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Texto original publicado en catalán en: Revista Catalana de Seguretat Pública, núm.
16, 2006

Fotos: La Vanguardia, 26/02/2010 y El País, 26/02/2010
La guerra
preventiva es una aportación del gobierno Bush que ha contribuido
considerablemente a aumentar la violencia y la inseguridad en el
mundo. Los miedos y las consecuentes demandas de seguridad ciudadana
han provocado respuestas oficiales, de carácter populista, que excitan
la dimensión irracional del miedo, designando genéricamente a colectivos
sociales como potencialmente peligrosos sobre los cuales, primero,
recae el estigma y, después, la represión preventiva. No hace falta decir que estas políticas están destinadas a tener unos efectos
perversos, contribuyen a excitar los miedos más irracionales y provocan
demandas crecientes de más seguridad. El resultado es el contrario
del que teóricamente se pretende: la violencia y la inseguridad
tienden a crecer: por una parte, las fuerzas policiales o los cuerpos
de seguridad formales o informales actúan sobre los colectivos designados
con arbitrariedad y/o de forma desproporcionada y, por la otra,
miembros de estos colectivos consideran que si de todas maneras
serán perseguidos qué más da si han cometido o no actos transgresores.
Y la psicopatología colectiva de una sociedad que se siente más
amenazada, o por lo menos perturbada, en su pequeño bienestar se
multiplica, aunque los peligros son a menudo irreales o muy exagerados.
Los miedos urbanos tienen bases objetivas, pero no
siempre están causados por hechos delictivos. El miedo a los otros,
por desconocidos o diferentes, como sucede con los inmigrantes,
es un caso. Sólo una ínfima minoría de la población inmigrante está
vinculada con la delincuencia urbana pero para mucha gente eso parece
suficiente para culpabilizar a los de fuera, con más facilidad aún si el color de la piel, la religión o la lengua
hacen patentes su diferencia. La diversidad cultural se expresa
en pautas de comportamiento diferentes, especialmente en el espacio
público, que es siempre un espacio conflictivo.
Los jóvenes hoy, otro colectivo a menudo estigmatizado,
no repiten ni asumen pautas heredadas de los adultos y tienen una
presencia en el espacio público superior a otras épocas. Y no siempre
se encuentran a gusto en la nueva sociedad. El desfase entre la realidad en la que se encuentran
al llegar a la edad adulta, la precarización del trabajo o el paro,
las escasas posibilidades de movilidad social ascendente y de igualar
el estatus de los padres choca con las expectativas generadas por
la familia, el ambiente social, la educación y los modelos globales
que transmiten los medios de comunicación.
También hay que señalar el debilitamiento de las estructuras de
socialización tradicionales (la Iglesia, la Nación-Estado,
los partidos políticos o los movimientos sociales históricos) y
de la familia. Todo ello lleva hacia una especie de anomia, mitad
marginación, mitad rebelión, de muchos jóvenes respecto a las instituciones
y las normas establecidas.
Los jóvenes y los inmigrantes han sido en los últimos
años los principales colectivos estigmatizados por medios de comunicación
conservadores y por autoridades y partidos políticos en busca de
un voto fácil, mediante el estímulo de las pulsiones más egoístas
de la población. Últimamente, sin embargo, parece que se le ha añadido
un colectivo más heterogéneo, al cual podemos denominar el de los
pobres y feos, los que perturban una visión
idílica del espacio público. El libro de reciente publicación de
Loïc Wacquant,
Punir les pauvres,
tiene un título suficientemente expresivo. En Cataluña
tenemos un ejemplo sobradamente conocido: la nueva Ordenanza de
Civismo de Barcelona, mal llamada “Medidas para fomentar y garantizar
la convivencia ciudadana en la ciudad de Barcelona”, que fue aprobada
a finales de 2005. En esta ordenanza se establece un curioso derecho
ciudadano, el derecho a no ver. Quienes duermen en la calle,
quienes piden caridad, las prostitutas, los que comen o beben en
un banco público, los que patinan, los grafiteros,
etcétera. Todos ellos, según las ordenanzas, representan un peligro
o una molestia y hay que “preservar a los usuarios de la vía pública
de la inmersión obligada en un contexto visual” tan poco agradable.
Sobre las Ordenanzas ya volveremos más adelante.
En esta nota queremos apuntar los siguientes puntos
de reflexión y debate.
– Primero:
¿En nuestras sociedades urbanas, hay colectivos peligrosos
o pautas de comportamiento
diversas? ¿Pueden ponerse todos en el mismo saco? ¿Los hechos delictivos, los actos de violencia sobre las personas
o sus bienes o sobre bienes públicos (actos individuales y debidamente
incluidos en las leyes vigentes) se pueden mezclar con las molestias
derivadas de la convivencia entre personas que no comparten
usos y costumbres?
– Segundo: ¿Qué significado tienen entonces las políticas públicas
que hemos denominado de represión preventiva? ¿Qué consecuencias pueden preverse?
– Tercero: ¿Hay una alternativa a los miedos y a la escalada
de violencia social que generan tanto las contradicciones de nuestra
sociedad como los efectos perversos de las políticas represivas
basadas en la amalgama de comportamientos y la estigmatización de
colectivos sociales?
Clases
peligrosas e inseguridad urbana
Un libro clásico, Clases laborieuses,
clases dangereuses (del historiador Louis Chevallier), analizó cómo en el siglo XIX la sociedad burguesa
estigmatizó al conjunto de las clases trabajadoras (inmigrantes
recientes, población marginal pobre, ejército de reserva de mano
de obra) como peligrosas. Así se mezclaba la delincuencia
y la miseria, la procedencia
rural y la crítica o la rebelión frente al orden social. Ahora,
la estructura de la sociedad no es la misma; la base social temerosa
de los cambios es más extensa y los colectivos percibidos como peligrosos
no parecen tan numerosos y son más
heterogéneos. Se mezclan en el mismo saco los movimientos de jóvenes
altermundialistas y los sin
(techo, papeles, trabajo, familia...);
el terrorismo y los que van a la mezquita; la pequeña delincuencia
urbana y los inmigrantes; los ambulantes y otros trabajadores informales
y los colectivos violentos sean anarquistas o nazis; las manifestaciones
políticas no autorizadas y
los grupos informales que causan destrozos en el mobiliario urbano;
los que molestan a los vecinos con la música o el juerga en la calle
y los sospechosos
por la forma como van vestidos o
el color de la piel; las prostitutas y travestis y los grafiteros o los que realizan acrobacias en las esquinas.
Se constituye una amalgama de comportamientos muy diversos, unos
que ya son objeto de normas claras y contundentes (en general en
el Código Penal y en diversas reglamentaciones municipales), otros
que son simplemente conflictos derivados de la convivencia entre
gente diferente en el espacio público, otros que la percepción de
peligrosidad es consecuencia de los miedos a menudo extremados por
una dosis de irracionalidad o de ignorancia de la población y de
la manipulación populista de las autoridades. Y otros que no representan
ningún riesgo real excepto herir la sensibilidad de los que no quieren
ver lo que no les gusta o les provoca mala conciencia.
Dos consideraciones más para acabar este punto: sobre
los miedos y la intolerancia de unos y el afán represivo de los
otros.
Los miedos pueden ser o parecer irracionales, pero
no son gratuitos. Existen los miedos derivados de las incertidumbres
generadas por procesos globales, como la precarización del trabajo
y el paro, la desvalorización de las habilidades y de los oficios
adquiridos, la pérdida de límites y de referentes de los territorios
habitados, la falta o la debilidad de las instituciones u organizaciones
de integración social, la crisis general de muchos servicios del
Estado del bienestar (vivienda, sanidad, pensiones de vejez). Existen
también, sin embargo, miedos más locales o coyunturales, como la
presencia en el mismo territorio de competidores en el mercado de trabajo y del acceso
a los servicios sociales como son los inmigrantes, la dificultad
de soportar la diferencia en los espacios compartidos, los miedos
atávicos con respecto a ciertos grupos étnicos o religiosos agravados
ahora por el fantasma del terrorismo. En algunos casos el rechazo
responde a intereses muy concretos, como el hecho de que la proximidad
de la mezquita o del locutorio devalúe el piso de propiedad, o que
los bajos ingresos de los recién llegados no les dé
preferencia en el momento de acceder a una vivienda social o a una
beca de comedor en la escuela. Y, por último, hay miedos ante el
crecimiento percibido, no siempre real, de la delincuencia urbana,
debido no sólo a la droga (en general afecta a una población estabilizada)
sino también al aumento de las desigualdades sociales y al hecho
de que la inmigración aceptada de facto pero no legalizada y el
paro y falta de perspectivas de los jóvenes genera violencia gratuita
o expresiva que amplifica la percepción de los actos delictivos
(robos, mafias diversas vinculadas a la droga, prostitución, tráfico
de objetos robados, etcétera).
Un grupo especialmente sensible a la inseguridad,
por su vulnerabilidad, es el de los comerciantes, que tienen también
una gran capacidad de difusión y amplificación de la inseguridad.
Hay que añadir, sin embargo, que a menudo otros grupos que manifiestan
más miedo no son los que sufren más la violencia o son víctimas
de los actos delictivos que habitualmente se producen en otras zonas
de la ciudad y afectan a gente que se expresa poco (por ejemplo
los turistas).
Ante este panorama, ¿hay que explicar el afán represivo
de los poderes políticos? Es la solución fácil; y gobiernos de derechas
e izquierdas lo han practicado recientemente, tanto el PP en España
como el gobierno laborista de Blair en el Reino Unido, por no citar
al ministro de Interior francés, Sarkozy,
que tuvo la capacidad de multiplicar la rebelión de las banlieues
en otoño del 2005 con sus declaraciones ofensivas contra los habitantes
de las periferias. Ya lo hemos dicho antes: la represión amalgamática
genera arbitrariedad e injusticia, provoca reacciones de violencia
a escalas superiores. Entonces la tensión afecta a colectivos sociales
estigmatizados por su diferencia o marginación y después criminalizados.
Y la consecuencia es que la lógica represiva desemboca en la represión
preventiva sobre colectivos sociales enteros.
La
represión preventiva: una lógica infernal
La represión preventiva tiene fundamentos ideológicos,
tan absurdos como peligrosos. El caso de la llamada Ordenanza
del Civismo de Barcelona parte de una constatación tan significativa
como falsa: considerar que hoy “no vivimos ya en una sociedad tradicional
ni homogénea donde las normas establecidas eran conocidas, compartidas
y observadas por la mayoría”. El alcalde Joan Clos
escribe algo parecido en el artículo de presentación de la revista
de lujo del Ayuntamiento (Barcelona Metrópoli Mediterránea)
cuando constata que “la nostalgia del pasado homogéneo no nos servirá
de nada”. Considerar homogénea una ciudad como Barcelona es realmente
sorprendente. Hablamos de la ciudad conocida como la rosa roja del
anarquismo; la ciudad de los disturbios del pan del siglo xviii; la ciudad faro revolucionario
entre las ciudades europeas protagonistas de la sociedad industrial,
según Hobsbawn; de cuando mataban por
las calles a principios del siglo xx, como titulaba su novela Joan Oller
i Rabassa; la ciudad que hace su peculiar revolución urbana en plena
Guerra Civil con la municipalización de la propiedad urbana; la
ciudad que fue durante el franquismo vanguardia de los movimientos
populares urbanos. ¿Sociedad homogénea? Una ciudad, bien al contrario,
marcada por la desigualdad social, por la inmigración a la que debe
el 90% de su crecimiento en el siglo xx, por el debate político y cultural
en el que se oponen modelos de sociedad diferente, por la conflictividad
social presente en el conjunto de su territorio.
Esta referencia a una utópica sociedad homogénea del
pasado expresa la sociedad urbana ideal que se quiere reconstruir.
Y para hacerlo posible deben suprimirse los diferentes, los marginales,
los alternativos. Es la expresión de una cultura política propia
de muchos gobernantes que no pueden asumir el conflicto, especialmente
si procede de sectores populares, considerados clientela cautiva,
o de sectores débiles o vulnerables, a los que se menosprecia y
se considera que bastantes agradecidos tienen que estar por recibir
las migajas de los servicios sociales. La represión preventiva no
es solamente una acción sancionadora de conductas individuales.
Es la criminalización de los colectivos sociales a los que se quiere
negar su existencia y que desaparezcan de la vista de los ciudadanos
homogeneizados o serán penalizados.
En el caso de la ordenanza barcelonesa, es de sobras
conocido que existe una motivación política coyuntural: la de frenar
el deterioro de una alcaldía que no consigue recuperarse de la pérdida
de credibilidad que causó el Fórum de
las Culturas. Ha utilizado un procedimiento típico del populismo
reaccionario, equivaliendo en el ámbito local, a que utilizó el
gobierno Bush en el ámbito global. Primero asumir como prioridad
política los miedos de los ciudadanos integrados pero angustiados
por las incertidumbres y excitados por las campañas de la oposición
conservadora y especialmente de algunos medios de comunicación como
La Vanguardia. Después, construir un discurso amenazador contra todo lo que molesta y meter en
el mismo saco una amalgama de colectivos y de conductas que no tienen
casi nada en común, excepto la capacidad de irritar al hipotético
hominus conservatorum. Y, por último, perpetrar unas ordenanzas que aplican sanciones a todos
aquellos susceptibles de herir con su presencia en el espacio público
al ciudadano normalizado. La lista ya la hemos hecho al principio
del punto anterior. Los ciudadanos demostrarán su civismo ejerciendo
de delatores (6 artículos se refieren a ello) y los extranjeros
verán facilitada su regularización si
colaboran en la aplicación de la ordenanza. Por
mucho menos, el ex ministro de Interior del Gobierno francés, Charles
Pasqua, provocó una dura reacción de los
partidos de izquierdas, de los sindicatos y las organizaciones ciudadanas
y de derechos humanos y, especialmente, de amplios colectivos culturales
y profesionales.
Sin embargo, para elaborar esta ordenanza había que
encontrar una base ideológica y sólo podían encontrarla en el pensamiento más reaccionario,
el que niega la posibilidad de una transformación social que supere
las exclusiones del presente y niega también la legitimidad de los
sectores que expresan las contradicciones de la sociedad actual.
En consecuencia, pretende suprimirlos de la escena pública. Solamente
a partir de estos presupuestos, de la vocación proclamada de restablecer
una sociedad homogénea y de la consideración de ilegítima y peligrosa
para la convivencia de cualquier conducta contraria al orden establecido
se podía justificar una acción represiva hacia todos los grupos
sociales molestos o desagradables, a los cuales se mezcla con las
minorías delictivas o violentas.
El principal efecto de esta opción política es que
la estigmatización de los colectivos sociales crea un cuadro interpretativo
que condiciona la evaluación de las conductas individuales. Y en
lugar de dirigirse y, eventualmente, sancionar a prostitutas, pobres,
tops manta o jóvenes de botellón que realmente (excepcionalmente)
estén causando molestias, por su actitud agresiva, a otros ciudadanos,
se perseguirá a las personas que tengan aspecto de ser prostitutas,
pobres, tops manta o jóvenes bebiendo
tranquilamente una cerveza. Primero, pues, habrá arbitrariedad y
agresividad hacia todos los colectivos considerados peligrosos,
molestos o desagradables. Después, las fuerzas policiales se cansarán
de hacer el ridículo cazando moscas a cañonazos y oscilarán entre la impunidad y la
acción excesiva. Siempre, en un caso u otro, habrá más injusticia
y los problemas de convivencia que se pretendían arreglar se habrán
agravado.
En el último punto que sigue expondremos algunos criterios
para orientar políticas contra el miedo y la inseguridad referidas
a las tres situaciones citadas al inicio: inmigración y relación
con el entorno, jóvenes y espacio público y, por último, presencia
de la marginalidad en el campo visual de la ciudadanía.
No
tener miedo al miedo: otra seguridad es posible
Un ejemplo: el de la mezquita. Los vecinos del
barrio donde se quiere abrir una mezquita se oponen. Con violencia
incluso. Con un discurso racista, xenófobo. Con miedos. Miedo del
terrorismo y de la violencia que puede generarse por la fricción
en ámbitos reducidos. Miedo de la diversidad, de las molestias que
pueden crear gente con pautas de comportamiento que parecen muy
diferentes. Miedo de la devaluación de su propiedad la vivienda
que probablemente es el único ahorro importante de la familiar,
ante la proximidad de la mezquita. Y ante el miedo de los vecinos
los gobiernos locales habitualmente, también, tienen miedo. Miedo
de perder votos los otros no votan. Miedo de la confrontación, de
ejercer la fuerza de la ley para defender los derechos de los más
débiles, los trabajadores inmigrados. Miedo de aparecer como defensor
de colectivos que se ha contribuido, o se ha aceptado, a estigmatizar.
Otra política es posible. Imponer, sin lugar a dudas,
el derecho, que la ley reconoce, a que un colectivo, sea cual sea
su nacionalidad y su religión, pueda disponer de un local propio.
Sancionar los comportamientos racistas y excluyentes. Pero, sobre
todo, valorar la cultura y las costumbres de los otros, cuando no suponen un atentado a
los derechos humanos, cuando no niegan valores que consideramos
universales. No se hace así, ni se intenta. Hace un par de años,
comentando con la concejala de Participación Ciudadana del Ayuntamiento
de Barcelona las resistencias de la gente de barrios populares a
aceptar las mezquitas y el discurso xenófobo que expresaban argumenté
que no resolveríamos nada lamentando estos comportamientos y al
mismo tiempo cediendo a sus presiones, pues dudaba, en este caso,
de la capacidad de los ayuntamientos de imponerse y de defender
los derechos legítimos de los que querían la mezquita. Solamente
valorando lo que ahora no se quiere, precisamente por considerarlo
devaluador, podríamos superar la contradicción
entre los derechos de unos y los miedos de los otros. Y le sugerí
que convendría ofrecer a los musulmanes locales de calidad para
abrir una mezquita en el Barrio Gótico, cerca de la catedral, y
otra en la parte alta del paseo de Gràcia
o de la Diagonal. La respuesta
no podía ser más hiperrealista y absurda, radicalmente decepcionante:
“No es posible, pues en estas zonas los locales son muy caros”.
Por lo tanto otra seguridad, no la seguridad ficticia
e injusta, basada en el estigma justificador de la represión, es
posible. La que se deriva de la aceptación del otro, del reconocimiento
de sus valores y de sus derechos. En la práctica quiere decir promover
que personas procedentes de la inmigración se integren en los organismos
de servicios sociales, en la enseñanza y en la sanidad, en las policías
y en la justicia. Una política democrática de seguridad implica
también reconocer el derecho político completo a todos aquellos
que tienen residencia legal en el país, sea cual sea su nacionalidad
de origen. ¡No hay deberes sin derechos!.
La conflictividad en el espacio público es casi siempre
un indicador de la calidad de ese espacio, de su polivalencia, de
su capacidad de adaptarse a usos diversos y a cualquier hora. En
el espacio público la convivencia, pues, no es fácil y se requieren
unas pautas mínimas compartidas a fin de que sea posible. La cuestión
es cómo construir estas pautas. La vía fácil, sin embargo, que puede
generar más problemas de los que pretende resolver es la vigilancia
y la sanción aplicable a una casuística tan interminable como arbitraria
de comportamientos que degenera frecuentemente en identificar a
ciertos colectivos como causantes de la perturbación de la convivencia,
normalmente los jóvenes. La mitad de las denuncias por incumplimiento
de la surrealista ordenanza del civismo de Barcelona se refieren
a jóvenes por pintadas o instalar carteles y por consumo de bebidas
alcohólicas. Sin excluir la conveniencia de la vigilancia y de la
capacidad sancionadora, parece que esta forma de garantizar la convivencia
tendría que ser más la excepción que la regla. Las experiencias
más positivas son aquellas que han sido el resultado de diálogos
y pactos entre los diferentes actores presentes en el espacio público.
La administración pública tendría que practicar más la mediación
que la regulación, más la negociación que la sanción. Y evitar contribuir
a estigmatizar por su aspecto a los jóvenes presentes en el espacio
público, confundiendo a menudo comportamientos expresivos más o
menos discutibles con delitos o faltas que requieren sanción inmediata.
Por último, hay que referirse a la gran diversidad
de comportamientos que según la citada ordenanza se refieren a la
preservación del contexto visual. ¿Los que piden caridad, los sin
techo, las prostitutas, los tops manta,
los niños de la calle, los que distribuyen publicidad o limpian
el cristal del coche, etcétera, son realmente una causa de inseguridad?
¿La pobreza, la marginalidad, la exclusión social dan miedo? Seguramente
en sociedades consumistas y en las que una parte importante de la
población es relativamente acomodada no es agradable convivir en
el espacio público con las expresiones, a menudo extremas, de quienes
han quedado fuera del circuito del consumo formal de una ciudadanía
que las administraciones consideran más usuarios, clientes y electores
que ciudadanos. La forma más indigna de tratar a esta población
excluida es considerarlos colectivamente como un peligro potencial
o una agresión a nuestra sensibilidad, estigmatizarlos. Hay otras
formas de actuar, las políticas de protección y de integración,
sin duda, y las preventivas en muchos casos. Pero también la tolerancia,
la aceptación de su existencia, la madurez democrática de no tener
miedo de mostrar nuestras faltas, las víctimas de nuestro modelo
de sociedad. Es el verdadero civismo.
Conclusión
Con estas reflexiones y proposiciones no pretendemos
eludir la doble realidad: la del miedo, más o menos “justificado”
pero muy presente en la vida urbana actual, y la de los comportamientos
agresivos respecto a las personas y a los bienes públicos y privados
que se dan en el espacio colectivo. Son conductas individuales que
ya están tipificadas y que hay que aislar de los miedos, molestias
o incidentes que se dan en la convivencia en el espacio público.
Hemos pretendido sólo contribuir a explicar los miedos, distinguiendo
entre los que tienen causas objetivables
y los que expresan percepciones sociales causadas por prejuicios
y estigmas en los que administraciones públicas y los medios de
comunicación tienen mucha responsabilidad. Y, también, hemos querido
mostrar que las políticas destinadas a reconstituir un ambiente
más seguro a menudo tienen los efectos contrarios. Cuando se practica
la amalgama y se opta por la represión preventiva indiscriminada
se comete un error y una injusticia. Un error pues se provoca un
efecto perverso y se crea o se agrava el problema que se quiere
evitar o resolver. Se convierte en delincuente a una población que
no lo era, y se genera una violencia superior a la que existía anteriormente.
Y una injusticia al estigmatizar a colectivos sociales y convertir
a sus miembros en sospechosos, cuyas conductas serán juzgadas a
partir de este prejuicio. Muchos de los comportamientos que se quieren
evitar o sancionar son apenas faltas. Pero criminalizar a colectivos sociales es un crimen,
un crimen de Estado.
JB
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