PRESENTACIÓN
[i]
“Si
hay producción [la producción de obras y de relaciones
sociales] de la ciudad y de relaciones en la ciudad,
es una producción y reproducción de seres humanos
por seres humanos, más que una producción de objetos”.
Lefebvre,
Writing on cities (1996: 101)
[ii]
Cuáles
fueron los mecanismos y las correlaciones de fuerzas
que permitieron asegurar un consenso en torno a los
postulados neoliberales y que dejaran de ser los componentes
de una ideología minoritaria para ser naturalizados,
convertirse en sentido común, es la pregunta que se
plantea el geógrafo David Harvey en “A Brief History
of Neoliberalism” (2007). Él señala que, en el ámbito
mundial, las primeras expresiones de las políticas
neoliberales fueron impuestas por la fuerza en Chile
después del golpe militar de 1973. Esto nos llevó
a la idea de documentar los cambios que han ocurrido
en la ciudad como parte y a la vez expresión de la
reestructuración capitalista del país. El cómo hacerlo
proviene de la lectura de “Cities and the Geographies
of Actually Existing Neoliberalism” de otros dos geógrafos,
Neil Brenner y Nik Theodore (2002). En su artículo,
los autores proponen una matriz interpretativa de
la forma en que se desmantela una determinada organización
del Estado, de la sociedad, de las ciudades, de los
modos de convivencia, organización y usos del espacio
urbano, en sus diversas escalas, y cómo otras formas
de organización se van construyendo conflictualmente,
para permitir que el modelo neoliberal se imponga
y se exprese socioespacialmente.
[iii]
En
la misma línea, Peck y Tickell, en “Neoliberalizing
Space” (2002), conciben el desarrollo reciente de
muchas ciudades como un proceso compuesto de tendencias
conflictuales hacia la destrucción y desacreditación
del Estado de Bienestar keynesiano y a la construcción
y consolidación de formas de Estado, modos de gobernanza
y relaciones regulatorias neoliberales. Esto supone
la destrucción de la que Brenner y Theodore (2002)
denominan la ciudad liberal del pasado —vale decir,
la ciudad de los derechos y las libertades políticas—
y la creación de ciudades, como el caso de Santiago,
en que las cosas se ven bien, pero que se estructuran
sobre la base de asimetrías muy agudas.
En
este marco, “neoliberalismo” no es un concepto lábil
o polisémico, sino que remite a un proceso específico
y complejo mediante el cual se instala un modelo,
un discurso hegemónico. El neoliberalismo es un proceso
que ocurre en combinación con otros, que destruye
pero que también crea, y que —según Hackworth (2007:
8)— se sustenta, grosso modo, en una reacción negativa
a la igualdad liberal y al Estado de Bienestar keynesiano;
y en la trilogía constituida por la primacía de lo
individual sobre lo comunitario, por el mercado y
por un Estado aparentemente “no intervencionista”.
Decimos ―aparentemente‖ porque en la práctica,
el Estado sí continúa interviniendo, pero ya no lo
hace necesariamente para asegurar derechos (o su disputa)
o libertades políticas, o promover e implementar políticas
de redistribución
[iv]
. Como señala Peter Marcuse, la
implementación del modelo neoliberal no significa:
―una reducción en el rol del Estado; por el
contrario, puede aun existir un aumento en ese rol
(…). Más bien es un cambio de dirección, desde una
orientación social y redistributiva hacia otra cuyo
propósito es económico y de crecimiento o de apoyo
a las ganancias. Al mismo tiempo, cambia de ser un
instrumento público, en el sentido de democrático
o popular, a un instrumento privado con fines de negocios”.
[v]
En
su descripción del modelo de destrucción/creación
neoliberal, Brenner y Theodore (2002) señalan los
momentos (en el sentido de relaciones conflictuales
y no de transición lineal) a través de los cuales
el modelo neoliberal se instala, desde la destrucción
de los artefactos, políticas, instituciones y acuerdos
del Estado de Bienestar keynesiano, hasta su reemplazo
por instituciones y prácticas que reproduzcan el neoliberalismo
en el futuro. Esto desemboca en la re-regulación de
la sociedad civil urbana y la re-representación de
la ciudad, que se escenifica en su reorganización
socioespacial.
En
diálogo con lo anterior, Harvey (2007) contextualiza
la construcción del modelo neoliberal. Señala, por
ejemplo, que en Chile, con la dictadura militar, se
instaló a comienzos de los años setenta la primera
plataforma estatal neoliberal, de la mano con la violación
sistemática de derechos humanos, situación esta última
que no se dio a fines de la misma década con el neoliberalismo
de Reagan en Estados Unidos y de Thatcher en Inglaterra,
o en los ochenta en Europa.
Algunos
autores destacan otro rasgo importante: el neoliberalismo
no es una simple estrategia económica; más bien, ha
sido una respuesta política particular a una situación
compleja de dos problemas entrelazados que eran percibidos
como amenazadores por el capital en los años sesenta:
las “bajas tasas promedio de ganancias”, y la “sobrepolitización
y revuelta” de sus adversarios (Gough 2002: 63–64)
[vi]
. Efectivamente, las políticas neoliberales
abrieron nuevas áreas de ganancias al privatizar empresas
públicas y reducir impuestos, ampliaron los márgenes
de apropiación de plusvalía a través de reformas laborales
que redujeron los derechos de los trabajadores y favorecieron
las operaciones financieras, con todo lo cual “despolitizaron
la economía y la sociedad debilitando o removiendo
las formas históricamente acumuladas de socialización”.
“El neoliberalismo —concluye Gough— no es una simple
liberalización de mercados (…) es más bien una estrategia
para cambiar las relaciones de valor y el balance
político de fuerzas, imponiendo la disciplina del
capital a la clase trabajadora y los grupos oprimidos”.
En
concordancia con Harvey (2007), cuando se habla de
estrategias neoliberales también se lo hace de mecanismos
que se privilegian y utilizan para transferir y canalizar
riqueza desde los grupos más pobres hacia los más
ricos; es decir, mecanismos cuyos objetivos son desposeer,
sustraer beneficios y derechos a los más desprotegidos
en beneficio de los más ricos o que están insertos
de manera más equitativa en los flujos productivos
y simbólicos. Asimismo, se habla de estrategias para
transferir ganancias desde los países más pobres hacia
los más ricos.
Hay
consenso en torno a que lo que se denomina “neoliberalismo”
ha evolucionado desde los setenta hasta la fecha,
sea al instalarse en confrontación con otras orientaciones
preexistentes o al modificarse para superar problemas
creados por su aplicación. De esta forma, al referirse
a él, algunos autores hablan hoy del “neoliberalismo
realmente existente”, para diferenciarlo de sus formulaciones
abstractas o ideológicas. Por lo mismo, Harvey reconoce
momentos históricos y maneras diferentes en que se
ha implantado el modelo, lo que permite explicar su
mayor o menor radicalidad y su dependencia en relación
con otros procesos anteriores. En todos los casos,
sin embargo, Harvey señala ―en concordancia
con Hackworth, Brenner y Theodore― que se trata
de un proceso de “destrucción creativa‘ que afecta
diversos ámbitos; entre ellos, las divisiones del
trabajo, las relaciones sociales, las actividades
reproductivas, los modos de vida y pensamiento y las
instituciones de bienestar.
1
SANTIAGO CASO DE ESTUDIO
Hay
pocos casos como Santiago que muestren tan claramente
lo que ocurre en una ciudad y sus habitantes con la
aplicación de políticas neoliberales. Tras los diecisiete
años de dictadura (1973–1990), en que se impuso la
receta neoliberal en su versión más radical
[vii]
, y tras casi dos décadas desde
el fin de la dictadura militar, no parece haber grandes
problemas en la ciudad (tampoco en el país). Hasta
hace muy poco, antes de la crisis global que se hizo
visible en 2008, las cosas se veían bien en Santiago.
El país había crecido económicamente, las condiciones
de vida de parte de la población mejoraban de manera
evidente, las cifras de desempleo en la ciudad habían
descendido y también, de forma importante, las cifras
macro oficiales de la pobreza publicadas en 2008 (cuadro
1).
El
escenario urbano de Santiago, una ciudad de cerca
de 6 millones de habitantes, ha cambiado notablemente
en los últimos 20 años: se han construido grandes
autopistas urbanas tarificadas, túneles, megaproyectos,
malls, nuevos edificios inteligentes, establecimientos
para servicios y producción industrial, y gran cantidad
de viviendas sociales. Es una ciudad donde prácticamente
no hay tugurios ni campamentos (que actualmente corresponden
al 2 por ciento del stock residencial), y que cuenta
con una cobertura casi total de electricidad, agua
potable y alcantarillado.
Para
algunos, los anteriores rasgos son también signos
de adelanto de la ciudad. Santiago es considerada
una ciudad exitosa en el contexto de América Latina:
un índice reciente de MasterCard señala que “Santiago
es la ciudad mejor evaluada de Latinoamérica y la
quinta entre los países emergentes. A nivel global,
y de un total de 65 ciudades, Santiago fue superada
por Shangai, Beijing (ambas en China), Budapest (Hungría)
y Kuala Lumpur (Malasia)”
[viii]
Afirmaciones como éstas dan pie
a que se establezca cierto consenso para indicar que
las cosas se ven bien, o que el sentido común indique
que en Chile, en Santiago, estamos mejor que antes.
Ello tiene relación con la eficacia de un proceso
activo cuyo fin era y es la aceptación del modelo
neoliberal (Harvey 2007: 40).
En
este contexto, se puede hablar de modernización desde
diversas aproximaciones. Si se lo hace como la optimización
de los recursos de la modernidad, la cual se basa
en la noción de dignidad (Benhabib 2006: 99) y en
la creencia en la reciprocidad simétrica (Heller y
Fehér 2000: 143), ciertamente Santiago no se ha modernizado,
aunque sí ha cambiado, y mucho. El movimiento ha sido
a la inversa o, por lo menos, así lo indica la remoción
sistemática, desde mediados de los años setenta, de
los artefactos keynesianos, tales como la vivienda
pública y el bienestar redistributivo; de las instituciones,
como los sindicatos y colegios profesionales; y de
los acuerdos de redistribución del gobierno central,
entre otros (Hackworth 2007: 11).
Para
otros, la distribución y manifestación espacial de
la riqueza y de la pobreza no ha experimentado cambios
significativos en los últimos veinte años en el ámbito
nacional, ni tampoco en Santiago (cuadro 2): las desigualdades
se mantienen, e incluso aumentan, a pesar de fuertes
subsidios sociales, que para el decil 1 pasaron de
19,4 por ciento del total del ingreso monetario, a
30,1 por ciento en el año 2006
[ix]
. En las comunas donde persiste
la pobreza se siguen concentrando bajos niveles de
educación, subempleo, entre otras manifestaciones
de desigualdad; y al interior de estas comunas, continúan
persistiendo nodos de concentración de extrema pobreza,
como lo son, paradójicamente, los barrios de viviendas
sociales producto de políticas públicas que intentaron
resolver los asentamientos urbanos precarios u ocupaciones
de terrenos, que persistían desde los años setenta.
La
pregunta pertinente para Santiago, entonces, no es
si la ciudad cuenta con servicios o si se ha incrementado
la construcción de infraestructura, sino cuán efectivamente
redistributivas han sido las políticas, mecanismos
y artefactos porque, en las últimas décadas, pese
al aumento de los subsidios y apoyos, se han agudizado
las diferencias sociales en lugar de reducirse. Asimismo,
si bien se ha incrementado la construcción en las
comunas periféricas de la ciudad, la edificación presiona
la ciudad con efectos negativos en el ambiente y en
la economía, y es también un signo visible de la especulación
del uso de suelo en la periferia
[x]
y de la apropiación del “rent gap”
en las áreas centrales (Smith 1996).
Santiago,
con sus contradicciones, con sus éxitos y deficiencias,
es un buen ejemplo de cómo se ha destruido un proyecto
de ciudad liberal —al decir de Brenner y Theodore
(2002: 22–25)— en que los ciudadanos son titulares
de derechos y deben responder por sus libertades civiles,
servicios sociales y derechos políticos. Y se ha producido
racionalmente una ciudad neoliberal, en la cual la
mayoría de sus componentes urbanos son objeto de negocio
y de especulación, sin un contrapeso significativo
desde la sociedad civil que logre disputar esta noción
mercantilista en los flujos de tomas de decisiones.
[xi]
Un
ejemplo de esta mercantilización es el sistema educacional
chileno, que, para el caso de Santiago, reproduce
las diferencias entre sectores sociales. En el cuadro
3 se presentan los resultados de la prueba SIMCE (Sistema
de Medición de la Calidad de la Educación)
[xii]
para los alumnos de octavo básico,
años 2000 y 2004, según tipo de establecimiento. Lo
que podemos observar es que los alumnos con menores
puntajes son los que asisten a las escuelas gratuitas
(municipales), y los con mayores puntajes son los
adscritos a establecimientos del sistema privado.

Dos
comentarios: uno, la brecha entre los resultados mayores
y los menores se mantiene estable a través del tiempo;
dos, sólo cerca del 15 por ciento de la población
escolar, en Santiago, tiene acceso a la educación
de calidad —en Chile correspondiente al sistema privado—.
Tenemos así la situación de una política pública que,
bajo el discurso de generar oportunidades, mantiene
y reproduce las desigualdades. Como señala Michael
W. Apple (2002: 55–56), ―para los neoliberales,
el mundo es, en esencia, un inmenso supermercado.
La “libertad de consumo” es la garante de la democracia.
“Se considera que la educación es un producto más,
como el pan, los automóviles o un televisor. (...)
La democracia, en lugar de ser un concepto político,
se transforma en un concepto totalmente económico”.
Comparando
la literatura académica sobre Santiago de antes de
la dictadura, e incluso la de esos años, con la de
los noventa a la fecha, se puede comprobar la desaparición
del propósito redistributivo de las políticas urbanas
como tema de análisis o discusión. En el pensamiento
actual sobre la ciudad, poco se discute sobre los
aspectos estructurales de la pobreza —cómo se leen
las relaciones sociales a escala de ciudad, no tan
sólo barrial—. Esto se corresponde con un vacío similar
en las políticas públicas urbanas, que hoy son instrumentos
facilitadores de la expansión del mercado en la ciudad.
Por
otra parte, frente a la naturalización de la ideología
neoliberal o del neoliberalismo realmente existente,
cualquier postura que plantee divergencias es descalificada
como ignorancia, propia de los años sesenta, exótica,
mito: se le niega lugar en la conversación pública.
Con esto nos estamos refiriendo a lo que en los medios
—televisión, periódicos, radio— se ve, se lee, se
escucha. En la televisión, en el curso del programa
de conversaciones políticas más importante del país,
el decano de una Facultad de Economía se refirió hace
unas semanas a un precandidato a la Presidencia de
la República como alguien ―que tiene propuestas
exóticas”. ¿Cuáles eran esas “propuestas exóticas
[xiii]
? Estatizar el sistema de transporte
colectivo de Santiago, que actualmente supone subsidios
anuales por más de ochocientos millones de dólares
a empresas privadas.
¿Cómo
se llegó a la noción de que es “exótico” estatizar
un servicio que funciona mal y lo lógico sea apoyar
la cooperación público-privada, esto es, entregar
subsidios para que las empresas privadas que lo operan
sigan teniendo ganancias?
2
LO QUE EXISTÍA ANTES DE LA IMPLEMENTACIÓN DEL MODELO
NEOLIBERAL: LA DISPUTA POR LA CIUDAD (1957–1973)
El
Estado —el proyecto de Estado de Bienestar— fue en
Chile el instrumento con el que desde mediados de
los años treinta en adelante se promovió el desarrollo
económico del país, apoyando la industrialización
sustitutiva de importaciones y ampliando los derechos
y libertades económicas, sociales y políticas. En
este contexto, la década de los sesenta hasta 1973
―año del golpe militar― fue un periodo
de grandes cambios sociales, durante el cual, a través
de distintas políticas estatales, fueron incorporados
a la vida social y política grandes sectores que hasta
ese momento habían sido marginados.
Las
políticas sociales tienen un sentido político. Esta
es una advertencia necesaria de tener presente cuando
actualmente estamos expuestos a políticas urbanas
mediante las cuales se naturaliza el mercado. Las
políticas sociales y los problemas sociales que buscan
solucionar no son independientes de los marcos conceptuales
e ideológicos de los Estados, aunque estos marcos
no sean visibles (Martínez y Palacios 1996).
[xiv]
Durante el gobierno de Eduardo
Frei Montalva (1964–1970), se impulsó un conjunto
de iniciativas integradoras dirigidas al subproletariado
urbano y a los trabajadores agrícolas, que en conjunto
sumaban más de la mitad de la población del país.
Entre el año 1970 y 1973, durante el gobierno de Allende,
se continuaron implementando medidas redistributivas
a fin de intervenir en los ámbitos estructurales de
la pobreza y se siguió promoviendo la participación
de los más excluidos en la vida política nacional.
Santiago,
como sede política y administrativa del gobierno,
como lugar donde se concentró la actividad industrial,
creció y atrajo una numerosa población que, a partir
de los años cuarenta, migró desde el campo a la ciudad.
Ante el masivo y rápido aumento de la población urbana,
las políticas y los programas públicos de vivienda
fueron sobrepasados: no alcanzaban a cubrir las necesidades
habitacionales de los migrantes y de los pobres de
la ciudad, quienes, en respuesta, construyeron viviendas
irregulares, fuera de todas las normas, en terrenos
marginales: fueron las “poblaciones callampa”, que
proliferaron en Santiago.
A
fines de los cincuenta, un hecho cambió cualitativamente
esta tendencia: si antes se trataba de familias que
aisladamente resolvían sus problemas de vivienda,
un grupo de familias ”sin casa” se organizó para realizar
colectivamente —y con éxito— la toma de un terreno
en la zona sur de Santiago: tal fue el origen de la
población La Victoria. Así irrumpieron en el escenario
de la ciudad los llamados “pobladores” y su dispositivo
de reivindicación de su derecho a la ciudad: las tomas
de terreno y los campamentos, que se masificaron hacia
fines de la década de los sesenta.
[xv]
Esa
ciudad del pasado fue un territorio disputado por
quienes estaban excluidos. Ellos lo ocuparon geográfica,
espacialmente, y se definieron como actores sociales
frente al Estado y a los privados. Esa ocupación espacial
de la ciudad permitió hacer visibles antiguos conflictos;
lo diferente fue que en esas pugnas entre opuestos
no sólo se utilizaron mecanismos ya existentes para
la consecución de intereses colectivos, sino que esos
mecanismos fueron masificados. Duque y Pastrana (1972)
hacen ver tres aspectos clave relacionados con los
campamentos:
Su magnitud: en 1972, los campamentos en el Gran Santiago
comprendían cerca de 55 mil familias.
La masividad de las tomas, que no sólo tenían lugar
en Santiago: según un registro personal de los autores,
entre 1968 y 1971 se realizaron en todo el país 2.700
ocupaciones ilegales, incluyendo terrenos, industrias,
fundos y establecimientos educacionales; de ellas,
476 fueron tomas de terreno para viviendas.
Las tomas formaban parte de procesos de movilización
social ligados a partidos políticos.
El
plano con la localización de campamentos en Santiago
del año 1972, a continuación, permite apreciar la
magnitud del fenómeno en la ciudad. Los pobladores
transformaron la cara visible de Santiago y presionaron
a un Estado ideológicamente poroso a sus demandas.
Ello significó, en la práctica, la modificación y
creación de una serie de políticas sociales y urbanas.
Parafraseando a Benjamin
[xvi]
, esa fue una época con “aura social”.Esa
aura fue políticamente construida, e hizo que se fijara
literalmente la vista en el país y la ciudad.
[xvii]
3
LOS MOMENTOS DE DESTRUCCIÓN Y CREACIÓN NEOLIBERAL
(1973-1990)
[xviii]
Quedan
pocos recuerdos del Santiago de los movimientos populares
e irrupción de los pobladores en el espacio urbano.
La pérdida de ese Santiago se inició el 11 de septiembre
de 1973, cuando el país fue declarado en estado de
guerra contra un enemigo interno concentrado en las
ciudades, las que fueron ocupadas militarmente y se
convirtieron en el teatro de la guerra; las autoridades
públicas y los dirigentes sociales fueron detenidos,
muchos asesinados; las administraciones municipales
fueron intervenidas; los partidos políticos, proscritos.
Entre
1973 y 1990, término de la dictadura, se produjo un
paso paulatino —en la terminología de Gramsci (2004:
394–395)— desde un discurso dominante impuesto mediante
la coerción a un discurso hegemónico, un proceso activo
que involucra instituciones, prácticas, consensos
y un orden social. Esta creación involucró un cambio
en la simetría de los intercambios y en las construcciones
de sentido: el conflicto perdió legitimidad y pasó
a ser socialmente invisible.
Para
la construcción y apropiación de este discurso hegemónico
neoliberal se articularon distintos consensos y valoraciones
en diferentes ámbitos y niveles: desde los grandes
avisos en las calles, donde se leía “En Orden y Paz
Chile Avanza”, una frase paradigmática de la dictadura
que excluía el conflicto como eje constituyente de
los procesos del momento; hasta los discursos y mecanismos
mediante los cuales se promovía que la producción
y reproducción de una cultura urbana debían estar
marcadas por la primacía de las plusvalías como primera
motivación y visión de la ciudad.
Fue
durante este periodo que se establecieron las bases
del actual desarrollo urbano de Santiago.
3.1
La disciplina
La
forma de gobernar comprendía una doble tarea: por
una parte, hacer tabla rasa del pasado; y por otra,
establecer los mecanismos que impidieran la rearticulación
de los habitantes. Una ciudad segregada no basta para
mantener el orden: se requiere que sus habitantes
estén atomizados, dispersos, individualizados. Sólo
de esa manera era posible establecer un nuevo orden.
El
territorio, las ciudades, fueron divididos en zonas
militares coordinadas a nivel de los municipios. Al
interior de cada sector se establecieron unidades
menores, utilizando para esto las unidades vecinales
como universo, y estableciendo en cada una de ellas,
canales autoritarios de vinculación con la población.
De esta manera, el universo confuso y difuso tras
el cual estaba el enemigo, se ordenaba y hacía posible
ubicar, detectar, separar y dispersar.
La
supresión y desarticulación de las organizaciones
en los barrios populares se realizó a través de la
represión inicial, de la cancelación del espacio político
tradicional y del temor. Al desarticularse los partidos
políticos, al cambiar el carácter del Estado y al
reprimirse a los dirigentes poblacionales y militantes,
las organizaciones poblacionales se extinguieron.
A
nivel de la administración urbana, los municipios
fueron intervenidos, nombrándose alcaldes delegados,
en su mayor parte miembros de las Fuerzas Armadas.
[xix]
Las instituciones encargadas de
los problemas urbanos fueron reorganizadas y los municipios
adquirieron un rol de control de la población.
Si
bien los discursos y prácticas de violencia y terror
de la dictadura fueron parcial pero duramente cuestionados,
tanto nacional como internacionalmente, no fueron
o no pudieron serlo ni sus discursos y prácticas de
disciplinamiento y control en la ciudad, ni su énfasis
en el mercado como (des)regulador. Como señalamos,
Chile fue el primer país que adoptó una plataforma
estatal neoliberal, y lo hizo por la fuerza (Harvey
2007: 7–9). Tal como indica este autor, la dictadura
militar impuso coercitivamente el modelo neoliberal,
y los supuestos, prácticas y valores que lo articulan.
3.2
El mercado
No
sólo la disciplina reordenó el espacio de la ciudad;
también el mercado, que volvió bajo un discurso que
lo presentaba como la forma “natural” de crecimiento
de toda la sociedad y, por supuesto, de la ciudad.
Arnold C. Harberger “despejó gran parte de las incógnitas”
del enfoque del Ministerio de Vivienda y Urbanismo
(Minvu) de la época con “el concepto de que hay una
forma natural de ocupar el espacio, la cual corresponde
al comportamiento de una parte mayoritaria de la población
más dinámica de la ciudad, forma natural que a menudo
no corresponde con las ideas tradicionales de planificación
urbana aplicadas hasta hoy en nuestro país” (MINVU
1978).
Con
esa orientación, el Ministerio de Vivienda compatibilizó
el proceso de desarrollo urbano con el nuevo modelo
de acumulación capitalista, estableciendo las condiciones
para el funcionamiento de un mercado abierto de suelo,
limitando la acción reguladora y eliminando las acciones
directas del Estado. Con estas modificaciones y con
el traspaso al capital privado de las reservas de
tierras estatales urbanas, las autoridades del sector
afirmaban que el mercado se liberaría de todas las
restricciones que impedían satisfacer las demandas
de la población; que los precios bajarían; que se
presentaría una gama amplia de oferta de terrenos
de todos los precios; que la ciudad se extendería
homogéneamente en todas las direcciones; en fin, que
todos los habitantes de la ciudad tendrían la posibilidad
de escoger libremente, en el mercado, dónde localizarse
(MINVU 1979).
En
concordancia con esa orientación, la política de vivienda
consistió en la reducción de la acción y financiamiento
público en el sector, y en la formación de un mercado
financiero inmobiliario privado. Lentamente se fue
desmantelando lo que se había constituido como resultado
de las presiones populares y por los proyectos políticos
que buscaron captar el apoyo de dichos sectores. El
Minvu fue traspasando paulatinamente sus funciones
ejecutivas, operativas y de financiamiento en el campo
de la vivienda, a las empresas privadas.
La
reducción del gasto público en los diferentes sectores
sociales fue complementada con el traspaso a las municipalidades
y al sector privado de gran parte de los servicios
que antes prestaba el Estado. Ya a principios de los
años ochenta, el Ministerio de Educación había traspasado
más del 85 por ciento de los establecimientos de Educación
Básica y Media;
[xx]
el Ministerio de Salud, un 30 por
ciento de postas y policlínicos. A su vez, las municipalidades
iniciaron el traspaso de servicios tales como recolección
de basuras, cuidado y mantenimiento de parques, a
empresas privadas.
3.3
Un ejemplo de disciplina y mercado: la regularización
de la tenencia
A
diferencia de otros procesos de igual nombre en América
Latina, en que se entendía regularización de la tenencia
la entrega de propiedad a los ocupantes precarios,
en Santiago ella consistió en la devolución de la
tierra a sus antiguos propietarios. Para esto, las
familias que ocupaban terrenos invadidos fueron trasladadas
a conjuntos de viviendas en la periferia de la ciudad
(Véase el siguiente Plano). Así, regularizar la tenencia
iba más allá de resolver casos singulares; era una
de las bases para la reestructuración del mercado
del suelo urbano.
Otro
rasgo singular de ese proceso de traslado, y que Morales
y Rojas (1987) destacan, fue el reparto de las familias
de los campamentos en múltiples localizaciones, desvinculándolas
entre sí. Este movimiento puede leerse desde la geopolítica
militar, en el sentido de que los pobladores que en
años anteriores habían desafiado el orden urbano a
través de las tomas de terrenos, ahora se veían neutralizados
por su dispersión en el área urbana. Pero se les destinaba
sólo a las zonas de la ciudad que no tenían un potencial
inmobiliario inmediato.
En
este proceso de erradicaciones y radicaciones, se
trasladó a unas 130 mil personas que vivían en campamentos
establecidos con anterioridad al golpe militar (Hechos
Urbanos 35: 11). Uno de los criterios para erradicar
fue el de las potencialidades inmobiliarias de los
lugares que se habían ocupado: sobre esa base se despejaron
grandes zonas, sentándose las bases para un desarrollo
inmobiliario que abarca desde los años noventa a la
fecha. Otro de los criterios de las erradicaciones
fue reordenar el espacio político urbano y dispersar
a los pobladores, que habían sido un actor social
y movilizador importante. Como lo muestra el plano
a continuación, erradicar no significaba trasladar
a todos lo pobladores a una nueva localización, sino
dispersarlos en distintos lugares de la ciudad.

3.4
La ciudad reordenada
Al
final de la dictadura, Santiago había vuelto a ser
una ciudad “ordenada”.
La
tenencia del suelo urbano quedó regularizada, y así
se establecía las bases para el mercado del suelo
de la ciudad.
La
antigua estructura administrativa y territorial de
los municipios desapareció: un territorio que había
estado dividido en 14 comunas, se fragmentó en 32
unidades territoriales. Los antiguos territorios municipales
se modificaron, se cambiaron sus límites, se subdividieron,
todo esto bajo el criterio de establecer una homogeneidad
socioeconómica que permitiera tanto un mejor funcionamiento
administrativo como el control político de los habitantes.
[xxi]
La
administración de los servicios públicos, como educación
y salud, fue traspasada en parte a los municipios,
en un proceso que alcanzaba su plenitud en la privatización
de los mismos. La vivienda dejó de ser un derecho
para los ciudadanos; los subsidios habitacionales
tuvieron por objeto la construcción de unidades de
vivienda por sobre la satisfacción de necesidades
sociales.
Se
estableció una nueva legislación laboral que redujo
la capacidad de negociación de los trabajadores.
La
privatización de la seguridad social, iniciada en
esos años, condujo posteriormente a la creación de
grandes fondos de inversión —las AFP, Administradoras
de Fondos de Pensiones— que hoy día inciden en el
mercado de la tierra urbana y de expansión de la ciudad.
Constituyen la fuerza motriz del desarrollo inmobiliario
en la medida en que amplían el mercado de capitales
de largo plazo, que permite financiar la adquisición
de vivienda para aquellos hogares que tienen capacidad
de endeudamiento.
Nada
ilustra más claramente ese “orden” que la ciudad fragmentada
socioeconómica y políticamente que muestra el siguiente
plano, con los resultados por comuna del plebiscito
de octubre de 1988 en que se dirimía la permanencia
de Pinochet en el poder: aquellas comunas en que ganó
la continuación del régimen (el SÍ) corresponden exactamente
a los territorios donde residían los sectores de mayores
ingresos no sólo de la ciudad, sino también del país.

4
LA CIUDAD NEOLIBERAL REALMENTE EXISTENTE (1990–2008)
A
fines de los ochenta, la reestructuración neoliberal
de la economía comenzó a expresarse con fuerza en
la ciudad.
[xxii]
Lo que había sido el paisaje urbano
de Santiago, la base material de la industrialización
sustitutiva de importaciones y de la presencia activa
del Estado en la producción y en los servicios sociales,
desaparecía o se deterioraba irremediablemente. La
apertura de la economía había afectado a las antiguas
industrias: las grandes textiles, las fábricas de
metalmecánica y muchas otras habían cerrado. Los ferrocarriles
habían dejado de funcionar: los grandes patios de
maniobras se veían abandonados, con vagones en desuso,
y las antiguas estaciones con sus estructuras de hierro
de fines del siglo diecinueve en clara decadencia.
Los servicios del Estado se encontraban deteriorados,
los hospitales públicos descuidados; los establecimientos
educacionales fiscales habían sido traspasados a los
municipios (Dockendorff 1992; Hardy 1988).
Las
bases para la reconstrucción neoliberal estaban establecidas:
El mercado del suelo se había ordenado: los terrenos
ocupados por campamentos situados en zonas de futura
atracción inmobiliaria habían sido despejados. Tal
como se decía, se había resuelto el problema de la
tenencia: habían sido devueltos a sus antiguos propietarios.
La estructura político administrativa de la ciudad
correspondía ahora a una división territorial fragmentada
de municipios con áreas homogéneas en términos socioeconómicos.
Los servicios públicos —agua, electricidad, recolección
de basura, basura, gas— habían sido privatizados.
La organización laboral fue fragmentada y su capacidad
reivindicativa, reducida.
La seguridad social había sido privatizada. Se estableció
un sistema de capitalización individual y la administración
de los fondos quedó en manos administradores privados,
que posteriormente han tenido un papel importante
en las operaciones inmobiliarias.
Así,
la actividad de la construcción, el suelo urbano y
la ciudad quedaron listos para que, a lo largo de
los años noventa, se transformaran en un gran negocio.
Se traspasó progresivamente la iniciativa urbana y
la actividad de la construcción a los empresarios
privados, desregulando cada vez más la legislación
urbanística. La planificación urbana actualmente se
sigue viendo superada por la gestión urbana, cuyos
instrumentos son los grandes proyectos urbanos y la
cooperación público-privada, que permiten la valoración
del suelo.
Como
señalamos, es indudable que Santiago, en sus aspectos
sociales, económicos y físicos, ha cambiado notablemente
desde 1990 a la fecha. Se han construido cientos de
miles de viviendas, mejoró la infraestructura vial,
se cuenta con autopistas urbanas con sistemas de telepeaje.
Abunda aquello que Carlos de Mattos denomina los ‗artefactos
urbanos de la globalización‘: malls, edificios “inteligentes”
para empresas, clínicas y universidades privadas,
amplia conexión digital, grandes instalaciones de
almacenaje y distribución de productos, nuevo aeropuerto
internacional, etcétera, etcétera.
[xxiii]
Nada
de lo anterior estaba en el imaginario de los santiaguinos
hace veinte años atrás.
4.1
Lo que existía y siguió existiendo
Con
la vuelta a la democracia se evidenció lo heredado
de la dictadura: una ciudad en la que se había profundizado
la segmentación socioespacial y política, y también
una forma de gobernar que sustentaba el modelo neoliberal
de diferentes maneras y en distintos niveles: desde
el escaso interés por incluir a los diversos actores
en la arena política y en la definición de problemas
sociales —sea por temor a una explosión de demandas
o por una aproximación tecnocrática a las soluciones—,
hasta casos concretos de políticas sociales, como
las de vivienda, que continuaron promoviendo la segregación
y aislamiento de los más pobres con respecto a la
trama y los sistemas institucionalizados de la ciudad.
Ocurrió, como dice Carlos de Mattos (AÑO) que “lo
que existía siguió existiendo”; o, si se quiere, que
aquello que Brenner y Theodore (2002: 357 y ss) llaman
la “dependencia de la trayectoria” se expresó con
fuerza, de manera que las decisiones de políticas
económicas, sociales y territoriales tomadas a través
de los años de la dictadura siguieron dando forma
a la ciudad.
La
división territorial municipal iniciada a fines de
los años setenta fue completada por el gobierno democrático,
el cual puso en marcha los municipios que faltaba
instalar, proceso que culminó con las elecciones de
autoridades comunales de 1992. Esto significó consolidar
la fragmentación política de la ciudad en 34 entidades
autónomas, con características socioeconómicas homogéneas.
Como ya se indicó en la Introducción, los efectos
sociales de esta fragmentación se expresan claramente
en el ámbito de la educación: ésta siguió siendo administrada
por los municipios, que en el caso de las comunas
más pobres cuentan con escasos recursos para ello,
situación que ahonda la brecha entre el rendimiento
de los alumnos de estos establecimientos municipales,
y el de escuelas privadas o subvencionadas.
El
fuerte impulso a la construcción de miles de viviendas
subsidiadas en zonas al interior del límite urbano,
antigua periferia de la ciudad en los años ochenta,
fue posible por la regulación de la tenencia y erradicación
de asentamientos irregulares realizada a principios
de los años ochenta, lo que permitió ordenar el mercado
del suelo y abrir oportunidades para la inversión
especulativa por parte de las empresas constructoras
e inmobiliarias.
El
desarrollo de las actividades inmobiliarias ha tenido
un fuerte impulso a través de las desregulaciones
de las normativas urbanas, tales como la “urbanización
por condiciones”, que permitieron la construcción
de “mega proyectos urbanos” fuera de los límites urbanos.
En la práctica se eliminó la planificación urbana
tradicional, dándose paso, a la ―adopción del
principio “el mayor y mejor uso” como la base de las
más importantes decisiones de planificación de uso
del suelo- (Brenner y Theodore 2002: 371). Un ejemplo
de ello ha sido la construcción de una red de autopistas
urbanas con telepeaje, conectadas a autopistas interurbanas,
que dio origen a nuevas modalidades de negocios inmobiliarios
donde se vinculan las ventajas de accesibilidad con
bajos precios del suelo, asegurando grandes ganancias
a los desarrolladores. El suelo de la ciudad es hoy
más que nunca una oportunidad de negocio.
A
lo largo de los años noventa hasta la fecha, ha habido
un debate sobre el suelo urbano que ha cruzado toda
la normativa urbanística, particularmente de la ciudad
de Santiago. Según Trivelli (2008),
[xxiv]
el modelo neoliberal se sustenta
en un diagnóstico artificial sobre ”la escasez de
suelo”,vinculado al interés por especular con los
precios de los terrenos. Para la verificación de su
hipótesis, analiza las políticas de desarrollo urbano
desde 1978 hasta el presente, tomando en cuenta los
contextos históricos en que dichas políticas se plantean,
sus objetivos, mecanismos, estrategias, y sus consecuencias
en la configuración de la ciudad. Concluye que en
la actualidad hay suelo disponible dentro del límite
urbano; que éste excede ampliamente los requerimientos
del Gran Santiago; y que los actuales proyectos estatales
para el cambio en la configuración espacial de la
ciudad están relacionados no con un interés por responder
a derechos sociales, sino con un interés de mercado.
4.2
Tres ejemplos de políticas reales: lo que es no es
De
las políticas urbanas que se han aplicado en Santiago
en los años recientes, por lo menos tres se destacan
por no ser lo que dicen ser; son las referidas a los
megaproyectos urbanos, las viviendas sociales y al
transporte urbano (Plan Transantiago). Estas tres
políticas remiten a instrumentos de planificación
que tienen un carácter físico funcional, y que ignoran
las relaciones sociales dentro de la ciudad y las
consecuencias diferenciales que tienen sobre la calidad
de vida y las oportunidades de las personas. No hay
mecanismos de gestión en una visión integrada, y menos
aún una visión política de la ciudad que realce principios
básicos de convivencia ciudadana, de deberes y derechos
de los ciudadanos, y para qué hablar de la formación
de ciudadanía plena más allá de la condición de mero
agregado de consumidores, que es la que predomina.
Los
megaproyectos. Un lugar común
en Chile es decir que las empresas del sector de la
construcción buscan la venta de sus productos en el
menor plazo posible para alcanzar una alta rotación
de su capital. En esta perspectiva, se trataría de
proyectos que debieran estar en estrecha sintonía
con la demanda. Pero los megaproyectos urbanos promovidos
en Santiago a mediados de los años noventa parecen
desafiar esa lógica tradicional de los negocios inmobiliarios:
la cantidad de terrenos o de viviendas que los megaproyectos
ofrecen es de tal magnitud, que ellos solos abastecerían
por muchos años el total de la demanda anual de terrenos
y viviendas en el Área Metropolitana. No parece razonable
que se ofrezca la construcción de viviendas que después
no será posible vender, pero tal irracionalidad es
sólo aparente y un nuevo equívoco. De hecho, resulta
—tal como Poduje y Yáñez (2000) señalan— que: (a)
Muchos megaproyectos urbanos de los años noventa en
la periferia de Santiago existen sólo como proyectos
inmobiliarios (que no necesariamente se construyen)
porque alrededor de su operación financiera surgen
otras alternativas de negocios más estables y seguras
que la venta de lotes o viviendas, y que solo se posibilitan
por la captura de la valoración de los terrenos. (b)
Resulta también que por el gran tamaño de estos proyectos
inmobiliarios, su aprobación por parte del Estado
sólo es posible a través de modificaciones de los
Planos Reguladores. Así, estos planos que eran los
instrumentos tradicionales de ordenamiento del territorio
y que habitualmente son objeto de crítica por parte
de los empresarios inmobiliarios por sus restricciones,
se transforman en el instrumento que posibilita la
valoración de la tierra. Y como señalan Poduje y Yáñez,
―una política pública que esencialmente se presenta
como motivada por objetivos de equidad, pasa a ser
un efectivo instrumento para estimular la especulación
con el espacio urbano‖.
Los
inversores inmobiliarios son los principales actores
en la modificación socioespacial de la actual ciudad,
que buscan la generación de plusvalía sin una justificación
real desde el punto de vista de la demanda. En los
pocos casos de megaproyectos construidos (como “La
ciudad empresarial” o “Piedra roja”), estos pueden
ser comprendidos como “puentes” que se saltan la ciudad
y que, al no hacerla visible, influyen negativamente
en la construcción de un espacio que podría actuar,
a la vez y de manera dialéctica, como contenedor y
posibilidad de acciones que construyan a los ciudadanos
como sujetos y objeto de derechos.
Las
políticas habitacionales.
Hay palabras o frases que son de uso común en Chile,
a las cuales la tradición o la historia parece otorgarles
un significado del cual carecen: “vivienda social”
es una de ellas. La combinación de ambas palabras
lleva a pensar que se trata de algún tipo de vivienda
promovida por alguna iglesia, por algún grupo de voluntarios
o por un Estado de Bienestar. No es así. En la política
habitacional chilena de los últimos treinta años,
el término “vivienda social” se refiere a una construcción
que es definida por su precio inicial de tasación:
si su precio (de acuerdo con una tabla del Minvu)
es menor de 400 UF (ahora 520 UF),
[xxv]
se trata de una vivienda social;
si es mayor, no lo es. Y allí comienzan todos los
equívocos: se creía que existía una política de vivienda
social, pero no: lo que hay y ha habido es una política
de financiamiento para la construcción de viviendas
baratas; se creía que existía una preocupación por
la construcción de viviendas para familias pobres:
no, la preocupación era la construcción del mayor
número posible de unidades de vivienda de menos de
400 UF, sin preocupación social, de vivienda o de
urbanismo.
Las
políticas de financiación dan cuenta de los resultados
de la aplicación de un enfoque neoliberal donde priman
las decisiones mercantilistas por sobre las redistributivas
y reivindicativas de derechos sociales. El resultado
ha sido un alto número de viviendas sociales construidas,
pero de muy bajo estándar. Por lo mismo, el stock
construido no es una solución, sino un nuevo problema
social
[xxvi]
. Lo pertinente es hablar de una
política de financiamiento para la construcción de
viviendas baratas, más que de una política habitacional
propiamente tal. El problema generado por esta política
de financiamiento se relaciona no sólo con la baja
calidad del stock, sino también con las condiciones
de convivencia social que ellas permiten y la desconexión
o localización marginal de los conjuntos de vivienda
social respecto de la trama urbana y los servicios
de la ciudad. A ello se suma la concentración de pobreza
en zonas periféricas como resultado mismo de la política,
y de su incapacidad para responder al derecho a la
ciudad de los excluidos de ella.
El
transporte urbano. Durante
muchos años, la visión de la ciudad fue la de calles
atochadas de buses, contaminadas atmosférica y acústicamente.
La aplicación y mantenimiento del modelo neoliberal
creó un sistema desintegrado, con superposición de
nodos, ineficiente y aparentemente sin apoyo público
(Oscar Figueroa 2008). Ese modelo de transporte público
fue producto de la aplicación de políticas de libre
mercado y de competencia durante la dictadura militar,
y generó diversos problemas urbanos.
La
puesta en marcha del Plan Transantiago
[xxvii]
, en el año 2008, entendido como
un intento de “re-reorganización” del transporte público,
no logró solucionar los conflictos, sino que añadió
nuevos. Se ofreció como la gran modernización megaempresarial
del transporte del Área Metropolitana, que terminaría
con la anarquía microempresarial de la movilización
colectiva, se autofinanciaría y reduciría los tiempos
de viaje, la congestión y contaminación de la ciudad,
al disminuir el uso del automóvil particular, entre
otros beneficios.
Sin
embargo, su diseño y puesta en marcha es una larga
historia de equívocos. Por múltiples razones, los
operadores privados no han funcionado bien, y hoy
se tiene un servicio de transporte privado en la ciudad
que requiere de subsidios públicos para operar. En
su fracaso se complementaron mutuamente la soberbia
tecnocrática de los diseñadores de modelos de transporte,
la ideología de la eficiencia y seriedad de la empresa
privada y la ignorancia de los administradores públicos.
A los diseñadores les bastó que sus modelos funcionaran
y el supuesto de que era posible mantener la tarifa
propuesta con un número menor de buses. El sistema
comenzó a funcionar con menos de tres mil buses, cuando
se habían previsto inicialmente siete mil. Las autoridades
públicas, al intentar obligar a las empresas a ampliar
sus flotas, modificar recorridos y el cumplimiento
de otras medidas, descubrieron que los contratos de
las concesiones por ellas establecidos y firmados
no les permitían prácticamente realizar modificaciones.
La conclusión del ministro de Hacienda en la comisión
investigadora de la Cámara de Diputados fue “echando
a perder se aprende”.
El
Transantiago, con una lógica racional, que considera
tiempos de viaje, gasto de gasolina, pasajeros transportados,
aplica una estructura de viajes que sería normal y
adecuada en una ciudad cohesionada social y físicamente,
sin grandes segregaciones y relativamente compacta.
Pero esa ciudad no existe. Desde la década de los
sesenta, la ciudad de Santiago se ha ido extendiendo
por la construcción de poblaciones de vivienda social
en la periferia, cada una separada de la otra, cada
vez más lejos, sin ninguna estructura vial que las
articule. Y este modelo que sin restricciones ha guiado
las políticas urbanas impulsadas por el Ministerio
de Vivienda y Urbanismo en las últimas décadas, no
se superpone bien al mapa de viajes del Transantiago.
La prueba de esto es que el Transantiago funciona
bien en algunas partes de la ciudad, y se cumplen
sus objetivos de reducir el esmog, el ruido, el atochamiento
de transporte público, entre otros males. Pero ésa
es la parte de la ciudad integrada, y que corresponde
más o menos a lo que se construyó de acuerdo con los
viejos manuales de urbanismo.
La
visión de Figueroa (2008) sobre el Plan Transantiago
viene a ser confirmada y sustentada por el informe
de la comisión especial investigadora de la Cámara
de Diputados (2007) sobre su diseño e implementación,
donde se detalla el grave impacto que ha tenido en
las condiciones de vida de los ciudadanos de Santiago.
¿Cuáles son algunas de las conclusiones a las que
llegó la Comisión? El actual sistema de transporte
no cuenta con una buena cobertura, ni siquiera para
llegar a hospitales y escuelas. Tiene una malla de
recorridos ilógica, aumenta los tiempos de espera,
no toma en consideración la inseguridad por aislamiento
para llegar a paraderos, provoca hacinamiento en otro
importante medio de transporte, como es el Metro,
entre muchas otras fallas. La nueva malla de recorridos
podría ser eficiente en una ciudad que no estuviera
tan agudamente segregada como Santiago, pero en la
ciudad tal cual es, ese mapa de viajes no dialoga
con el modelo de las poblaciones periféricas, construido
durante años.
El
Transantiago es un ejemplo emblemático de que el problema
de la ciudad sí es un asunto técnico y de financiamiento,
pero también de cómo en los últimos treinta años se
ha ido ordenando el territorio para desposeer a los
pobres de beneficios y derechos, de cómo se ha ido
produciendo social y políticamente un espacio inequitativo.
5
COMENTARIOS FINALES
Jason
Hackworth (2007) señala que el éxito del neoliberalismo
se apoya en la extendida creencia de que no hay alternativa
a sus políticas: “De ser un movimiento político, el
neoliberalismo queda transformado en algo que es natural,
democráticamente elegido o completamente predecible”
(p. 200). Es lo que llama el síndrome No Hay Alternativa.
Y agrega: “Sería arrogante e ingenuo de parte de este
autor sugerir un antídoto sencillo a ese síndrome,
pero sostengo que hay lecciones esperanzadoras que
pueden recogerse de las experiencia de activistas
que hoy intentan reemplazar el neoliberalismo con
algo fundamentalmente más progresivo o incluso un
poco más compasivo” (p. 201).
Retomando
a Hackworth, el antídoto al síndrome No Hay Alternativa
está ahí, en la ciudad: hay que saber leerlo. Está
en los nuevos conflictos urbanos, en las críticas
a las autopistas urbanas, a la especulación inmobiliaria,
al Transantiago, a las políticas de construcción de
viviendas de mala calidad (Ver Plano 4). Y se aloja
en la memoria y los imaginarios de la gente que recuerda
que fue posible algo distinto.

Francisca
Márquez (2008), con motivo de la celebración de los
cincuenta años de La Victoria, en Memorias de La Victoria.
Relatos de vida en torno a los inicios de la población,
destaca la importancia histórica de los imaginarios
de los pobladores.
A
partir de la definición de imaginarios como matrices
de sentido históricas y colectivas, ella recorre testimonios
de antiguos residentes de La Victoria para hablar
de lo que significó la producción de espacio urbano
desde los márgenes, proceso en el cual hombres y mujeres
devinieron en actores urbanos, en un movimiento que
implicaba la irrupción de los excluidos en la ciudad.
Los imaginarios y testimonios de los cuales habla
Márquez son significativos, y así lo indica, porque
según la autora muestra que en tiempos de segregación
y murallas, en los tiempos de No Hay Alternativa,
sí es posible “reverter” una situación —salir de sus
términos o límites— y llevar a la práctica un cuestionamiento
profundo del neoliberalismo realmente existente.
Actualmente
en Santiago, el escenario es, al menos, complejo.
Por una parte, el discurso de la inclusión social
en las políticas públicas y sociales; y por otra,
la desregulación de la planificación urbana, la aplicación
de programas mediante los cuales se fragmenta física
y simbólicamente el espacio. Ambos discursos provienen
del Estado. Son discursos contradictorios: mientras
uno incentiva la inclusión, la incorporación social,
el otro establece las bases materiales para la fragmentación
del espacio donde se llevarán a cabo las políticas
de inclusión social.
Estos
discursos comienzan a enfrentarse en la escena urbana.
Por un lado, están los vecinos y los beneficiarios
que toman como suyo el discurso de la inclusión social;
y por otro, los organismos públicos continúan reduciendo
los alcances de los instrumentos de planificación.
Así, nuevas formas de organización y nuevas solidaridades
están surgiendo al nivel local; los vecinos luchan
por demandas muy concretas y particulares como lo
son el derecho a permanecer viviendo en determinados
barrios afectados por procesos de gentrificación,
o por obtener servicios social, o por la protección
de sus trabajos. Estas luchas se dan en un contexto
vulnerable y muy acotado.
Algo
está ocurriendo.
6
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