*
Una versió molt ampliada d’aquest article es pot trobar a Curbet,
J. (2010). El rei nu: Una anàlisi de la (in)seguretat ciutadana
[Edició en castellà: El rey desnudo: La gobernabilidad de la
seguridad ciudadana (2009). Edició en italià: Insicurezza: Giustizia
e ordine pubblico tra paure e pericoli (2008)]
** Director del Màster en Polítiques públiques de Seguretat
(Universitat Oberta de Catalunya i Institut de Seguretat Pública
de Catalunya). Investigador associat de l’Institut d’Estudis
Regionals i Metropolitans de Barcelona. Autor, en els darrers
anys, de La glocalización de la (in)seguridad(2006); Temeraris
atemorits: L’obsessió contemporània per la seguretat (2007);
Conflictos globales, violencias locales(2007); Insicurezza:
Giustizia e ordine pubblico tra paure e pericoli(2008) [Edició
en castellà: El rey desnudo: La gobernabilidad de la seguridad
ciudadana(2009). Edició en català: El rei nu: Una anàlisi de
la (in)seguretat ciutadana(2010)].
1.
LA GLOCALIZACIÓN DE LA INSEGURIDAD
Las preocupaciones locales por la seguridad
ciudadana han copado, las dos últimas décadas, los primeros
lugares en las encuestas sobre las cuestiones que más
preocupan la opinión pública, y han obtenido el tratamiento
más espectacular a los medios de comunicación y, por lo tanto,
también la prioridad en las agendas políticas.
Sin embargo, nuestra tendencia a pensar siempre en soluciones
mejores sin ni siquiera considerar la posibilidad de enfrentarse
a las causas del problema para eliminarlo [Panikkar, 2002] relega, demasiado
a menudo, el análisis del problema y, por lo tanto, su comprensión.
Hasta el punto que, en la práctica, el llamado "problema
de la inseguridad ciudadana" se ha convertido en uno de
los recursos, si no el principal, más usados -sin excluir la
demagogia más descarnada- en las batallas políticas (por los votos) y
mediáticas (por las audiencias). De manera que se hace difícil,
cuando no simplemente imposible, el debate informado
y sereno sobre las dimensiones del problema, sus causas y, sobre
todo, las soluciones realmente disponibles. Los efectos de esta
carencia injustificable, lejos de constituir una simple anomalía
técnica, adquieren una relevancia política colosal.
Ya sea como resultado de la existencia de importantes intereses
-corporativos, políticos y económicos- vinculados directamente
a la existencia de unos niveles sostenidos de inseguridad ciudadana,
o bien como consecuencia de la predisposición psicosocial a
descargar las ansiedades difusas y acumuladas sobre un objeto
visible, próximo y fácilmente asequible (mecanismo del chivo
expiatorio), o todavía más probablemente, como la sinergia perversa
de ambos factores -es decir, la conjunción entre los intereses
creados en la inseguridad y la necesidad psicosocial de descargar
la ansiedad acumulada-, la cuestión es que el problema de la
inseguridad ciudadana constituye, sobre todo un problema mal
formulado; y, los problemas mal formulados, como es bien sabido,
no tienen solución. Entonces, advertir que nos estamos enfrentando
a un problema mal formulado se convierte en la condición previa
y del todo necesaria para encontrar la salida de este auténtico
callejón sin salida.
Son dos, en mi parecer, las razones principales que explican
este despropósito. En primer lugar, el problema de la inseguridad
ciudadana se construye -a causa de la falta de compromiso económico
y social por parte del Estado [Wacquant, 2006]- arrancando una parte específica de
las preocupaciones por la seguridad (la inseguridad
ciudadana -que se materializa en la esfera local) del resto
(la inseguridad social -la cual se genera a escala global).
En segundo lugar, la formulación del problema de la inseguridad
ciudadana se sustenta en la confusión, en buena parte interesada,
entre la dimensión objetiva (la probabilidad de ser víctima
de una agresión personal) y la dimensión subjetiva (el temor
difuso a la delincuencia); de manera que, casi sin necesidad
de distinguir entre el riesgo real y el percibido -que, a pesar
de sus evidentes interconexiones, aparecen claramente diferenciados-,
las demandas de seguridad (la solicitud, por parte de los ciudadanos,
de servicios de protección sean públicos o privados) apoyan
en un temor difuso a la delincuencia que, a pesar de contener
el riesgo real de ser víctima de una agresión, adquiere vida
propia al margen de la evolución real de los índices de delincuencia.
Entre
el riesgo y el temor
Es decir, sin un incremento real de la actividad delictiva,
la percepción de inseguridad no parece aumentar significativamente.
Con todo, una vez que la victimización incrementa la sensación
de inseguridad, ésta adquiere una dinámica autónoma y diferenciada
en que pueden intervenir muchos más elementos, que, únicamente,
la expansión real de la delincuencia. De manera que, una correcta
comprensión del fenómeno de la inseguridad ciudadana requiere
tener bien presente que,
«una vez consolidada, esta visión del mundo no cambia rápidamente.
No es afectada por los cambios que se dan año tras año en las
tasas del delito, aunque éstos impliquen reducciones en las
tasas reales de victimización delictiva. Eso explica la aparente
ausencia de una relación entre las tendencias del delito y el
sentimiento de temor al delito. Nuestras actitudes ante el delito
-nuestros miedos y resentimientos,
pero también nuestras narrativas y formas de comprensión típicas
del sentido común- se vuelven hechos culturales que se sostienen
y son reproducidos por guiones culturales y no por la investigación
criminológica o los datos empíricos oficiales» [Garland, 2005].
No
es extraño, pues, que los que más experimentan esta sensación
de inseguridad ciudadana
no sean, necesariamente, aquellos sectores sociales que se encuentran
más directamente expuestos al riesgo real a la agresión personal,
sino aquéllos que no disponen ni de los recursos ni de la esperanza
de vida requeridos para adaptarse a los vertiginosos cambios
económicos, sociales y culturales que sacuden la denominada
era de la globalización. Así se explica que en la configuración
de este sentimiento de inseguridad aparezcan mezclados, con
el miedo difuso de la delincuencia, otros temores (propios,
en definitiva, de la inseguridad social global) que nada tienen
a ver con el riesgo real para la seguridad personal.
En cualquier caso, la persistencia de este clima de incertidumbre
asociado a la existencia de unos altos niveles de delincuencia,
parece reflejar -en los ojos de los ciudadanos- ya sea una falta
de voluntad de afrontar el problema o, peor, quizás una incapacidad
para hacerlo. De manera que la extensión de los signos de desorden
social lleva a los individuos a sentir
en riesgo (real o percibido) en el territorio donde viven y,
incluso, a tomar medidas particulares con el fin de protegerlo.
Llegados a este punto, parece operar un doble mecanismo de adaptación:
por una parte, los sectores sociales
que disponen de recursos para hacerlo abandonan los lugares
que amenazan de entrar en la espiral del desorden social y el
declive urbano [Skogan, 1992]; por
la otra, entre los sectores que no disponen de esta capacidad,
el crecimiento del sentimiento de inseguridad alimenta no sólo
las quejas sino también las actitudes y las reacciones punitivas.
A pesar de esto,
la demanda de seguridad constituye una cuestión social que no puede, finalmente, ser reducida a la simple agregación de experiencias
individuales o grupales y que, por lo tanto, requiere una respuesta
política -en el contexto de una gestión integrada de la ciudad
y de sus disfunciones- que sea capaz de trascender las respuestas
meramente técnicas y represivas [Chalom
i Léonard, 2001].
Llegados a este punto, todo indica pues que las demandas de
seguridad, en nuestra sociedad, se configuran a partir del riesgo
percibido a la delincuencia considerada como un todo indiferenciado
-más que en base al riesgo real de ser víctima de un tipo específico
de agresión-, prioritariamente, por parte de aquel sector de
la población que se encuentra amenazado por la marginación económica y también por la social, cultural, política e ideológica.
Eso explica que las políticas públicas se orienten, prioritariamente,
a responder a las demandas de seguridad de una población atemorizada
(políticas de seguridad) más que a desactivar los diferentes
conflictos que se encuentran en el origen de las diferentes
manifestaciones de delincuencia (políticas sociales). Entonces,
el círculo vicioso está servido: conflictos desatendidos que
generan inseguridad en los sectores sociales más vulnerables;
demandas de seguridad que responden al riesgo percibido antes
que al riesgo real; políticas de seguridad que pretenden tranquilizar
la población atemorizada sin modificar las condiciones de producción
de estos temores; y, en consecuencia, inseguridad cronificada.
Reformular
la inseguridad ciudadana
El estudio de la sensación de inseguridad (riesgo percibido)
resulta fundamental para la correcta comprensión del fenómeno
de la inseguridad ciudadana y, para eso, la estructura social
y el territorio constituyen dos dimensiones básicas, ya que
inciden en la desigual distribución de esta dimensión subjetiva
del fenómeno entre la población [Curbet
et al., 2007].
Con respecto a la estructura social, como hemos visto, la construcción
del fenómeno de la seguridad ciudadana no se relaciona sólo
con el riesgo real que experimenta la población de ser víctima
de la delincuencia, sino que depende de muchos otros factores.
Entre estos factores de riesgo, uno de los más importantes es
la posición social de los individuos; que los hace más o menos
vulnerables ante la inseguridad social. La necesidad de seguridad
ciudadana se agudiza en aquellos grupos con una situación social
más vulnerable, que experimenta una mayor sensación de inseguridad
en todos los ámbitos de la vida y que dispone de menos recursos
para afrontar los riesgos. En cambio, las personas dotadas de
mayores protecciones otorgan una menor importancia a la seguridad
ciudadana. Se trata de la población que disfruta de una posición
competitiva en la economía global, políticamente integrada,
con capacidad para desplegar nuevas formas de relación social,
y que es consciente que dispone de recursos suficientes para
controlar los riesgos.
Con respecto al territorio, las ciudades y sus barrios son mucho
más que simples estructuras urbanas, ya que está allí donde
se desarrollan las relaciones sociales de los ciudadanos, se
materializan los aspectos positivos y negativos de la convivencia,
y también son el lugar en el
cual se plasman los temores y las seguridades de la población.
La percepción de inseguridad en los barrios acostumbra a ser
menor que en la ciudad; lo cual se explica por el hecho que
el barrio es el espacio próximo y conocido, mientras que la
ciudad es vivida como más lejana y desconocida. Los dos argumentos
principales que confieren seguridad o inseguridad a un espacio
son el lugar en sí, y la gente
que lo frecuenta. Ambos factores se traducen en una única variable:
el uso social del espacio, elemento básico para explicar el
riesgo percibido en los diferentes territorios.
Otro factor que puede incidir en la percepción de inseguridad en
el espacio público es el incivisme;
porque la estructura de relaciones y la convivencia en el propio
barrio es uno de los ámbitos privilegiados de la búsqueda
de seguridades. El incivisme es,
además, un factor que interviene en la percepción de inseguridad
ciudadana a través del deterioro de los espacios públicos que
suele comportar. Aunque el problema del incivisme pueda quedar también reducido a un chivo expiatorio
de un problema mayor y más inquietante: la inseguridad ciudadana.
En todo caso, el problema de la inseguridad ciudadana resulta
indisociable de la ausencia generalizada de indicadores fiables
que permitan dimensionar correctamente las diferentes formas
de delincuencia, continuar comparando su evolución a la de otras
ciudades, países o regiones, y, finalmente, medir el impacto
real de las diferentes políticas de seguridad. Entonces, la
necesidad de disponer de indicadores fiables de la evolución
de la delincuencia y la inseguridad, más que un reto exclusivamente
metodológico, se ha convertido ya en una exigencia política
de primer orden.
En la actualidad se dispone, cómo describe Torrente
[2007], de tres fuentes de información para dimensionar los
riesgos para la seguridad ciudadana que afectan a una comunidad:
los controladores (policía, tribunales, inspecciones, etcétera),
las víctimas y los transgresores. Los controladores ofrecen,
claro está, exclusivamente datos relativos a los problemas que
gestionan y normalmente se trata de cifras sobre infracciones
o delitos procesados. Las víctimas pueden relatar sus experiencias,
sus temores y sus demandas de seguridad; ofrecen, por lo tanto,
un abanico de datos sobre la inseguridad tal como es vivida.
Finalmente, los transgresores y los delincuentes pueden hablar
de sus actividades, visiones e intenciones; siempre, claro está,
tratándose de transgresiones o delitos reconocidos. Para recoger
datos de cada una de ellas se puede recurrir a diferentes técnicas.
Entre las más comunes, respectivamente, podemos encontrar las
estadísticas policiales y judiciales, las encuestas de victimización
y las encuestas de autoinculpación.
Sin duda, cada una de las fuentes y las técnicas utilizadas, por el hecho de que miden
cosas diferentes, presenta sus propias limitaciones. Así, más
de la mitad de los ilícitos penales no se denuncian y las sentencias
condenatorias posiblemente no lleguen cuando menos al 8% de
las denuncias; además, las estadísticas policiales tienden a
sobre-representar "delitos de calle" -en detrimento
de los de "cuello blanco" -, cometidos por jóvenes,
hombres y de clase social baja. Por su parte, las encuestas
de victimización encuentran dificultades para
captar los acontecimientos con víctima colectiva; ponemos como
caso, los delitos contra el medio ambiente, o bien los cometidos
por organizaciones y profesiones. Finalmente, las encuestas
de autoinculpación presentan problemas graves de no respuesta.
En su conjunto, las diferentes fuentes tienden a sobre-representar
las infracciones y los delitos cometidos en la vía pública y
a infra-representar los otros; de manera que no hay una fuente
ni una técnica ideal para evaluar la seguridad ciudadana. Así
es que tanto los sociólogos como los criminólogos acostumbran
a utilizar, en sus análisis, diversas fuentes. Sin embargo,
las encuestas de victimización son, incluso con las limitaciones
señaladas, la técnica que ofrece una visión más próxima a la
realidad de la población; de manera que tienden a ser utilizados
como a base de los indicadores de inseguridad subjetiva, es
decir para medir el riesgo percibido.
Una dificultad añadida en el análisis de la inseguridad ciudadana
radica no sólo en la falta de indicadores adecuados, sino también
en sus propias limitaciones; ya que su elección siempre implica
una selección y, por lo tanto, no puede quedar exenta de controversias
teóricas y políticas.
A pesar de todas estas limitaciones, por otra parte inevitables,
hay que entender que la tarea prioritaria consiste en reformular
la problemática de la inseguridad ciudadana (asociada exclusivamente
al peligro de la delincuencia de calle), en el contexto de la
inseguridad social global, en unos términos que hagan posible
afrontarla sin costes insostenibles para la libertad y la justicia.
2.
LA GOBERNANZA
DE LA SEGURIDAD CIUDADANA
Sin embargo, la elección
e implantación de políticas y prácticas técnicamente viables
(es decir, realizables) y políticamente sostenibles (es decir,
aceptables socialmente) presupone la existencia de unas determinadas
condiciones sociales, políticas y culturales de realización.
De manera que la interacción, inevitablemente paradójica, entre
la libertad de acción individualmente responsable por parte
de los actores y la influencia decisiva de las condiciones sociales,
políticas y culturales resulta ineludible.
En el último cuarto del siglo XX, en las sociedades industrializadas,
el campo del control del delito y la justicia penal sufrió,
si no un colapso o una ruptura completa, sí una crisis que hizo
efecto sobre algunos de sus pilares básicos (peligro) y que
dio lugar a una serie de respuestas adaptativas cuyos efectos
llegan hasta nuestros días (oportunidad). Es en este periodo
que, según Garland, se configura
el escenario social y criminológico en el cual tendrán que desplegarse
las nuevas políticas públicas; que viene marcado, especialmente
en el último tercio del siglo XX, por dos hechos sociales fundamentales: la normalización
de elevadas tasas de delito y las limitaciones reconocidas de
la justicia penal estatal; los cuales, conjuntamente, darán
lugar a un tercer hecho no menos trascendente: la erosión del
mito -fundacional del Estado moderno- según el cual el Estado
soberano es capaz de generar ley y orden y controlar el delito
dentro de sus límites territoriales.
A principios de los años 90, cuando en las sociedades industrializadas
la progresión de las tasas de delito iniciada en
los años 60 parecía haber llegado a una especie de meseta, las
tasas de delitos contra la propiedad y de delitos violentos
registrados eran 10 veces superiores a las de 40 años atrás.
Sin olvidar que las tasas correspondientes a los años posteriores
a la Segunda Guerra Mundial ya eran el doble o el triple de
las registradas en el periodo de entreguerras. De manera que,
entre las décadas de 1960 y 1990, se desarrollaron un conjunto
de fenómenos en torno al delito: la expansión de un miedo difuso
del delito, unos comportamientos rutinarios de evitación, unas
representaciones culturales y mediáticas omnipresentes y una
generalizada "conciencia del delito" que dejó de considerar
las altas tasas delictivas como un desastre transitorio y pasó
a contemplarlo como un riesgo normal que hay que tener presente
constantemente. Así, pues, en primera instancia, la experiencia
contemporánea del delito se articula -en base a una nueva conciencia
atemorizada de la inevitabilidad de altas tasas de delito- en
un conjunto de supuestos culturales y representaciones colectivas
que ni siquiera un descenso en las tasas de delito parece capaz
de alterar.
Íntimamente vinculado a la normalización de elevadas tasas de
delito, y prácticamente en paralelo, tiene lugar un segundo
hecho determinante en la configuración de la experiencia contemporánea
del delito: las limitaciones reconocidas de la justicia penal
estatal. Si hasta a finales de la década de 1960 las instituciones
de justicia penal parecían capaces de resolver adecuadamente
el desafío que planteaba el incremento sostenido de las tasas
de delitos registrados, durante la década de 1980 y a los inicios
de los años 90 se observa una clara sensación de fracaso de
las agencias de la justicia penal y un reconocimiento cada vez
más explícito de los límites estatales para controlar el delito.
Esta visión, más o menos soterrada en los círculos oficiales,
se convierte en mucho más estridente según una opinión pública
que no duda en manifestar su posición crítica ante la justicia
penal (particularmente ante la acción de los tribunales y los
jueces), en la cual acusa de aplicar unas penalidades demasiado
indulgentes y de no preocuparse lo suficiente de la seguridad
pública. En este clima de desconfianza en la capacidad de la
justicia penal, las políticas públicas consideran más realista
afrontar los efectos del delito que abordar el problema en sí
mismo.
La
crisis del control estatal del delito
Sin embargo hubo que esperar
a la colisión entre estos dos hechos -la normalización de elevadas
tasas de delito y las limitaciones reconocidas de la justicia
penal estatal- para darse cuenta que ¡"el rey va desnudo"!.
Cuestionada en diversos frentes la capacidad del Estado para
cumplir debidamente su propósito de gobernar los diferentes
aspectos de la vida social, sin embargo, faltaba revelar la
profundidad estructural de la mencionada incapacidad: ni momentánea
ni parcial, la falta de pericia para generar los niveles esperados
de control del delito ponía en evidencia la magnitud del fracaso
estatal.
La erosión de la capacidad estatal para generar ley y orden
y controlar el delito dentro de sus límites territoriales constituye,
indudablemente, una verdad extremadamente difícil de asumir
por las autoridades gubernamentales,
que son conscientes de los enormes costes que supondría abandonar
su pretensión de ser los proveedores exclusivos de seguridad
pública; ya que la contrapartida de reconocer los peligros es
el fracaso de las instituciones, la justificación de las cuales
es precisamente la no existencia de peligros [Beck,
2008].
En realidad, sin embargo, la confianza en el poder público para
controlar el delito es -como
nos recuerda Robert [2003]- una invención relativamente reciente, y más
en las prácticas sociales que en los discursos de los juristas
estatales. De manera que no es de extrañar que se trate de una
confianza frágil que, por lo tanto, necesite muy poco para
resquebrajarse. Y no se tiene que ser excesivamente sensible
para percibir, bajo la fina capa del sistema penal contemporáneo,
el latido persistente de los ancestrales resortes del miedo,
el poder, la violencia o la venganza.
Tampoco tendría que sorprender, por lo tanto, la lentitud y
la dificultad que marcan el ritmo de avance de las reformas
humanitarias en el campo del control del delito y la justicia
penal; y al contrario la aparente facilidad con que se retorna
a principios y estrategias punitivas que, para el espíritu ilustrado,
pudieran aparecer como definitivamente superadas.
A los efectos de identificar los cambios producidos en el control
del delito, Garland [2005] nos propone tener en cuenta dos conjuntos
de fuerzas transformadoras. En primer lugar, los cambios sociales,
económicos y culturales característicos de la modernidad tardía:
cambios que fueron experimentados, de manera desigual, por
todas las democracias industrializadas occidentales después
de la Segunda Guerra Mundial y, de forma más acentuada, a partir
de la década de 1960. En segundo lugar, la combinación de neoliberalismo
económico y conservadurismo social que orientó las políticas
públicas desplegadas en respuesta a estos cambios y, asimismo,
a la crisis del Estado del bienestar.
Siguiendo
a Garland, se pone de manifesto que los cambios producidos
en el campo del control del delito y la justicia penal, durante
la última mitad del siglo XX, son debidos ciertamente en la
acción combinada de decisorios políticos, diseñadores de políticas
públicas, criminólogos y formadores de opinión; pero sólo se
explican tomando en consideración además -como condición del
todo necesaria- los cambios operados tanto en la estructura
social como en las sensibilidades culturales que han hecho posible
-en sentido técnico- y deseable -para los sectores más influyentes
del electorado- este tipo de políticas públicas.
Ciertamente, en este cambio de milenio, han convergido, por
una parte, la pervivencia de los elementos estructurales propios
de la modernidad capitalista y democrática y, de la otra, el
despliegue de profundas transformaciones -en las esferas económica,
política, social y cultural- que han afectado desde los mercados
económicos globales y el sistema de Estados nacionales hasta
las condiciones básicas que rigen la vida de los individuos
y las familias; cambios que, tanto por
su alcance como por su intensidad, no podían sino alterar sustancialmente
el campo del control del delito y la justicia penal.
En todo caso, sea cuál sea el resultado, la acción de la justicia
penal está condenada, por su
propia naturaleza, a generar disgusto y a veces desengaño e
incluso franca hostilidad en alguna de las partes implicadas
en el proceso: por ejemplo, tiene que tomar medidas sobre individuos
peligrosos, e incluso liberar delincuentes que se reincorporan
a la comunidad una vez cumplida la condena. En estas condiciones,
los diferentes actores se miran mutuamente con desconfianza
y se muestran, generalmente, escépticos sobre la eficacia global
del sistema de justicia penal. No resulta extraño, pues, que
para una gran parte de la población,
el dispositivo estatal de control del delito sea considerado
más como aparte del problema de la inseguridad ciudadana que
de su solución [Garland, 2005].
La
tensión entre políticos y administradores
No puede entenderse, en
ningún caso, que eso justifique una reducción determinista de
las opciones disponibles -tanto por parte de las agencias como
de las autoridades del sistema de justicia penal- para responder
a los mencionados cambios y, por lo tanto, para desplegar estrategias
significativamente diferentes. El protagonismo, y por lo tanto
la responsabilidad, de los actores en los cambios operados en
el control del delito y la justicia penal, en esta última mitad
de siglo, resulta incuestionable en la resolución de los problemas
de que se van planteando sucesivamente.
Así, desde los gobiernos, se despliegan dos grandes estrategias
de forma esquizofrénica orientadas hacia objetivos opuestos.
Por una parte, se promueven reformas institucionales y políticas
públicas destinadas, de una forma u otra, a superar los límites
evidenciados de la justicia penal y a corresponsabilitzar la comunidad en el control preventivo
del delito (estrategia comunitaria). Pero por
la otra los funcionarios electos -ante las dificultades de adaptar
las políticas públicas a la incómoda realidad-, con frecuencia,
reaccionan politizadamente ya sea para negar la evidencia y
reafirmar el mito estatal del control exclusivo del delito o
bien para abonarse a unas recetas de ley y orden de resultados
electorales tentadores pero de efectos sociales impredecibles
(populismo punitivo).
Ciertamente, el aumento y la cronificació
de las tasas, de delito registrado en niveles altos, a partir
de la década de 1960, perturbó notablemente las principales
agencias de la justicia penal (la policía, los tribunales, las
prisiones). Al incremento del volumen de trabajo del sistema
de justicia penal (delitos denunciados a la policía, investigaciones
realizadas, juicios celebrados, delincuentes encarcelados) se añadió la escasez de recursos para hacer
frente al incremento de la demanda. De manera que, como hemos
visto, la justicia penal empezó a ser vista como parte del problema
más que de la solución. La ansiedad generada por el temor de
perder la confianza del público, sin embargo, provocó reacciones
diferentes y no siempre complementarias en los dos grupos principales
de actores institucionales: los políticos y los administrativos.
Para los actores políticos, que se mueven en el contexto de
la competencia electoral, las decisiones políticas están fuertemente
condicionadas por la exigencia de adoptar medidas efectivas
a corto plazo, que resulten populares y que no sean interpretadas
por la opinión pública como muestras de debilidad o como un
abandono de las responsabilidades estatales. De manera que las
decisiones políticas en el ámbito del control del delito y la
inseguridad tienden inevitablemente a buscar la espectacularidad,
cuando no el simple efectismo,
y a evitar a todo precio que puedan ser acusadas, por la oposición
política o los medios de comunicación, de alejarse del "sentido
común" [Garland, 2005].
En cambio, para los actores administrativos, encargados de la gestión
de las agencias del sistema de justicia penal, las
exigencias propias de las relaciones públicas y del contexto
político son también importantes y actúan como influencias externas
de sus decisiones; aunque, en el día a día, no son las consideraciones
fundamentales que gobiernan la toma de decisiones por parte
de los administradores. Y aunque tienen que obedecer las leyes
y directivas producidas por los políticos, éstos últimos son
visualizados por los administradores como una fuerza externa
y problemática, con otros intereses y agendas, más que como
una parte integrante de la organización.
Así, pues, en este contexto de presión creciente sobre el sistema
de justicia penal, se configura una conflictiva relación entre
políticos -que acostumbran a considerar las propuestas de políticas
públicas en función de su atractivo político y en relación con
otras posiciones políticas- y administradores -que estàn obligados a centrarse en los intereses propios de la
organización que dirigen-, que pone de manifiesto la existencia
de dos discursos basados en diferentes visiones de la crisis
del control del delito, así como en lógicas, intereses y estrategias
difícilmente conciliables, que hacen muy compleja la elaboración
de políticas públicas, eficaces.
Esta tensión estructural entre políticos y administradores se
hace especialmente visible, incluso con particular virulencia,
cuando las situaciones de crisis, por una parte, ponen
a las personas bajo una presión inmensa y provocan reacciones
emocionales y, de la otra, desbordan los diseños organizativos,
incluso, de las agencias que están llamadas a afrontar diferentes
tipos de crisis, cómo puede ser el caso de la policía, los bomberos
o el ejército [Boin, 2007]. Todavía
más, quizás, en un ámbito de la gobernabilidad tan lleno de
conflictos como lo es el sistema de justicia penal; en qué de
forma cotidiana se tienen que tratar casos que, en condiciones
de alta visibilidad pública y tensión emotiva, ponen a prueba
la capacidad estatal para mantener el orden.
La
opinión pública y los medios de comunicación
Este nuevo escenario no sólo ha alterado
el papel concedido a los actores institucionales (políticos
y administrativos), y en particular a la policía, sino que también
ha concedido un protagonismo, hasta hace pocos años inimaginable
en el campo del control del delito, a un conjunto variado de
nuevos actores. Hasta el punto que, como hace resaltar Roché
[2004], la eventual coordinación de estos diferentes niveles
de administración y los nuevos actores constituye uno de los
aspectos cruciales de la gobernanza de la seguridad ciudadana.
El efecto combinado de la normalización de elevadas tasas de
delito y las limitaciones reconocidas de la justicia penal estatal
-que explica, cómo hemos visto, la crisis del control estatal
del delito- impactó no sólo en las agencias de justicia penal
sino, por descontado, también y profundamente en la opinión
pública.
No se trata sólo de la pérdida de confianza en el poder estatal
de controlar efectivamente el delito sino, más allá de un descontento
intenso pero pasajero, de la configuración de un nuevo "sentido
común", sustentado especialmente en las clases medias,
emocionalmente identificado con las víctimas del delito, beligerante
contra los derechos del delincuente y profundamente crítico
con las actuaciones de la justicia penal.
Pero no hay que olvidar que las actitudes de "sentido común"
se caracterizan, con demasiada frecuencia, por una visión totalitaria
que se ampara en una mezcla explosiva de suposiciones frívolas
y dogmas ideológicos, y que confluyen en una demanda inflexible
de justicia y castigo -que en realidad equivalen a venganza-,
así como de protección a todo precio.
Planteado así, el problema de la inseguridad ciudadana es indudable
que no tiene solución. Cae por
su propio peso en el cual la aplicación simultánea de todos
y cada uno de estos principios absolutos se convierte, simplemente,
imposible. Eso se puede entender todavía mejor cuándo se contrastan,
estas exigencias inflexibles, con la limitación de los recursos
puestos a disposición de la justicia penal, las exigencias jurídicas
en materia de prueba, la capacidad de acción de la defensa y
las posibilidades de acuerdos en torno a la sentencia. De manera
que no resulta fácil evitar que el público, frecuentemente,
sea incapaz de entender las decisiones de la justicia penal
y que, en muchos de estos casos, simplemente se escandalice.
Pero al referirnos a la opinión pública, en la era de la información,
tenemos que tener necesariamente en cuenta el complejo pero
importante papel ejercido por los medios de comunicación de masas y, sobre todo,
de la televisión -que en la segunda mitad del siglo XX se consolidan
como una institución central de la modernidad- en la formación
de este sentido común contemporáneo, relativo al control del
delito y la justicia penal, contenido en la opinión pública.
La influencia de los medios de comunicación sobre el fenómeno
de la inseguridad ciudadana es objeto de un debate que no presenta
síntomas de llegar a una conclusión satisfactoria. Por
una parte, no hay elementos que permitan sostener, fundamentadamente,
la tesis que reduce la opinión pública, prácticamente, a una
mera creación de los medios de comunicación. Cómo tampoco, en
el otro extremo, puede limitarse la participación de los medios
de comunicación, en la formación de las percepciones populares
sobre el delito, a una simple función de espejo de la realidad.
Ni tanto ni tan poco. Y, probablemente, un poco de cada uno
de estos atributos que tan rotundamente le son asignados a los
medios de comunicación, pero en la justa medida.
Antes de nada, no se puede olvidar que los medios de comunicación
de masas, en la sociedad mediática, se posicionan en un doble
y complementario ámbito de poder: económico (forman parte, cada
día más, de grandes corporaciones comerciales -progresivamente
transnacionales- que luchan ferozmente, en el mercado de la
información y el entretenimiento, para obtener los máximos beneficios
a través de la explotación de máximas audiencias) y político
(necesitan el poder político tanto como resultan imprescindibles
para su ejercicio). Es decir, por
si quedara alguna duda, los medios de comunicación no constituyen,
exactamente, lo que parece anunciar la literalidad de su denominación:
unos simples medios (desprovistos de interés propio) que se
limitarían a informar sobre -cómo les gusta proclamar- "el
qué pasa" sin añadir ni sacar nada en su provecho.
A estas alturas, no estamos aquí
para considerar la legitimidad de los intereses propios (comerciales
y políticos) que puedan defender, en cada caso, los medios de comunicación
de masas, y en particular los televisivos; y todavía menos para
recurrir a la siempre seductora "teoría de la conspiración"
con el fin de cerrar con una explicación simple el complejo
papel jugado por los medios en la formación del "sentido común"
sobre el control del delito. Sin embargo, sí que hay que señalar
que, en el crecientemente competitivo mercado del infoentretenimiento,
no se trata de no atender necesidades materiales sino psicológicas
y, por lo tanto, el reto consiste a ofrecer productos mediáticos
destinados tanto a satisfacer deseos como a canalizar temores.
Y si se trata de satisfacer deseos y temores, entonces la materia
prima del negocio comunicacional,
especialmente en su variedad audiovisual, no puede ser ninguna
otra que una sucesión constante de novedades (impactantes,
sorprendentes, emocionantes, desconcertantes y, todavía más,
aterradoras) a todo precio [Gil Calvo,
2006].
No hay que insistir aquí en un hecho evidente: los medios de
comunicación no producen ni las elevadas tasas de delito ni
la erosión de la confianza en la capacidad estatal de controlar
el delito. Pero tampoco, habría que aclarar, que en absoluto
se limitan simplemente a informar sobre “esto”. Para Margaret Thatcher “esto”
de la sociedad no existe y, en cambio, para
muchos sociólogos -en un "thatcherisme
invertido" - no existe nada que no sea sociedad [Beck,
2008]. El "sentido común" sobre el control del delito
es, a pesar de unos y otros, una construcción psicosocial; es
decir, un proceso por el cual un individuo, en interacción con muchos otros,
se forma o bien se adhiere a una visión determinada sobre el
funcionamiento del control del delito y la justicia penal. Y
en la sociedad actual, el proceso de formación de este "sentido
común" incluye, ya indispensablemente, los medios de comunicación.
Lagrange [Robert,
2003] lo formula en unos términos sugerentemente equilibrados: los medios de comunicación reflejan
una preocupación que no han creado, unos puntos de cristalización
sobre violencias emblemáticas, y su influencia sobre la percepción
de inseguridad ciudadana sólo se produce en caso de consonancia
entre la vivencia del lector o espectador y el mensaje mediático.
A la revolución mediática que, sobre todo a partir de la década
de 1960, cambió las relaciones sociales y las sensibilidades
culturales -liderada, en primer lugar por
los diarios de circulación masiva, después por
la radio y finalmente por la televisión- hay que atribuirle,
también, un doble impacto específico en la configuración del
"sentido común" contemporáneo relativo al control
del delito y la justicia penal. El éxito global de los medios
de comunicación de masas, y la consiguiente perspectiva cosmopolita,
hizo estallar los límites que mantenían fragmentados y relativamente
estancos los mercados locales de la información -centrados en
realidades étnicas, sociales y culturales particulares- y, con
esto, va a "acercar" por todas partes los riesgos
y problemas específicos que antes quedaban lo bastante aislados
como para no poder alimentar una inseguridad difusa a escala
global. De manera que, en la escenificación territorialmente
indiscriminada del delito a escala global -a través de los medios
de comunicación de masas-, todos podemos sentirnos expuestos
ya no sólo a riesgos reales que se corresponden con la realidad
delictiva local, sino también a riesgos percibidos que se alimentan
de la narración indiferenciada, a través de los medios globales
de comunicación, de problemas que afectan a grupos sociales
y territoriales muy diversos y alejados entre sí.
Sin embargo, esta homogenización del espacio comunicacional
no sólo facilita la propagación global -más allá de la experiencia
local y directa compartida- de una inseguridad difusa (la percepción
que todos podemos resultar víctimas de cualquier delito), desterritorializada
(la percepción que todo puede pasar en
todas partes) y, por lo tanto, inquietante (la percepción
que incluso los delitos más aberrantes constituyen un problema
de todos). Así mismo, la televisión se convierte en el escaparate
que muestra a todo el mundo los nuevos estilos de vida y los
correspondientes patrones de consumo que a la hora de la verdad,
en las posibilidades reales de acceso, quedan limitados exclusivamente
a un sector social restringido; con el correspondiente efecto
perturbador para unos amplios sectores de población que se ven,
de esta manera, atrapados en el cruel despropósito que el biólogo
Jean Rostand [1986] atribuía a un
falso liberalismo: «dejar todas las puertas abiertas, pero prohibir
ferozmente que se entre».
CONCLUSIÓN
La inseguridad ciudadana
no es, como todavía sostienen algunos, una neurosis colectiva.
Tampoco se corresponde necesariamente, con un aumento constante
de todos los hechos delictivos. Ni tanto ni tan poco.
Hay un hecho crucial que ha marcado con fuego las inseguridades
de la sociedad contemporánea: la explosión, en los últimos treinta
años, de la mal denominada pequeña delincuencia, es decir de los hurtos
y los robos, así como las agresiones personales. Esta realidad,
que no parece fácil de eludir, explica en buena parte que el
miedo al delito se haya situado entre las principales preocupaciones
de los ciudadanos y, todavía más, que se mantenga tan tenazmente.
Mucho más sorprendente resulta la resistencia persistente de
las autoridades y las policías a aceptar este hecho evidente:
la delincuencia contra los bienes y las personas ha aumentado
al mismo ritmo, prácticamente, que se desplegaba la sociedad
de consumo masivo y, en particular, de bienes personales de
gran valor económic y simbólico (p.ex.:
iphones, teléfonos móviles, ordenadores
portátiles, accesorios de automóvil, etcétera); es decir, exponencialmente.
En el otro extremo, la prospera industria privada de la seguridad
no deja de recurrir a un marketing tan alarmista como eficaz: ¡sálvese
quien pueda! (es decir, quien
disponga de los recursos necesarios para pagarse una protección
individualizada). Y en esta situación, los medios de comunicación
no han tardado en descubrir y difundir el carácter dramático
y espectacular de la delincuencia; la cual, está claro, ha adquirido
un protagonismo creciente en la industria global del infoentretenimiento.
Llegados a este punto resulta prácticamente ineludible incurrir
en una obviedad: ¿en qué quedaría la oferta (tanto de la industria
privada de la seguridad como de los medios de comunicación)
sin la existencia de una demanda (no sólo latente sino bien
activa) de seguridad, si no a casi cualquier precio (tanto en
términos económicos como de pérdida
de libertad)? Quién no lo vea, se podría preguntar, por ejemplo,
qué otra indignidad estamos todavía dispuestos a aceptar a la
hora de pasar los controles de accès
en los aviones.
Quizás resulte más eqüànime adoptar
una visión el más integral posible del fenómeno de la inseguridad
ciudadana que rehuya la tentación maniquea y simplificadora,
de la cual nadie puede quedar exento. Plantearnos algunas cuestiones
pertinentes, quizás nos pueda ayudar.
¿Qué se primero el huevo (la demanda de seguridad) o la gallina
(la oferta de seguridad)? Sabemos que la una no sería nada sin
la otra y que, por lo tanto, comprendiendo a una de ellas no
sólo se entèn la otra sino que, todavía
más importante, se ve el conjunto en su funcionamiento completo.
Pero también, ¿qué dimensión resulta más relevante en el fenómeno
de la inseguridad ciudadana: ¿la objetiva (la delincuencia)
o bien la subjetiva (el miedo a la delincuencia)? Sin unos niveles
elevados de delincuencia difícilmente se podría alcanzar unos
niveles igualmente tan altos de miedo a la delincuencia. Ciertamente,
pero las encuestas de victimización también nos dicen que una
vez|golpe configurada el miedo
genérico a la delincuencia (que no la específica a ser víctima
de una agresión evidente e inmediata), ésta ya no evoluciona
en paralelo a la realidad delictiva. Es decir que tarro, y así
sucede en realidad, reducirse la delincuencia en un momento
y en un lugar|sitio determinados
y no por|para eso producirse
la correspondiente y automática disminución del miedo asociado
a la delincuencia. Y viceversa, está claro.
Lo cual nos podría llevar a plantearnos, encara, una tercera
cuestión: ¿La inseguridad ciudadana está hecha exclussivament
del miedo a la delincuencia o bien catal·litza
otros miedos que, quizás, no encuentran un pretexto tan directo
que les permita expresarse? Las incertidumbres y las inseguridades
globales propias de la nuestra era son, no hay que insistir,
descomunales (el cambio climático, sin ir más lejos), pero difusas
(parece que, de momento, afecta en otros o bien todavía no se
manifiesta en sus efectos extremos) y en muchos casos percibidas
localmente como remotas en el tiempo y/o en el espacio (¡eso
no pasa aquí!). Todo lo contrario, el ladrón o el agresor son
figuras perfectamente identificables, individualizables, perseguibles,
que se pueden someter a juicio y, en último caso, que pueden
ser castigadas. Correspondientemente, un robo o una agresión
es un hecho concreto, tangible, visualizable, enregistrable,
que permite ser contabilizado y tratado estadísticamente. ¡Qué
diferencia con ésta multitud de riesgos difusos, de los que
no podemos tener más que indicios discutibles y que, a pesar
de todo o precisamente por eso, se encuentran al origen no siempre
consciente de la incertidumbre y
la inseguridad contemporáneas! El miedo a la delincuencia parece
inventado para facilitar la imprescindible cristalización en
un objeto concreto, próximo y visible de ésta multitud de incertidumbres
e inseguridades que amenazan tan gravemente la cohesión social.
En
la societat del risc, la demanda de seguretat ciutadana es configura
més aviat en base a la percepció d’inseguretat existent a l’opinió
pública que no pas a la realitat delictiva. Així s’explica que
els governs, en termes generals, reaccionin esporàdicament
als brots de por a la delinqüència, més que no pas responguin
raonada i raonablement a l’evolució de la delinqüència. Vet
aquí, doncs, l’aparent paradoxa: d’una banda, es promouen reformes
institucionals i polítiques públiques destinades, d'una forma
o altra, a superar els límits evidenciats de la justícia penal
i a coresponsabilitzar la comunitat en el control preventiu
del delicte (estratègia comunitària) i, de l’altra, els funcionaris
electes –davant de les dificultats d'adaptar les polítiques
públiques a la incòmoda realitat-, sovint reaccionen polititzadament
ja sigui per negar l'evidència i reafirmar el mite estatal del
control exclusiu del delicte o bé per abonar-se a unes receptes
de llei i ordre de resultats electorals temptadors però d'efectes
socials impredictibles (populisme punitiu).
Aquest
fet explicaria la coincidència entre opinió pública, mitjans
de comunicació i autoritats governamentals en el poc apreci
manifestat per l’anàlisi de les causes que ens informarien sobre
l’origen de les diverses manifestacions delictives i, consegüentment,
també per l’escassa atenció a la necessitat de disposar d’indicadors
prou més fiables que no pas els actuals. I tot plegat ens aboca,
ineludiblement, a persistir en polítiques públiques de seguretat
ciutadana basades més en les variacions, sovint incomprensibles,
de l’opinió pública enlloc de en un coneixement fiable i actualitzat
de l’evolució de la delinqüència. Tot i saber-ne prou bé les
limitacions, i fins i tot els costos i les contraindicacions,
ens entossudim doncs en esperar a reaccionar enlloc d’anticipar-nos
preventivament mitjançant conductes prudents que, eventualment,
ens permetin minimitzar els riscs de victimització delictiva.
Persistir
en aquesta conducta erràtica, marcada més per les variacions
en la inseguretat manifestada per l’opinió pública que no pas
en la realitat delictiva, no dibuixa un horitzó gens esperançador
per a la imprescindible seguretat col.lectiva i, ben al contrari,
obre nous interrogants que vénen a qüestionar el caràcter de
bé públic que havíem convingut en atorgar a la seguretat. ¿No es deu estar transformant, la seguretat,
en un bé que es compra, en lloc d'un servei que s'espera de
les administracions públiques?, es pregunta Ulrich Beck.
En tot cas, les aparentment consistents fronteres entre seguretat
pública i privada sí que semblen esvair-se precipitadament.
JC
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