional española, elaborada por el Instituto Nacional
de Estadística, no incorpora todavía cuentas de patrimonio.
Para suplir esta carencia vengo estimando desde hace tiempo
las cuentas de patrimonio de la economía española, como
instrumento clave para interpretar su evolución durante
las dos últimas burbujas inmobiliarias (Naredo, 1996; Naredo y Carpintero, 2002; Naredo; Carpintero y Marcos, 2005,
2007 y 2009).
[14]: En 1992 coincidieron dos eventos que arrastraron
importantes inversiones en la construcción de inmuebles
e infraestructuras: las Olimpiadas de Barcelona y el V Centenario
del descubrimiento de América, celebrado por todo lo alto
con la Exposición Universal de Sevilla, que justificó la
primera línea de tren de alta velocidad construida en España.