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Este artículo es una versión editada de Galdon
Clavell, G. “La pulsió securitária a la ciutat contemporánia”.
En Políticas Públicas y Modelos de Ciudadanía. Barcelona:
CIDOB y Diputació de Barcelona, 2010 (en prensa).
** Investigadora del Institut de
Govern i Polítiques Públiques (IGOP-UAB) gemma.galdon@uab.cat

Abstract:
en
el mundo post-11s, la seguridad es una preocupación constante.
La definición de seguridad en el siglo XIX, sin embargo, recupera
muchas de las lógicas urbanas que rigieron la aparición de
las ciudades modernas. Este artículo propone una mirada atenta
sobre la definición de la seguridad y las políticas públicas
de seguridad en los espacios urbanos que tiende puentes hacia
esas primeras ciudades de la Modernidad, proponiendo a su
vez un paradigma que quiere contribuir a la comprensión de
las exclusiones y lógicas que emergen de la aplicación de
políticas públicas orientadas al control de los comportamientos
en los espacios urbanos. Finalmente, propone un repaso a las
propuestas realizadas por varios autores para construir ciudades
seguras, pero también abiertas y capaces de no renunciar a
la politización del espacio público.
¡Esa gente me está siendo insoportable con sus ojos tan abiertos
como puertas cocheras!
¿Por qué no pedís al dueño
del café que los haga alejarse?»
Charles Baudelaire, Los
ojos de los pobres (1869)
Ciudad
y seguridad siempre han ido de la mano: a lo largo de la historia,
todas las formas y remodelaciones urbanas han tenido en cuenta
el factor seguridad, pero a menudo la exploración de esta relación
se ha elaborado tímidamente, como sub-producto de otros procesos
(la privatización del espacio público, la mercantilización de
las ciudades, las presiones vinculadas a la necesidad de competir
y atraer inversión en un contexto global, etc.) o ha profundizado
sólo en las cuestiones formales (cómo las ciudades se han dotado
de mecanismos defensivos, desde las murallas a las rejas de
los barrios cerrados, pasando por las grandes avenidas para
el fácil despliegue militar).
Sin
embargo, esta mirada que entiende la seguridad como un elemento
más, o que limita la sed de seguridad de las sociedades post-feudales
a los elementos constructivos, ignora u olvida el papel fundamental
que el miedo (y la necesidad de prometer su erradicación) ha
jugado en el diseño y construcción de las ciudades occidentales,
mucho más allá de las intervenciones abiertamente represivas.
En la remodelación de París que emprende Haussmann en el siglo
XIX, por ejemplo, y que tan bien captura Baudelaire en el poema
al que pertenece la cita introductoria, las plusvalías generadas
por la expulsión de la clase obrera de las zonas centro y oeste
de la ciudad, o la creación de un ocio articulado alrededor
del consumo y la ostentación en el espacio público (Harvey 2008a)
¿no forman también parte de un proyecto de exclusión y represión
del otro? La voluntad de hacer accesible el centro urbano
a una pujante nueva burguesía comercial, garantizándoles su
limpieza y atribuyendo higiene a las formas de
vida y ocio no populares ¿no forma parte también de esta voluntad
de proporcionar seguridad a través de la homogeneidad social
y la eliminación visual de las víctimas de la industrialización?
Esta
vinculación entre seguridad y ciudad que aparece de forma tan
evidente en las reformas urbanas de finales del XIX y principios
del XX en toda Europa sigue siendo hoy, en sociedades mucho
más democráticas, una constante que ha ido definiendo las formas
de construir, extender y regenerar ciudades y ciudadanías.
Los cambios sociales, las nuevas tendencias en urbanismo y arquitectura,
las nuevas capacidades técnicas y de transporte, el desarrollo
(y creciente derrota) de modelos políticos basados en el bienestar
colectivo y una larga serie de factores han ido matizando, cambiando
o alterando esta vinculación, pero sin llegar jamás a romper
la relación entre la intervención urbana, el modelo de sociedad
del que es espejo y los límites a la condición de ciudadano
de pleno derecho.
No
obstante, los procesos no son idénticos. En el siglo XXI, los
factores que dan un carácter específico a esta vinculación entre
seguridad y ciudad están relacionados, sobre todo, con tres
procesos:
1)
Los atentados de las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre
de 2001, seguidos por otras grandes catástrofes terroristas
y la aparición de una amenaza global, provocando un estado de
emergencia mundial al que las ciudades reaccionan fortificándose
(Weizman 2007, Graham 2010) y explicitando la apuesta por la
seguridad como pilar de las políticas públicas urbanas.
2)
La llegada más o menos intensa de personas de países del Sur
Global a las metrópolis del Norte, debido a la creciente movilidad
de personas a nivel global y a la demanda de mano de obra barata,
que es utilizada como cabeza de turco por parte de opciones
políticas de extrema derecha y consigue buenos réditos electorales,
sobre todo en momentos de crisis económica. (Bauman 2004)
3)
La aparición de la ciudad como espacio de inversión (Sassen
2001, Raco 2007) que debe competir en “imagen” y ventajas fiscales
con toda una red de ciudades globales, ofreciendo una calidad
de vida a la “clase creativa” (Florida 2003) basada en la promesa
de seguridad y eliminación de la cotidianidad de los centros
urbanos de las externalidades provocadas por el aumento exponencial
de las desigualdades durante los últimos 30 años.
La
fotografía de la ciudad del siglo XXI, pues, es la de una ciudad/ciudadanía
asustada, que se siente víctima de procesos globales que no
puede controlar y de procesos sociales cercanos que se identifican
con una pérdida general de referentes (Kessler 2009), pero a
la que no se le permite explorar ni abordar las raíces de estos
procesos sociales porque eso rompería el espejismo de tranquilidad
y normalidad imprescindible para entrar en
la carrera global de la competitividad urbana.
“Controles
espaciales y controles situacionales, controles manageriales,
controles sistémicos, controles sociales, observamos ahora la
imposición de regímenes de regulación, inspección y control
más severos y, simultáneamente, nuestra cultura cívica se vuelve
cada vez menos tolerante e inclusiva, cada vez menos capaz de tener confianza (...) el control
está ahora recobrando su importancia en todas las áreas de la
vida social, con la particular y sorprendente excepción de la
economía, de cuyo dominio desregulado emergen habitualmente
la mayor parte de los riesgos contemporáneos”.(1)
De
la misma forma que la enamorada del poema Los ojos de los
pobres de Baudelaire quería “alejar” a los pobres de “su”
espacio, el París de los grandes bulevares recuperado para la
nueva burguesía, nuestras sociedades buscan “respuestas epidérmicas”
que simplifiquen “la complejidad de los problemas que se pretende
resolver” y recorren a la identificación pobreza-inmigración-delincuencia
para después ofrecer la seguridad de la mano dura y la tolerancia
cero como solución.(2)
La
seguridad más allá de la remodelación urbana
Pero
de la misma forma que en el siglo XIX la seguridad no fue sólo
una variable imprescindible en la reforma urbana, en la actualidad
la remodelación de las ciudades en clave securitaria no se limita
a la intervención formal en la ciudad construida.
La
mirada atenta a las prácticas actuales en seguridad ciudadana
rebela una imagen compleja en la que todas estas tensiones y
procesos que hace tiempo que confluyen en la gestión del espacio
urbano han ido cristalizando en los últimos años en iniciativas
que podríamos definir como políticas de vigilancia y control
de comportamientos, vinculadas de forma más o menos explícita
a la agenda securitaria y que cada vez más focalizan la atención
de las ansiedades y miedos urbanos.
La
idea de que la intervención en los comportamientos incívicos
o antisociales es clave para combatir la delincuencia no es
nueva. En 1996, George L. Kelling i Catherine Coles publicaron
una investigación titulada Fixing
Broken Windows: restoring Order and Reducing Crime in Our Communities,
donde denunciaban la poca atención prestada a los pequeños incidentes
de vandalismo y a los comportamientos incívicos por parte de
las políticas públicas de seguridad y las fuerzas policiales.
Su argumento era que un entorno deteriorado debido a los comportamientos
antisociales (graffiti, suciedad, trastos abandonados, o ventanas
rotas, que es lo que dio título a su libro) se convierte rápidamente
en un nido de delincuencia, ya que la no intervención del Estado
con el fin de reparar los desperfectos transmite la imagen de
un espacio de impunidad. En palabras de los autores,
“A nivel de barrio,
el desorden y la delincuencia están inextricablemente relacionados,
en una especie de secuencia por fases. Los psicólogos sociales
y los policías tienden a estar de acuerdo en que si en un edificio
se rompe una ventana y ésa no se repara, pronto aparecerán rotas
todas las demás ventanas. Esto es así tanto en los barrios bonitos
como en los degradados. Las ventanas rotas no son un fenómeno
extendido debido a la presencia en algunas zonas de rompe-ventanas,
o de cuida-ventanas en otras; lo que ocurre es que una ventana
rota sin reparar lanza la señal de que a nadie le importa, y
de que romper más ventanas sale gratis.” (3)
Sin
entrar a valorar la contribución y los datos de Kelling y Coles,
lo más destacable de su propuesta es el impacto que ha tenido
en las políticas públicas de seguridad, alejándolas del modelo
reactivo (de intervención después de la comisión del delito)
para desarrollar una perspectiva que apuesta por la intervención
preventiva y la identificación de los factores (personales y
ambientales) que hacen probable la perturbación de la “tranquilidad
pública”. A pesar de la retórica de prevención y proximidad,
la imagen de las ventanas rotas ha dado cobertura académica
a las políticas de tolerancia cero y al targeting de los comportamientos
incívicos por parte de la policía.
Ante
la malaise urbana, pues, una de les respuestas recurrentes pasa
por el atrincheramiento de una “mayoría respetable” (Cooper
1998b) que interpreta ciertos usos de la ciudad y del espacio
público como impropios e incívicos, generadores de inseguridad,
y exige respuestas policiales. En este imaginario los comportamientos
incívicos y la delincuencia no solo están relacionados, sino
que las diferencias entre los dos serian esencialmente de escala:
el incivismo y los comportamientos antisociales como preludio/causa
de la delincuencia –y, por lo tanto, la necesidad de actuar
con mano dura contra estos comportamientos y de articular tanto
medidas punitivas (ordenanzas) como disuasorias (videovigilancia)
y de obstrucción (urbanismo preventivo). La ciudad emerge pues
como el espacio privilegiado de la represión preventiva, y no
sólo a través de la zonificación, la gentrificación y la segregación
urbanística, sino también de la exclusión del espacio público
de comportamientos antisociales que se pretenden preludio de
la delincuencia.
Identidades
incívicas
El
problema es que estas políticas de vigilancia y control de comportamientos
afectan de forma desproporcionada a ciertos grupos sociales,
a los que no se persigue por sus actitudes, sino por sus cualidades. Determinar que ciertas actividades son “inaceptables”
tiene consecuencias innegables sobre la identidad de los que
las practican. Y, como afirma Cooper,
“Esto
no es sólo porque la exclusión o estigmatización de ciertos
usos afecta a grupos específicos, sino también porque los políticos
y los usuarios del espacio público del barrio ven a ciertos
grupos (jóvenes de clase trabajadora, borrachos, drogodependientes
y limpia-cristales) como condensadores de prácticas indeseables.
En el imaginario espacial, representan las actividades con las
que se les asocia, y así se convierten ellos mismos en una molestia,
categorías de personas cuya mera presencia obstruye, 'perturba'
o pone en peligro el correcto funcionamiento del espacio público.”(4)
En
este contexto a menudo es difícil saber cuál es el verdadero
problema: ¿los comportamientos considerados incívicos o la mera
presencia de sus probables autores en el espacio público? Como
propone Vulbeau (2008), la lógica del civismo parece ser “qui
vole un oeuf vole un boeuf” (quien roba un huevo roba un buey),
incluso cuando nadie ha robado ningún huevo. “Es la cultura
de la prevención, del 'y si....?' La idea del civismo se alimenta
de la creencia en la existencia de grupos identitarios potencialmente
delincuentes”, prosigue Cooper.
En
las ciudades de nuestro entorno, estos grupos identitarios se
perfilan cada vez más alrededor de tres grandes ejes: víctimas
de la desigualdad, jóvenes y migrantes. En Gran Bretaña, por
ejemplo, la agenda política laborista Respect y las órdenes contra los comportamientos antisociales (ASBOs en inglés)
incluyen el derecho de la policía a ordenar dispersarse a cualquier
grupo de más de dos personas mayores de seis años y a custodiar
hasta su casa a cualquier menor de 16.(5) En
Key West, EE.UU., la policía de proximidad tiene como objetivo
eliminar de las zonas turísticas a los vagabundos, “la gente
que está por las calles, perturbando la calidad de vida y la
experiencia de los visitantes, los residentes y los comercios”,
independientemente de si están llevando a cabo actos molestos.(6) En
España, las Ordenanzas de Civismo sancionan el uso intensivo
del espacio público que se atribuye a persones de diferentes
“culturas” con diferentes “valores”,(7)
mientras
que en los polideportivos municipales, espacios de uso mayoritariamente
joven, la videovigilancia se generaliza.
Así
pues, estos colectivos ven como la mirada asustada, desconfiada
y expectante del que se siente ciudadano “honorable” (y, por
lo tanto, de pleno derecho) y de unas políticas públicas que
pretenden prevenir el delito a partir de la monitorización de
los comportamientos, les cae encima como una losa -una losa
que no sólo elimina derechos como la presunción de inocencia,
sino que articula exclusiones no formales que pueden llegar
a invalidar los procesos formales de consecución del estatus
de ciudadano/a.
Porque
¿qué sentido tiene acceder a la ciudadanía formal para después
salir a la calle y ver tu identidad construida en términos permanentemente
negativos y de sospecha? ¿De qué sirve avanzar en la cobertura
legal de los derechos de todas las personas que comparten un
mismo espacio y obligaciones si después la sociología de ese
espacio articula una exclusión y un rechazo constante? ¿Es descabellado
pensar que la legitimación de la mirada desconfiada hacia el
otro a través del aumento de la capacidad sancionadora
del Estado ante las actitudes molestas, y la intervención policial
en las relaciones entre extraños (¡aunque vecinos!) pueda estar
desarticulando en el espacio público urbano las victorias conseguidas
en términos del reconocimiento legal de todas las personas?
La
facilidad con la que podemos establecer analogías entre los
discursos actuales de delincuencia, incivismo y orden, por una
parte, la visión idealizada de la ciudad cívica, por otra, y
los procesos de finales del siglo XIX hace evidente que el espacio
público urbano ha sido siempre un espacio controlado y regulado,
pero seguramente ni las herramientas de control y estigmatización,
ni los canales de transmisión de las ansiedades sociales habían
estado jamás tan desarrollados.
Ciudades
vigiladas
En
2006, el ayuntamiento de Masquefa, una población de poco menos
de 8.000 habitantes en la provincia de Barcelona, solicitó permiso
para instalar un sistema de videovigilancia que cubriera un
total de 210.000 metros cuadrados y permitiera el control y
la identificación de todas las personas que entran y salen del
municipio, así como de los espacios adyacentes a los edificios
públicos. La solicitud no aportaba datos de delincuencia en
la localidad, ni justificaba la necesidad del sistema en base
a la inseguridad existente.(8)
Esta
voluntad de control, desvinculada de los riesgos reales y las
inseguridades objetivas es cada vez más frecuente, y actualmente
contamos con tecnologías que permiten convertir esa voluntad
en una posibilidad real: desde las cámaras de videovigilancia
en espacios públicos y semi-públicos hasta la grabación de los
datos generados al entrar o salir de edificios públicos o establecimientos
comerciales, pasando por el seguimiento de la utilización de
las redes de telefonía móvil. Es escenario distópico de películas
como Blade Runner, o Minority Report
parece cada vez menos una distopia
futurista.
Lo
que esconde la fantasía del control absoluto, sin embargo, es
su precio: el coste de la videovigilancia no es sólo económico
(que también), sino que, igual que el civismo, suma ceros a
través de la eliminación de derechos (a la intimidad, honor y la propia imagen) y
de la construcción de una categoría de “malos usuarios” (casi
siempre, como decíamos, víctimas de la desigualdad, jóvenes
y migrantes) que reafirma el poder de unos sobre la definición
de las normas sociales de uso del espacio público.
La
trampa de la ilusión del control, además, es que esconde que,
en última instancia, la segregación, estigmatización y exclusión
de colectivos enteros de los espacios comunes en base a su potencial
disruptivo a ojos de la “mayoría respetable” genera conflicto.
La deriva securitaria en las ciudades ha generado una verdadera
“carrera armamentística” (Flusty 1994) en la que las autoridades
locales compiten por adoptar en calles, plazas, edificios y
servicios públicos la última innovación militar, contribuyendo
así a desarticular los vínculos de confianza, la capacidad de
“sentirnos seguros entre la multitud” y de que la expresión
del conflicto cotidiano permita generar espacios de empatía
y regulación informal de los usos de los espacios comunes.
El
énfasis en el civismo y la vigilancia, en realidad, explicita
la renuncia al civismo y la apuesta por el control y
la desconfianza. ¿Cómo exigir a la ciudadanía una actitud abierta
y confiada hacia los demás cuando la ciudadanía misma es sometida
a la mirada preventiva de la cámara de seguridad?
La
creciente tendencia a apartar la mirada ante los fenómenos que
contribuyen a la desarticulación y las ansiedades sociales para
después alarmarse ante sus consecuencias y mirar con reprobación
a aquellos a los que no se ha dado la oportunidad de “pertenecer”
no es en ningún caso un fenómeno nuevo. Como tampoco lo es la
regulación del espacio público. Ni la utilización del miedo
y las más bajas pasiones públicas para obtener réditos electorales.
Lo que quizás sí es nuevo, sin embargo, es nuestro “caminar
sonámbulo”(9)
hacia
sociedades cada vez más desiguales, menos garantistas y permanentemente
controladas.
Hacia
la ciudad abierta
Todos
querríamos vivir en ciudades seguras. Todos deberíamos tener
derecho a vivir en ciudades seguras.
No
obstante, la seguridad urbana del siglo XIX se está articulando
alrededor de la exclusión, la eliminación de la diferencia y
la culpabilización de las víctimas de las desigualdades. A pesar
de la retórica de inclusión y participación, lo que determina
la naturaleza y contenido de las medidas que se supone que deben
luchar contra la delincuencia no son los debates sobre la profundización
de la democracia ni los orígenes de las ansiedades y miedos
sociales, sino los conflictos por el uso y la apropiación del
espacio público, la defensa de intereses económicos y financieros
vinculados a la actividad comercial y turística de la ciudad
y a la industria del miedo, la preservación de los valores simbólicos
asociados a la imagen de los centros históricos y la consolidación
del poder político de turno. La seguridad de las personas, pues,
queda relegada a un segundo plano, a pesar de justificar la
acción de los poderes públicos y el diseño de las políticas
públicas en esta materia.
Lo
más alarmante de esta deriva es que los datos confirman que
durante los últimos años hemos estado apagando fuegos con gasolina:
las ansiedades sociales, el miedo y el recelo ante el otro no
cesan de aumentar, alimentando opciones políticas de extrema
derecha y articulando una sociabilidad en el espacio público
basada en la desconfianza, el paternalismo, la superioridad
moral y la falta de respeto. Un entrono legal garantista que
nos ha permitido incluir formalmente a un número importante
de personas llegadas durante los últimos años fruto de la movilidad
global y la demanda interna ha dejado de tener sentido como
vía de integración en el momento en que todo lo foráneo recibe
la etiqueta de impropio y antisocial, construyendo identidades
incívicas que estigmatizan y criminalizan a sectores ya débiles
desde el punto de vista de la influencia social. La aprobación
pública de la pasión de control ha bendecido la desconfianza
y el juicio preventivo ante el diferente y/o recién llegado,
y la apuesta por la seguridad y la mano dura ante el crecimiento
de la extrema derecha ha legitimado discursos y prácticas que
hasta hace poco resultaban impensables, como la posibilidad de excluir
del padrón (y de los servicios públicos municipales) a las personas
sin papeles, o de codificar la vestimenta en los espacios públicos.
¿Significa
esto que la ciudad contemporánea esté condenada? A pesar de
que algunos observadores de la realidad urbana parecen haber
tirado la toalla (Davis 1991), otros han planteado posibles
vías de superación de la espiral de exclusión, miedo y políticas
contraproducentes.
Richard
Sennett, por ejemplo, recuperando a Jane Jacobs, defiende la
renuncia a gestionar la sociabilidad en el espacio público,
la incentivación (o la no desincentivación) de “el encuentro
inesperado, el descubrimiento casual, la innovación” y alza
la bandera de “la complejidad, la diversidad y la disonancia”.
La ciudad abierta es, para él, la ciudad democrática, pero no
en un sentido burocrático, sino físico, articulada alrededor
de la idea de ciudadanía y participación; la ciudad que construye
“pasillos” entre el dentro y el fuera, el ellos y nosotros,
y que reclama el espacio público como un espacio político (Sennett
1977, 2006).
Ash
Amin (2010), por su parte, apuesta por profundizar en la comprensión
de la nueva realidad global renunciando a la ciudad como espacio
de límites definidos y habitantes estables, y reconociendo que
el compartir circunstancialmente un espacio no tiene porqué
generar necesariamente sentimientos de “togetherness”. Su propuesta,
pues, pasa por la capacidad de crear entornos urbanos que favorezcan
la aparición de una “ética del cuidado”, de la preocupación
por el otro, que permita la reproducción cotidiana de los afectos
urbanos.
Fijándose
en la sociabilidad que estalla en casos de catástrofe, festivales
o retrasos de trenes, Davina Cooper (1998b) platea la posibilidad
de apostar por espacios capaces de generar experiencias puntuales
que “unan”, entendiendo que a menudo este tipo de acontecimientos
se constituyen en contra de las prácticas oficiales, creando
sentimientos de comunidad precisamente a partir del desafío
público al orden establecido.
Este
mismo desafío público es el que defiende David Harvey en “The
Right to the City” (2008b), planteando la necesidad de recuperar
el “derecho a la ciudad”, actualmente en manos de intereses
privados o casi-privados que se apropian de las plusvalías generadas
por el proceso de urbanización. Un derecho a la ciudad que va
más allá de la libertad individual para acceder a los recursos
urbanos y que implica el derecho a cambiar la ciudad, recuperándola
de los intereses privados y poniéndola al servicio de aquellos
para los que la sociabilidad es una forma de vida y no una oportunidad
de negocio.
Más
allá de las propuestas concretas, el debate sobre cómo posibilitar
una verdadera coproducción del espacio público urbano, superando
el determinismo urbanístico y las visiones idealizadas de un
espacio público libre de conflictos y exclusiones, y avanzando
hacia la construcción de sociedades (y ciudades) maduras, responsables,
participativas y políticas, sigue abierto y poco explorado.
GGC
(1)
Garland, D. (2005) La cultura del control. Crimen y
orden social en la sociedad contemporánea. Barcelona,
Gedisa. Pág. 315. (volver
al texto)
(2) Subirats, J. “Políticas de final
de cañería”, El País, 31 de diciembre de 2005. (volver
al texto)
(6) “At Key West Beach, wondering who’s a vagrant”,
The New York Times,
30 de marzo de 2010. (volver
al texto)
(7)
Ajuntament de Barcelona (2005) “Ordenança de mesures per fomentar i garantir
la convivència ciutadana a la ciutat de Barcelona”. (volver
al texto)
(8) Memoria de la Comissió de Control dels Dispositius de Videovigilància,
Año 2003 (volver
al texto)
(9) “Britain ‘sleepwalking into surveillance society’
as personal data is passed around”. Mail Online, 7 de agosto de 2007 (volver
al texto)
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