> AÑO 2 - 27 de Abril 2010
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> Espacios Públicos / Espacios Colectivos (*)
Por Manuel de Solà Morales

(*) Texto publicado en La Vanguardia, Barcelona, 12 de mayo de 1992.



L'illa Diagonal. Arqs. Manuel de Solá Morales y Rafael Moneo


Desde finales del siglo XIX
, la distinción entre espacio público y espacio privado ha ocupado un lugar central en la teoría del pensamiento urbanístico sobre la ciudad occidental. Los planes de ensanche, las leyes de expropiación, los parques metropolitanos o las grandes obras civiles han sido ejemplos admirables de distinción clara del dominio público respecto al privado. Y reforzar esta distinción era deseable en cuanto que permitía, precisamente, aumentar y mejorarlo público como algo superior a lo privado.

Esta motivación, fundamentalmente reivindicativa, tiene sus raíces en el pensamiento utopista del siglo XIX. donde los modelos ideales de ciudad equilibrada (como objetivo) y la municipalización (como instrumento) eran los pilares ideológicos de toda política urbanística progresista.

Todavía hoy, muchos administradores públicos y técnicos comprometidos toman la defensa de las zonas verdes, las reservas viarias, las áreas de equipamiento y los espacios libres urbanos como el objeto principal del urbanismo. Y, siguiendo el mismo esquema, las asociaciones de vecinos y los partidos políticos reclaman el metro cuadrado de uso público como el mejor camino para hacer la ciudad más utilizable por el ciudadano.

A partir de la importante reflexión teórica sobre la ciudad de la década de 1970, la distinción entre espacio público y privado avanzó según dos líneas principales de aplicación. Una, basándose en los estudios monográficos de ciudades, reclamaba el valor de las buenas alineaciones del pasado como instrumento definidor de los principales elementos tipológicos de la forma urbana (calles, parques, ensanches, centros). Otras, emparentadas con la primera, a partir de la confianza en la "arquitectura de la ciudad", enfatizaban el protagonismo de las grandes piezas arquitectónicas en la definición simbólica y figurativa de la ciudad y de su memoria histórica.

Una y otra postura -la del valor de la ciudad como arquitectura y la del trazado urbano como proyecto-condujeron respectivamente al "urbanismo dibujado" y al "urbanismo urbano", como hipótesis metodológicas para superar la abstracción funcionalista de los planes de "manchas y zonas", y reclamar la atención sobre la forma de la ciudad como construcción espacial concreta. La urbanística catalana de comienzos de la década de 1980 ejemplifica este momento.

Los mejores programas urbanos actuales han arrancado de aquella aceleración teórica que en la década de 1970, hizo de las ciudades el objeto mimado y espléndido del pensamiento urbanístico, político y sociológico. En los años recientes, la realización espectacular de espacios y edificios públicos en algunas grandes ciudades europeas -en parte siguiendo, de lejos, aquellos principios y en parte olvidándolos- está haciendo de ellas escaparates brillantes del diseño y del consumo estético, imágenes competitivas de la comunicación masiva, pero sin argumentos urbanísticos significativos de largo plazo.

En Barcelona, con la llegada de los gobiernos democráticos, la escapada hacia el espacio público fue espectacular. Parecía que todo fuera ganar espacio público, arreglarlo y festejarlo. Vinieron las plazas duras, y las menos duras, ocupando todo hueco que quedara vacío entre la edificación. Entre los años 1978 y 1982, el mayor esfuerzo se volcó en aprovechar estos espacios para crear una imagen nueva de ciudad, un estilo y una lógica diferentes, lo que se logró con notable éxito. No tanto porque los diseños fueran siempre acertados, sino porque la impresión de ver cambiar el paisaje urbano desde sus agujeros mientras se mantenía quieto y pesado el cuerpo edificatorio era una experiencia nueva y rejuvenecedora para cualquiera. En la ciudad, algunos no quisieron reconocerlo: desde fuera, todos se admiraron.

Después, hacia 1982, llegaron los parques. Se articuló una hornada de espacios públicos mayores, en emplazamientos accidentales y de tamaños fortuitos, fruto del desmantelamiento de fincas o instalaciones obsoletas de las que la ciudad se apropió.

Los parques, como las plazas, fueron apareciendo donde pudieron, ahí donde la intervención municipal era fácil por la existencia de una afectación urbanística anterior (La Mercé, El Raval) o de vacíos industriales obsoletos (Espanya Industrial, Pegaso), por la transferencia de áreas ya públicas sin usar (Moll de la Fusta, Escorxadors, plaza de Sants), o simplemente fruto del rediseño de plazas públicas anteriores (plaza Reial, plazas del barrio de Gracia).

Aunque a posteriori se busquen coherencias espaciales a estas actuaciones es evidente -y Iógico- que la oportunidad era el criterio de localización esencial. Oportunidad de actuar en suelo público, por una administración que actuaba sobre sí misma, mejorando y aumentando la cantidad de espacios de dominio, propiedad y diseño municipales. Patrimonio e imagen municipales iban identificándose más y más, de manera que, al final, la Barcelona de estos años ha enseñado cómo la modernidad puede hacerse de manera oficial, y cómo, en consecuencia, se puede dar a los espacios públicos urbanos de titularidad pública una imagen fuerte e incluso protagonista.

Con todo, sería peligroso que nos preocupáramos de la forma de la ciudad sólo en aquello que es dominio exclusivo de la administración. En estos años no se han planteado propuestas incisivas en el tejido privado que puedan resultar innovadoras, por ejemplo, en el campo de la vivienda o en el de las oficinas. Y así puede estar produciéndose, junto con las espléndidas ventajas del enriquecimiento de la ciudad mediante paseos, parques, plazas, cinturones, estadios, museos y escenarios, de impagable mérito, un despegue en el tono de la ciudad común que lleva a la hipertrofia del propio espacio público.

Sin duda, la importancia del espacio público es independiente de si éste es más o menos extenso, cuantitativamente dominante o protagonista simbólico; al contrario, es el resultado de referir entre sí los espacios privados haciendo también de ellos patrimonio colectivo. Dar un carácter urbano, público, a los edificios y lugares que, sin él, serían sólo privados constituye la función de los espacios públicos; urbanizar lo privado: es decir, convertirlo en parte de lo público.

Tomemos como ejemplo Ciutat Vella. Las aperturas de El Raval son, en buena parte, la herencia de un planeamiento antiquísimo, perpetuo. En gran parte son actuaciones sobre suelo disponible por afectaciones públicas. En otras zonas del barrio, los espacios libres provienen de demoliciones definidas por perímetros parcelarios de casas o manzanas, sin más. En las calles, las alineaciones muestran. Allí donde se producen, los contrasentidos de la construcción tecnificada al encajarse en el tejido antiguo, y el lenguaje moderno resulta, de tan poco funcional, paradójicamente retórico.

La actuación pública en Ciutat Vella se concentra sustancialmente en vivienda nueva, plazas y aparcamiento, y quizá este simplismo de programa pueda ser el origen de la esquemática dureza del resultado. Las formas del espacio en Ciutat Vella han de referirse, por fuerza, a la discusión sobre el destinatario social de la remodelación de este barrio, y por tanto, las opciones sobre el programa y los tipos de los nuevos proyectos son previas a la crítica de los proyectos y de su resultado urbanístico.

Quizá un refinamiento menos monográfico de los programas hubiese permitido pensar proyectos que, en Ciutat Vella, entendieran como espacios públicos nuevas formas de alojamiento transitorio, pensiones, bares y clubes más modernos, agrupaciones tipológicas para artesanos y vendedores, u otras funciones ambiguas y complejas, más que establecer viviendas familiares tipo para clases medias o nuevas bibliotecas universitarias. Y los rincones fragmentarios del tejido actual, siete veces remodelado, podrían sugerir soluciones mucho más aptas a la convivencia de gentes en aquel distrito que los amplios vacíos del urbanismo sanitario centroeuropeo. La supuesta revitalización de estas imponentes cirugías no parece producirse, y la etiqueta de "público", con que espacios, viviendas o apartamientos se acompañan, no comportan inmediatamente el deseable atributo de apropiación colectiva con que quisieran identificarse.

No es que estén mal los proyectos realizados en Ciutat Vella, es el tono solamente "público" lo que los hace insuficientes para una tarea tan difícil; es la hipertrofia de la ciudad "oficial" la que puede descuidar, e incluso expulsar, ciertas formas de vida colectiva.

El espacio colectivo es mucho más y mucho menos que el espacio público. si limitamos éste al de propiedad administrativa. La riqueza civil y arquitectónica, urbanística y morfológica de una ciudad es la de sus espacios colectivos, la de todos los lugares donde la vida colectiva se desarrolla. se representa y se recuerda. Y. quizá,

Cada vez más, cada día más, éstos son espacios que no son ni públicos ni privados, sino ambas cosas a la vez. Espacios públicos absorbidos por usos particulares. O espacios privados que adquieren una utilización colectiva.

Unos grandes almacenes en la plaza Catalunya, son un lugar privado o público?  Evidentemente privado en su explotación económica, pero no tanto en cuanto al uso y el significado ciudadanos. No es casual que su nueva fachada haya sido motivo de discusión durante estos últimos cinco años. ¿Y Santa María del Mar, es pública o privada? ¿Y el campo del Barça o el pabellón del Joventut? Las categorías de lo privado y lo público se diluyen, ahora sirven menos. También ciertos lugares públicos por excelencia como la plaza Sant Jaime o las Rambles, plenamente públicos por su significación y dominio, se convierten en colectivos por la apropiación que los distintos particulares hacen libremente de ellas.

En Barcelona, muchos otros lugares pueden ser ejemplos de emplazamientos mixtos de primera importancia colectiva. El mercado de la Boqueria es quizá el ejemplo más espléndido: un lugar donde la propiedad y la gestión públicas se combinan a la perfección con la iniciativa y la actividad particulares de los ciudadanos.

sean vendedores, compradores, curiosos, turistas o trabajadores de las múltiples tareas complementarias que la vida del mercado genera a su alrededor cada día, como lo eran, con los mismos atributos, los desaparecidos merenderos de la playa de la Barceloneta.

Pero también el bar de la esquina, la escuela, el quiosco de periódicos o la parada del metro son un tejido de derechos y obligaciones que, como espacios públicos pero también colectivos, configuran los itinerarios maestros de la vida ciudadana.

Entre éstos, los espacios estrictamente públicos también tienen un papel relevante, pero parcial y quizá cada día menos necesario. 

Un centro de ventas o un hipermercado periférico, un parque de atracciones o un estadio, un gran aparcamiento o una galería de tiendas son los lugares significativos de la vida cotidiana, los espacios colectivos modernos. El transporte público es el lugar común de referencia, sobretodo, en las grandes ciudades. Por la frecuencia y el volumen de su uso masivo, por la variedad de su público y por el peso psicológico que tienen como significantes de la vida metropolitana. La última película de Eric Rohmer lo describe perfectamente, muy al contrario que la visión objetual del espacio urbano de Wim Wenders.

 Los hoteles, los restaurantes de fin de semana y de turismo, y las discotecas suburbanas son los espacios ambiguos donde se juega la forma pública de nuestras ciudades. La periferia metropolitana, verdadero centro -paradójicamente- de la vida futura de las ciudades, estará hecha de estos espacios que, sin la retórica de la representatividad formal, significarán los lugares de interés común. Ésta es la tarea de los diseñadores públicos en la proyectación moderna de la ciudad: hacer de estos lugares intermedios –ni públicos ni privados, sino todo lo contrario- espacios no estériles, no solamente dejados a la publicidad y el beneficio, sino partes estimulantes del tejido urbano multiforme. Y trasladar el keynesianismo de la welfare city -u r b a n i d a d subvencionada- a terrenos más resbaladizos, menos evidentes, más interesantes. Otra cosa sería encallarse en las categorías del espacio urbano barroco, aun disfrazadas de lenguajes y materiales a la moda. Versalles no es el modelo de nueva ciudad, aunque todo su espacio sea público y libre.

Reconocer esto es extraordinariamente importante para la proyectación urbana, y abre un campo de reflexión de escalas múltiples. Estaríamos cuestionando la clásica explicación de los espacios cívicos modélicos -en la antigüedad, en el gótico, en la ciudad industrial- como expresión de los valores consensuados de una sociedad coherente, y, por tanto, la condición de lo público como forma excelente de lo social. El hecho es que, bien al contrario, la ciudad es precisamente el lugar donde lo particular puede ser -y a menudo es- social, tanto o más que lo público; la buena ciudad es aquella en que los edificios particulares -sobre todo los buenos edificios particulares-, lo pretendan o no, son elementos públicos y transportan significados y valores sociales más allá de sí mismos, y en eso está su modo de ser urbanos. Los palacetes del paseo de Gracia o las tiendas de la calle Ferran fueron hechos urbanos más allá de su privacidad inmobiliaria. Como lo son las fachadas de los bulevares de París y los vestíbulos de los grandes rascacielos neoyorquinos.

Este argumento no debe leerse como un canto neoliberal a la autonomía privada. Lo que de él se deduce es casi lo contrario de lo que la función intervencionista del sector público entiende, no tanto centrarse en las áreas de su propiedad, cuanto dar calidad colectiva a las que no lo son. Es quizá más atractivo y fácil para un administrador municipal diseñar un parque o una acera que entrar a discutir en los proyectos privados s i n hacerlos- cómo mejorar sus aspectos colectivos. Creo que luchar por la calidad de esos espacios colectivos a la vez privados y públicos, públicos y p r i v a d o s es la mejor tarea del arquitecto en la ciudad.

Porque la ciudad buena es la que logra dar valor público a lo privado. Y es así cómo una buena ciudad está hecha de buenas casas, de buenas tiendas, de buenos bares y de buenos jardines privados, tanto como está hecha de paseos públicos, monumentos o edificios representativos. Y, por tanto, la calidad de lo individual es condición para que, al ser semánticamente colectivizado, genere una riqueza colectiva.

¿No son los bares de la Barcelona nocturna uno de los hechos urbanos más interesantes de los últimos años? Porque su privacidad no está separada de una preocupación por intereses y valores colectivos.

Los espacios colectivos son la riqueza de las ciudades históricas y son también, seguramente, la estructura principal de la ciudad futura. Quizá si que, en nuestras ciudades, sean los espacios ambiguos en su titularidad, cada día más significativos de la vida social cotidiana, pudiendo usarse y apropiarse de muy diversas maneras por las diferentes tribus urbanas. Quizá si que las formas de ciudad "distópica" de las que habla el sociólogo Frederic Jameson caractericen a nuestro alrededor la pérdida simultánea del espacio público y de la autoridad privada.

Dicen que la literatura cyberpunk describe bien esta situación moderna en la que la distinción entre espacio público y privado se borra al suprimirse las diferencias que la provocaron. Dicen que la película Blade Runner suprime estas diferencias. Y también las superó Umberto Eco cuando habló del nuevo carácter medieval del territorio contemporáneo.

Por tanto, tomar demasiado en serio, crispados en sí mismos, los "espacios urbanos", los "espacios públicos" como lugares para construir arquitectura sin volumen, o como objetos de diseño consistentes por si solos. me parece un error teórico de cierta relevancia. Como programa de urban beautification (embellecimiento urbano) tiene sin duda la gran virtud de establecer la importancia estética de las obras de urbanización; pero como proyecto urbano más ambicioso, ni el neomanualismo leal estilo de lean Nicolas Louis Durand, considerando los elementos de la obra pública como construcciones tipificables, ni el hiperdiseño (neo-Camillo Sitte en el fondo) que confia al escenario arquitectónico la suerte de los espacios cívicos (y de una u otra de estas dos posturas son hijos muchos de los programas de diseño urbano de las principales ciudades europeas que se tienen por "modernas") reconocen la naturaleza compleja del espacio urbano colectivo como espacio de experiencia, más que de prejuicio.


MdSM

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