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Artículo
publicado en Revista Electrónica de Ciencia Penal
y Criminología 12/02/2010
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Senior
Lecturer. University of Manchester

I.
INTRODUCCIÓN: TEORÍAS ECOLÓGICAS Y DELINCUENCIA URBANA
En su ensayo clásico
sobre el urbanismo como una forma de vida publicado en 1938,
Louis Wirth sentaba las bases
de la sociología urbana contemporánea y el pensamiento criminológico
de la Escuela de Chicago. En este ensayo Wirth
planteaba la ciudad como lugar en el que relaciones sociales
fragmentadas, anónimas y superficiales originaban sentimientos
de inseguridad y situaciones de conflicto social en los
que mecanismos de control social formal adquirían una relevancia
más acentuada. Este reconocimiento de la ciudad y la vida
en la misma como planos en los que la inseguridad se plantea
con matices importantes han continuado hasta nuestros días.
En la actualidad
el nexo entre seguridad y la condición urbana se plantea
también en el contexto de los debates en relación con el
reconocimiento de los derechos humanos de los sectores
sociales más desfavorecidos. Así, por ejemplo, UNHabitat
reconoce la delincuencia como un serio problema que afecta
a las ciudades de forma global y que tiene importantes repercusiones
para la protección de los derechos humanos. La delincuencia
y la inseguridad ciudadana, se dice, amenazan la estabilidad
y el clima social de las ciudades, el desarrollo económico
sostenible, y la calidad de vida. Desde esta posición se
mantiene como la delincuencia además afecta particularmente
a los sectores más desfavorecidos en las ciudades y contribuye
a la estigmatización de barriadas pobres generando así barreras
adicionales para la movilidad social. De ahí que desde 1996,
y a petición de alcaldes de localidades africanas, este
organismo vinculado a Naciones Unidas iniciara el programa
Ciudades Seguras.
Mientras que en
el plano jurídico se ha venido a observar un desarrollo
de estas cuestiones de seguridad al hilo del debate sobre
derechos humanos, a nivel criminológico, y a lo largo de
los últimos 100 años, se ha podido observar el desarrollo
de un conjunto de modelos teóricos que han tratado de valorar
el nexo entre la condición de vida urbana y la delincuencia.
Existe, así, un núcleo de teorías criminológicas que no
se interesan tanto por explicar la comisión de actos delictivos
por individuos, sino que se centran en tratar de explicar
porque determinadas comunidades o lugares
dentro de los espacios urbanos exhiben una mayor tasa de
delitos y que proponen de que forma el desarrollo urbano
puede contribuir a la delincuencia. Para estas teorías el
nivel de análisis, así pues, no lo es el individuo, sino
las áreas en las que estos viven. El punto de partida es
que los delincuentes no son sujetos que sufren alguna forma
de patología que los hace diferentes del resto de los humanos,
sino simplemente sujetos que participan en comportamiento
delictivo como respuesta a las condiciones sociales en las
que viven en el contexto urbano (1).
La escuela de
la estadística moral, ya en el siglo XIX, producía mapas
del delito y procuraba correlacionar las condiciones sociales
de zonas con los delitos que se generaban en las mismas.
En los años 30 la Escuela de Chicago se convirtió en el
más claro referente de este tipo de modelos al tratar de
explicar el desarrollo de núcleos delictivos en las nuevas
urbes americanas experimentando una rápida expansión industrial,
así como fuertes movimientos migratorios, como consecuencia
de la ‘desorganización social’ que se generaba en estos
contextos.
Hoy en día el
problema de la delincuencia urbana es diferente y las ciudades
de hoy no son como las ciudades de principios del siglo
XX. Algunos problemas son diferentes, frente a rápida industrialización
hoy nos encontramos en los países más desarrollados con
una situación de rápida desindustrialización que ha generado nuevos modelos urbanos.
Y viejos factores, como los movimientos migratorios, han
cambiado en carácter con la expansión de la globalización.
Estos modelos ecológicos de la delincuencia tratan de entender
de qué forma estos cambios urbanos y condiciones sociales
generan la geografía social del delito. Así, por ejemplo:
-
Los partidarios de la nueva escuela de la desorganización
social aluden a factores tal y como la falta de capital
social, la dificultad para definir y alcanzar objetivos
comunitarios comunes y para ejercer formas informales de
control social, sobre todo en el contexto del abandono estatal,
la segregación espacial de minorías fundadas en prácticas
privadas y políticas públicas, y la falta de inversiones
privadas en determinadas comunidades.
-
Los partidarios de teorías anómicas
o de la presión estructural, por otro lado, pueden destacar
de forma más notoria la ausencia de oportunidades legítimas
para el desarrollo de identidades positivas y prosociales
para jóvenes en comunidades marginales.
-
Mientras que, por otra parte, las teorías de la oportunidad
destacan la distribución no aleatoria en espacio y tiempo
de las oportunidades delictivas, así como la necesidad de
ir más allá de explicaciones ecológicas tradicionales que
asocian lo malo (pobreza) con lo malo (delito), cuando la
distribución del delito (no de la residencia de los delincuentes)
a veces responde a otros factores (p.ej, hurto de tiendas depende de la geografía de las tiendas,
la de los altercados violentos a menudo está ligada a la
geografía de bares, etc).
Cada
modelo teórico de la delincuencia, de forma explícita o
implícita, trae consigo un determinado programa político
criminal y político preventivo. Desde la perspectiva de
las teorías ecológicas la conexión es evidente. Si pensamos
que factores de tipo comunitario tienen un impacto en la
delincuencia, lo que hemos de hacer es desarrollar intervenciones
que actúen sobre estas condiciones de tipo comunitario.
La prevención comunitaria del delito puede definirse en
un sentido amplio como “aquellas acciones orientadas a cambiar
las condiciones sociales que se cree que conducen al delito
en comunidades residenciales” (Hope, 1995). Estas teorías, por tanto, llevan implícitas en
las mismas determinados modelos
de políticas de seguridad en el ámbito urbano.
De
acuerdo con Hope (1995) podemos
distinguir entre varios tipos de modelos de prevención comunitaria
a lo largo del siglo XX.
Tabla
1. Clasificación de los modelos de prevención comunitaria
del delito
(adaptada de Hope, 1995)
La
clasificación de Hope sigue un modelo cronológico en el que se distinguen tres
momentos historicos claves, lo
que el denomina la ciudad en la fase de expansion
(desde los anos 40 a los 60), la ciudad asustada (los 70
y los 80) y la ciudad desordenada (desde los 90 a la actualidad).
Esta clasificacion encuentra un
paralelo importante en la cronologia
de modelos politico criminales que a un nivel mas
amplio han propuesto autores como David Garland
(2002). Asi, el periodo de la
ciudad en la fase de expansion y el tipo de programas con un enfasis
en la promocion del bienestar
social coincide con el modelo de la penalidad del bienestar,
el modelo dominante de politica criminal en el Estado del bienestar. El peri odo de la ciudad asustada
coincide con el momento de crisis que marca la transicion
entre este modelo de penalidad o politica
criminal del bienestar y el paradigma de penalidad en la
sociedad del control. Mientras que finalmente el periodo
de la ciudad desordenada coincide claramente con el modelo
de la penalidad y politica criminal
del control que de acuerdo con Garland
surge a raiz de la crisis de los 70 y los 80. El foco de este ensayo
es presentar de forma resumida estos distintos modelos de
politica de seguridad en el contexto de sus repercusiones
para la proteccion de derechos.
II.
LA PREVENCIÓN COMUNITARIA EN EL ESTADO DEL BIENESTAR: IMPLICACIÓN
DE LOS RESIDENTES Y MOVILIZACIÓN DE RECURSOS
Cuando
se hablan de los primeros modelos de prevencion
comunitaria de la delincuencia generalmente se hace referencia
a una serie de politicas que se
desarrollaron en Estados Unidos y en el Reino Unido durante
los 40 y hasta los 70 y que estaban fundamentalmente orientados
a fortalecer la capacidad organizativa de los barrios y
a poner a disposicion de comunidades
con problemas una serie de recursos sociales que sirvieran
para paliar los mismos. Esta es la etapa de la edad dorada
del Estado del Bienestar en ambos paises
y los programas de prevencion comunitaria responden a una política social que
aspira a mejorar las condiciones de vida delos
sectores sociales más desfavorecidos, incluso si ello implicaba
ambiciosas inversiones sociales.
1.
El Proyecto de las Áreas de Chicago
Los
primeros programas de prevención comunitaria se encontraban
fuertemente influenciados por las teorías de la escuela
de Chicago y, posteriormente, por modelos teóricos basados
en la teoría de la anomia y la falta de oportunidades legítimas.
La teoría de la desorganización social propuesta por Shaw
y McKay (1942) estaba basada en observaciones empíricas de la
correlación entre determinadas características de los barrios
y la densidad de delincuentes que residían en los mismos.
Estos autores documentaron como los barrios con un mayor
nivel de movilidad residencial, diversidad de grupos étnicos,
pobreza general y deterioro físico presentan un mayor nivel
de delincuencia. En estas condiciones las comunidades residenciales
encuentran problemas para actualizar sus valores comunes.
Shaw y McKay pensaban que las condiciones socioeconómicas de estos
barrios (a) influían negativamente en la capacidad de los
residentes para desarrollar una vida asociativa capaz de
canalizar a los jóvenes hacia motivaciones convencionales,
(b) limitaban la capacidad de los residentes para desarrollar
de forma efectiva el control social informal de las actividades
de los jóvenes y (c) facilitaban la exposición de los jóvenes
a valores, modelos y comportamientos desviados (2).
Esto es lo que Shaw y McKay llamaban desorganización social. La premisa es que dadas
las condiciones sociales en áreas con altos niveles de delincuencia,
el comportamiento delictivo en la mayoría de los casos era
simplemente el producto directo de un proceso de aprendizaje
social. Los jóvenes que crecen en estos barrios, que carecen
de los recursos para su supervisión apropiada y que se encuentran
con una serie de modelos desviados en los mismos, participan
en el comportamiento delictivo “como parte de su aspiración
por un lugar en los únicos grupos sociales que les abren
las puertas” (Kobrin, 1959). La
delincuencia era conceptualizada como un mecanismo de adaptación
por parte de los hijos de inmigrantes rurales actuando como
miembros de pandillas de adolescentes en sus esfuerzos para
encontrar una ruta para la obtención de papeles sociales
significativos y respetados en un contexto comunitario en
el que no existe apoyo por parte de la generación más vieja
y existe una diversidad de modelos criminales y otros comportamientos
desviados (Kobrin, 1959).
La
prevención de la delincuencia, desde esta perspectiva, implicaba,
por tanto, la generación de las condiciones apropiadas para
favorecer la organización social o, como en términos más
actuales se indica, para favorecer el desarrollo del capital
social. Estos autores no solamente desarrollaron un modelo
teórico, sino que también contribuyeron de forma notable
al desarrollo de un modelo de intervención inspirado en
estos principios teóricos: el Proyecto de las Áreas de Chicago
(CAP). Este proyecto, el primer programa sistemático y comprensivo
de prevención de la delincuencia en Estados Unidos (Bursik
y Grasmick, 1992), fue iniciado por Clifford
Shaw en 1932 y todavía sigue en
funcionamiento (3).
El
Proyecto de las Áreas de Chicago estaba basado en una visión
optimista de la naturaleza humana que concebía como posible
la prevención de la delincuencia y la rehabilitación de
los delincuentes. Si los hombres delinquen como respuesta
a las condiciones sociales en las que viven, la alteración
de estas condiciones puede servir para frenar la delincuencia.
El
eje del Proyecto de las Áreas de Chicago era la idea de
que la participación activa de los residentes locales es
un prerrequisito esencial de cualquier programa de intervención.
Si los objetivos de la comunidad local son diferentes de
los objetivos de los programas de prevención no se puede
esperar que estas intervenciones vayan a tener éxito. De
esta forma se consideraba como indispensable que los residentes
de los barrios pobres de Chicago se tomaran la prevención
de la delincuencia en serio. El segundo postulado ligado
al Proyecto era la idea de que la gente solamente apoya
y participa en aquellas iniciativas en las que tienen un
papel significativo. Para estos autores solamente aquellas
intervenciones de bienestar social o de prevención de la
delincuencia que toman en serio la participación activa
de la comunidad pueden tener éxito en la consecución de
sus objetivos (Kobrin, 1959) (4).
La
implementación del proyecto era un proceso gradual. En una
primera etapa, se procedía a la identificación de las instituciones
locales más poderosas y a losresidentes
más influyentes que estaban más familiarizados con la estructura
y la historia del barrio. El siguiente paso era convencer
a estos actores locales de que tanto ellos como otros residentes
locales tenían un interés en el bienestar de los jóvenes
locales. El tercer paso era identificar y reclutar uno de
estos influyentes residentes locales como el representante
asalariado del Proyecto de Áreas de Chicago en el barrio,
como un “trabajador” nativo que intentaría organizar un
grupo amplio de influyentes residentes locales con el objetivo
de mejorar el bienestar de los jóvenes locales y la prevención
de la delincuencia (Kobrin, 1959;
Bursick y Grasmick, 1992). Aunque hoy en día muchos programas de bienestar
social emplean residentes locales como trabajadores nativos
dado su conocimiento de las
áreas, en los inicios de este proyecto este era un
desarrollo polémico e innovador que genero mucha controversia,
así como la resistencia de los profesionales del trabajo
social (Bursick y Grasmick,
1993). Una vez los trabajadores nativos habían organizado
un grupo local de residentes el Proyecto de Áreas de Chicago
les facilitaba una estructura formal, autonomía y respaldo
económico.
Los
contenidos del Proyecto eran diversos, algo consustancial
al grado de autonomía que se reconocía a cada una de las
áreas, sin embargo en general incluían al menos tres niveles
diferentes de actuación (Kobrin,
1959):
-Programas recreativos para niños en
el barrio, incluyendo campamentos de verano, la participación
de voluntarios de la comunidad en la organización de actividades,
o la búsqueda de espacios en el barrio para organizar actividades
recreativas.
-Campañas para facilitar la mejora de
la comunidad en dimensiones tal y como los servicios educativos,
la seguridad vial, la conservación física, la recogida de
basuras, etc.
-Actividades dirigidas a los jóvenes
delincuentes, así como a adultos que volvían a la comunidad
tras haber cumplido condena. En esta categoría se incluían
programas de supervisión de los jóvenes delincuentes, la
identificación de voluntarios que actuaban como enlace entre
la policía, los juzgados de menores y la comunidad y que
avocaban por estrategias judiciales de diversión, voluntarios
ligados con las pandillas de delincuentes, así como asistencia
a los delincuentes que han cumplido condena para reinsertarse
en la comunidad.
Estas
actividades estaban orientadas a la consecución de tres
objetivos fundamentales:
(a)
facilitar contactos significativos entre adultos y jóvenes
en la comunidad, (b) exponer los residentes locales a las
nuevas perspectivas científicas en educación y desarrollo
infantil y juvenil, y (c) crear canales de comunicación
entre los residentes locales y representantes de instituciones
públicas y privadas capaces de proporcionar recursos de
utilidad para los barrios (Finestone, 1976).
Es
difícil determinar en qué medida el Proyecto de Áreas de
Chicago es una intervención efectiva. La respuesta no es
clara. Desde los primeros días del proyecto fue evidente
que este tipo de intervención resultaba muy difícil de implementar
en los barrios con un mayor nivel desorganización social.
La movilización de los residentes solamente funciona cuando
hay un mínimo de estructura institucional y apoyo social
que a menudo no existe en este tipo de barrios (Finestone,
1976).
Existen
también serios interrogantes sobre la posibilidad de sostener
los grupos de residentes sin el apoyo externo proporcionado
por el Proyecto (Hope, 1995).
De forma más general, evaluar iniciativas de tipo comunitario
es extremadamente complejo y ha sido muy difícil establecer
que cambios comunitarios han sido la responsabilidad del
Proyecto de Áreas de Chicago. Es muy difícil encontrar referentes
de comparación, es decir, barrios con característica similares
y que solo difieren en la existencia de este tipo de iniciativas.
Y, cuando dichos referentes han sido encontrados, ha sido
prácticamente imposible separar los efectos de las iniciativas
generadas por el Proyecto de Áreas de Chicago de los efectos
de cambios urbanos que afectaron a la ciudad de Chicago
durante la historia del proyecto. La diversidad de actividades
adoptadas en cada una de las áreas también complica la evaluación
global del proyecto, así como el énfasis de mucha de estas
actividades en promover la diversión judicial y policial
(es decir la no- intervención) y la consiguiente inexistencia
de registros oficiales de casos que han sido sometidos a
diversión, lo que complica la interpretación de datos oficiales
sobre casos registrados de delincuencia (Burisk
y Grasmick, 1992).
El
estudio más reciente sobre este proyecto es de 1984 (Scholsman
y Sedlak, 1983). Esta evaluación y discusión del proyecto conducida
por la Rand Corporation
en general ofrece una lectura positiva del proyecto, aunque
también advierte que el Proyecto ha cambiado de forma sustancial
durante su historia en parte como respuesta a las nuevas
directrices de financiación del gobierno federal estadounidense.
Bursik y Grasmick
(1992) también destacan como algunos miembros del proyecto
cuestionan el énfasis de la intervención en la prevención
de la delincuencia y como las actividades centradas en delincuentes
serios prácticamente han desaparecido. Algunas de las actividades
introducidas por primera vez en Chicago, como la asignación
de trabajadores a pandillas juveniles también han sido criticadas
por sus efectos criminógenos, al servir fundamentalmente para aumentar la
cohesión de dichas pandillas (Klein,
1971).
2.
La movilización de recursos
Durante
los años 60 el presidente americano Lyndon
Jhonson propuso un programa de
“Guerra contra la Pobreza”. Era la época dorada del estado
de bienestar en los Estados Unidos, un período de ilusión
y optimismo sobre la posibilidad de reforma social. En este
periodo también existía una presión creciente para tratar
los problemas generados por la falta de reconocimiento social
y jurídico de las minorías de color. En este contexto se
desarrollaron un número de programas sociales orientados
a prevenir la marginación social y la delincuencia. El modelo
de movilización de recursos parte de la idea de que fomentar
la cohesión social de los barrios pobres, al estilo de las
ideas inspiradas por la Escuela de Chicago, sirve de poco
si estos barrios carecen de los recursos económicos y sociales
necesarios para sostener dicha cohesión social (Binder
y Polan, 1991; Hope, 1995).
Mientras
que el programa de acción urbana propuesto en Chicago encontraba
su inspiración teórica en la formulación clásica de la teoría
de la desorganización social, el modelo de movilización
de recursos encontraba su inspiración teórica en las teorías
de la anomia de Merton, el interés en la conformidad de Jackson
Toby y, sobre todo, en la teoría
del bloqueo de las aspiraciones legítimas de Cloward
y Ohlin. Merton en un artículo publicado
en 1938 (“Anomie and
Social Structure”) en la revista
oficial de la Sociedad Americana de Sociología criticaba
la idea de que el comportamiento desviado es simplemente
el resultado de los fallos de los mecanismos de control
social y el carácter naturalmente egoísta del hombre. Frente
a este modelo, Merton propone uno que señala como la estructura social puede
inducir de forma directa una presión en la conducta humana
para comportarse de forma desviada. Merton
señala como en toda sociedad existen una serie de objetivos
culturales más o menos consensuados y una serie de mecanismos
para alcanzar estos objetivos. En una sociedad como la americana
en la que el enriquecimiento personal y el consumo de consagran
como valores culturales, pero no existen suficientes canales
legítimos para la obtención de estos bienes, se genera una
presión anómica, en particular
sobre los sectores más marginados de la sociedad, para utilizar
procedimientos no aceptados para lograr la riqueza.
Cloward
y Ohlin (1960) desarrollan estas
ideas en la teoría de la oportunidad diferencial. Como Merton,
estos autores destacan en sus análisis como la frustración
generada del bloqueo de canales legítimos de acceso a los
valores y objetivos culturalmente aceptados puede dar lugar
a la delincuencia. Pero Cloward
y Ohlin también destacan que el acceso a oportunidades de desarrollo
criminal esta distribuido desigualmente en la sociedad.
Su teoría constituye un esfuerzo de integración teórica
de las ideas de Merton con la de las teorías subculturales
y algunas de lasnociones en torno
a asociación diferencial y cohesión social propuestas por
autores del ámbito de Chicago. Mientras que en los barrios
marginales tradicionales existían culturas delictivas que
ofrecían este tipo de salidas a los jóvenes locales en el
mundo tradicional de la delincuencia “organizada” (5)
o en formas tradicionales de economía sumergida, el deterioro
socioeconómico de este entorno, la progresiva desaparición
de las maquinarias políticas locales en las que se apoyaban
estas subculturas delictivas y su sustitución por programas de bienestar
más generales y administrados de forma más burocrática y
menos susceptibles a formas de corrupción local (6),
sirvieron para facilitar la proliferación de adaptaciones
delictivas más violentas y predatorias en el contexto de
los barrios pobres (7).
Para
Cloward y Ohlin
(1960) la delincuencia no es simplemente una propiedad de
individuos o subculturas, sino
una propiedad de los sistemas sociales en los que estos
individuos y grupos viven. Las presiones que producen la
delincuencia se originan en estas estructuras, así como
las fuerzas que moldean el contenido de las diferentes subculturas
delictivas. Desde esta perspectiva, por tanto, se subraya
que el objetivo de la acción preventiva no lo deben constituir
tanto los individuos o los grupos que exhiben comportamiento
delictivo, sino los contextos sociales que dan lugar a la
delincuencia. En la opinión de estos autores, los esfuerzos
de quienes pretenden eliminar la delincuencia han de concentrarse
en la reorganización de las barriadas marginales dado que
las viejas estructuras que proporcionaban control social
y avenidas de ascenso social se encuentran en proceso de
resquebrajamiento.
Esta
teoría sirvió de inspiración al modelo de movilización de
recursos y en particular a una de sus manifestaciones más
conocidas el programa de Movilización para los Jóvenes que
tenía como objetivo la expansión de oportunidades legítimas
para adolescentes. El Programa de Movilización para los
Jóvenes (Mobilization for
Youth, MFY) comenzó a principios
de los 60 en el Lower East
Side de Nueva York,
por aquella época todavía un barrio pobre de portorriqueños
y afroamericanos. El programa,
la creación de Lloyd Ohlin
que era profesor de Trabajo Social en Columbia
University, se convirtió en un modelo para otros programas
e intervenciones dentro de las iniciativas de la “Guerra
a la Pobreza” del presidente Johnson.
El plan original pretendía reducir la delincuencia por medio
de una serie de medidas coordinadas y comprensivas que incluían
trabajos para los adolescentes, centros de atención comunitarios,
empleo de residentes locales como líderes de la organización,
y la organización de los residentes locales en plataformas
para tomar acción sobre temas de interés común.
La
organización de los residentes locales se convirtió en un
tema polémico cuando los grupos organizados por el MFY empezaron
a críticas las autoridades locales, la policía y las escuelas
locales por su falta de atención a las necesidades de los
residentes. En esta etapa del programa se organizaron protestas
de vecinos y el objetivo de la organización de las plataformas
se centro en reivindicar la mejora de las condiciones de
las viviendas, cambiar las prácticas de las escuelas que
discriminaban a los estudiantes cuyo idioma original era
el español, presionar a la ciudad para que organizara formación
vocacional, y otras medidas de presión y crítica. Las autoridades
locales contra-atacaron y las relaciones entre políticos
e instituciones locales y el MFY se deterioraron. Uno de
los tabloides locales, el Daily
News, acusó a MFY de fomentar
el desorden público y el antagonismo racial (Weissman,
1969). A pesar de que MFY contaba con el apoyo teórico y
financiero del gobierno federal, acusados de radicalismo
político y sin aliados en el gobierno local, a finales de
los 60 MFY abandono los esfuerzos de organización comunitaria
y concentró sus actividades en la educación vocacional.
En lugar de crear nuevas oportunidades, MFY se resignó a
intentar preparar los jóvenes locales para el mercado de
limitadas oportunidades disponibles a los mismos.
La
historia de MFY es similar a la de los programas que inspiró.
MFY, aunque era un programa dirigido a la prevención del
delito, se convirtió en el modelo que inspiro las iniciativas
del presidente Kennedy y de su sucesor Lyndon
Johnson para, de forma más general, combatir la pobreza y
la marginación social. El Programa de Acción Comunitaria
(CAP, Community Action Program) fue lanzado como una de las iniciativas de la “Guerra
contra la Pobreza”. Uno de los objetivos explícitos de este
programa era implicar a los sectores marginales de las ciudades
directamente, facilitando el “máximo posible de participación”
en los programas que afectan sus vidas. Aproximadamente
1000 iniciativas se beneficiaron de los fondos federales
reservados para este programa entre 1964 y 1966, sin embargo
una buena parte de los recursos fueron absorbidos por las
organizaciones políticas existentes que veían en el desarrollo
de nuevas bases de poder político local una amenaza. Ello
subvirtió el objetivo original de crear redes de organización
política y social entre los residentes de barrios marginales
(McGahey, 1986). Otros programas
de intervención social también fueron financiados por la
Guerra contra la Pobreza, incluyendo Head
Start (que como vimos es uno de los ejemplos más conocidos
de intervención en la infancia), VISTA, Job Corps,
y Upward Bound. Sin embargo, la opinión
pública, sobre todo, identificaba la Guerra contra la Pobreza
con CAP (Binder y Polan, 1991).
Se
han ofrecido muchas respuestas a porqué la “Guerra contra
la Pobreza” fracasó. La acción comunitaria en general, y
en particular los esfuerzos para maximizar participación
local, fueron culpados de generar prácticas de gestión corrupta,
ineficiente e inexperta y de fomentar el radicalismo de
los grupos de color y los sentimientos en contra del gobierno.
Otros historiadores culpan a otros factores económicos y
sociales, en particular el costo de la guerra de Vietnam
y los cambios en los sentimientos e ideologías públicas
de los americanos. La disminución de los fondos federales,
la falta de cooperación e incluso oposición de las autoridades
locales y policiales, tampoco ayudaron. Finalmente, hay
quien señala que ni el gobierno federal ni las autoridades
estatales y locales, y ciertamente ni la sociedad americana
en general, estaban suficientemente comprometidos con los
objetivos de la “Guerra a la Pobreza” como para adoptar
los cambios políticos y económicos necesarios para eliminar
la desigualdad y marginación social.
Antes
de Kennedy y Johnson el gobierno federal no había jugado un papel importante
en el control de la delincuencia, de forma que las iniciativas
sustentadas bajo este periodo se convirtieron en una especie
de examen sobre su eficacia y eficiencia. Cuando el optimismo
burgués, un tanto ingenuo, de la época no se reforzó por
medio de la observación empírica de resultados generalmente
positivos de estos esfuerzos se generó un clima generalizado
de escepticismo sobre cualquier esfuerzo social para cambiar
la fortuna de los sectores más marginales de la sociedad,
lo que ha limitado de forma considerable el desarrollo de
políticas tan ambiciosas como las adoptadas durante la presidencia
de Kennedy y Johnson con posterioridad
(Binder y Polan, 1991) (8).
Los problemas de estos programas fueron empleados por criminólogos
conservadores como evidencia de que reformas sociales no
son un mecanismo eficaz para la prevención del delito. El
cambio del clima socioeconómico y cultural también ha dado
lugar a nuevos desarrollos en la prevención comunitaria
del delito.
III.
PREVENCIÓN COMUNITARIA EN EL PERIODO DE LA CIUDAD ASUSTADA:
LOS ESQUEMAS DE VIGILANCIA COMUNITARIA Y EL USO DEL DISEÑO
ARQUITECTÓNICO
El
segundo momento histórico descrito por Hope
(1995) se comienza a desarrollar en los 70 y desde un punto
de vista social tiene un alcance menos ambiciosos que los
esquemas propuestos anteriormente. Frente al optimismo de
las décadas de la postguerra,
nos encontramos ahora en un momento económico diferente
ligado a la crisis del petróleo y a la desindustrialización
de las economías occidentales que comienza a generar modelos
y condiciones urbanas diferentes. El desempleo crece de
forma preocupante y asociado al mismo el desarrollo de epidemias
de drogas como la heroína con un costo social y humano elevado
para las economías urbanas. En este período se produce también
en los Estados Unidos la aceleración de lo que se denomina
como el “vuelo blanco”, el abandono de las ciudades por
parte de las clases medias de raza blanca que se desplazan
a los suburbios más seguros con la consecuencia de que la
base fiscal de los ayuntamientos de las ciudades más grandes
se veía reducido en un momento en el que las necesidades
sociales también eran más elevadas. Los objetivos de los
programas de prevención comunitaria en esta época son también,
por tanto, menos ambiciosos, no se trata tanto de acabar
con los bolsillos de pobreza, sino de garantizar que los
mismos están diseñados arquitectónicamente de tal forma
que se garantiza la vigilancia natural de los mismos por
parte de los residentes y, por otra parte, se pretende enlistar
la participación de los vecinos en programas de vigilancia
comunitaria (“neighborhood watch
schemes”).
Este
periodo marca la transición entre lo que Garland
denomina la penalidad del bienestar y la sociedad del control.
Es un momento histórico en el que a la crisis del ideal
rehabilitador se le da como respuesta
la reinvención de la prisión como espacio de contención
orientado fundamentalmente a la incapacitación de los delincuentes.
El incremento masivo del uso de la prisión en Estados Unidos
y otras sociedades occidentales, incluyendo la española,
comienza en este periodo y continua
hasta nuestros días. Este uso masivo de la prisión como
respuesta a los problemas sociales de las ciudades afecta
fundamentalmente a los residentes de las zonas pobres de
las ciudades y contribuye a la destrucción del tejido social
de las mismas.
1.
Los programas de vigilancia comunitaria
Los
programas de vigilancia comunitaria están fuertemente ligados
al modelo policial comunitario. Una de las tácticas que
nacen de las colaboraciones entre policía y vecinos de comunidades
residenciales es el establecimiento de programas de vigilancia
comunitaria. El trabajo de la escuela de Chicago destacaba
el papel del control social informal en la reducción de
la delincuencia. Esta misma idea también fue respaldada
por las teorías de la urbanista Jane Jacobs
(1961). Jacobs pensaba que la
planificación urbana moderna, en particular la diferenciación
y segregación de los espacios residenciales de otro tipo
de espacios, había minado la capacidad de los residentes
para regular el uso de estos espacios. Jacobs
también era particularmente crítica de cómo la planificación
urbana al desarrollar modelos que giraban en torno al automóvil
habían reducido espacios para el peatón con el consiguiente
abandono de la calle con las implicaciones desde el punto
de vista de control social que ello implica.
Para
Jacobs la seguridad en la calle
es un objetivo que no puede ser alcanzado solamente por
la policía sino que depende del nivel de control social
informal que resulta del uso e interacciones que tienen
lugar en la calle (9):
“las calles con gente son calles seguras, las calles desiertas
son calles inseguras”. Jacobs (1993) mantiene que una calle segura ha de reunir tres
requisitos fundamentales:
1.
Ha de haber una clara demarcación entre lo que
es espacio público y lo que es espacio privado.
2.
Debe haber ojos centrados en la calle, ojos que pertenecen
a lo que puede llamar propietarios naturales de la calle
(tenderos, otros viandantes, etc)
3.
La acera ha de estar en uso continuo y estable,
para añadir al número de ojos y para inducir a la gente
en los edificios de esa calle a mantener un ojo en la calle.
Para
que estos requisitos se cumplan Jacobs
(1961) pensaba que era fundamental que hubiera en las calles
una cantidad significativa de tiendas, pequeños comercios,
y otros espacios públicos que dieran vida a la calle. Estos
espacios no solo dan razones a la gente para usar la calle,
sino que también crea un grupo de personas, los pequeños
comerciantes, con un interés en el mantenimiento del orden
en la calle donde sus comercios se ubican.
Jacobs
habla de vigilancia natural que ocurre de forma espontánea
y sus ideas tienen implicaciones importantes, por ejemplo,
para el desarrollo de políticas de planificación urbana
y de regulación de horarios comerciales. Sin embargo, en
el ámbito policial sus ideas se interpretaron de forma menos
ambiciosa y más estrecha para justificar el desarrollo de
programas de vigilancia natural generados de forma artificial.
Los
programas de vigilancia comunitaria constituyen un esfuerzo
artificial para aumentar el nivel de “vigilancia natural”
de la calle. Es una intervención barata que resulta atractiva
desde un punto de vista político en un momento en el que
la percepción pública de la efectividad de la institución
policial en Estados Unidos en la reducción de la delincuencia
era muy baja. La teoría era que la creación de estos tipos
de esquemas podía tener un efecto directo en la prevención
de la delincuencia (al incrementar la vigilancia natural)
y que la participación en estos programas podría tener un
efecto indirecto al crear redes informales de colaboración
y apoyo en barrios necesitados. Los programas de vigilancia
comunitaria en esencia son organizaciones informales de
residentes, con o sin apoyo policial, que vigilan la propiedad
de otros residentes en el curso de sus actividades cotidianas
y que denuncian cualquier actividad sospechosa a la policía
(Hope, 1995). Tanto el gobierno federal norteamericano, como
el Home Office en Inglaterra y
Gales ofrecieron un apoyo considerable a este tipo de programas
durante los 70 y los 80. De hecho, estos programas, a pesar
de los resultados negativos de muchas de las evaluaciones
realizadas, aun son populares en el contexto anglosajón.
Eck y Maguire (2000) recientemente
concluían que los programas de vigilancia comunitaria constituyen
una de las estrategias más populares entre los departamentos
de policía en los Estados Unidos.
La
valoración tradicional de estos programas era bastante negativa.
Hasta recientemente se aceptaba que la investigación sobre
este tipo de intervención, a pesar de los problemas metodológicos,
es bastante consistente y en general encuentra nulos efectos
en la reducción del delito (Lurigio
y Rosenbaum, 1986; Hope,
1995; Sherman, 1997). Esta conclusión
encontraba apoyo sólido en numerosos estudios, incluyendo
un experimento con distribución aleatoria de casos en Minneapolis que trató de organizar programas de vigilancia
comunitaria con y sin participación policial en barrios
que no habían solicitado este tipo de programas. Varios
estudios, de hecho, han documentado instancias en las que
los programas de vigilancia comunitaria no solamente no
han servido para reducir la delincuencia, sino que han estimulado
los sentimientos de inseguridad ciudadana entre los residentes
locales. Al traer a la atención de los residentes locales
la necesidad de ejercer vigilancia natural para prevenir
el delito, en algunas ocasiones estos programas pueden estar,
de forma inesperada, contribuyendo a aumentando los niveles
de ansiedad frente al delito (Hope,
1995).
Los
estudios que han analizado los programas de vigilancia comunitaria
no se han limitado a medir sus escasos resultados sino que
también han ofrecido datos que pueden ayudar a entender
su incapacidad para reducir los niveles de delincuencia.
Uno
de los datos desvelados por estos estudios es que existen
niveles muy diferentes de participación en los programas
de vigilancia comunitaria. Skogan
(1988) en una revisión de la literatura documentaba como
los miembros de este tipo de organizaciones tendían a ser
los vecinos más educados, con ingresos más elevados, con
familia y niños, y tendían también a ser propietarios de
sus viviendas y a haber residido en el barrio por un período
largo de tiempo. Eran, por tanto, organizaciones poco representativas
del conjunto de los vecinos. Por otra parte, y de forma
quizás más preocupante, Skogan
documentaba como estos grupos no solían existir en barrios
pobres y deteriorados con problemas de delincuencia, niveles
de movilidad residencial elevada, y con una población diversa.
Ello era debido a los escasos niveles de capital social
y al elevado grado de desconfianza e inseguridad. Es decir
este tipo de organizaciones planteaban serios problemas
de implementación en aquellas comunidades que podrían haberse
beneficiado más claramente de intervenciones orientadas
a reducir la delincuencia. En Inglaterra y Gales, la British Crime Survey
también documenta resultados muy similares (Hope,
1995). Dadas las condiciones de los barrios en los que estos
programas existen quizás no es de extrañar el escaso impacto
de los mismos, dado que son barrios que, para empezar, tienen
niveles bajos de delincuencia (Sherman,
1997).
Hope
(1995) también es muy crítico del tipo de actividades que
realizan estos programas. En su opinión, en la mayoría de
los casos se trata de una intervención débil que por su
propia naturaleza resulta poco atractiva a los residentes
locales y por tanto, difícil, de mantener:
“Estar
atentos para que un delito no se cometa puede ser casi tan
divertido como contemplar como se seca la pintura en una
pared, mientras que la naturaleza subrepticia de la mayoría
de los delitos contra la propiedad hace difícil que los
residentes que vigilan vean nada... En Gran Bretaña la actividad
más común de los residentes que participan en programas
de vigilancia comunitaria parece consistir solamente en
poner una pegatina en la ventana de su casa indicando que
el programa funciona en el barrio, además solamente un cuarta
parte de las personas que atienden la primera reunión vuelven
a las siguientes” (Hope, 1995:
p. 49)
Hope
(1995) también subraya el hecho de que la mayoría de los
domicilios residenciales se encuentran vacíos durante el
día (precisamente cuando los ladrones de piso actúan) y
no hay nadie durante esas horas que, por tanto, pueda ejercer
la función de vigilancia natural, contribuye a reducir el
impacto preventivo de este tipo de intervenciones.
A
pesar de estas lecturas negativas del impacto de los programas
de vigilancia comunitaria los mismos han seguido siendo
populares tanto con la policía como con los ciudadanos.
Se estima que aproximadamente el 40% de los norteamericanos
y más del 25% de los británicos viven en zonas residenciales
que participan en programas de este tipo. Recientemente,
una revisión sistemática de las evaluaciones de este tipo
de programas han venido a cuestionar la lectura tan negativa
que se hacía de las mismas por parte de la comunidad criminológica.
Bennet y sus colegas (2005) concluyen
que la revisión narrativa de las evaluaciones sugería efectos
positivos en aproximadamente la mitad de los estudios, mientras
que el metanálisis sugería que
15 de los 18 estudios considerados ofrecían evidencia de
una reducción en la delincuencia como resultado de programas
de intervención comunitaria. Los autores concluían que aunque
estos resultados son positivos, existen muchos programas
de vigilancia comunitaria que no ofrecen resultados positivos
y que es importante desarrollar un entendimiento mas profundo
de lo que distingue a aquellos programas de vigilancia comunitaria
que son eficaces y aquellos que no.
2.
El espacio defendible
El
trabajo de Jane Jacobs (1991) no solamente sirvió de coartada a los proponentes
de los programas de vigilancia comunitaria, sino que también
sirvió de inspiración al movimiento del espacio defendible.
La idea de que los espacios urbanos pueden planificarse
para aumentar la vigilancia natural es una idea que Oscar
Newman traspasó al campo del diseño
arquitectónico. Oscar Newman era
un arquitecto que trabajaba para el Departamento de Viviendas
Públicas de la Ciudad de Nueva York que estaba particularmente interesado en como modificar
el diseño de los proyectos de vivienda pública de la ciudad
para convertirlos en espacios más seguros y habitables.
Los
proyectos de vivienda pública representan un esfuerzo histórico
para ofrecer mejores condiciones residenciales a los habitantes
de chabolas y los barrios pobres de las ciudades. Los reformistas
urbanos del siglo XIX y de principios del siglo XX habían
criticado el estado de las condiciones residenciales de
las personas condenadas a los estratos sociales más bajos.
Durante las primeras décadas del siglo XX como resultado
de las luchas sociales que reivindicaban derechos para la
clase trabajadora y los desposeídos, los gobiernos de las
democracias occidentales comienzan a adoptar políticas de
desarrollo urbano que trataban de mejorar estas condiciones
residenciales en el contexto de políticas nacionales de
vivienda. Los reformistas de la época abogaban por espacios
residenciales abiertos, saludables y tranquilos. Este tipo
de reivindicaciones por espacios abiertos se materializó
en los diseños de los arquitectos modernistas europeos.
Le Corbusier es el ejemplo más
conocido de los mismos. Le Corbusier
compartía la idea de que el espacio arquitectónico tiene
un impacto directo en los estilos de vida de sus habitantes.
Los diseños de Le Corbusier giraban
en torno al principio de agregación vertical y la manifestación
física de este principio lo constituía los edificios altos
de pisos. Le Corbusier básicamente concebía los espacios urbanos como un
conjunto de estos edificios en amplios espacios vacíos o
con parques y conectados entre sí por grandes avenidas (Venkatesh,
2000).
En
el contexto norteamericano los diseños de Le Corbusier
se aceptaron como la solución al problema de vivienda de
las clases desfavorecidas. En este país los movimientos
migratorios desde el sur hacia los grandes centros urbanos
del norte, protagonizados fundamentalmente por la población
de color, generaron la necesidad de crear nuevos espacios
habitables a partir de la década de los 40. En 1949, además,
la Housing Act,
instituía un programa para la abolición de chabolas y residencias
de bajo estándar. Los macroproyectos de vivienda pública,
en numerosas ocasiones ocupando varias manzanas de barrios,
construidos en torno a los principios esbozados por Le Corbusier y otros arquitectos en la misma línea se convirtieron
en la respuesta más común, sobre todo en ciudades como Chicago
o Nueva York, a las nuevas necesidades residenciales. Aunque en un
primer momento los beneficiarios de estas nuevas viviendas
las contemplaban como un sueño hecho realidad, los problemas
no tardaron en aparecer (Venkatesh, 2000). La política de vivienda emprendida en los
Estados Unidos, junto a las prácticas discriminatorias del
mercado de viviendas (Massey,
1994), supuso que estas islas residenciales, normalmente
construidas en espacios aislados y pobres donde el suelo
era barato, y a las que solamente se accedía cuando los
ingresos eran bajos o muy bajos resultó en la practica en
la segregación geográfica y residencial por motivo de raza
y clase social de los menos afortunados. La crisis económica
de la década de los 70 y la desaparición de trabajos en
la industria de manufacturación solamente sirvieron para
acrecentar los problemas sociales y económicos de estas
islas residenciales que los sociólogos americanos describen
como guetos. Guetos en los que la delincuencia encontraba
un rico caldo de cultivo. Tan mal acabó la cosa que hoy
por hoy buena parte de la literatura criminólogica
considera como un factor de riesgo para la participación
individual en la delincuencia el crecer y vivir en proyectos
de residencia publica (Ireland, Thornberry, y Loeber, 2006) mientras que algunos estudios tratan de examinar
la relación entre las tasas delictivas en proyectos de vivienda
pública y la delincuencia en los barrios que los rodean.
Y
este era el problema que Oscar Newman (1972) contemplaba cuando trabajaba como consultor
para el Departamento de Viviendas Publicas de la Ciudad
de Nueva York. Newman pensaba que, al margen
del impacto de la concentración de problemas sociales que
él también reconocía, parte de los problemas resultaban
de los principios arquitectónicos empleados en el diseño
de estos proyectos. Para Newman
parte del problema era el tamaño mastodóntico
de estos proyectos, albergando en ocasiones a miles de familias
normalmente en pisos de más de siete plantas. Por ejempo,
las Jacob Iris Houses en el Lower
East Side tienen unas catorce plantas,
con nueve familias por planta, lo que sumado supone unas
ciento diecisiete familias por edificio. Estos edificios,
generalmente, carecían de portero o encargado de mantenimiento.
Los edificios además se agrupaban en lo que habían sido
varias manzanas en una supermanzana
cerrada al trafico mientras que los espacios no construidos
fluían de forma libre y abierta sin que se realizaran esfuerzos
para delimitar parcelas de terreno correspondientes a diferentes
edificios. Aunque al construir a lo alto se libera más espacio
comunal que si se construye a lo ancho, el terreno no construido
generalmente tiene un diseño que no facilita su uso. Estas
condiciones arquitectónicas disminuían la capacidad de vigilancia
natural, al aumentar de forma drástica la densidad de población
y, por tanto el anonimato, sin favorecer el uso de los espacios
públicos alrededor de las viviendas ni crear la ilusión
de responsabilidad por medio de la demarcación de espacios
perteneciente a cada edificio. El formato estándar de estos
edificios y proyectos, que permite su fácil identificación
y estigmatización como vivienda publica, así como la concentración
en los mismos de familias que sufren una variedad de problemas
hacían la gestión de estos espacios particularmente difícil.
Newman
pensaba que la solución al problema pasaba por la adopción
de los principios del espacio defendible. “El espacio defendible
es un modelo para ambientes residenciales que inhibe el
delito por medio de la creación de la expresión física de
una comunidad social que se defiende a sí misma” (Newman,
1972: p.3.). El objetivo del espacio defendible es “crear
un ambiente en el que el sentimiento de territorialidad
latente y de comunidad de los residentes puede traducirse
en su responsabilidad para garantizar un espacio habitable
seguro, productivo y bien mantenido” (Newman,
1972: p. 3). En la medida en que los delincuentes perciban
estos sentimientos y las prácticas resultantes de los mismos
serán disuadidos de cometer delitos en dichas áreas. El
principio esencial, por tanto, consiste en la reestructuración
del espacio urbano para permitir a los residentes el controlar
las áreas alrededor de sus viviendas (Newman,
1996). En la formulación original del modelo Newman
(1972) identifica cuatro aspectos fundamentales del espacio
defendible:
1.
La definición territorial del espacio de forma que se refleje
las áreas de influencia de los residentes. Para ello hay
que subdividir los espacios residenciales en zonas hacia
las que los residentes pueden ver fácilmente como suyas
y sobre las que adquieren una especie de sentimientos de
propiedad y responsabilidad. Por ejemplo, por medio de la
ubicación de áreas de juego para niños u otros servicios
que garanticen el uso de los espacios públicos.
2.
El posicionamiento de las ventanas de los apartamentos para
garantizar que los residentes que miran por las mismas puedan
vigilar de forma natural el exterior y el interior de las
áreas públicas
3.
La adopción de formas e idiomas de construcción que eviten
el estigma de peculiaridad que permite a otros identificar
la vulnerabilidad y el aislamiento de los residentes de
proyectos de vivienda pública
4.
La mejora de la seguridad por medio de la ubicación de los
proyectos en áreas urbanas adecuadas y seguras, sin que
existan barreras arquitectónicas entre el proyecto y las
mismas.
Newman
es un partidario de la construcción de urbanizaciones más
pequeñas y edificios menos elevados, con un menor número
de pisos y, por tanto, de residentes. Newman (1980) también proponía como principio de ordenación
urbana la creación de espacios residenciales de entre 50
a 500 residencias en los que por medio de la agrupación
de unidades familiares con similares estilos de vida y edad
se pudieran generar lo que él denomina “comunidades de interés”
con un interés similar y común en el uso compartido de los
espacios públicos de estas áreas residenciales.
Estas
agrupaciones por estilo de vida y edad, sin embargo, no
deben construirse de forma tal que se excluyan los grupos
más marginales. Newman es un partidario
de políticas de vivienda de protección oficial que garanticen
cuotas en estas áreas residenciales para familias pertenecientes
a minorías étnicas o con ingresos escasos o moderados.
Desde
el punto de vista del tratamiento de los problemas en urbanizaciones
de vivienda pública, los problemas asociados a los proyectos
mastodónticos de vivienda pública
dieron lugar a políticas orientadas a destruir estas urbanizaciones
a favor de urbanizaciones más pequeñas y menos segregadas.
Más recientemente el énfasis se puso en esparcir las viviendas
públicas por toda la ciudad. Es decir, en vez de construir
urbanizaciones de vivienda pública, construir pequeños edificios
o urbanizaciones, con un máximo de 24 familias, que se integren
dentro de barrios residenciales de clase media o alta (Newman, 1996) (10)
o bien apostar por una política de viviendas de protección
oficial dispersas por toda la ciudad. En los Estados Unidos
esta idea se tradujo a partir de 1992 en el programa federal
HOPE VI. Por otra parte, aunque los residentes de barrios
de clase media donde estas viviendas dispersas se ubican
en ocasiones pueden adoptar una actitud defensiva y de resistencia
a los mismos usando argumentos sobre el potencial aumento
de la delincuencia que los mismos pueden conllevar (Newman,
1996), los estudios realizados hasta la fecha documentan
que este no es el caso (Galster et al., 2003). Sampson (1995),
en una revisión de la literatura sobre comunidad y delito,
apoyaba este tipo de medidas.
Algunos
expertos en políticas de vivienda, sin embargo, son más
escépticos sobre la viabilidad y eficacia, sobre todo a
corto plazo, de este tipo de medidas (Popkin,
2006)
(11).
En
todo caso, el uso del diseño arquitectónico para la reducción
de la delincuencia no tiene porque limitarse al estudio
y construcción de urbanizaciones de viviendas pública (Poyner, 1983; Newman, 1996) y así
hay estudios que han aplicado este tipo de principios al
análisis del diseño de estaciones de metro, parques públicos,
etc. Este tipo de planteamientos presenta conexiones importantes
con la prevención del delito a través del diseño del entorno
y podría, de hecho, conceptualizarse como una manifestación
de la prevención situacional del delito. De hecho, la mayoría
de los estudios más recientes que incorporan este tipo de
principios emplean otros elementos de prevención situacional
y se insertan claramente en esta literatura. Las publicaciones
más recientes sobre este tipo de aplicaciones han destacado
otro tipo de medidas al margen de la simple alteración del
diseño físico que claramente enlazan con estas ideas. Por
ejemplo, en una publicación del National
Institute of
Justice, Judith Feins y sus colegas
(1997) recomiendan las siguientes medidas de gestión de
espacios residenciales para prevenir la delincuencia:
Alteraciones del entorno físico
-
Endurecimiento de los objetivos
-
Control de los accesos
-
Aumento de las oportunidades para la vigilancia
-
Identificación de los puntos calientes
-
Mejora de la imagen
Cambios en la gestión
-
Mejora de la seguridad (policía y personal privado)
-
Cambios en la gestión de los espacios
-
Expansión del papel de los residentes
Cambios en los usos
-
Aumentar el uso de los espacios en diferentes momentos del
día y de la noche
-
Aumentar la variedad de los usos comerciales
-
Aumentar el uso por parte de los residentes, así como las
actividades recreativas
Hope
(1995) plantea que en la práctica las alteraciones del entorno
físico con el objetivo de prevenir delitos en general se
han plasmado en operaciones de bajo costo y escaso alcance:
mejoras en la seguridad de domicilios, el uso de rejas y
vallas para excluir a los no residentes de las áreas comunes
de urbanizaciones, la peatonización de algunas calles, programas de embellecimiento
y limpieza urbana, mejora en el alumbrado de la calle, e
instalación de tecnologías de control del acceso (p.ej.,
porteros electrónicos) y vigilancia. En una evaluación de
la aplicación de los principios del espacio defendible en
las urbanizaciones de vivienda pública en Nueva York,
Plunz, Clarke y Dumanovsky (1997) concluyeron
que, aunque se pudieron observar reducciones a corto plazo
en las tasas de robos en los pisos, la aplicación de estas
medidas eran demasiado limitada y uniforme como para generar
reducciones a largo plazo. Un problema adicional es que,
al margen del trabajo de Newman,
existen escasas presentaciones comprensivas de esta literatura
y algunos tratamientos del tema son contradictorios entre
sí (12).
La
evaluación de este tipo de iniciativas, sin embargo, ha
sido muy difícil dada los problemas asociados con separar
en cualquier estudio los efectos del entorno físico de los
efectos de las características sociales de estas áreas que
también contribuyen a la delincuencia. Además, muchas de
las intervenciones que se han realizado bajo el estandarte
del espacio defendible también incorporaban medidas de tipo
social, administrativo o policial que iban más allá de la
mera alteración del espacio físico, por lo cual ha sido
muy difícil establecer en qué medida los posibles efectos
de estos programas eran una función
exclusiva de la alteración arquitectónica. Dadas las dificultades
de evaluar directamente el impacto de estas intervenciones
otros estudios han tratado de analizar el impacto de medidas
de defensa espacial en las percepciones de ladrones de pisos
sobre la vulnerabilidad de edificios y han ofrecido respaldo
a algunas de las nociones que apoyan esta teoría. Por estas
razones, es difícil obtener conclusiones definitivas sobre
la eficacia preventiva de este tipo de medidas, aunque existen
razones suficientes como para deducir que el diseño puede
tener al menos cierto impacto, sobre todo cuando se combina
con otros elementos de gestión del espacio y de sus usos
y las alteraciones están basadas en un análisis detallado
de los específicos problemas locales (Donnelly
and Kimble,
1997; Feins et al., 1997).
Otros
autores, en cambio, son más críticos. Taylor y Gottfredson
(1986) en una revisión de la literatura publicada hace 20
años concluían que los efectos del entorno físico en la
delincuencia son entre pequeños y moderados, que los estudios
que han encontrado efectos más fuertes no han controlado
de forma apropiada la relevancia de otros factores sociales
o conductas de los residentes, y que, aunque las medidas
de defensa espacial tienen un impacto en la percepción de
vulnerabilidad de objetivos por parte de ladrones de pisos,
existen otros factores tal y como la conducta cotidiana
de los residentes o la proximidad de los objetivos a la
residencia de los ladrones de pisos y su familiaridad juegan
un papel que puede ser más importante.
Por
otra parte, los mecanismos del mercado característicos de
la sociedad actual han significado que una de las traducciones
perversa en la práctica de este tipo de ideas ha sido la
proliferación de lo que los americanos llaman “gated
communities”, comunidades cerradas, urbanizaciones en los
suburbios residenciales con un cierto toque de exclusividad
y dotadas de tecnologías de control de acceso y vigilancia
que normalmente están pobladas por solamente quienes pueden
permitirse el lujo de pagar por el nivel de seguridad que
las mismas ofrecen (13).
El impacto de esta mercantilización de los espacios seguros
en la fisonomía urbana puede tener un impacto social y de
concentración de la delincuencia en los barrios más marginales
muy importante. En este contexto, no es de extrañar los
resultados obtenidos por algunos que muestran que a medida
que aumentan los niveles de desigualdad económica también
aumentan los niveles de concentración de la victimación
delictiva entre los sectores más desfavorecidos de la sociedad.
En
conclusión, la eficacia de los principios del espacio defendible
aún está por demostrar de forma convincente y existen cuestiones
sobre su eficiencia económica y los costes sociales que
conlleva. En el mejor de los casos, parece que, a escala
general, los programas de prevención inspirados exclusivamente
en el rediseño del entorno físico tienen efectos muy pequeños
o modestos. Hoy por hoy, el espacio defendible se ha convertido
en una herramienta más de la prevención situacional y la
policía orientada a la solución de problemas y en este contexto,
en la medida que esté basada en análisis de los problemas
locales y se combine con otras medidas también orientadas
a la solución de estos problemas puede tener un cierto impacto
en la prevención del delito.
IV.
PREVENCIÓN COMUNITARIA EN EL PERIODO DE LA CIUDAD DESORDENADA:
LOS 90
En
los 90 el clima político y económico es diferente al del
período anterior, las economías occidentales se han adaptado
al modelo de globalización que de nuevo genera nuevos modelos
urbanos de desarrollo. En el contexto norteamericano, una
parte muy importante de la población, sobre todo de color,
se encuentra condenada al estancamiento en condiciones sociales
muy deterioradas en guetos urbanos con un alto nivel de
un conjunto de problemas sociales entrelazados (pobreza,
desempleo, delincuencia, enfermedades de transmisión sexual,
drogadicción, etc). Ello en un
contexto en el que políticas sociales y de bienestar sufren
importantes recortes con independencia de los partidos en
el poder y en el que se produce lo que algunos observadores
denuncian como la retirada o el
abandono del Estado.
Ya
a principios de los 80 se empiezan a documentar, no obstante,
procesos de revitalización de barrios en grandes ciudades
occidentales. El abaratamiento del suelo y de la vivienda
en zonas particularmente deterioradas comenzó a atraer el
interés de pequeños y grandes empresarios. Igualmente, importantes
flujos migratorios empiezan a dejar sentir un efecto positivo
en la revitalizacion de zonas
marginales de las ciudades. Carmon
(1999) distingue dos tipos de procesos en este periodo,
lo que denomina: iniciativas individuales-públicas y las
coaliciones conjuntas entre empresa privada y autoridades
públicas. Las primeras hacen referencia a casos en los que
inversiones por parte de individuos, familias o pequeños
comercios en barrios marginales son suplementados directamente
(por medio de préstamos subsidiados) o indirectamente (por
medio de regulaciones especiales, inversiones en los servicios
públicos locales, etc) por parte
de las autoridades. El segundo término hace referencia a
la cooperación, que se ha hecho común en años recientes,
entre grandes inversores de la empresa privada, a veces
grandes corporaciones, y autoridades públicas, en general
el gobierno municipal o regional.
Dentro
de las primeras, Carmon (1999), a su vez, distingue entre:
-El
proceso de recuperación de barrios marginales por parte
de las clases medias (“gentrification”).
Un proceso que se ha producido en barrios deteriorados que
se encontraban en la vecindad de centros de ciudades vibrantes
y que contaban con vivienda con algún tipo de encanto –
arquitectónico o histórico-(14).
-El
proceso de recuperación iniciado por asociaciones de residentes
(históricos). Sería el proceso que ha tenido lugar en algunas
ciudades en las que residentes de barrios deteriorados se
han movilizado para conseguir apoyo externo para invertir
recursos en las infraestructuras locales. Son situaciones
en las que los propios residentes buscan financiación externa
para sus propias iniciativas de regeneración. Sería el caso,
por ejemplo, de una buena parte de las actividades de las
americanas Community Development Corporations.
-Recuperación
por medio del flujo de inmigrantes. En el pasado la llegada
de inmigrantes de países pobres se consideraba un factor
que contribuía al deterioro de los barrios. En la actualidad,
por contraste, se ha producido un importante flujo migratorio,
con un aumento en la tasa de inmigrantes con un alto nivel
de educación, así como otros recursos, y la aspiración de
penetrar la clase media del país receptor. Existe un número
de estudios que han documentado los efectos positivos de
la creación de ciertos enclaves étnicos como el caso de
los cubanos en Miami u otros grupos de inmigrantes en ciudades
como Nueva York y Los Angeles.
Estos enclaves étnicos traen nueva vida a barrios deteriorados,
generan actividad económica y comercial que aumenta el nivel
de empleo local.
Junto
a estos procesos, también ha sido común durante los 90 el
desarrollo de coaliciones de intereses empresariales y municipales
para la revitalización de centros urbanos. Este tipo de
coaliciones generalmente ha venido ligada a la inversión
en ambiciosos proyectos de regeneración comercial o cultural,
por medio de la financiación de grandes centros comerciales,
proyectos de residencias de lujo, museos, estadios deportivos,
etc. En el contexto del proceso de desindustrialización
de las sociedades occidentales, el desarrollo de modelos
de regeneración urbana con base en proyectos de consumo
y entretenimiento se ha convertido en una nueva panacea.
El caso de la regeneración estimulada o ligada a la creación
del museo Guggenheim en Bilbao,
así como el proceso de recuperación del Rabal
y el Barrio Chino en la ciudad de Barcelona, son buenos
ejemplos de este tipo de iniciativas en el Estado español.
Muchos de estos ambiciosos proyectos han tenido un notable
éxito comercial: han servido para atraer negocios, clientes
y turistas, han incrementado la base fiscal de los municipios
y han contribuido a mejorar la reputación de las ciudades
que se han beneficiado de los mismos.
Ello
no quiere decir que este tipo de procesos no haya recibido
críticas. Hay quienes apuntan a que los arreglos que permitieron
estos desarrollos han planteado problemáticos conflictos
de intereses entre lo público y lo privado. También hay
quienes sugieren que la distribución de beneficios de este
tipo de desarrollo urbano solamente ha servido para aumentar
las diferencias sociales, dado que han venido a concentrarse
solamente en determinados segmentos sociales y que estas
“islas revitalizadas” se encuentran rodeadas de “mares de
deterioro” en ciudades cada vez más divididas socialmente
(Carmon, 1999). La competición
por inversión en proyectos vistosos se ha convertido en
la norma, con las agencias encargadas de potenciar la regeneración,
más preocupadas por satisfacer el interés de los potenciales
inversores que por resolver o atender las necesidades de
la población local (Raco, 2003).
Estos
procesos, por medio de los cuales, por un lado, se produce
una tendencia de recuperación de las ciudades por parte
de las clases medias (gentrification)
y, por otra, los centros urbanos experimentan una regeneración
ligada al desarrollo de la economía del entretenimiento
y el consumo de bienes culturales (Hobbs et al., 2003) también generan unas nuevas necesidades
de seguridad pública y una nueva moralidad cívica con expectativas
de urbanidad menos tolerantes que en décadas anteriores.
En un contexto en el que las ciudades compiten entre sí
(Logan y Molotch, 1992) para atraer
inversores, visitantes y residentes de clase media, la seguridad
se convierte en una comodidad deseable que debe ser parte
de la nueva imagen que quienes venden las ciudades en el
mercado global tienen que conseguir. Conseguir que las áreas
regeneradas sean seguras y sean percibidas como tales se
ha convertido en una prioridad de las agencias encargadas
de potenciar la revitalización urbana (Raco,
2003).
Este
es el contexto en el que se suceden iniciativas para restaurar
el “orden público” o en los términos de la teoría de los
cristales rotos, mejorar la calidad de vida, y en el de
los políticos laboristas ingleses combatir ‘la conducta
antisocial’. En el ámbito británico la llegada del gobierno
laborista al poder en 1997 también abre un discurso público
sensible a las consecuencias de la exclusión social y una
serie de programas políticos orientados a combatir este
fenómeno, aunque de forma paradójica también se apoyan políticas
penales que contradicen estos desarrollos. El uso de la
videovigilancia como mecanismo de prevención comunitaria también
encuentra su nicho en este período, así como el desarrollo
de colaboraciones preventivas por parte del sector privado.
1.
Policía 'de calidad de vida', mantenimiento del orden y
'tolerancia cero'
Este
enfoque se deriva de lo que algunos traducen como la teoría
de los cristales rotos y otros como la teoría de las ventanas
rotas (Wilson y Kelling, 1982;
Kelling y Coles, 1996). Esta teoría postula que signos de
desorden social, tal y como la presencia de prostitutas,
drogadictos, jóvenes haciendo gamberradas, mendigos, vendedores
ilegales, etc., o signos de desorden físico, tal y como
basura, edificios, terrenos o vehículos abandonados, pintadas
y graffiti, objeto vandalizados,
etc, en determinados nichos ecológicos crean una sensación
de abandono estatal y social en estas zonas que envía el
mensaje de que todo está permitido en las mismas y nadie
se preocupa de hacer nada al respecto. Este clima de sentimientos
fomenta entre los residentes sentimientos de inseguridad
ciudadana que los lleva a un menor grado de participación
social y comunitaria y a evitar la calle. Este retraimiento,
a su vez, conduce a una disminución de los controles sociales
informales en la calle, lo que unido a la presencia de los
signos de desorden atrae a la zona a sujetos con intenciones
poco honestas con el consiguiente aumento en las tasas delictivas.
Skogan (1990) habla de la espiral del deterioro en la que
entran los barrios que sufren este tipo de problemas y en
un estudio de varias ciudades norteamericanas ofreció evidencia
de la existencia de este proceso. Estudios posteriores han
tratado de replicar estos resultados con diseños metodológicos
más rigurosos y han ofrecido resultados ambivalentes.
Esta
teoría fue adoptada por William Bratton,
el jefe de la policía de Nueva York elegido por Rudolph Giuliani a principios de los 90. Bratton
contaba entre sus consejeros con George
Kelling y su liderazgo se caracterizó por la adopción de políticas
en consonancia con las ideas de la teoría de los cristales
rotos. Durante el mandato de Bratton
Nueva York pasó de ser una de
las ciudades con una tasa de delitos, particularmente de
delitos violentos, más alta del país, a ser una de las ciudades
que experimentó un descenso más dramático de delitos. Bratton
atribuyó este descenso a sus políticas policiales, una mezcla
de lo que sus partidarios denominan como policía de calidad
de vida, así como de elementos de un nuevo gerencialismo público.
La
teoría de los cristales rotos, como hemos visto, indica
la existencia de un vínculo causal entre la existencia de
signos de desorden y la delincuencia. De acuerdo con esta
teoría una sociedad que tolera el desorden social (ofensas
“contra la calidad de vida”) tal y como la prostitución,
la mendicidad “agresiva”, o el consumo de drogas o alcohol
en la calle envía el mensaje a los potenciales delincuentes
de que nadie toma responsabilidades por lo que pasa en la
calle, nadie esta vigilando, y de que se van a salir con
la suya. La policía de “calidad de vida” o la policía basada
en la teoría de los cristales rotos propone,
por tanto, la persecución agresiva de actos de desorden
social, incluso si estos actos tan solo constituyen, desde
el punto de vista legal, infracciones administrativas o
delictivas de tipo menor.
Este
fue el tipo de políticas adaptadas por Bratton
y Giuliani en Nueva York
a partir de 1993. El eje de la estrategia consistió en una
campaña para restaurar el orden por medio de la realización
d detenciones por ofensas menores tal y como el acercarse
a un coche en los semáforos para lavar las ventanillas,
arrojar basura a la calle, pedir limosna, prostitución,
beber alcohol en la calle, orinar en espacios públicos,
vandalismo y una variedad de actos semejantes. Durante este
período el número de detenciones por faltas delictivas en
Nueva York pasó de 133,446 a 205,277
en 1996. Bratton también aumento
de forma considerable el número de lo que en la terminología
anglosajona se denominan “paradas y búsquedas”, con el objetivo
fundamental de detectar la posesión ilegal de armas de fuego.
La
medida en que las políticas de Bratton
tuvieron un impacto en las tasas delictivas de Nueva York
se convirtió en un punto polémico de discusión académica,
política y social. La polémica era de esperar en un contexto
como el americano en el que la obtención de soluciones al
problema delictivo tiene un elevado precio electoral. Bratton
reivindicaba el papel de la policía en la reducción de la
delincuencia y argumentaba que el descenso de un 60% en
la tasa de delitos, incluyendo un descenso del 65% en la
tasa de homicidios era una consecuencia directa de sus políticas
policiales basadas en la teoría de los cristales rotos.
La
historia es posiblemente más complicada. Varios autores
reconocen que estas políticas pudieron jugar un cierto papel
en el descenso de la delincuencia, pero señalan que otros
factores demográficos, económicos y sociales independientes
de la acción policial como, por ejemplo, la estabilización
de los mercados de crack también fueron relevantes. Otros
autores son más críticos y señalan una serie de problemas
con la atribución del descenso a las prácticas policiales
de Bratton. El descenso se comenzó
a experimentar incluso antes de que las políticas se pusieran
en práctica y también se produjo durante los 90 en otras
ciudades norteamericanas que no emplearon este tipo de políticas
policiales (Eck y Maguire, 2000). Fagan, Zimring y Kim (1997) observaron que el descenso en homicidios se debió
fundamentalmente al descenso en homicidios causados por
armas de fuego y que fue posiblemente la política agresiva
de “cacheos” en la calle para la detección de armas de fuego
la responsable por este descenso, más que las intervenciones
indiscriminadas para mantener el orden. Harcourt (2001)
va más allá y cuestiona el pretendido vínculo causal entre
desorden social y delincuencia. Este autor realizó un análisis
secundario de los datos presentados por Skogan
en su libro Disorder and
Decline (1990) y concluyó que no existe una relación causal
entre desorden y delincuencia. En su opinión, si los métodos
de Bratton tuvieron un impacto
no fue por su énfasis en el mantenimiento del orden, sino
por el elevado grado de vigilancia implícito en estas estrategias.
Taylor (2001), aunque no evalúa los efectos de intervenciones
policiales, también ha concluido tras la realización de
estudios longitudinales examinando la tesis de los cristales
rotos que el desorden no conduce necesariamente a aumentos
de la delincuencia.
Otros
críticos destacan que el problema fundamental con estas
técnicas policiales es de tipo ético. Panzarella (1998) califica estas estrategias como “policía
de acoso” que incrementa de forma desproporcionada los poderes
policiales y la posibilidad de abuso policial, un abuso
que es sufrido de forma desproporcional por los miembros de minorías étnicas y, en
particular, por las personas de color. Un informe muy polémico
de la ONG Human Rights Watch de 1998 subrayó la
existencia de vínculos entre las políticas policiales agresivas
y la brutalidad policial en Nueva York
y otras ciudades, mientras que un informe similar de Amnistía
Internacional de 1996 también documentó un aumento en los
niveles de brutalidad policial y uso excesivo de la fuerza
por parte de oficiales de policía en Nueva York
(Eck y Maguire, 2000). El criminólogo
mallorquín afincado en Estados Unidos Pedro Mateu-
Gilabert, en colaboración con Robert
Davis, produjo un informe para
el Vera Institue of Justice
que claramente documentaba un aumento en quejas contra la
policía y alegaciones de brutalidad policial desde 1993.
Sin embargo, Mateu-Gilabert y Davis también documentan
como este aumento no fue generalizado y había distritos
policiales en los que se observaba un descenso en la delincuencia
sin que se produjera un aumento en el número de quejas.
Estos autores concluyen que aquellos distritos en los que
los mandos policiales eran serios en cuanto al control del
abuso policial, los residentes no tenían que elegir entre
policía respetuosa y policía efectiva.
Finalmente,
hay críticos que sugieren que incluso si este tipo de estrategias
es eficaz a corto plazo, tiene una serie de consecuencias
negativas que se manifiestas a medio y largo plazo. Goldstein advierte que si las estrategias policiales agresivas
generan hostilidad en la comunidad llegará un momento en
el que la policía tendrá que tratar con las consecuencias
de dicha hostilidad (citado por Eck
y Maguire, 2000). Una consecuencia
directa de este tipo de estrategias puede ser la erosión
de la legitimidad de la policía. Sherman
(1997), por otro lado, destaca que la creación de antecedentes
policiales para un número más elevado de personas que cometen
delitos menores puede limitar su habilidad futura para participar
de forma legítima en el mercado laboral, dado los efectos
negativos de estos antecedentes en la obtención de empleo.
Lo
cierto es que, a pesar de las pomposas declaraciones de
sus partidarios, es muy difícil saber en qué medida este
tipo de políticas son eficaces. Las mismas no han sido evaluadas
propiamente. En Nueva York, además
de las políticas de mantenimiento de orden, existieron otras
intervenciones policiales que pudieron haber jugado un mayor
papel en la reducción de la delincuencia (compstat, un mayor número de oficiales fue contratado, etc). Zimring (2006) considera que
lo particularmente caracteristico
del caso de Nueva York fue la
adopción de un paquete bastante comprensivo de reforma policial
y estima que entre el 16% y el 32% del descenso de la delincuencia
en Nueva York puede ser atribuido
a estas reformas policiales. Eck
y Maguire (2000) concluyen, tras revisar la literatura sobre
la policía de calidad de vida, que lo único que se puede
afirmar con certeza es que es un enfoque que ha generado
una cantidad sustancial de criticas académicas y por parte
de ciertos activistas en la comunidad y que no ha sido evaluada
conforme a los cánones de las ciencias sociales y, por tanto,
su eficacia no ha sido demostrada.
A
pesar de ello la influencia de este modelo ha sido muy influyente.
Pese a la resistencia de académicos que precisamente acuñaron
el término “policía de tolerancia cero” para destacar sus
dimensiones más negativas, en Inglaterra y Gales esta tesis,
con una clara resonancia moral puritana, ha tenido un gran
impacto en la populista y cínica política criminal de la
tercera vía de Tony Blair. Tanto Jack Straw como sus sucesores al frente del Home
Office convirtieron la guerra contra el desorden social
en uno de sus objetivos principales. La Crime
and Disorder Act de 1997 es testimonio
de ello y, más recientemente, la Antisocial Behaviour
Bill (2003), continúa y expande
esta tendencia por medio de la concesión de nuevos poderes
a la policía y a las autoridades locales para combatir el
desorden social. La clase política deliberadamente reguló
estas medidas como medidas civiles, para evitar las garantías
inherentes al proceso penal, a pesar de que las mismas efectivamente
criminalizan, con penas de hasta cuatro años de prisión,
a quienes se comportan de forma 'antisocial' (aquellas que
incurren en comportamientos que 'pueden causar alarmas a
terceros'). El auge de la teoría de los cristales rotos,
así, sirvió para generar apoyo a una serie de medidas legales
orientadas a restringir el uso de espacios públicos y a
limitar la libertad de movimiento y actuación de todos aquellos
cuya presencia pudiera generar 'alarma social' por medio
de su criminalización (Beckett y Herbert, 2008). Significan así, un renacimiento de los principios
de las antiguas leyes de peligrosidad social.
Belina
y Helms (2003) sugieren que la
popularidad de este modelo entre algunos sectores políticos
y comerciales puede ser mejor entendida si pensamos sobre
la policía de tolerancia cero no solamente como una medida
de prevención del delito, sino como una herramienta en la
competición económica y turística interurbana. Belina
y Helms plantean que, sobre todo
para viejas ciudades industriales, es fundamental ofrecer
una imagen de seguridad y limpieza como parte de su capacidad
competitiva y de promoción de imagen.
2.
La video-vigilancia
Otro
tipo de políticas que captura el espíritu de la sociedad
del control lo constituye el apoyo a las medidas de video-vigilancia.
El empleo de cámaras de vigilancia enlazadas con circuitos
cerrados de televisión (CCTV) se ha convertido en una tecnología
de control que sirve numerosas funciones hoy en día tanto
en espacios privados como públicos. La
vídeo-vigilancia es conceptualizada por Clarke
como una herramienta de prevención situacional que sirve
para incrementar el nivel de vigilancia formal y, por tanto,
tiene un papel disuasorio al aumentar la percepción subjetiva
de los delincuentes de que pueden ser identificados y detenidos.
La vídeovigilancia, se plantea, puede aumentar la probabilidad
de identificación y detención, puede aumentar el nivel de
seguridad ciudadana y, en ese sentido, fomentar el uso de
los espacios vídeo-vigilados, puede actuar como un recordatorio
al ciudadano de que es preciso tomar precauciones adicionales
frente al delito, y puede ser empleado por la policía y
el personal de seguridad privado a aquellos espacios donde
su intervención es requerida (Welsh y Farrington, 2003b). En este
sentido, la video-vigilancia en
teoría sirve para extender la visión de la policía y del
personal de seguridad privado.
Aunque
sería posible tratar el tema de la
vídeo-vigilancia al examinar el paradigma de prevención
situacional, lo que aquí nos interesa es su uso masivo como
un instrumento de prevención comunitaria del delito. En
el Reino Unido, se ha producido una expansión masiva en
el uso de las cámaras de vigilancia ligadas a circuitos
cerrados de televisión para la prevención del delito en
espacios públicos, sobre todo, en los distritos comerciales
y de entretenimiento del centro de las ciudades (Norris
y Armstrong, 1999). En este país
es la intervención preventiva que recibe una financiación
más generosa por parte del gobierno. Entre 1999 y el 2001,
el gobierno británico facilitó unos 170 millones de libras
para la instalación de sistemas de video-vigilancia en los
centros de las ciudades, aparcamientos y áreas con altas
tasas de delito (Welsh y Farrington,
2003). Koch (1998) señala como
en años anteriores el presupuesto dedicado a este tipo de
intervenciones venía a representar aproximadamente tres
cuartos del total del presupuesto dedicado a la prevención
del delito por parte del Home
Office. De acuerdo con Armitage (2002), el número de cámaras ha pasado de 100 en
1994 a 400 en 1994, 5,200 en 1997 y unas 40,000 en el 2002.
A
pesar de la expansión masiva de este tipo de programas todavía
sabemos muy poco sobre su efectividad. La apuesta del gobierno
británico por este tipo de intervención estaba basada en
un puñado de estudios que presentaban en apariencia resultados
positivos, pero que no empleaban grupos de control, se limitaban
a observar diferencias entre el periodo anterior y el posterior
a la implementación de la vídeo-vigilancia, no siempre eran
realizados con unos niveles apropiados de competencia profesional
y, en general, eran evaluaciones realizadas por investigadores
con vínculos al Home Office y, por lo tanto, no eran evaluaciones independientes
(Welsh y Farrington,
2003).
Welsh
y Farrington (2002) realizaron
una revisión sistemática de la literatura para el Home
Office orientada a evaluar la efectividad de este tipo de
intervenciones, así como un meta-análisis de las mismas. Welsh
y Farrington (2002) sólo incluyeron
en esta revisión aquellos estudios que reunían un mínimo
de criterios: la vídeovigilancia
era el objeto de la intervención, se medían los niveles
del delito antes y después de la intervención, el diseño
tenía la suficiente calidad e incluía un área de control
y un área experimental, el número de delitos en cada área
antes de la intervención era al menos de 20. Esta revisión
pudo encontrar 22 estudios que reunían estos criterios y
que empleaban la vídeo-vigilancia
en el centro de las ciudades o urbanizaciones de viviendas
públicas, aparcamientos o transportes públicos. De los 22
estudios, la mitad (11) encontraron que la delincuencia
se había visto reducida como resultado de la vídeo-vigilancia,
mientras que cinco estudios encontraron que significativas
y los resultados de un estudio aunque sugerían una reducción
no eran del todo claros. Estos autores también documentaban
como los estudios que no reunían sus criterios de rigor
metodológico y que, por tanto fueron excluidos de la revisión,
ofrecían en general resultados más positivos, lo que en
su opinión destacaba la necesidad de subrayar el rigor metodológico
de la evaluación de medidas preventivas.
Welsh
y Farringon (2002) procedieron
a realizar un meta-análisis de los 18 estudios que ofrecían suficiente
información como para realizar este tipo de análisis estadísticos.
Los resultados del meta-análisis
sugerían que la vídeo-vigilancia servía para reducir la
delincuencia, pero que el nivel de reducción de la delincuencia
era muy bajo, aproximadamente del 4%. La mitad de estos
estudios ofrecían resultados positivos, mientras que la
otra mitad no. Curiosamente, todos los estudios que ofrecían
resultados positivos procedían del Reino Unido, mientras
que los cinco estudios norteamericanos ofrecían resultados
negativos. El meta-análisis también sugería que los efectos de la vídeo-vigilancia
eran nulos en los delitos violentos, pero tenían un efecto
positivo en la reducción de delitos contra vehículos.
La
video-vigilancia tenía un efecto particularmente en el centro
de las ciudades y en zonas residenciales (aproximadamente
del 2% en el Reino Unido y ningún efecto en Estados Unidos).
La evidencia sobre la efectividad de la vídeo-vigilancia
en sistemas de transporte público era menos clara, mientras
que los efectos más impactantes se producían en los aparcamientos,
donde la vídeo-vigilancia servía para reducir la delincuencia
por un 41% (aunque en los estudios que examinaban estos
contextos también se empleaban otras medidas de seguridad
d forma conjunta y sólo se medían los delitos contra los
vehículos). Aunque Welsh y Farrington
(2002) en sus conclusiones tan solo realizan sugerencias
generales sobre la necesidad de más estudios y el uso apropiado
de estas técnicas, no podemos olvidar que era una publicación
del Home Office, por lo demás bastante acostumbrado a censurar
conclusiones demasiado negativas en sus propias publicaciones.
Pero lo cierto es que este tipo de resultados constituyen
en el mejor de los casos una justificación muy débil para
el tipo de respaldo económico proporcionado a este tipo
de programas (al margen de su empleo en contextos específicos
como los aparcamientos). Ni que decir tiene que al margen
de los problemas sobre su efectividad existen interrogantes
sobre la justificación ética de este tipo de intervención
un tanto Orwelliana.
V.
CONCLUSIONES
En
este ensayo se puede ver como el protagonismo a la hora
de pensar en políticas de seguridad en el ámbito urbano
ha ido cambiando entre distintos modelos de intervención.
Aunque la clasificación de estas políticas, siguiendo por
ejemplo a autores como Garland, en políticas más propias del Estado del Bienestar
y aquellas de la sociedad del control resultan útiles simplificaciones,
en el fondo no dejan de ser simplificaciones que ocultan
una realidad generalmente más compleja. Aunque es bien cierto
que durante los últimos 15 años hemos asistido a una reconfiguración
de las respuestas al comportamiento delictivo en el ámbito
urbano que ha supuesto una reducción en el nivel de tolerancia
hacia el comportamiento desviado y una intensificación de
los mecanismos de control -algo que incluso se ha podido
observar en lo que se denomina la ‘criminalización
de la política social’, esto es, la subversión de la política
social a objetivos y mecanismos de actuación político criminales.
Lo cierto es que también es posible observar una cierta
supervivencia de esquemas y programas auspiciados durante
el desarrollo del estado del bienestar. Así, por ejemplo,
Sure Start,
la política social más ambiciosa del partido laborista británico,
constituye la expansión a nivel nacional de algunos de los
experimentos realizados durante la Guerra a la Pobreza norteamericana
para favorecer el desarrollo familiar y personal de los
niños de familias pobres. Conviene también recordar que
las experiencias aquí descritas son aquellas de los Estados
Unidos e Inglaterra y Gales. La historia de las políticas
de seguridad ciudadana en el marco de las ciudades españolas
es una historia que aun está por narrar.
JMA
(1)
“These studies focused attention on the paradoxical fact
that no matter how destructive or morally shocking, delinquency
may often represent the efforts of the person to find and
vindicate his status as a human being, rather than an abdication
of his humanity or an intrinsic incapacity to experience
human sentiment” (Kobrin, 1959). (volver
al texto)
(2) Para una valoración
crítica de esta teoría se puede consultar cualquiera de
los manuales de teoría criminólogica
en castellano: García Pablos de
Molina, Cid y Larrauri, 2001; Garrido, Stangeland,
Redondo, 2001. Para una exposición un tanto más actualizada
de la evolución de estas teorías también se puede consultar
Medina, 2002. (volver
al texto)
(3)
Ver www.chicagoareaproject.org. (volver
al texto)
(4)
“The answer lies in tapping the natural leadership and concern
for community found within each neighborhood. While some
delinquency prevention programs try to impose outside policies
upon local residents, the Chicago Area Project’s philosophy
is to encourage the people who lice in the neighborhood
to seek their own solutions. This is done by forming a community
committee as the primary force for change. The committee
consists of local citizens who encourage participation and
effective representation in decisions affecting their neighborhood.”
(Tomado de la página web del Chicago Area Project: 13-01-2004).
(volver
al texto)
(5)
“When crime was on a local scale, delinquency
was a way of acquiring the skills and attitudes needed for
participation in the adult criminal structure. Where it
was linked through age-grading with adult criminal occupations,
the delinquent subculture was a first stage in access to
systems of illegitimate opportunity. But there is considerable
reason to doubt whether these same functions are performed
by the delinquent subculture in an era of syndicated crime…
The delinquent subculture can no longer perform the educational
functions that once made it so vital a force in the continuity
of criminal enterprises; it has become obsolete. Illegal
chances of social ascent are thus closed off, and pressures
for conflict forms of delinquency mount” (Cloward and Ohlin,
1960: 206-207). (volver
al texto)
(6)
“As a result of the gradual absorption of the immigrant
masses into the middle classes and of certain radical changes
in the structure of the economy, the locus of political
power has shifted from the local neighborhood to the state
and national arenas… With the decline of the neighborhood-based
political machine the urban lower class has lost an important
integrating structure and a significant channel for social
ascent… The political machine also played a strategic part
in the process by which crime, especially gambling, was
made rational and bureaucratic. But with the progressive
rationalization of crime and the integration of its leaders
with city, state and national politicians, the dependence
of syndicate operators upon neighborhood political organizations
has diminished. Hence local political groups can no longer
count upon the financial largesse of financial enterprises
as a stable source of income. Perhaps the greatest paradox
of all is the fact that the growth of the welfare state
has undermined the importance of the urban political machine…
It is of couse true that the ‘welfare state’ … has taken
over a function once performed by the political machine.
But to say that the structure of the welfare services effectively
supplants the tradicional political machine is to overlook
many other functions that the machine performed for lower-class
persons… One of the principal differences between aid dispensed
by welfare agencies and similar assistance given by political
machines is that the latter brings about neighborhood social
integration while the former does not” (Cloward and Ohlin,
1960: 207-209) (volver
al texto)
(7)
“We predict that delinquency will become increasingly aggressive
and violent in the future as a result of the disintegration
of slum organization” (Cloward y Ohlin, 1960: 203)(volver
al texto)
(8)
“Rethorically, the war on poverty was made to sound more
sweeping than it really was, and so set itself up (or was
set up)to seem as if it had ended in defeat when it didn’t
vanquish all poverty” (Lemann citado por Hope, 1995: 41).
(volver al texto)
(9)
“The fist thing to understand is that the public peace –the
sidewalk and street peace of cities is not kept primarily
by the police, necessary as police are. It is kept primarily
by an intricate, almost unconscious, network of voluntary
controls and standards among the people themselves, and
enforced by people themselves…
No amount of police can enforce civilization where
the normal, casual enforcement of it has broken down” (Jacobs,
1993: p. 40). También: “the safety of the street works best,
most casually, and with least frequent taint of hostility
or suspicion precisely where people are using and most enjoying
the city streets voluntarily and are least conscious, normally,
that they are policing” )Jacobs, 1993: p. 46).
(volver al texto)
(10) Newman
(1996) ofrece una discusión ilustrativa basada en el estudio
de un caso en Yonkers (New York)
que muestra las dificultades políticas y la resistencia
de grupos de residentes a este tipo de desarrollos. (volver
al texto)
(11) La evaluación
de HOPE VI muestra que los residentes de viviendas públicas
que han sido movidos a este tipo de residencias se encuentran
en viviendas de mejor calidad y condiciones. Sin embargo,
muchos todavía viven en barrios que son pobres y tienen
altos niveles de delincuencia. Además, hay un subgrupo de
residentes que, por su problemática personal (drogadicción,
problemas de salud mental, etc.) resultan difícil de mudar
a mejores residencies (Popkin,
2003).
(volver
al texto)
(12) Una referencia
a menudo citada como ejemplo del espacio defendible es Barry
Poyner. 1983. Design against
crime: Beyond
Defensible Space. En este libro, Poyner presenta,
desde la perspectiva británica, numerosas ideas que son
similares a las de Newman como,
por ejemplo, la preferencia por edificios residenciales
con una escala más humana, el cerrado de zonas comunales
a los no residentes, etc. Sin embargo, también propone ideas
totalmente opuestas a las de Newman,
por ejemplo, la segregación de residentes pobres en zonas
alejadas de barrios de clase media o alta, así como ideas
opuestas a Jane Jacobs, por ejemplo,
la clara separación de usos de los espacios en zonas comerciales
versus zonas residenciales.
(volver
al texto)
(13) La investigación
sobre la eficacia preventiva de estas comunidades cerradas
aun está en su infancia y adolece de importantes limitaciones
metodológicas. Un estudio realizado en California (Wilson,
2000), que comparaba dos comunidades cerradas con dos comunidad
no cerradas de similares características sociales (en cada
categoría una estaba compuesto por residentes con ingresos
elevados y una con residentes con ingresos bajos) , mostraba
que los residentes de la comunidad cerraba de ingresos altos
exhibían menos sentimientos de inseguridad ciudadana, un
menor sentimiento comunitario y el mismo nivel de delincuencia
que los residentes de la comunidad no cerrada de ingresos
altos. Por otra parte, la comunidad cerrada de ingresos
bajos y la comunidad no cerrada de ingresos bajos no presentaban
diferencias en ninguna de las medidas examinadas. Estos
resultados, de nuevo, sugieren que las características sociales
de estas áreas son quizás más importantes que las características
del entorno físico. Hasley y Strange
(1999) sugieren que aunque estas medidas pueden tener un
efecto preventivo, plantean el problema del desplazamiento
del delito, no son una forma eficiente de controlar el delito
desde el punto de vista económico y pueden tener un serio
impacto criminogénico si afectan
las oportunidades laborales por medio de la alteración de
la geografía del empleo. (volver
al texto)
(14)
“Researchers have extensively described this process, whose
key players are oftentimes young people with higher education
levels, Yuppies (young urban professionals) and Dinks (double
income, no kids). They invest their savings or take loans
in order to renovate old buildings in deteriorated central
neighborhoods in the United States, Canada, and West European
countries... Gentrification and its consequences have attracted
research attention and criticism... The most hotly debated
effect is displacement, i.e., the finding that the entry
of the middle class frequently pushes out incumbent lower-class
populations... In spite of the controversy, local authorities
tend to encourage the "back to the city" movement
of members of the middle class… through convenient regulations,
tax discounts, subsidized loans and improvements to roads
and other services, in neighborhoods where the process has
begun.” (Carmon, 1999, p. 148)
(volver
al texto)
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