El derecho a la seguridad es un derecho humano básico
al que hoy son especialmente sensibles en las sociedades urbanas
no solamente los sectores medios (los altos están más
protegidos) si no también, y en bastantes caso con
más motivo, los sectores populares, que en muchos casos
conviven o ocupan espacios que se solapan con los territorios
y poblaciones que se perciben como violentos o peligrosos.
La
demanda social de seguridad a dado lugar a dos tipos de respuestas
por parte de los gobiernos de las ciudades. Un tipo de respuesta
que se atribuye principalmente a las ciudades europeas pero
que también está presente en las ciudades americanas
es la de la prevención. Las políticas preventivas
apuestan por la acción positiva hacia los grupos vulnerables
y de riesgo y también por los procesos de inclusión
y reinserción. Estas políticas suponen así
mismo reformas importantes de la policía (comunitaria)
y de la justicia (de barrio o municipal, jueces de paz). La
proximidad y la diversidad de las fórmulas sancionadoras
son características principales de esta concepción
de la policía y la justicia. Estas políticas
intentan cubrir un campo mucho más amplio que la simple
respuesta a los hechos violentos o delictivos, sea para evitarlos
o reprimirlos. Son políticas locales que atribuyen
gran importancia a la participación social, de los
colectivos vecinales, educadores, entidades culturales y de
ocio, organizaciones juveniles. Se trata de comprometer a
la sociedad local organizada en la gestión de los programas
de carácter preventivo y eventualmente reparador (de
daños al espacio público, de atención
a las víctimas). Pero su aplicación en ningún
caso puede llevar a la impunidad de los actos de violencia
o intimidación que atenten a las personas, a bienes
públicos o privados, o a la calidad del entorno.
El
otro tipo de respuesta es el de la tolerancia zero. El éxito,
o mejor la moda de esta política, no se debe tanto
a sus resultados (los estudios comparativos demuestran que
en los casos más exitosos no son mejores que los obtenidos
por políticas bien llevadas del tipo preventivo e incluyente)
si no a su efectismo simplista y a que beneficia de inmediata
a grupos sociales y áreas y servicios públicos
de la ciudad con mayor visibilidad. Si por "tolerancia
zero" se entiende no dejar ningún atentado o agresión,
a personas o bienes, sin reparación y sanción
inmediatas, entonces esta política es un componente
del primer tipo descrito, no solo es compatible si no es parte
necesaria de la política preventiva incluyente. Pero
por "tolerancia zero" se entiende en muchos casos
(desde Nueva York hasta España) una acción represiva
mayor hacia los grupos y los territorios considerados de riesgo,
marcados en su totalidad por la sospecha. La seguridad en
el metro de Nueva York es deseable para todos (se ha dicho
que es el "lugar más democrático de Manhattan")
y la reparación inmediato de los daños materiales
también. Pero la persecución sistemática
de afroamericanos e hispánicos, de jóvenes por
su aspecto o de personas sin techo, es abrir un frente de
inseguridad mayor que el que se quiere suprimir. Una política
que enfatiza la represión sobre colectivos y barrios
oficialmente "criminalizados" a la larga además
de injusta socialmente es muy peligrosa: excita la agresividad
de los teóricamente "protegidos" (a los que
se pide además la colaboración activa, confundiendo
la participación con la denuncia sistemática)
respecto los "sospechosos" lo cual provocará
reacciones violentas en el seno de éstos, que en algunos
casos actuarán siguiendo la lógica de la profecía
de autocumplimiento.
En
las políticas de seguridad ciudadana conviene distinguir
entre los miedos, la inseguridad subjetiva, el sentimiento
de vulnerabilidad por una parte y la existencia objetiva de
focos de violencia, de coacción, de delincuencia sobre
personas y bienes en el espacio público y en la cotidianidad
urbana. En el primer caso se requieren políticas sociales
y culturales de apoyo al conjunto de esta población,
actuaciones sobre el espacio público, de mantenimiento
y mejora, fomentar la participación y la cooperación
ciudadana, programas específicos tanto dirigidos a
los grupos más vulnerables (personas mayores, niños,
mujeres solas, etc) como a los percibidos como peligrosos
(drogodependientes, bandas juveniles, etc). En el segundo
caso la acción pública debe caracterizarse por
la proximidad, la inmediatez, la eficacia, la cooperación
ciudadana y la reparación y sanción visibles
y garantizadas. Pero estas respuestas deben modularse en cada
caso, según el tipo de comportamiento generador de
inseguridad y el perfil de las personas implicadas.
El
derecho a la seguridad es un derecho fundamental, para todos.
Pero la aceptación de la cualidad de la ciudad como
refugio, como ámbito protector, de supervivencia, para
colectivos vulnerables, para allegados procedentes de lugares
más inseguros, también es un elemento constitutivo
de nuestras ciudades. El fin de las políticas de seguridad
no es la protección de una parte a costa de la marginación
y criminalización de otras, aunque sean minorías
(aunque sumadas quizás ya no lo son) sino la integración
o inclusión de la totalidad o de la inmensa mayoría,
la construcción permanente de pautas de convivencia
compartidas y la primacía de la prevención,
la reparación y la sanción con vocación
reinsertadora sobre la represión vengativa tan simple
como poco eficaz para crear un ambiente ciudadano protector.