El
crecimiento indefinido, premisa y objetivo de la civilización
desde hace dos siglos, ya no es viable. Así de claro
lo deja el socioecólogo
Ramon Folch (Barcelona,
1946) en su último libro, La quimera del crecimiento
(RBA, 2011). Esta conclusión no es ideológica,
dice Folch, sino básicamente científica, fundamentada
en los límites objetivos de los recursos del planeta.
Los axiomas de la teoría económica, que eran válidos
hace dos siglos, ya no lo son hoy en día. Sin embargo,
los sostenibilistas de verdad,
los que ponen en discusión el sistema socioeconómico
e imaginan nuevas perspectivas, continúan siendo una
minoría heterodoxa. A Folch no parece preocuparle.
Según este experto, el sostenibilismo
se acabará imponiendo. Su esperanza es que este cambio
de época se produzca con el mínimo de dolor y antes
de que los daños al medio ambiente sean irreversibles.
No
es la primera vez que alguien dice que vivimos un
cambio de época: ¿cómo nos puede convencer de que
ahora estamos en uno de verdad?
Me
parece que en este principio del siglo xxi
estamos en una situación semejante a la de final del
siglo xviii, cuando el Antiguo
Régimen dio paso a la Revolución Francesa y a la Industrial.
Hoy los valores básicos del orden político son cuestionados
en la teoría y en la práctica por todo el mundo, eso
no pasaba hace cincuenta o sesenta años. Los principios
del sistema productivo y la teoría económica que lo
sustenta se están revelando como incorrectos en el
nuevo contexto. El sistema económico se fundamentaba
en la abundancia de recursos, los llamados bienes
libres, en el sentido de que aire, agua y sol hay
tanto como uno quiera. Ahora ya no es así, el aire
respirable empieza a ser un bien escaso, la mitad
de la humanidad accede con dificultad al agua potable,
y la energía – que ha gravitado sobre el carbón y
el petróleo y es la vertebradora de la economía– se
enfrenta a un hecho nuevo: que el recurso está a punto
de agotarse. Eso no se percibe, porque este hecho
no se ha internalizado en el precio de la energía.
El precio no refleja el valor de mercado, sino un
valor artificial que los gobiernos deben intentar
garantizar, si no todo el sistema salta por los aires.
Hay una queja popular contra el aumento del precio
de la energía, pero la verdad es que la energía se
está vendiendo por debajo de su precio.
La
ilusión de los recursos infinitos ha hecho que en
los últimos dos siglos lo económico y lo social se
haya desajustado de lo ambiental y climático: ¿es
tiempo de volver a ajustar estas esferas hasta ahora
separadas?
Tenemos
que revisar los axiomas fundamentales del sistema.
La economía actual pretende alcanzar un crecimiento
indefinido, aun estando en un mundo finito. De momento,
eso se consigue externalizando a terceros las disfunciones
de este crecimiento. Pero eso es imposible en un mundo
global: un mundo global no tiene exterior. Si para
que funcionen las cosas tenemos que arrojar gases
de escape a la atmósfera, pero a la vez no podemos
vivir en una atmósfera contaminada, entramos en una
contradicción.
¿Cuando
habla de externalización a terceros se refiere a una
especie de neocolonialismo ambiental, donde los países
pobres pagan los platos rotos?
Solamente
podemos crecer si externalizamos problemas a ámbitos territoriales que no son
los nuestros. Queremos que nuestro mercado sea el
mundo, pero a la vez no aceptamos que el espacio que
tenemos que gobernar sea todo el mundo, en un sistema
que se proclama global. Pero además de externalizar
en el espacio también externalizamos
en el tiempo: creamos problemas que tendrán que sufrir
nuestros hijos. Pero esta manera de hacer no tiene
sentido. Hacemos como los gobiernos que se endeudan
a treinta años vista: si todo lo que hacen lo hacen
mediante el endeudamiento, llega un momento en el
que la deuda es tan grande que antes de empezar el
ejercicio ya se han gastado todo el presupuesto. Es
una evidencia aritmética, no ideológica.
¿Ve
nubes en el horizonte?
No
sé cuándo ni cómo se producirá un cambio, ni cuánto
sufrimiento generará, pero estoy seguro de que habrá
un cambio. Yo admiro a Voltaire: este pensador no
previó la Revolución Francesa en sentido literal,
pero sí que imaginó el escenario que se produciría
con aquella revolución. A los sostenibilistas
de verdad quizá nos verán un poco como profetas dentro
de veinte o treinta años. Pero yo no quiero hacer
profecías, sino abrir perspectivas. Soy como el personaje
que mira la aguja del depósito del coche y dice: «Esto
se acaba, vamos en reserva.» Hace dos siglos, el depósito
estaba lleno, ahora ya no. A la vez, intento imaginar
escenarios: nos convendría encontrar una gasolinera
pronto y hacer una conducción prudente hasta que la
encontremos, porque cuanto más dure, más tiempo tendremos
para llegar a la gasolinera.
¿A
su juicio la crisis nos ha abierto los ojos sobre
la quimera del crecimiento?
Esta
crisis es el resultado de la actitud que critico.
Sin embargo, muchas personas dicen que para salir
tenemos que recuperar los niveles de crecimiento anterior
a la crisis. ¡Pero si la crisis se ha producido justamente
porque teníamos un nivel de crecimiento excesivo!
«A los sostenibilistas
de verdad quizá nos verán un poco como profetas dentro
de veinte o treinta años. Pero yo no quiero hacer
profecías, sino abrir perspectivas»
Pero
la ideología del crecimiento indefinido no desaparece:
¿los economistas están preparados para asumir el cambio
de paradigma?
En
el siglo xviii, la mayor
parte de la inteligencia económica, política y académica
pertenecía al Antiguo Régimen: se equivocaban, eran
reaccionarios, pero eran mayoría. Los ilustrados eran
cuatro gatos en comparación, pero tenían razón. Hoy
la academia insiste en que los cálculos les salen
bien, pero no es ese el problema: es que hay que revisar
los axiomas fundacionales. Cuando Einstein reformula
la física, no dice que Newton se equivocara de cálculo,
sino que los axiomas de Newton valían en un contexto
diferente del que él se planteaba.
Ver
que una aguja marca reserva es fácil: pero ¿hay evidencias
igual de claras sobre la crisis medioambiental?
A
pesar de que el cambio climático es un fenómeno de
largo recorrido, las alteraciones del régimen atmosférico
son más que evidentes. Por ejemplo, hace años que
la administración americana pone nombres a los huracanes:
cada año hace una lista de nombres con iniciales que
coinciden con las letras del alfabeto. Bien, desde
hace cinco o seis años la lista se queda cada vez
más corta: eso es un signo claro de que hay muchos
más huracanes que antes. Además, ha habido fenómenos
de carácter ciclónico en la costa de Francia y en
Canarias: por primera vez hay huracanes en Europa.
¡Los analistas de bolsa toman decisiones cruciales
sobre las finanzas con evidencias mucho más livianas
que estas!
¿Cómo
han cambiado las cosas desde los tiempos de Rachel
Carson, quizá la primera que planteó el reajuste entre
problemas sociales y problemas medioambientales?
Antes
de Carson estaba el movimiento conservacionista. La
sociedad industrial ya provocaba erosiones del paisaje
y de la biodiversidad y se creó una conciencia esteticocientífica
que promovió la creación de los primeros parques nacionales.
La idea era crear «manchas limpias». Esta idea es
buena cuando la mancha limpia ocupa más superficie
que la sucia. Pero si la mancha limpia es la excepción
tenemos un problema. Eso dura durante la primera mitad
del siglo xx. Cuando Carson
publica Silent
Spring se ve por primera vez que determinados
avances tecnocientíficos,
como los insecticidas, tienen posibles repercusiones
negativas. Eso es nuevo: hasta entonces, cualquier
avance se consideraba intrínsecamente bueno y no se
tenía en cuenta ninguna externalidad negativa indeseable.
Esta nueva actitud desencadena un movimiento ecologista
que trata de corregir las disfunciones del sistema,
sin poner en cuestión el propio paradigma. En los
años ochenta empieza a desarrollarse el movimiento
sostenibilista, esencialmente
diferente del ecologista porque no pretende resolver
los problemas ambientales, sino cuestionarse los problemas
socioeconómicos que se expresan de forma medioambiental.
El sostenibilismo ve que
el sistema tiene en su ADN la generación de los problemas
medioambientales.
¿Qué
diferencia hay entre el sostenibilismo «de verdad» y los falsos?
Hay
dos tipos de falsos. Unos son simplemente hipócritas:
en este momento no hay nadie que se manifieste contrario
al sostenibilismo, todos
están muy preocupados por el medio ambiente, la energía,
pero acto seguido dicen que lo que tenemos que hacer
es crecer. Después hay otro sostenibilismo
nada sólido, el sostenibilismo
rousseauniano, el de todo
el mundo es bueno, de la vida natural, de la armonía
cósmica. Este olvida que la vida no funciona así.
Si el primero contradice los principios de la termodinámica,
el segundo contradice los de la biología.
¿Pero
de verdad se puede separar la ciencia de la ideología
política en este ámbito? ¿Cuál tiene que ser el papel
respectivo de la observación y del activismo?
Ya
en la época de los antiguos griegos se planteaba el
equilibrio entre el logos –el conocer, el saber– y la technè –el hacer,
el actuar–. En esta época
de logos incipientes y technè
rudimentaria, este equilibrio se conseguía más fácilmente.
Hoy sabemos muchas más cosas, gracias a la ciencia,
y la technè se ha
complicado muchísimo. Los que saben compatibilizar
estos aspectos se han convertido en extraños. Hemos
creado muestras sectoriales: el modelo del ser humano
industrial es el que hace sin pensar o el que piensa
sin hacer. Por ejemplo, se ha creado la figura detestable
del intelectual, un personaje que especula abstractamente,
que se refugia en estas universidades amortizadas
que tenemos, y que publica libros de gastronomía extraordinarios
sin saber hacer un sofrito, por decirlo de alguna
manera. Pero también está el que hace sofritos sin
tener ideas dietéticas o de gastronomía. Será muy
difícil que una sola persona reúna todas las habilidades
teóricas y técnicas que necesitamos, por eso creo
que tenemos que ir hacia un profesional colectivo.
El virtuosismo nos convierte en excelentes violinistas,
pero hay un momento en el que la imaginación del compositor
requiere crear una orquesta sinfónica.
Algunos
opinan que la sostenibilidad es inviable y lo que
tenemos que hacer es adaptarnos a un planeta que cambiará
inevitablemente por el cambio climático: ¿qué opina
de esta postura?
Eso es como decir
que no nos podemos permitir respirar y que tenemos
que vivir sin hacerlo: pero el hecho es que o respiramos
o morimos. El modelo sostenibilista es un intento de hacer posible la vida en el
siglo xxi. Tendríamos que
empezar por admitir que esta fantástica aventura de
la sociedad industrial ha acabado su ciclo histórico.
Los que dicen estas cosas nos llaman heterodoxos,
pero nosotros somos los ortodoxos, es decir, los que
pensamos con rigor. Hay que hacer como los ilustrados
y los fundadores de la ciencia económica: inventarnos
un método para ordenar el sistema productivo. Ahora
hay una serie de productos que no entran en los balances:
sabemos sumar precios pero no sabemos sumar valores.
No estoy diciendo que lo tengamos que monetarizar
todo, sino que se atribuya valor económico a todo,
para que los balances casen.
¿Es
correcto decir que el crecimiento es inevitablemente
malo?
Atención,
que no se me malinterprete: yo me refiero a un crecimiento
cuantitativo y desbordado. Nuestra sociedad necesita
inventar un sistema para medir cualidades que no se
corresponden a un crecimiento puramente cuantitativo.
La ciencia económica ya se ha inventado herramientas
en el pasado, como el balance, la cuenta de resultados,
etc., y estas herramientas son tan importantes que
determinan si una empresa quiebra o no. Pero en los
balances aún no figuran muchas cosas.
¿Cuáles
son los criterios de un sistema sostenibilista?
El
convencimiento de que los recursos son abundantes
y baratos no nos ha hecho considerar tres elementos:
el ahorro, la eficiencia y la suficiencia. El ahorro
es salir de una habitación y apagar la luz. La eficiencia
es preguntarse si es mejor una bombilla de incandescencia
o de fluorescencia. Después está la suficiencia: ¿esta
bombilla daba la cantidad de luz que necesito o daba
demasiada? La eficiencia por sí sola no provoca ahorro,
sino que estimula el despilfarro. Si con esta bombilla
obtengo más luz con menos kilovatios pues no la apago:
¡la pongo más grande! Los falsos sostenibilistas priorizan la eficiencia: ¿pero lo hacen para
disminuir o para estimular la demanda? Cuando valoramos
si tenemos bastante energía, lo tenemos que hacer
en referencia a una estrategia de consumo. En el nuevo
modelo, tenemos que pasar de la gestión de la oferta
a la gestión de la demanda.
¿Cómo
se imagina la sociedad del decrecimiento? La sociedad
industrial nos ha traído valores de libertad y justicia:
¿existe el riesgo de volver a un mundo feudal?
La
economía del crecimiento ha estimulado algunos de
los peores aspectos de la especie humana. Rousseau
opina que los humanos son buenos y son pervertidos
por la sociedad. Yo creo que es al revés: los humanos
son unos primates insolidarios
y egoístas, tan solo hay que ver cómo se comporta
un niño. La educación contrasta algunas inclinaciones
zoológicas básicas de la especie humana. Pero el modelo
actual no ha contribuido precisamente a contrariar
la bestialidad zoológica de la especie humana. Para
cambiar este modelo, es esencial cambiar las actitudes
de las personas: tenemos que educar a la gente para
que asuma culturalmente estos valores. Hasta que no
haya una acción educativa decidida que plantee a un
número importante de humanos estas ideas, no habrá
un sistema sostenibilista.
El
crecimiento ha implicado que puedo viajar en diez
horas de un punto al otro del planeta: en un mundo
de decrecimiento, la comunicación y el intercambio
serán mucho más difíciles...
Hay
que diseñar un modelo económico en el que todos estos
valores sean incorporados. Es necesario que los balances
no ponderen solo lo que se compra y se vende, sino
también la salubridad, la tranquilidad, la solidaridad,
etc. Me dirás que el sostenibilismo
es una utopía, pero se contrapone a la total imposibilidad,
física y material, de continuar creciendo. Por eso
el libro se llama La quimera del crecimiento.
¿Hay
algún interlocutor abierto a estas ideas en nuestra
sociedad?
Hay
agentes sociales que consideran con simpatía estas
propuestas. Los movimientos críticos surgidos en los
últimos meses ponen de manifiesto el mal funcionamiento
del sistema, pero aún no han ideado una alternativa.
Además, en algunos casos en estos movimientos hay
gente que no quiere cambiar el sistema, sino que se
queja de que no obtiene lo bastante de este sistema.
Yo creo que aquí actuará el principio del plano inclinado.
No sé con qué velocidad ni de qué manera bajará el
peso, pero estas ideas se abrirán paso tanto más rápidamente
cuanto más inclinado esté el plano.
¿Es
posible que se abran paso con un cambio violento?
Me
gustaría que este proceso fuera poco traumático. Pero
cuanto más dificultemos la llegada del nuevo orden,
más traumático será el descenso de esta piedra por
el plano inclinado. También existe la posibilidad
de que antes de que llegue esta opción se produzca
una catástrofe. Eso ya ha pasado en la historia de
la humanidad, como en el caso de la desaparición de
la civilización maya y en otros.
¿Hay
señales esperanzadoras?
Un
ejemplo es el protocolo de Kyoto: el primer acuerdo
de toda la humanidad, que obliga a todos a hacer una
acción unitaria, y además algo tan nuevo como comprar
un no bien. Los historiadores del futuro lo verán
en la justa perspectiva. Eso no había pasado nunca
antes. A mí me parece extraordinario.
¿Las
mayores dificultades de estos acuerdos vienen de la
soberanía de los estados? Ante los nuevos escenarios,
¿hay que liquidar el modelo del estado nacional?
El
estado nacional es una herencia del pasado, difícilmente
compatible con la globalización, mientras se le atribuyan
las funciones que tiene. Las transnacionales ya piensan
de otra manera: la Volkswagen no piensa como Alemania,
sino como Volkswagen. Esta coexistencia de estados
y grandes corporaciones –que tienen más fuerza que
la mayor parte de los estados pequeños–
es estrafalaria. Como catalán, pertenezco a un ámbito
diferente al de un danés. Pero que eso se refleje
en una estructura política soberana es otra cosa.
Una
alternativa sería el cosmopolitismo político, la cesión
de soberanía a estructuras supranacionales...
Esta
es una utopía inevitable. En 1944, cuando Francia,
Alemania e Inglaterra estaban en la peor de las guerras,
nadie habría creído en la posibilidad de la Unión
Europea. Y ahora incluso tenemos una moneda común.
¿En
nuestro entorno más próximo, lo estamos haciendo bien?
No
me quiero erigir en juez, pero puedo decir que estamos
haciendo muchas menos cosas que las que podríamos
hacer. Las leyes recopilan obligaciones, no identifican
finalidades. Hoy puedes cumplir perfectamente el código
técnico de la construcción y hacer un edificio que
sea una catástrofe ambiental. Habría que ir hacia
una legislación que estableciese las finalidades.
No hace falta discutir los articulados sino pensar
en los objetivos.
MC