Vivimos en una era en la que los ideales de los derechos humanos se han
colocado en el centro de la escena tanto política como éticamente.
Se ha gastado una gran cantidad de energía en promover su
significado para la construcción de un mundo mejor, aunque
la mayoría de los conceptos que circulan no desafían fundamentalmente
las lógicas de mercado liberales y neoliberales o los modos
dominantes de legalidad y de acción estatal. Vivimos, después
de todo, en un mundo en el que los derechos a la propiedad
privada y el benefició aplastan todas las demás nociones de
derechos. Quiero explorar aquí otro tipo de derecho humano,
el derecho a la ciudad.
¿Ha contribuido el impresionante ritmo y escala de urbanización de los
últimos cien años al bienestar humano? La ciudad, en palabras
del sociólogo urbano Robert Parker,
es
el
intento más exitoso del ser humano de rehacer el mundo en
el que vive de acuerdo con el deseo más íntimo de su corazón.
Pero si la ciudad es el mundo que el ser humano ha creado,
es también el mundo en el que a partir de ahora está condenado
a vivir. Así pues, indirectamente y sin un sentido nítido
de la naturaleza de su tarea, al hacer la ciudad, el ser humano
se ha rehecho a sí mismo (1).
La cuestión de qué tipo de ciudad queremos no puede estar divorciada de
la que plantea qué tipo de lazos sociales, de relaciones con
la naturaleza, de estilos de vida, de tecnologías y de valores
estéticos deseamos. El derecho a la ciudad es mucho más que
la libertad individual de acceder a los recursos urbanos:
se trata del derecho a cambiamos a nosotros mismos cambiando
la ciudad. Es, además, un derecho común antes que individual,
ya que esta transformación depende inevitablemente del ejercicio
de un poder colectivo para remodelar los procesos de urbanización.
La libertad de hacer y rehacer nuestras ciudades y a nosotros mismos es,
como quiero demostrar, uno de nuestros derechos humanos más
preciosos, pero también uno de los más descuidados.
Desde sus inicios, las ciudades han surgido mediante concentraciones geográficas
y sociales de un producto excedente. La urbanización siempre
ha sido, por lo tanto, un fenómeno de clase, ya que los excedentes
son extraídos de algún sitio y de alguien, mientras que el
control sobre su utilización habitualmente radica en pocas
manos. Esta situación general persiste bajo el capitalismo,
por supuesto; pero dado que la urbanización depende de la
movilización del producto excedente, surge una conexión íntima
entre el desarrollo del capitalismo y la urbanización. Los
capitalistas tienen que producir un producto excedente a fin de producir plusvalor; éste a su vez debe reinvertirse para generar más
plusvalor. El resultado de la reinversión
continuada es la expansión de la producción de excedente a
un tipo de interés compuesto, y de ahí proceden las curvas
logísticas (dinero, producción y población) vinculadas a la
historia de la acumulación de capital, que es replicada por
la senda de crecimiento de la urbanización en el capitalismo.
La perpetua necesidad de encontrar sectores rentables para la producción
y absorción de capital excedente conforma la política del
capitalismo y enfrenta al capitalista con diversas barreras
a la expansión continua y libre de inconvenientes. Si el trabajo
es escaso y los salarios son altos, o bien el trabajo existente
tiene que ser disciplinado -normalmente los dos métodos más
comunes son provocar un desempleo inducido tecnológicamente
o asaltar el poder de la clase obrera organizada-, o bien
deben encontrarse nuevas fuerzas de trabajo mediante la inmigración,
la exportación de capital o la proletarización de elementos
de la población hasta ese momento independientes. Los capitalistas
deben también descubrir nuevos medios de producción en general
y nuevos recursos naturales en particular, lo cual presiona
de modo creciente sobre el entorno natural a la hora de obtener
las materias primas necesarias y absorber los residuos inevitables.
Los capitalistas necesitan también descubrir nuevas áreas
de extracción de recursos naturales, tarea que es con frecuencia
el objetivo de los esfuerzos imperialistas y neocoloniales.
Las leyes coercitivas de la competencia también fuerzan la continua implementación
de nuevas tecnologías y formas organizativas, dado que éstas
permiten que los capitalistas venzan a sus competidores que
utilizan métodos inferiores. Las innovaciones definen nuevos
deseos y necesidades, reducen el tiempo de rotación del capital
y mitigan la fricción de la distancia, lo cual limita el ámbito
geográfico en el que el capitalista puede buscar suministros ampliados
de fuerza de trabajo, materias primas y demás insumos productivos.
Si no existe suficiente poder de compra en el mercado, deben
encontrarse nuevos mercados mediante la expansión del comercio
exterior, la promoción de nuevos productos y estilos de vida,
la creación de nuevos instrumentos crediticios y el gasto
público y privado financiado a través del endeudamiento. Si
finalmente la tasa de beneficio es demasiado baja, entonces
la regulación estatal de la «competencia ruinosa, la monopolización
(fusiones y adquisiciones) y las exportaciones de capital
ofrecen vías de salida.
Si alguna de las mencionadas barreras no puede ser evitada, los capitalistas
no pueden reinvertir rentablemente su producto excedente,
bloqueándose la acumulación de capital y enfrentándolos a
la crisis en la que su capital puede devaluarse y en algunos
casos destruirse físicamente. Las mercancías excedentes pueden
perder su valor o ser destruidas, mientras que los activos
y la capacidad productivos pueden dejar de utilizarse como
tales y quedar ociosos; el dinero mismo puede devaluarse mediante
la inflación, y la fuerza de trabajo, conocer el desempleo
masivo. ¿Cómo ha impulsado, pues, la necesidad de eludir estas
barreras y de expandir las áreas de actividad rentable la
urbanización capitalista? Sostengo aquí que la urbanización
ha desempeñado un papel particularmente activo, junto con
fenómenos como los gastos militares, a la hora de absorber
el producto excedente que los capitalistas producen perpetuamente
en su búsqueda de beneficios.
Revoluciones urbanas
Consideremos, en primer lugar, el caso del París del Segundo Imperio.
El año de 1848 trajo consigo una de las primeras innegables
crisis de capital excedente y de fuerza de trabajo ociosa
a escala europea, que golpeó a París de modo especialmente
duro, dando lugar a una revolución abortada protagonizada
por los trabajadores desempleados y por aquellos utópicos
burgueses que consideraban la república social como el antídoto
a la avaricia y la desigualdad que habían caracterizado a
la Monarquía de Julio. La burguesía republicana reprimió violentamente
a los revolucionarios, pero no logró resolver la crisis, que
se zanjó con el ascenso al poder de Luis Napoleón Bonaparte,
quien organizó un golpe de Estado en 1851 proclamándose emperador
el año siguiente. Para sobrevivir políticamente, recurrió
a una amplia represión de los movimientos políticos alternativos,
mientras que se enfrentó a la situación económica mediante
un vasto programa de inversión en infraestructuras tanto en
el interior de Francia como en el exterior, en donde acometió
la construcción de ferrocarriles en toda Europa y en Oriente,
apoyando grandes obras como el Canal de Suez. En el interior,
Luis Napoleón consolidó la red de ferrocarriles, construyó
puertos y dársenas, y desecó zonas pantanosas, pero sobre
todo acometió la reconfiguración
de la infraestructura urbana de París, encargando a Georges
Eugéne Haussmann
las obras públicas de la ciudad en 1853.
Haussmann comprendió claramente
que su misión era contribuir a resolver el problema de la
existencia de capital excedente y la situación de desempleo
existente mediante la urbanización. Reconstruir París absorbió
enormes cantidades de trabajo y capital para la época y, suprimiendo
las aspiraciones de la fuerza de trabajo parisina, fue un
instrumento esencial de estabilización social. Haussmann
se inspiró en los planes utópicos que fourieristas
y saint-simonianos habían debatido
durante la década de 1840 para remodelar París, introduciendo,
no obstante, una importante diferencia, ya que transformó
la escala a la que se imaginó el proceso urbano. Cuando el
arquitecto Jacques Ignace Hittorff le presentó sus planes de un nuevo bulevar, Haussmann se los devolvió diciéndole: "No es suficientemente
ancho [...] le has dado una anchura de 40 metros y yo lo quiero
de 120 metros». Anexionó los suburbios y rediseñó barrios
enteros como el de Les Halles. Para llevar a cabo estos proyectos,
Haussmann precisaba de nuevas instituciones
financieras y nuevos instrumentos de deuda como el Crédit Mobilier y el Crédit Immobilier, que fueron instituidos
de acuerdo con líneas saint-simonianas. Haussmann ayudó, de
hecho, a resolver el problema de la utilización del excedente
de capital estableciendo un sistema protokeynesiano
de mejoras urbanas en infraestructuras financiadas mediante
el endeudamiento.
El sistema funcionó muy bien aproximadamente durante
quince años e implicó no sólo la transformación de las infraestructuras
urbanas, sino también la construcción de un nuevo modo de
vida y de persona urbana. París se convirtió en "la ciudad
de la luz», un gran centro de consumo, turismo y placer; los
cafés, los grandes almacenes, la industria de la moda y las
grandes exposiciones cambiaron la vida urbana de modo que
pudiera absorber enormes excedentes mediante el consumo. Tras
un tiempo, sin embargo, el sistema financiero, sobretensado
y especulativo, y las estructuras de crédito colapsaron en
1868. Haussmann fue despedido; Napoleón
III, desesperado, declaró la guerra a la Alemania de Bismarck para perderla, creándose un vacío en el que se produjo
la Comuna de París, uno de los grandes episodios revolucionarios
de la historia urbana del capitalismo, desencadenado en parte
por la nostalgia del mundo que Haussmann había destrozado y por el deseo de los trabajadores
de recuperar la ciudad de la que habían sido desposeídos por
sus trabajos (2).
Saltemos ahora a la década de 1940 en Estados Unidos. La descomunal movilización
para atender el esfuerzo de guerra había resuelto temporalmente
el problema del uso del excedente de capital, que había parecido
tan intratable durante la década de 1930, y el desempleo que
había traído aparejado, pero todo el mundo temía lo que podría
suceder una vez que la guerra concluyese. Políticamente la
situación era peligrosa: el gobierno federal estaba, en efecto,
dirigiendo una economía nacionalizada y mantenía una alianza
con la Unión Soviética comunista, mientras que fuertes movimientos
sociales con inclinaciones izquierdistas habían emergido durante
la década de 1930. Como en la era de Luis Bonaparte, las clases
dominantes de la época consideraban necesaria una vigorosa
dosis de represión política, siendo demasiado familiar la
posterior historia de la política del mccarthysmo
y de la Guerra Fría, cuyos primeros signos abundaban ya a
principios de la década de 1940. En el frente económico, persistía
la cuestión de cómo podría absorberse el capital excedente.
En 1942. apareció en Architectural
Forum una larga evaluación de las iniciativas y trabajos
de Haussmann, que documentaba con detalle lo que éste había hecho,
intentaba un análisis de sus errores y buscaba recuperar su
reputación como uno de los mayores urbanistas de todos los
tiempos. El artículo no era sino de Robert
Moses, quien tras la Segunda Guerra
Mundial hizo en Nueva York lo que
Haussmann había hecho en París (3).
Moses cambió la escala de pensamiento sobre el proceso urbano.
Mediante un sistema de autopistas y transformaciones de infraestructuras,
suburbanización y la remodelación
total no sólo de la dudad sino del conjunto de la región metropolitana,
contribuyó a resolver el problema de la absorción de capital
excedente. Para lograrlo, exploró las nuevas instituciones
financieras y los modelos fiscales que liberarían el crédito
necesario para la expansión urbana financiada mediante el
endeudamiento. Cuando este proceso se extendió al conjunto
de las mayores áreas metropolitanas estadounidenses -de nuevo
otro cambio de escala-, desempeñó un papel fundamental a la
hora de estabilizar el capitalismo global después de 1945,
periodo en el que Estados Unidos podía permitirse propulsar
la economía global no comunista incurriendo en déficits
comerciales.
La suburbanización de Estados Unidos no fue
únicamente cuestión de nuevas infraestructuras. Como en el
Segundo Imperio, implicó una transformación radical de los
estilos de vida, la introducción de nuevos productos: de las
viviendas a las neveras y los aires acondicionados, de los
dos coches en el garaje a un enorme incremento en el consumo
de petróleo. También alteró el paisaje político, ya que la
propiedad subsidiada de una vivienda para la clase media cambió
el objeto de atención de la acción comunitaria hacia la defensa
de los valores de la propiedad y las identidades individualizadas,
canalizando el voto suburbano hada el republicanismo conservador.
Se pensaba que era menos probable que los propietarios de
una vivienda, aplastados por la deuda, recurriesen a la huelga.
Este proyecto absorbió con éxito el excedente y aseguró la
estabilidad social, aunque a costa de vaciar los centros de
los cascos urbanos y generar descontento entre aquéllos, básicamente
afro-americanos, a quienes se les negaba el acceso a la nueva
prosperidad.
A finales de la década de 1960, comenzó un tipo diferente de crisis; Moses, como Haussmann, cayó en desgracia
y su solución se consideró inapropiada e inaceptable. Los
tradicionalistas se agruparon en torno a Jane Jacobs
e intentaron contrarrestar la modernidad brutal de los proyectos
de Moses con una estética de barrio localizado. Pero las áreas
suburbanas ya habían sido construidas y el cambio radical
del estilo de vida que traía aparejado había tenido innumerables
consecuencias sociales, llevando a las feministas, por ejemplo,
a proclamar esas áreas como el lugar de sus descontentos primordiales.
Si la haussmannización desempeñó
un papel en las dinámicas de la Comuna de París, las características
descarnadas del modo de vida suburbano también desempeñaron
su parte en los espectaculares acontecimientos que tuvieron
lugar en Estados Unidos en 1968, Los estudiantes blancos de
clase media mostraron su descontento desencadenando una fase
de revuelta mediante la búsqueda de alianzas con grupos marginales
que reivindicaban los derechos civiles y agrupándose contra
el imperialismo estadounidense para construir otro tipo de
mundo, que incluía también otro tipo de experiencia urbana.
En París, la campaña para detener la vía rápida de la
margen izquierda y la destrucción de barrios tradicionales
por la invasión de “gigantes de altura” como la Place d'Italie
y la torre Montparnasse ayudó á animar las mayores dinámicas del levantamiento
de 1968. En este contexto, Henri Lefebvre
escribió La revolutíon urbaine,
que predijo no sólo que la urbanización era central para la
supervivencia del capitalismo y, por lo tanto, susceptible
necesariamente de convertirse en objeto crucial de la lucha
de clases y de la lucha política, sino que estaba despareciendo
paulatinamente la distinción entre el campo y la dudad mediante
la producción de espacios integrados a lo largo del territorio
nacional, si no más allá del mismo (4).
El derecho a la cuidad tenía que significar el derecho a dirigir
la totalidad del proceso urbano, que estaba dominando cada
vez más el campo mediante fenómenos
que iban del agribusiness
a la segunda residencia y el turismo rural.
De la mano de la revuelta de 1968 vino la crisis financiera
de las instituciones crediticias que, al financiar la deuda,
habían propiciado un boom inmobiliario durante las décadas precedentes. La
crisis se intensificó a finales de la de 1960 hasta que el
sistema capitalista colapso, primero con la explosión de la
burbuja del mercado inmobiliario en 1973, a la que siguió
la quiebra de la dudad de Nueva York
en 1975. Como indicó WiIliam Tabb,
la respuesta a las consecuencias de esta última avanzaron,
de hecho, la construcción de la respuesta neoliberal a los
problemas de perpetuar el poder de clase reanimando la capacidad
de absorber los excedentes que el capitalismo debe producir
para sobrevivir (5).
Rodear el globo
Demos otro salto hasta la coyuntura actual. El capitalismo internacional
ha conocido una rápida serie de crisis y debacles -Asia oriental
y sudooriental en 1997-1998; Rusia
en 1998; Argentina en 2001-, pero hasta tiempos recientes
había evitado una crisis global, aun teniendo en cuenta la
inestabilidad crónica para disponer del excedente de capital.
¿Cuál fue el papel de la urbanización para estabilizar esta
situación? En Estados Unidos, se acepta la opinión de que
el sector de la vivienda fue un importante estabilizador de
la economía, particularmente tras el hundimiento del sector
de la alta tecnología a finales de la década de 1990, y un
componente activo de la expansión en los primeros años de
la actual. El mercado de la vivienda absorbió directamente
una gran cantidad de capital excedente mediante la construcción
de centros urbanos así como de viviendas y espacios de oficina
suburbanos, mientras que la rápida inflación de los precios
de los activos de la vivienda -respaldado por una generosa
ola de refinanciación hipotecaría a tipos de interés históricamente
bajos- estimuló el mercado interior estadounidense de bienes
de consumo y de servicios. La expansión urbana estadounidense
contribuyó parcialmente a estabilizar la economía global,
en un momento en que Estados Unidos soportaba enormes déficits
comerciales con el resto del mundo, endeudándose aproximadamente
por un monto de 2 millardos de dólares
diarios para alimentar su insaciable pauta de consumo así
como las guerras de Iraq y Afganistán.
Pero el proceso urbano ha experimentado otra transformación de escala,
Se ha hecho, dicho en una palabra, global. Los booms
inmobiliarios en el Reino Unido y en España, así como en otros
muchos países, han ayudado a propulsar una dinámica capitalista
de modos que se asemejan a grandes rasgos a lo que ha sucedido
en Estados Unidos, la urbanización de China durante los últimos
veinte años ha sido de un carácter diferente, concentrándose
en el desarrollo de su infraestructura, siendo incluso más
importante que el proceso estadounidense. Su ritmo se intensificó
enormemente tras una breve recesión en 1997, hasta el punto
de que China ha consumido casi la mitad de la producción mundial
de cemento desde 2000. Más de cien ciudades han rebasado el
punto de inflexión del millón de habitantes durante este periodo,
y pequeños pueblos como Shenzhen
se han convertido en gigantescas metrópolis de entre 6 y 10
millones de habitantes. Colosales proyectos de infraestructuras,
que incluyen presas y autopistas financiadas de nuevo mediante
el endeudamiento, están transformando el paisaje. Las consecuencias
para la economía global y la absorción de capital excedente
han sido significativas: Chile crece espectacularmente gracias
al alto precio del cobre, Australia avanza a pasos de gigante
e incluso Brasil y Argentina se han recuperado en parte gracias
a la fortaleza de la demanda china de materias primas.
¿Es la urbanización de China, por lo tanto, el estabilizador primario
del capitalismo global en la actualidad? La respuesta tiene
que ser un sí matizado, porque China es únicamente el epicentro
de un proceso de urbanización que ahora se ha hecho genuinamente
global, en parte por la impresionante integración de los mercados
financieros que han utilizado su flexibilidad para financiar;
mediante el endeudamiento el desarrollo urbano en todo el
mundo. El banco central chino, por ejemplo, se ha mostrado
activo en el mercado hipotecario estadounidense, mientras
que Goldman Sachs se ha involucrado intensamente en el vigoroso mercado
inmobiliario de Bombay y el capital de Hong
Kong ha invertido en Baltimore. En medio de una marea de migrantes empobrecidos, la construcción ha crecido de un modo
inusitado en Johannesburgo, Taipei y Moscú, así como en las
ciudades de los países capitalistas centrales, como Londres
y Los Ángeles. Impresionantes si no criminalmente absurdos
resultan los proyectos de megaurbanizadón
que han emergido en Oriente Próximo en lugares como Dubai
y Abu Dhabi, los cuales han absorbido
los excedentes procedentes de la riqueza del petróleo en los
modos más obscenos, socialmente injustos y ambientalmente
despilfarradores.
Esta escala global dificulta la comprensión de que lo que está sucediendo
es teóricamente similar a las transformaciones que Haussmann supervisó en París, dado que el boom urbanizador global ha dependido, como sucedió
con los que le antecedieron, de la construcción de nuevas
instituciones y dispositivos financieros para organizar el
crédito necesario para sostenerlo. Las innovaciones financieras
lanzadas durante la década de 1980 -titularización y señalización
de las hipotecas locales para ser vendidas en todo el mundo
y establecimiento de nuevos vehículos para negociar obligaciones
de deuda garantizada- han desempeñado un papel fundamental,
siendo sus principales beneficios la dispersión del riesgo
y la posibilidad de crear fondos de ahorro excedente de más
fácil acceso para la demanda de vivienda. Estas innovaciones
financieras también han reducido los tipos de interés globales,
al tiempo que generaban inmensas fortunas para los intermediarios
financieros que trabajaban con esos prodigios. Pero dispersar
el riesgo no significa eliminarlo. Además, el hecho de que
éste pueda distribuirse tan ampliamente, estimula comportamientos
locales todavía más arriesgados, porque el pasivo puede transferirse
a otra parte. Sin controles adecuados de evaluación del riesgo,
esta ola de financiarización se ha traducido ahora en la doble crisis
de las hipotecas subpríme
y del valor de los activos inmobiliarios. El resultado de
todo ello se concentró primero en las ciudades estadounidenses,
con implicaciones particularmente serias para los afroamericanos de bajos ingresos ubicados en el centro de
las ciudades y los hogares a cargo de una mujer soltera. Ha
afectado también a aquellos que, incapaces de permitirse los elevadísimos precios de la vivienda en los centros urbanos,
especialmente en el sudoeste, fueron obligados a desplazarse
a las periferias metropolitanas: aquí decidieron especular,
inicialmente pagando tipos de interés baratos, con viviendas
adosadas ya construidas, enfrentándose ahora a costes de desplazamiento
crecientes a medida que aumenta el precio del petróleo y con
cuotas hipotecarias cada vez mayores cuando comienzan a pagar
los intereses de acuerdo con los tipos de mercado.
La crisis actual, con sus severas repercusiones locales
sobre la vida y las infraestructuras urbanas, amenaza también
la totalidad de la arquitectura del sistema financiero global
y puede desencadenar, además, una recesión de envergadura.
Los paralelos con la década de 1970 son escalofriantes, incluida
la inmediata respuesta con la concesión de dinero fácil por
parte de la Reserva Federal en 2007-2008, que generará casi
con toda seguridad fuertes corrientes de inflación incontrolable,
si no una situación de estanflación
en un futuro no muy lejano. Sin embargo, la situación es mucho
más compleja en la actualidad, y sigue siendo una cuestión
abierta si China puede compensar una debacle seria de Estados
Unidos; incluso parece que en aquel país el ritmo de la urbanización
puede estar ralentizándose (6).
Los sistemas de negociación informatizados que operan prácticamente
en tiempo real siempre amenazan con crear una gran divergencia
en el mercado, que ya está produciendo una increíble volatilidad
en la negociación bursátil y que precipitará una crisis masiva
que requerirá repensar totalmente cómo funcionan no sólo los
mercados monetarios y financieros, sino también su relación
con la urbanización.
Propiedad y pacificación
Como en todas las fases precedentes, esta última radical expansión del
proceso urbano ha traído aparejadas increíbles transformaciones
de los estilos de vida. La calidad de la vida urbana se ha
convertido en una mercancía como la ciudad misma, en un mundo
en el que el consumismo, el turismo, las industrias culturales
y las basadas en el conocimiento se han convertido en aspectos
esenciales de la economía política urbana. La inclinación
posmoderna a estimular la formación de nichos de mercado -tanto
en los hábitos de consumo como en las formas culturales- acecha
la experiencia urbana contemporánea con un aura de libertad
de elección, siempre que se disponga de dinero para ello.
Grandes centros y superficies comerciales proliferan como
lo hacen los restaurantes de fastfood
y los mercados de productos artesanales. Asistimos
ahora, como señala el sociólogo urbano Sharon Zukin, a la “pacificación
mediante el capuchino”. Incluso la incoherente,
blanda y monótona promoción de vivienda adosada suburbana,
que continúa dominando en muchas áreas, recibe ahora su antídoto
en la forma de un movimiento en pro de un “nuevo urbanismo”,
que oferta la venta de comunidad y estilos de vida de calidad
para cumplir todo tipo de sueños urbanos. Éste es un mundo
en el que la ética neoliberal de un intenso individualismo
posesivo y su correspondiente retirada política de las formas
de acción colectiva se convierte en el modelo de la socialización
humana (7).
La defensa de los valores de la propiedad se convierte en
un interés político tan fundamental que, como señala Mike Davis, las asociaciones de
propietarios en el estado de California se han convertido
en bastiones de la reacción política, sino de fascismos fragmentados
a escala de barrio (8).
Vivimos cada vez más en áreas urbanas divididas y proclives al conflicto.
Durante las últimas tres décadas, el giro neoliberal ha restaurado
el poder de clase en manos de las élites
ricas. En México han aparecido 14 milmillonarios
desde entonces, y en 2006 el país se jactaba de que un connacional,
Carlos Slim, era el hombre más rico
del planeta, al tiempo que las rentas de los pobres se habían
estancado o directamente disminuido. Los resultados se hallan
indeleblemente grabados en las formas espaciales de
nuestras ciudades, caracterizadas cada vez más por fragmentos
fortificados, comunidades valladas y espacios públicos privatizados
sometidos a constante vigilancia. En el mundo en vías de desarrollo
en particular, la ciudad
se
está dividiendo en diferentes partes separadas, con la evidente
formación de innumerables “micro Estados”. Barrios ricos dotados
de todo tipo de servicios, tales como escuelas exclusivas,
campos de golf y de tenis, y servicios privados de policía
que patrullan el área de modo permanente, se entrelazan con
asentamientos ilegales en los que puede disponerse de agua
únicamente en fuentes públicas, no existe alcantarillado,
la electricidad es pirateada por unos pocos privilegiados,
las calles se convierten en barrizales cuando llueve, y donde
compartir casa es la norma. Cada fragmento parece vivir y
funcionar de modo autónomo, aferrándose tenazmente a lo que
ha sido capaz de conseguir en la lucha diaria por la supervivencia
(9).
Bajo estas condiciones, los ideales de identidad urbana, ciudadanía y
pertenencia -ya amenazados por la difusión del malestar de
la ética neoliberal- resultan mucho más difíciles de sostener.
La redistribución privatizada mediante la actividad criminal
amenaza la seguridad a cada paso, promoviendo demandas populares
para que sea suprimida por la policía. Incluso la idea de
que la ciudad podría funcionar como cuerpo político colectivo,
un lugar en el que y desde el que los movimientos sociales
progresivos podrían emanar, no parece plausible. Existen,
sin embargo, movimientos sociales urbanos que intentan superar
el aislamiento y remodelar la ciudad de acuerdo con una imagen
diferente de la promovida por los promotores inmobiliarios
respaldados por el capital financiero, el capital corporativo
y un aparato de Estado cada vez más imbuido por una lógica
estrictamente empresarial.
Desposesiones
La absorción de excedente mediante la transformación urbana tiene un aspecto
todavía más siniestro, que ha implicado repetidas explosiones
de reestructuración urbana mediante la «destrucción creativa»,
que tiene casi siempre una dimensión de clase, dado que son
los pobres, los no privilegiados y los marginados del poder
político quienes sufren primeo y en mayor medida las consecuencias
de este proceso en el que la violencia es necesaria para construir
el nuevo mundo urbano a partir de las ruinas del viejo. Haussmann
desgarró los viejos barrios pobres de París, utilizando el
poder de la expropiación en nombre de la mejora y la renovación
cívicas, e implemento deliberadamente la expulsión de buena
parte de la clase obrera y de otros elementos levantiscos
presentes en el centro de la ciudad, donde constituían una
amenaza al orden público y al poder. Creó una forma urbana
en la que pensaba -incorrectamente, como se demostró en 1871-
que, con niveles suficientes de vigilancia y control militar,
podría garantizarse que los movimientos revolucionarios serían
domeñados con facilidad. Sin embargo, como Engels
señalo en 1872:
En
realidad, la burguesía dispone únicamente de un método para
resolver el problema de la vivienda de modo vacilante, es
decir, resolverlo de modo que la solución continuamente reproduzca
de nuevo el problema. Este método se llama “Haussmann" [...] No importa qué diferentes puedan ser
las razones, el resultado siempre es el mismo; los escandalosos
callejones y callejuelas desaparecen acompañados por las generosas
autoalabanzas de la burguesía que
explican el tremendo éxito cosechado, pero reaparecen de nuevo
inmediatamente en algún otro sitio [...] La misma necesidad
económica que los produjo en una primera ubicación, los reproduce
en otro lugar (10).
Llevó más de cien años completar el aburguesamiento del centro de París,
con las consecuencias vistas en los recientes levantamientos
y en la ola de violencia que sacudió los suburbios aislados
que atrapan a los migrantes marginados y a los trabajadores y jóvenes desempleados.
Lo triste en este caso, por supuesto, es que la situación
descrita por Engels se reproduce
de modo recurrente a lo largo de la historia. Robert
Moses «empuñó el hacha en el Bronx»,
según sus propias palabras, cosechando largos y ruidosos lamentos
de los grupos y movimientos vecinales. En el caso de París
y Nueva York, una vez que el poder
de las expropiaciones del Estado ha sido objeto de resistencia
y contención exitosas, se desencadena una progresión más insidiosa
y cancerosa a través de la disciplina presupuestaria municipal,
la especulación inmobiliaria y la zonificación del
uso del suelo de acuerdo con la tasa de beneficio de su -más
elevado y mejor uso». Engels comprendió
esta secuencia de modo más que certero:
El
crecimiento de las grandes ciudades modernas concede al suelo
localizado en determinadas áreas, particularmente en aquellas
que se hallan centralmente situadas, un incremento artificial
y colosal de su valor. Los edificios erigidos sobre las mismas
deprimen su valor en vez de incrementarlo, porque dejan de
estar adaptados a circunstancias que no dejan de modificarse,
siendo entonces derribados y sustituidos por otros, lo cual
sucede sobre todo con las viviendas de los trabajadores que
se hallan ubicadas en los centros de las ciudades y cuyas
rentas, incluso forzando al máximo su congestión, nunca pueden,
o lo hacen muy lentamente, incrementarse por encima de determinado
máximo. Son demolidas y en su lugar se construyen tiendas,
almacenes y edificios públicos" (11).
Aunque esta descripción fue escrita en 1872, es aplicable
directamente al desarrollo urbano contemporáneo en gran parte
de Asia -Delhi, Seúl, Bombay-, así como a los procesos de
gentrificación de Nueva York. En el corazón de la urbanización característica del
capitalismo radica un proceso de desplazamiento y lo que yo
denomino “acumulación por desposesión”
(12).
Se trata de la contraimagen de la absorción de capital mediante
el redesarrollo urbano, que da lugar a numerosos conflictos
en torno a la captura de suelo valioso en manos de las poblaciones
de renta baja que han podido vivir en esas ubicaciones durante
muchos años.
Considérese el caso de Seúl durante la década de 1990: las empresas de
construcción y los promotores inmobiliarios contrataron escuadras
de matones con complexión de luchadores de sumo para invadir
los barrios de las comunas de la ciudad, que no sólo demolieron
y destrozaron las viviendas sino también todas las pertenencias
de aquellos que habían construido sus propias casas durante
la década de 1950 en terrenos que se habían convertido ahora
en suelo de gran valor. Edificios de gran altura, que no muestran
traza alguna de la brutalidad que permitió su construcción,
cubren ahora la mayoría de esas colinas. En Bombay, entretanto,
6 millones de personas oficialmente consideradas como chabolistas
se hallan instaladas en terrenos sobre los que no poseen título
legal alguno; todos los mapas de la ciudad dejan estos lugares
en blanco. Con la pretensión de convertir Bombay en un centro
financiero global digno de rivalizar con Shanghai, el boom inmobiliario
se ha intensificado y el suelo que ocupan estos habitantes
ilegales parece cada vez más valioso. Dharavi,
una de las áreas urbanas híperdegradadas
más prominentes de Bombay, se estima que puede tener un valor
de 2 millardos de dólares. La presión
para desalojarla -aduciendo razones ambientales y sociales
que ocultan el apoderamiento del suelo- asciende día tras
día. Los poderes financieros, respaldados por el Estado, presionan
para que se produzca un desalojo por la fuerza, con la intención
de apropiarse violentamente de terrenos en algunos casos ocupados
durante una generación. Se trata de acumulación de capital
mediante booms de
actividad inmobiliaria, ya que el suelo se adquiere; prácticamente
sin ningún coste. ¿Será compensada la gente que es desplazada?
Los afortunados obtendrán algo, pero aunque la Constitución
india especifica que el Estado tiene la obligación de proteger
las vidas y el bienestar del conjunto de la población, con
independencia de la clase o la casta, y de garantizar los
derechos a la vivienda y el alojamiento, el Tribunal Supremo
ha dictado sentencias que reescriben esa exigencia constitucional.
Como los habitantes de esas áreas urbanas hiperdegradadas
son ocupantes ilegales y muchos no pueden demostrar de modo
irreprochable una residencia prolongada, no tienen derecho
de compensación. Conceder tal derecho, afirma el Tribunal
Supremo, equivaldría a recompensar a los rateros por sus acciones,
de modo que los ocupantes ilegales, o bien resisten y luchan,
o bien se trasladan con sus pocas pertenencias para acampar
en los márgenes de las autopistas o donde puedan encontrar
un reducido lugar para instalarse (13).
Ejemplos de desposesión pueden encontrarse también en Estados Unidos,
aunque éstos tienden a ser menos brutales y más legalistas:
el derecho del Estado al dominio eminente ha sido objeto de
abuso a fin de desplazar a residentes establecidos en viviendas
razonables en beneficio de usos del suelo de mayor importancia
como grandes edificios de viviendas y centros comerciales.
Cuando tal comportamiento llegó al Tribunal Supremo estadounidense,
los jueces sentenciaron que era constitucional que las autoridades
locales se comportasen de ese modo para incrementar la base
imponible de sus impuestos sobre la propiedad (14).
En China, millones de personas están siendo desposeídas de los espacios
que han ocupado durante largo tiempo, ascendiendo a 3 millones
únicamente en Pekín. Como carecen de derechos de propiedad
privada, el Estado puede simplemente desplazarlos por decreto,
ofreciendo un pequeño pago en metálico para ayudarles en su
nueva situación, antes de conceder con gran beneficio el suelo
a los promotores. En algunos casos, la gente se ha movido
voluntariamente, pero abundan las noticias de casos de gran
resistencia, que son respondidos con una represión brutal
por el Partido Comunista. En China abundan los casos de desplazamientos
de población en los márgenes rurales, que ilustran el significado
de la idea de Lefebvre, visionariamente
articulada en la década de 1960, de que la distinción entre
lo urbano y lo rural se estaba disolviendo en un conjunto
de espacios porosos de desarrollo geográfico desigual bajo
el poder hegemónico del capital y del Estado. Esto ha sucedido
en India, donde los gobiernos central y estatal favorecen
ahora el establecimiento de Zonas Económicas Especiales, supuestamente
para el desarrollo industrial, aunque la mayoría del suelo
se dedica a la urbanización. Esta política ha conducido a
enconadas batallas contra los productores agrícolas, cuyo
epítome fue la masacre de Nandigram
en Bengala occidental en marzo de 2007, orquestada por el
gobierno marxista del estado. El intento de encontrar terrenos
para el Grupo Salina, un conglomerado indonesio, por parte
del gobierno del PCI (marxista) se saldó con el envío de la
policía para dispersar a los habitantes del pueblo, de los
cuales 14 murieron y docenas fueron heridos. Los derechos
de propiedad en este caso no proporcionaron ninguna protección.
¿Qué opinar, por otro lado, de la propuesta aparentemente progresista
de conceder derechos de propiedad privada a las poblaciones
que ocupan ilegalmente, proporcionándoles activos que les
permitirían salir de la pobreza? . Un plan de este tipo se
está discutiendo ahora para las favelas
de Rio de Janeiro, por ejemplo.
El problema es que los pobres, asediados por la inseguridad
de su renta y frecuentes dificultades financieras, pueden
ser persuadidos fácilmente de vender ese activo por un pago
en metálico relativamente bajo. Los ricos habitualmente rechazan
renunciar a sus activos de valor sin importar lo elevado que
pueda ser el precio ofrecido por ellos, lo cual explica por
qué Moses pudo empuñar el hacha
en el Bronx de rentas bajas, pero
no en la rica Park Avenue.
El efecto duradero de la privatización de la vivienda social
en Gran Bretaña por Margaret Thatcher ha sido crear
una estructura de alquileres y precios en toda el área del
Londres metropolitano que impide a los grupos de renta baja
o incluso de clase media el acceso a una vivienda en punto alguno próximo al centro
urbano. Apuesto que en quince años. si
continúan las tendencias actuales, la totalidad de las colinas
de Rio de Janeiro ocupadas por favelas
estarán cubiertas por altos edificios de viviendas con vistas
fabulosas sobre la lúdica bahía de la ciudad, mientras que
los anteriores habitantes de aquéllas habrán sido filtrados
a alguna remota periferia.
Formular demandas
La urbanización, podemos concluir, ha desempeñado un papel crucial en
la absorción de los excedentes de capital, siempre a una escala
geográfica cada vez mayor, pero al precio de un proceso impresionante
de destrucción creativa que ha desposeído a las masas de todo
derecho a la ciudad, cualesquiera que sean éstos. El planeta
como terreno de construcción choca con el “planeta de ciudades
miseria”. Periódicamente esto
acaba en revuelta, como en París en 1871 o en Estados Unidos
tras el asesinato de Martín Luther King en 1968. Si, como parece
probable, las dificultades presupuestarias crecen y la hasta
ahora exitosa fase neoliberal, posmoderna y consumista de
urbanización capitalista mediante la absorción de excedente
llega a su fin y se desencadena una crisis de mayores dimensiones,
entonces se plantea la siguiente pregunta: ¿dónde está nuestro
1968 o dicho más llamativamente, nuestra versión de la Comuna?
Como sucede con el sistema financiero, la respuesta va a ser
mucho más compleja precisamente porque el proceso urbano presenta
ahora un alcance global. Los signos de rebelión se prodigan
por doquier: el malestar en China e India es crónico, las
guerras civiles desgarran África, América Latina está en fermento.
Cualquiera de estas revueltas podría ser contagiosa. A diferencia
del sistema financiero, sin embargo, los movimientos urbanos
y periurbanos de oposición, que
abundan en todo el mundo, no se hallan estrechamente interrelacionados;
de hecho, la mayoría no tienen conexión entre sí. Si algo
los hiciera conectarse entre sí, ¿qué exigirían?.
La respuesta a esta última pregunta es realmente simple
en teoría: mayor control democrático sobre la producción y
utilización del excedente. Dado que el proceso urbano es un
canal esencial de uso del excedente, instituir una gestión
democrática sobre su despliegue urbano constituye el derecho
a la cuidad. A lo largo de la historia capitalista, parte
del plusvalor ha sido gravado fiscalmente,
y durante las fases socialdemócratas la proporción a disposición
del Estado ha crecido de modo significativo. El proyecto neoliberal
de los últimos 30 años ha estado orientado hacia la privatización
de ese control. Los datos del conjunto de países de la OCDE
muestran, sin embargo, que la parte gestionada por el Estado
del producto bruto se ha mantenido prácticamente constante
desde la década de 1970 (15).
El mayor logro del asalto neoliberal ha sido, por consiguiente,
impedir que la cuota pública se expandiese como lo hizo durante
la década de 1960. El neoliberalismo también ha creado nuevos
sistemas de governance que
integran los intereses del Estado y de las empresas, y que
mediante el uso del poder del dinero, han asegurado que la
utilización del excedente a través de la Administración pública
favorezca al capital corporativo y a las clases dominantes
a la hora de conformar el proceso urbano. Incrementar la proporción
del excedente detentado por el Estado únicamente tendrá un
impacto positivo si éste es sometido de nuevo a control democrático.
Es obvio que el derecho a la ciudad está cayendo cada vez más en manos
de intereses privados o cuasi privados.
En Nueva York, por ejemplo, el milmillonario
alcalde Michael Bloomberg está remodelando
la ciudad en sintonía con los promotores, Wall
Street y los elementos de la clase
capitalista transnacional, promoviéndola como una ubicación
óptima para las empresas de alta gama y un destino fantástico
para los turistas. Está convirtiendo Manhattan
en una inmensa comunidad vallada para los ricos. En Ciudad
de México, Carlos Slim había remodelado las calles del centro para agradar la
mirada de los turistas. Pero no sólo se trata de que individuos
ricos ejerzan un poder directo. En la ciudad de New
Haven, carente de recursos para la reinversión urbana, está
Yale, una de las universidades más
ricas del mundo, que está rediseñando gran parte del tejido
urbano para adaptarlo a sus necesidades. Johns
Hopkins University está haciendo lo propio con la zona oriental de
Baltimore, y Columbia University
planea hacer lo mismo respecto a determinadas áreas de Nueva
York: ambas iniciativas han desencadenado movimientos vecinales
de resistencia. El derecho a la ciudad, tal como se halla
hoy constituido, se encuentra demasiado restringido, en la
mayoría de los casos, a una reducida élite
política y económica que se halla en condiciones cada vez
más de conformar las ciudades de acuerdo con sus propios deseos.
Cada mes de enero, la Oficina del Interventor del Estado de Nueva York publica una estimación del total de bonos pagados por
Wall Street durante los anteriores
12 meses. En 2007, un año desastroso para los mercados financieros
desde todo punto de vista, esos bonos ascendieron a 33,2 milliardos
de dólares, tan sólo un 2 por 100 menos que el año anterior.
A mediados del verano de 2007, la Reserva Federal y el Banco
Central Europeo inyectaron miles de millones de dólares en
créditos a corto plazo en el sistema financiero para asegurar
su estabilidad, y posteriormente la Fed
redujo espectacularmente los tipos de interés e inyectó enormes
cantidades de liquidez cada vez que el índice Dow
amenazaba con caer estrepitosamente. Entretanto, aproximadamente
dos millones de personas han perdido o están a punto de perder
sus viviendas por la ejecución de sus hipotecas. Muchos barrios
urbanos e incluso comunidades periurbanas
en Estados Unidos han sido clausuradas y vandalizadas,
destrozadas por las prácticas prestamistas de las instituciones
financieras. Esta población no percibe bonos. En realidad,
dado que la ejecución hipotecaria significa la condonación
de la deuda, lo cual es considerado como una renta en Estados
Unidos, muchos de los expulsados se enfrentan a una importante
carga tributaria en concepto de impuesto sobre la renta por
un dinero que nunca estuvo en sus manos. Esta asimetría no
puede entenderse sino como una contundente y masiva forma
de confrontación de clase. Está desencadenándose un “Katrina financiero”, que amenaza, convenientemente para los
promotores inmobiliarios, con barrer barrios enteros de renta
baja ubicados en terrenos potencialmente de alto valor situados
en el centro de las ciudades, de forma mucho más eficaz y
rápida de lo que sería posible con los expedientes de expropiación
forzosa.
Durante el siglo XXI veremos surgir una oposición coherente
a estas pautas de comportamiento. Existen ya, por supuesto,
una gran cantidad de diversos movimientos sociales que se
concentran en la cuestión urbana, desde India y Brasil hasta
China, España, Argentina y Estados Unidos. En 2001, se insertó
un anexo sobre la ciudad en la Constitución brasileña, fruto
de la presión ejercida por los movimientos sociales, que reconocía
el derecho colectivo a la ciudad (16).
En Estados Unidos, se ha sugerido que los 700 millardos
de dólares destinados a rescatar a las instituciones financieras
se entreguen a un Banco para la Reconstrucción que serviría
para evitar las ejecuciones hipotecarias y financiar proyectos
para revitalizar los barrios y renovar las infraestructuras
municipales. La crisis urbana que está afectando a millones
de personas se pondría por delante de las necesidades de los
grandes inversores y financieros. Desafortunadamente, los
movimientos sociales no son lo suficientemente fuertes como
para imponer esta solución, ni han convergido todavía en torno
al objetivo singular de obtener un mayor control sobre los
usos del excedente y mucho menos sobre las condiciones de
su producción.
En este momento de la historia, ésta tiene que ser una lucha global, predominantemente
con el capital financiero, ya que ésta es la escala a la que
trabajan en la actualidad los procesos de urbanización. Obviamente,
la tarea política de organizar tal confrontación es difícil,
cuando no apabullante. Sin embargo, las oportunidades se multiplican,
porque, como demuestra este breve texto, las crisis estallan
recurrentemente en torno a la urbanización tanto local como
globalmente, y las metrópolis se han convertido en el punto
de colisión masiva -¿nos atrevemos a llamarlo lucha de clases?-
de la acumulación por desposesión
impuesta sobre los menos pudientes y del impulso promotor
que pretende colonizar espacio para los ricos.
Dar un paso adelante para unificar estas luchas supone adoptar el derecho
a la ciudad como eslogan practico é ideal político, porque
el mismo plantea la cuestión de quién domina la conexión necesaria
entre urbanización y producción y utilización del excedente.
La democratización de ese derecho y la construcción de un
amplio movimiento social para hacerlo realidad son imprescindibles
si los desposeídos han de recuperar el control sobre la ciudad
del que durante tanto tiempo han estado privados, y desean
instituir nuevos modos de urbanización. Lefebvre
tenía razón en insistir en que la revolución tiene que ser
urbana, en el más amplio sentido de este término, o no será.