Desde finales del siglo XIX, la
distinción entre espacio público y espacio privado ha ocupado
un lugar central en la teoría del pensamiento urbanístico
sobre la ciudad occidental. Los planes de ensanche, las leyes
de expropiación, los parques metropolitanos o las grandes
obras civiles han sido ejemplos admirables de distinción clara
del dominio público respecto al privado. Y reforzar esta distinción
era deseable en cuanto que permitía, precisamente, aumentar
y mejorarlo público como algo superior a lo privado.
Esta
motivación, fundamentalmente reivindicativa, tiene sus raíces
en el pensamiento utopista del siglo XIX. donde
los modelos ideales de ciudad equilibrada (como objetivo)
y la municipalización (como instrumento) eran los pilares
ideológicos de toda política urbanística progresista.
Todavía
hoy, muchos administradores públicos y técnicos comprometidos
toman la defensa de las zonas verdes, las reservas viarias,
las áreas de equipamiento y los espacios libres urbanos como
el objeto principal del urbanismo. Y, siguiendo el mismo esquema,
las asociaciones de vecinos y los partidos políticos reclaman
el metro cuadrado de uso público como el mejor camino para
hacer la ciudad más utilizable por el ciudadano.
A
partir de la importante reflexión teórica sobre la ciudad
de la década de 1970,
la
distinción entre espacio público y privado avanzó según dos
líneas principales de aplicación. Una, basándose en los estudios
monográficos de ciudades, reclamaba el valor de las buenas
alineaciones del pasado como instrumento definidor de los
principales elementos tipológicos de la forma urbana (calles,
parques, ensanches, centros). Otras, emparentadas con la primera,
a partir de la confianza en la "arquitectura de la ciudad",
enfatizaban el protagonismo de las grandes piezas arquitectónicas
en la definición simbólica y figurativa de la ciudad y de
su memoria histórica.
Una
y otra postura -la del valor de la ciudad como arquitectura
y la del trazado urbano como proyecto-condujeron respectivamente
al "urbanismo dibujado" y al "urbanismo urbano",
como hipótesis metodológicas para superar la abstracción funcionalista
de los planes de "manchas y zonas", y reclamar la
atención sobre la forma de la ciudad como construcción espacial
concreta. La urbanística catalana de comienzos de la década
de 1980 ejemplifica este momento.
Los
mejores programas urbanos actuales han arrancado de aquella
aceleración teórica que en la década de 1970, hizo de las
ciudades el objeto mimado y espléndido del pensamiento urbanístico,
político y sociológico. En los años recientes, la realización
espectacular de espacios y edificios públicos en algunas grandes
ciudades europeas -en parte siguiendo, de lejos, aquellos
principios y en parte olvidándolos- está haciendo de ellas
escaparates brillantes del diseño y del consumo estético,
imágenes competitivas de la comunicación masiva, pero sin
argumentos urbanísticos significativos de largo plazo.
En
Barcelona, con la llegada de los gobiernos democráticos, la
escapada hacia el espacio público fue espectacular. Parecía
que todo fuera ganar espacio público, arreglarlo y festejarlo.
Vinieron las plazas duras, y las menos duras, ocupando todo
hueco que quedara vacío entre la edificación. Entre los años
1978 y 1982, el mayor esfuerzo se volcó en aprovechar estos
espacios para crear una imagen nueva de ciudad, un estilo
y una lógica diferentes, lo que se logró con notable éxito.
No tanto porque los diseños fueran siempre acertados, sino
porque la impresión de ver cambiar el paisaje urbano desde
sus agujeros mientras se mantenía quieto y pesado el cuerpo
edificatorio era una experiencia nueva y rejuvenecedora para
cualquiera. En la ciudad, algunos no quisieron reconocerlo:
desde fuera, todos se admiraron.
Después,
hacia 1982, llegaron
los parques. Se articuló una hornada de espacios públicos
mayores, en emplazamientos accidentales y de tamaños fortuitos,
fruto del desmantelamiento de fincas o instalaciones obsoletas
de las que la ciudad se apropió.
Los
parques, como las plazas, fueron apareciendo donde pudieron,
ahí donde la intervención municipal era fácil por la existencia
de una afectación urbanística anterior (La Mercé,
El Raval) o de vacíos industriales obsoletos (Espanya Industrial, Pegaso), por la transferencia de áreas
ya públicas sin usar (Moll de la
Fusta, Escorxadors, plaza de Sants), o
simplemente fruto del rediseño de plazas públicas anteriores
(plaza Reial, plazas del barrio de Gracia).
Aunque
a posteriori se busquen coherencias espaciales a estas actuaciones
es evidente -y Iógico- que la oportunidad
era el criterio de localización esencial. Oportunidad de actuar
en suelo público, por una administración que actuaba sobre
sí misma, mejorando y aumentando la cantidad de espacios de
dominio, propiedad y diseño municipales. Patrimonio e imagen
municipales iban identificándose más y más, de manera que,
al final, la Barcelona de estos años ha enseñado cómo la modernidad
puede hacerse de manera oficial, y cómo, en consecuencia, se puede dar
a los espacios públicos urbanos de titularidad pública una
imagen fuerte e incluso protagonista.
Con
todo, sería peligroso que nos preocupáramos de la forma de
la ciudad sólo en aquello que es dominio exclusivo de la administración.
En estos años no se han planteado propuestas incisivas en
el tejido privado que puedan resultar innovadoras, por ejemplo,
en el campo de la vivienda o en el de las oficinas. Y así
puede estar produciéndose, junto con las espléndidas ventajas
del enriquecimiento de la ciudad mediante paseos, parques,
plazas, cinturones, estadios, museos y escenarios, de impagable
mérito, un despegue en el tono de la ciudad común que lleva
a la hipertrofia del propio espacio público.
Sin
duda, la importancia del espacio público es independiente
de si éste es más o menos extenso, cuantitativamente dominante
o protagonista simbólico; al contrario, es el resultado de
referir entre sí los espacios privados haciendo también de
ellos patrimonio colectivo. Dar un carácter urbano, público,
a los edificios y lugares que, sin él, serían sólo privados
constituye la función de los espacios públicos; urbanizar
lo privado: es decir, convertirlo en parte de lo público.
Tomemos
como ejemplo Ciutat Vella.
Las aperturas de El Raval son, en
buena parte, la herencia de un planeamiento antiquísimo, perpetuo.
En gran parte son actuaciones sobre suelo disponible por afectaciones
públicas. En otras zonas del barrio, los espacios libres provienen
de demoliciones definidas por perímetros parcelarios de casas
o manzanas, sin más. En las calles, las alineaciones muestran.
Allí donde se producen, los contrasentidos de la construcción
tecnificada al encajarse en el tejido antiguo, y el lenguaje
moderno resulta, de tan poco funcional, paradójicamente retórico.
La
actuación pública en Ciutat Vella
se concentra sustancialmente en vivienda nueva, plazas y aparcamiento,
y quizá este simplismo de programa pueda ser el origen de
la esquemática dureza del resultado. Las formas del espacio
en Ciutat Vella han de referirse, por fuerza, a la discusión sobre el
destinatario social de la remodelación de este barrio, y por
tanto, las opciones sobre el programa y los tipos de los nuevos
proyectos son previas a la crítica de los proyectos y de su
resultado urbanístico.
Quizá
un refinamiento menos monográfico de los programas hubiese
permitido pensar proyectos que, en Ciutat
Vella, entendieran como espacios
públicos nuevas formas de alojamiento transitorio, pensiones,
bares y clubes más modernos, agrupaciones tipológicas para
artesanos y
vendedores, u otras funciones
ambiguas y complejas, más que establecer viviendas familiares
tipo para clases medias o nuevas bibliotecas universitarias.
Y los rincones fragmentarios del tejido actual, siete veces
remodelado, podrían sugerir soluciones mucho más aptas a la
convivencia de gentes en aquel distrito que los amplios vacíos
del urbanismo sanitario centroeuropeo. La supuesta revitalización
de estas imponentes cirugías no parece producirse, y la etiqueta
de "público", con que espacios, viviendas o apartamientos
se acompañan, no comportan inmediatamente
el deseable atributo de apropiación colectiva con que quisieran
identificarse.
No
es que estén mal los proyectos realizados en Ciutat
Vella, es el tono solamente "público" lo que los
hace insuficientes para una tarea tan difícil; es la hipertrofia
de la ciudad "oficial" la que puede descuidar, e
incluso expulsar, ciertas formas de vida colectiva.
El
espacio colectivo es mucho más y mucho menos que el espacio
público. si limitamos éste al de propiedad administrativa. La riqueza
civil y arquitectónica, urbanística y morfológica de una ciudad
es la de sus espacios colectivos, la de todos los lugares
donde la vida colectiva se desarrolla. se
representa y se recuerda. Y. quizá,
Cada
vez más, cada día más, éstos son espacios que no son ni públicos
ni privados, sino ambas cosas a la vez. Espacios públicos
absorbidos por usos particulares. O espacios privados que
adquieren una utilización colectiva.
Unos
grandes almacenes en la plaza Catalunya,
son un lugar privado o público?
Evidentemente privado en su explotación económica,
pero no tanto en cuanto al uso y el significado ciudadanos.
No es casual que su nueva fachada haya sido motivo de discusión
durante estos últimos cinco años. ¿Y Santa María del Mar,
es pública o privada? ¿Y el campo del Barça
o el pabellón del Joventut? Las
categorías de lo privado y lo público se diluyen, ahora sirven
menos. También ciertos lugares públicos por excelencia como
la plaza Sant Jaime o las Rambles, plenamente públicos por su significación y dominio,
se convierten en colectivos por la apropiación que los distintos
particulares hacen libremente de ellas.
En
Barcelona, muchos otros lugares pueden ser ejemplos de emplazamientos
mixtos de primera importancia colectiva. El mercado de la
Boqueria es quizá el ejemplo más
espléndido: un lugar donde la propiedad y la gestión públicas
se combinan a la perfección con la iniciativa y la actividad
particulares de los ciudadanos.
sean vendedores, compradores, curiosos, turistas o trabajadores
de las múltiples tareas complementarias que la vida del mercado
genera a su alrededor cada día, como lo eran, con los mismos
atributos, los desaparecidos merenderos de la playa de la
Barceloneta.
Pero
también el bar de la esquina, la escuela, el quiosco de periódicos
o la parada del metro son un tejido de derechos y obligaciones
que, como espacios públicos pero también colectivos, configuran
los itinerarios maestros de la vida ciudadana.
Entre
éstos, los espacios estrictamente públicos también tienen
un papel relevante, pero parcial y quizá cada día menos necesario.
Un
centro de ventas o un hipermercado periférico, un parque de
atracciones o un estadio, un gran aparcamiento o una galería
de tiendas son los lugares significativos de la vida cotidiana,
los espacios colectivos modernos. El transporte público es
el lugar común de referencia, sobretodo, en las grandes ciudades.
Por la frecuencia y el volumen de su uso masivo, por la variedad
de su público y por el peso psicológico que tienen como significantes
de la vida metropolitana. La última película de Eric Rohmer
lo describe perfectamente, muy al contrario que la visión
objetual del espacio urbano de Wim
Wenders.
Los
hoteles, los restaurantes de fin de semana y de turismo, y
las discotecas suburbanas son los espacios ambiguos donde
se juega la forma pública de nuestras ciudades. La periferia
metropolitana, verdadero centro -paradójicamente- de la vida
futura de las ciudades, estará hecha de estos espacios que,
sin la retórica de la representatividad formal, significarán
los lugares de interés común. Ésta es la tarea de los diseñadores
públicos en la proyectación moderna de la ciudad: hacer de estos lugares
intermedios –ni públicos ni privados, sino todo lo contrario-
espacios no estériles, no solamente dejados a la publicidad
y el beneficio, sino partes estimulantes del tejido urbano
multiforme. Y trasladar el keynesianismo de la welfare city -u r b
a n i d a d subvencionada- a terrenos más resbaladizos, menos
evidentes, más interesantes. Otra cosa sería encallarse en
las categorías del espacio urbano barroco, aun disfrazadas
de lenguajes y materiales a la moda. Versalles no es el modelo de nueva ciudad, aunque todo su
espacio sea público y libre.
Reconocer
esto es extraordinariamente importante para la proyectación
urbana, y abre un campo de reflexión de escalas múltiples.
Estaríamos cuestionando la clásica explicación de los espacios
cívicos modélicos -en la antigüedad, en el gótico, en la ciudad
industrial- como expresión de los valores consensuados de
una sociedad coherente, y, por tanto, la condición de lo público
como forma excelente de lo social. El hecho es que, bien al
contrario, la ciudad es precisamente el lugar donde lo particular
puede ser -y a menudo es- social, tanto o más que lo público;
la buena ciudad es aquella en que los edificios particulares
-sobre todo los buenos edificios particulares-, lo pretendan
o no, son elementos públicos y transportan significados y
valores sociales más allá de sí mismos, y en eso está su modo
de ser urbanos. Los palacetes del paseo de Gracia o las tiendas
de la calle Ferran fueron hechos
urbanos más allá de su privacidad inmobiliaria. Como lo son
las fachadas de los bulevares de París y los vestíbulos de
los grandes rascacielos neoyorquinos.
Este
argumento no debe leerse como un canto neoliberal a la autonomía
privada. Lo que de él se deduce es casi lo contrario de lo
que la función intervencionista del sector público entiende,
no tanto centrarse en las áreas de su propiedad, cuanto dar
calidad colectiva a las que no lo son. Es quizá más atractivo
y fácil para un administrador municipal diseñar un parque
o una acera que entrar a discutir en los proyectos privados
s i n hacerlos- cómo mejorar sus aspectos colectivos. Creo
que luchar por la calidad de esos espacios colectivos a la
vez privados y públicos, públicos y p r i v a d o s es la
mejor tarea del arquitecto en la ciudad.
Porque
la ciudad buena es la que logra dar valor público a lo privado.
Y es así cómo una buena ciudad está hecha de buenas casas,
de buenas tiendas, de buenos bares y de buenos jardines privados,
tanto como está hecha de paseos públicos, monumentos o edificios
representativos. Y, por tanto, la calidad de lo individual
es condición para que, al ser semánticamente colectivizado,
genere una riqueza colectiva.
¿No
son los bares de la Barcelona nocturna uno de los hechos urbanos
más interesantes de los últimos años? Porque su privacidad
no está separada de una preocupación por intereses y valores
colectivos.
Los
espacios colectivos son la riqueza de las ciudades históricas
y son también, seguramente, la estructura principal de la
ciudad futura. Quizá si que, en nuestras ciudades, sean los
espacios ambiguos en su titularidad, cada día más significativos
de la vida social cotidiana, pudiendo usarse y apropiarse
de muy diversas maneras por las diferentes tribus urbanas.
Quizá si que las formas de ciudad "distópica" de las que habla el sociólogo Frederic Jameson caractericen a
nuestro alrededor la pérdida simultánea del espacio público
y de la autoridad privada.
Dicen
que la literatura cyberpunk
describe bien esta situación moderna en la que la distinción
entre espacio público y privado se borra al suprimirse las
diferencias que la provocaron. Dicen que la película Blade
Runner suprime estas
diferencias. Y también las superó Umberto
Eco cuando habló del nuevo carácter medieval del territorio
contemporáneo.
Por
tanto, tomar demasiado en serio, crispados en sí mismos, los
"espacios urbanos", los "espacios públicos"
como lugares para construir arquitectura sin volumen, o como
objetos de diseño consistentes por si solos. me
parece un error teórico de cierta relevancia. Como programa
de urban beautification
(embellecimiento urbano) tiene sin duda la gran virtud de
establecer la importancia estética de las obras de urbanización;
pero como proyecto urbano más ambicioso, ni el neomanualismo
leal estilo de lean Nicolas Louis Durand, considerando
los elementos de la obra pública como construcciones tipificables, ni el hiperdiseño
(neo-Camillo Sitte
en el fondo) que confia al escenario
arquitectónico la suerte de los espacios cívicos (y de una
u otra de estas dos posturas son hijos muchos de los programas
de diseño urbano de las principales ciudades europeas que
se tienen por "modernas") reconocen la naturaleza
compleja del espacio urbano colectivo como espacio de experiencia,
más que de prejuicio.
MdSM
