Ocurre con las ciudades
como con los sueños: todo lo imaginable puede ser soñado, pero
hasta el sueño más inesperado es un acertijo que esconde un deseo,
o bien su inversa, un miedo. Las ciudades, como los sueños, están
construidas de deseos y de miedos, aunque el hilo de su discurso
sea secreto, sus reglas absurdas, sus perspectivas engañosas y
toda cosa esconda otra.
No tengo deseos ni miedos declaró el Kan , y mis sueños están compuestos o por la mente o por el azar.
También las ciudades creen que son obra de la mente o del
azar, pero ni la una ni el otro bastan para tener en pie sus muros.
De una ciudad no disfrutas las siete o setenta y siete maravillas,
sino la respuesta que da a una pregunta tuya.
Italo Calvino,
Las ciudades invisibles
.
Producto cultural, producto de cultura; producto social, productora
de sociedad, la ciudad constituye un paradigma y un objeto. Un
multimedia de mensajes y sentidos, de ruidos y silencios, de imágenes
y palabras. La ciudad es la creación del hombre y, por eso, en
su diseño y en la configuración de sus espacios podemos vislumbrar
a la sociedad que la crea y la sostiene.
Desde Durkheim en adelante, la tradición
sociológica ha considerado la ciudad como «el lugar de la máxima
intensificación de los lazos sociales», identificación que nos
muestra claramente las desigualdades patentizadas en los diferentes
usos de los espacios urbanos. No es lo mismo vivir en el centro
que en la periferia; y en la periferia se puede vivir en una casa
humilde o en un barrio privado. La ciudad es el espacio de los
cruces físicos y sociales, de grupos y sociedades. Lugar de luchas,
contradicciones y mestizajes. (1)
La ciudad incluye y excluye, iguala y divide, da seguridad y genera
opresión. Sus fortalezas están hechas no solo de ladrillos y cercos; también
hay muros mentales, políticos y culturales que conforman y deforman
los territorios urbanos.
País de paredes, dice Carlos Fuentes, México las construye primero,
como todos los pueblos, para defenderse de las inclemencias del
tiempo, del asalto de las bestias y luego del ataque de los enemigos.
Pero enseguida, la fundación obedece a otras razones: primero,
separar lo sagrado de lo profano. Luego, segregar al conquistador
del conquistado. Y finalmente, alejar al rico del pobre.
La urbanización ha corrido paralelamente al incremento de la violencia
urbana que sobrepasa, día a día, el crecimiento demográfico de
las ciudades. Violencia que surge no como un hecho aislado y espontáneo, sino
que es producto de una sociedad caracterizada por la desigualdad
y la exclusión social. La violencia se construye y se activa a
partir de la exclusión: exclusión del sistema de pertenencia que
sujeta a un miembro con su grupo, con su comunidad, con su país
y que es factor de contención e identidad. Por el contrario, la identidad
y la inclusión se constituyen como significantes primordiales
y representan el movimiento de ligazón con la ley, con la cultura,
con las relaciones interpersonales, con el orden simbólico.
Contrariamente a una concepción de ciudad formada por individuos
libres que tienen relaciones racionales, las metrópolis contemporáneas
suscitan una multiplicidad de pequeños enclaves fundados en la
interdependencia y heteronomía del tribalismo. El objeto ciudad
es una sucesión de territorios en los que la gente, de manera
más o menos efímera, arraiga, se repliega, busca cobijo y seguridad.
(2)
Fragmentación social:
estallido urbano
Grupos reunidos por sentimientos, por un nuevo estilo de sociabilidad.
La crisis de las instituciones hace emerger un nuevo tipo de tejido
social ya no referido a un territorio fijo ni a un consenso duradero
y racional. Las tribus urbanas están convocadas y reunidas por
los repertorios estéticos, los gustos sexuales, los estilos de
vida, las experiencias religiosas. Basadas en implicaciones
emocionales, en compromisos precarios y en localizaciones sucesivas,
las tribus se entrelazan en redes que van del feminismo a la ecología,
pasando por las bandas juveniles, las sectas orientales, las agrupaciones
deportivas, los clubes de lectores, los fans
de cantantes, las asociaciones de televidentes. Creadoras
de sus propias matrices comunicacionales, las tribus urbanas marcan de forma identitaria tanto sus ritmos de agregación, sus cadencias
de encuentros, como los trayectos con que demarcan los espacios. No es el lugar
el que congrega, sino la intensidad de sentido depositada por el grupo lo que convierte
una esquina, una plaza, una discoteca o un descampado, en territorio
propio.(3)
El tribalismo va de la mano de la masificación
y es la ciudad el escenario donde los diferentes grupos hallan
espacio para su
confrontación, encuentro y diferenciación. Muchas veces, estos espacios
de búsqueda de identidad colectiva devienen en escenario de comportamientos
violentos. No puede esperarse otra cosa en una sociedad
donde consumir es más valorado que compartir, donde la competencia
tiene más difusión que la solidaridad, donde un enorme porcentaje
de los jóvenes crece sin esperanza de empleo ni de éxito. La delincuencia también aparece, entonces, como
un camino estimulado por el consumismo, por la impunidad y por
los medios de comunicación que la propagan y legitiman. La necesidad
de desarrollar mecanismos psicosociales
compensatorios produce comportamientos antisociales o genera actividades
criminales como medio de afirmación, como forma alternativa de
recuperar la propia estima a partir del reconocimiento del grupo.
Muchas veces, el enfrentamiento con la policía o la ley refuerzan
esta tendencia. Desde una mirada psicoanalítica, la violencia se inscribe a expensas
de sentimientos de indefensión y privación. El accionar violento
es interpretado así como una búsqueda fallida de contención.(4)
En este contexto, la violencia representa una distorsión de las
relaciones sociales creadas dentro de una estructura familia,
grupo, barrio, país que no puede desempeñar positivamente su papel
de creador de identidad y pertenencia. La violencia genera una historia de conflictos diversos y variados,
cargados de formas más o menos brutales, referidos a los lugares,
las situaciones, las personas. Es lo que enfrenta a un hombre con una mujer,
a un individuo con una institución, a un adolescente con un adulto.
Quedan pocas dudas respecto de que la violencia no es un acto original
sino una construcción, una de las múltiples formas de relación
entre los seres humanos, que, según Franco, tiene tres características
fundamentales: primero, es una
relación mediada por la fuerza: hay una sustitución del argumento,
de la palabra; segundo, es una fuerza que, aplicada, siempre produce
daño: priva, deprava física y psicológicamente; y tercero, siempre
tiene una dirección. No hay una violencia porque sí. No hay violencia
demencial, violencia sin sentido. Toda violencia tiene detrás un proyecto. Un proyecto
de poder. Y no solo con referencia a los macropoderes
del Estado. Innumerables pequeñas violencias domésticas están
impregnadas de ese proyecto de redefinir o reafirmar la autoridad.
La violencia siempre es construida en el conjunto de las relaciones.(5)
La ciudad fragmentada
La ciudad latinoamericana se construyó sobre una cuadrícula, trazada
en planos antes que en la tierra, con una capacidad de crecimiento
y expansión aparentemente ilimitada. El centro daba coherencia
y referencia al resto y en el centro del centro estaba la plaza.
Hoy, centros de compra aislados, barrios privados, villas miseria
o planes de vivienda y nuevos centros de consumo marcan una tendencia.
La ciudad se ha descentrado, y este descentramiento es la forma
física que ha tomado la fragmentación social. Esta tendencia
se hace patente en el uso del territorio. Las ciudades se están
polarizando y emergen en sus territorios sociedades duales donde
las desigualdades económicas entrañan profundas diferencias de
oportunidades, de modos de vida, de valores y, también, de apropiación
de los espacios urbanos, dando origen a guetos de miseria, por
un lado, y de lujo, por otro.
En las periferias de nuestras ciudades aparecen los conjuntos «amurallados
» en los que se encierran grupos de habitantes en busca de seguridad
y privacidad. No son verdaderas comunidades lo que podría dar
cierto viso de legitimidad a la automarginación, sino propietarios
de viviendas sin relación entre sÍ, que se segregan voluntariamente
del resto de los habitantes. Solo comparten algunos servicios
y un grado de seguridad ante una ciudad cada vez más violenta
y peligrosa. (6)
En otros sectores de la ciudad, a veces rodeando estos conjuntos
que en Argentina llamamos countries,
se asientan ilegalmente las «villas miseria», enclaves de grandes masas de
la población que no cuentan con posibilidades de acceso a una
vivienda digna.
Tiempos violentos en la ciudad
Inmerso en este contexto, el ciudadano percibe con angustia un
clima de inseguridad; sale a la calle, cada día, y se enfrenta
a situaciones de violencia propia y ajena, a la violencia que
sobre él ejercen otras personas y también las instituciones. Camina
con miedo por las calles del barrio donde vive, elige con cuidado
los lugares para transitar y termina por encerrarse cada vez más
en su casa. Se siente como un extraño en su propio medio. Esto
sin olvidar el terrible desamparo que padece aquel que no tiene
un empleo o carece de vivienda.
La inseguridad obliga a los habitantes de las ciudades a adoptar
técnicas de supervivencia que profundizan la segmentación social,
inciden en la devaluación de la vida humana y en la tendencia
a responder a la ansiedad escalando aún más la segregación y la
confrontación entre sectores. La multiplicación de las medidas
de seguridad privada en las zonas residenciales, las alarmas,
la vigilancia privada, los animales entrenados y una mayor presencia policial, han invertido
la tendencia.
Ahora las mayores víctimas de saqueos domiciliarios, asaltos a mano armada
y ataque contra las personas, se encuentran en barrios cuyos habitantes
son de clase media baja.
El robo es también una preocupación entre las familias de menores
recursos. A estos delitos se suman las drogas, las amenazas y violaciones,
las lesiones y homicidios que muchas veces no se llegan a conocer.
En cuanto carecen de infraestructura adecuada para proteger sus
bienes, los pobres son más vulnerables; incluso en ciertos barrios
la policía ni siquiera ingresa para protegerlos. La tendencia
a la privatización de los medios de seguridad solo es apropiada
por los sectores que pueden pagar el servicio.
La inseguridad es desigual. La violencia urbana no afecta a todos
por igual ni a todos los barrios con la misma intensidad.
Los que más sufren la inseguridad son los pobres, en particular
las mujeres y los jóvenes, principales víctimas de los delitos.
No solo son más vulnerables a ciertas categorías de delito, crímenes
violentos, sino también a los efectos que tiene la victimización. Y esto tiene
como consecuencia un límite a la oportunidad de escapar al ciclo
de la pobreza.
Las cárceles siguen siendo la escuela del crimen pagada con el
dinero de los contribuyentes.
Se multiplican los casos de «justicia por mano propia».
Los llamados «justicieros» encuentran defensores públicos y anónimos que
justifican este tipo de conductas como una defensa ante la inoperancia
de la Justicia y la falta de seguridad.
Por otra parte, el sentimiento de inseguridad creciente agrava
la inestabilidad democrática: el ciudadano acosado por el miedo
cuestiona la razón de ser del Estado y pone en peligro la vigencia
del sistema. Se pregunta: ¿ de qué sirve
un Estado que no puede garantizar la seguridad de las personas
y de los bienes? Frente a esta demanda, el poder público recurre
a la respuesta rápida y pretende resolver el problema con leyes
más represivas, con más policía, con más control.
Muchas veces, las propias instituciones encargadas de proteger
la seguridad ciudadana son las que cometen crímenes y asesinatos contra
los ciudadanos, como es el caso del «gatillo fácil». Y otra
vez, son los jóvenes de los sectores de menores recursos las víctimas
más frecuentes de estos atropellos.
A esta sensación de temor e inseguridad, se suma el descontento
social por la implementación de un modelo de crecimiento macroeconómico
basado en severos planes de ajuste y causante del empobrecimiento
de numerosos sectores de la sociedad. La expresión de este descontento
se realiza generalmente de modo violento cortes de ruta, toma
de edificios públicos, incrementando la sensación de malestar
ciudadano. Esta circunstancia,
sumada al aumento de los extremismos, conduce a la proliferación
de discursos de corte fascista y autoritario y puede llevar a
la sociedad a demandar formas autoritarias de gestión que resuciten
estilos dictatoriales del pasado, o a la invención de nuevas tecnologías
de control; en definitiva, se corre el riesgo de sucumbir al pedido
de acciones que solo logran profundizar la exclusión.
Ejemplo de ello es la implementación, por parte del Estado, de
políticas de seguridad que tienen como mira exclusiva el mantenimiento
del orden público, sin contar para ello con la participación ciudadana
y sin considerar como axioma prioritario el respeto irrestricto
de los derechos humanos.
Ya tenemos experiencia los latinoamericanos y conocemos muy bien
las pesadillas que se desencadenan cuando, con el pretexto de
garantizar el orden y la tranquilidad de los ciudadanos, se desata
el terrorismo de Estado sustentado en una Doctrina que, paradójicamente,
en nuestro país llevó el nombre de Seguridad Nacional.
La falta de confianza en todo lo que se relaciona con la acción
colectiva acompaña las tensiones que eclosionan en la ciudad y
produce conflictos cotidianos en cada barrio. La sensación de
desprotección que se instala en los habitantes de las ciudades
resulta, sobre todo, de un abandono social. Los ciudadanos se
sienten abandonados por sus instituciones, por el personal policial,
por sus autoridades, por sus vecinos.
Ahora, si bien los crímenes violentos son más visibles en las ciudades
y su incremento crea fuertes sentimientos de desprotección e intolerancia,
la inseguridad del ciudadano no es producto exclusivo de la criminalidad.
La naturaleza de este sentimiento, que se expresa como inseguridad
(en alemán, Unsicherheit, que fusiona desprotección,
incertidumbre, vulnerabilidad), constituye un
impedimento para instrumentar soluciones colectivas.
Las personas que se sienten inseguras no son verdaderamente libres
para enfrentar los riesgos que exigen una acción colectiva.(7)
El miedo genera aislamiento y la vida social queda reducida a la
mínima expresión. La ciudad se transforma en un lugar de habitación y no de vida.
Se separan los lugares en áreas diferenciadas para el trabajo,
para el tiempo libre, para los aprovisionamientos. El espacio
público es solo el lugar de paso. La energía urbana se metaforiza
en la pura circulación: se trata de llegar, de no detenerse; de
circular, no de ambular. Que la gente circule y no se encuentre,
parece ser la preocupación fundamental de los urbanistas. La posibilidad
de contacto de la gente se limita a rutinas que día a día reducen
los espacios y lo fortuito. Pasan a ganar importancia las prácticas
de reclusión en espacios íntimos, y solo los jóvenes conservan
vivos algunos lugares de la ciudad para trasladarse y reunirse
fuera de lo privado.(8)
Esta subutilización del espacio público
significa un deterioro de la cohesión comunitaria, de la posibilidad
de construir una identidad colectiva en función del encuentro
con el otro. Las instituciones han dejado de ser puntos de referencia
estables. El barrio y la vecindad han devenido residuales: solo
representan un lugar de intercambio de pequeños servicios.
La ciudad mediática
El proceso va de la categoría de ciudadanos a la de consumidores
o marginados, y de la sociedad política a la sociedad de espectadores.
La sociedad política y de los ciudadanos se encontraba en los
equipamientos colectivos museos, teatros, bancos, fábricas, hospitales,
mercado, espacios de encuentro e integración de los segmentos
sociales. Sobre ellos hoy se imponen
otros trazos que desmaterializan los contactos, debilitando la
vida pública. Estos otros trazos son los dispositivos audiovisuales,
que podríamos concebir como equipamientos colectivos ingrávidos
que suprimen de cuajo el movimiento y la distancia y que pretenden
enseñar, en alguna medida, las fronteras culturales entre las
clases, la ausencia paulatina de vínculos sociales y los contrastes
de los desequilibrios y la desigualdad social.
(9) Las nuevas tecnologías crecen al ritmo que aumentan
las distancias y desequilibrios de nuestras sociedades. Su perfeccionamiento
y sofistificación parecen tender a la
captura de todos los sectores sociales. Se trata de la «movilidad
sin desplazamiento» y del «ver para creer». El nosotros se funda
ahora en la atomización de los públicos y la convergencia de los
individuos en la distancia.
Paradojas urbanas de fin de siglo: las ciudades crecen y se reducen
los ámbitos vitales de referencias. Si la ciudad pierde su centro,
la pantalla y la red constituyen el punto que descentra las operaciones
cotidianas, y así es posible recorrer la ciudad sin salir de casa.
La plaza central como lugar de encuentro y sociabilidad de nuestras
ciudades latinoamericanas es hoy la pantalla y la red. De este
modo, los contactos se desmaterializan y la escena urbana desaparece.
Por otra parte, ante la irracional urbanización de nuestras ciudades,
las redes electrónicas aportan su eficacia comunicacional.
Existe, de hecho, una simetría entre el crecimiento urbano y la
expansión de los medios. Se podría aventurar que el desequilibrio
urbano exige la reinvención de los lazos sociales y culturales.
La reinstauración del espacio público
Transformar la cultura de la violencia en cultura del diálogo supone
soñar con la reinstauración de la plaza como símbolo de lo público,
como reanimación del cuerpo social, oxigenando los pulmones donde
la ciudadanía respira identidad.
La plaza: conjunto semántico que retrotrae al espacio arcaico,
a la infancia, a los amores, a los festejos del pueblo, a la vivencia
de ciudadanía.
El pueblo quiere saber de qué se trata y es en la plaza donde pregunta
con voz colectiva. La plaza es escena y metáfora de la vida ciudadana.
En tomo
a las plazas nacieron las ciudades y en ellas los pobladores devinimos
ciudadanos, reuniéndonos para peticionar a las autoridades, para
preguntar por nuestros muertos, para protestar, para celebrar
ritos cívicos, deportivos, musicales, culturales.
El espacio público es de todos: en sus senderos se cruzan todo
tipo de personas, de todas las clases sociales, de todas las edades,
de diferentes etnias. Son espacios abiertos y respirables en medio
del cemento y el esmog,y
allí los seres humanos podemos recuperar, por un instante, el
contacto con la tierra.
Estos espacios son también lugares de encuentro fortuito, de la
charla informal, de la conversación. Allí se establecen nuevas
solidaridades y crecen inesperadas sensaciones: músicas, olores
y colores. La estaciones, la fiesta, la feria, la calesita y el
tiempo libre, la discusión política, el teatro callejero, el chisme,
la hamaca, la golosina, la noticia del día, el amor y la fuente. La plaza es un buen sitio para reflexionar antes de tomar algunas
decisiones, para leer, para esperar, para soñar. En sus senderos
los vecinos se saludan y en sus bancos sesiona de cara al sol
el Consejo de Ancianos.
Sentimos nostalgia de la plaza, el espacio privilegiado para construir
ciudadanía. Recrear plazas es nuestra utopía. No importa si son
virtuales, interiores, cibernéticas, permanentes o esporádicas.
Pueden desplegarse en las azoteas o en los subterráneos, adentro
de un shopping o en una discoteca. Lo importante
es que resignifiquen espacios impregnados
de ciudadanía, de diálogo, de libertad, de solidaridad y también
de alegría, a pesar de todo.
CL
(1) Daniel
Cabrera, Paneoclip. Módulo del Centro de Educación a
distancia. Introducción a la Comunicación Social (Córdoba: UIÚversidad
Nacional de Córdoba, 1994). (volver
al texto)
(2) Michel Maffesoli, «La hipótesis de la centralidad subterránea,), Revista Diálogos
23 (marzo de 1989): 8. (volver
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(3) Jesús Martín-Barbero,
citado por Daniel Cabrera en Paneoclip. (volver
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(4) Alfredo Torres, «Violencia y cultura, un enfoque analítico». Leído en mesa redonda «Violencia y familia», organizada por
la Asociación Argentina de Psicología y Psicoterapia de Grupo. Buenos Aires, agosto de 1988. (volver
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(5) Saúl Franco, «La violencia es
siempre un mensaje». Reportaje del diario Página 12 (Buenos Aires, 6 de abril de
1997). (volver
al texto)
(6) M. Waisman, «La ciudad descentrada», Revista Obras y Proyectos (octubre de 1994): 8. (volver
al texto)
(7)
Zygmunt Bauman, En busca de la política (Buenos Aires: Fondo de Cultura
Económica, 2001). (volver
al texto)
(8) Cabrera, artículo citado. (volver
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(9) Mabel
Piccini, «La ciudad interior: comunicación a
distancia y nuevos estilos culturales» (Departamento de Comunicación, Universidad Autónoma
Metropolitana, Xochimilco, México, 1994. Mimeo), p. 12. (volver
al texto)