> AÑO 4 - Mayo 2012
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La ecuación virtuosa e imposible o las trampas del lenguaje
Por Jordi Borja


Introducción 

La ciudad postmoderna tiende a ser la “anticiudad”: urbanización no es ciudad. La ciudad actual tiende a la disolución en el territorio como producto de una alianza impía que se ha expresado con conceptos aparentemente neutros como globalización o modernización,  o no tanto como neoliberalismo o competitividad. Una alianza entre: a) políticos débiles, oportunistas y cómplices cuando no corruptos, b)financieros globales y actores locales que promueven una urbanización cuyo motor es la especulación y c)profesionales que legitiman el no planeamiento, exhiben proyectos ostentosos (arquitectura “tape l’oeil”) y ejecutan obras éticamente contrarias a los valores de su disciplina. Se fabrica así un territorio insostenible y generador de desigualdad, una sociedad más atomizada que individualizada y una cultura del cambalache, del todo vale si se gana dinero.

Sin embargo la justificación de los programas políticos, los planes territoriales, los proyectos urbanos y las obras que los materializan coinciden siempre en planearnos una ecuación virtuosa. Es sospechosa la unanimidad y la coincidencia de los documentos de los organismos internacionales y nacionales, las memorias de los planes o de los grandes proyectos, los discursos políticos de ministros o alcaldes, las conclusiones de lo foros o seminarios, las declaraciones de investigadores o profesionales. Todos ellos nos proponen la siguiente ecuación, tan sensata como imposible. El desarrollo urbano debe conciliar la Competitividad, la Cohesión social o la Equidad, la Sostenibilidad, la Gobernabilidad y la Participación. Es la ecuación virtuosa tan necesaria como imposible. Las normativas internacionales y nacionales no imponen esta conciliación. Las memorias de planes y proyectos o bien olvidan estos objetivos o bien no concretan medidas para conseguir que se alcancen. Los discursos políticos suenan casi siempre a retóricos, luego se imponen las dinámicas del mercado y la complicidad de las instituciones  (véase lo ocurrido con el boom inmobiliario). Y quizás lo más grave es que los profesionales y los académicos proclaman estos objetivos pero en la mayoría de los casos no denuncian las causas concretas ni a los responsables de que la ecuación sea de imposible cumplimiento.

Ya hemos expuesto en textos anteriores (La ciudad conquistada, La revolución urbana y el derecho a la ciudad y otros) las promesas incumplidas de la revolución urbana, la perversión de muchas políticas públicas que no consiguen imponerse a las dinámicas especulativas y las múltiples complicidades que se generan y que hacen posible esta sumisión. También se han expuesto experiencias y dinámicas positivas  y se han apuntado líneas de resistencia. En esta parte final del último capítulo nos centraremos en tres cuestiones que nos parecen clave para entender los procesos negativos y armarse para resistir y plantear alternativas.

En el texto que sigue analizaremos críticamente el lenguaje pues los conceptos utilizados llevan consigo la trampa suficiente para  justificar que los consideremos pervertidos o corruptibles. Su aplicación tiene efectos contrarios a los que promete.

 

Cuestionar el lenguaje.

Los estudiosos del desarrollo urbano creo que deberíamos empezar cuestionando el lenguaje utilizado, especialmente los “conceptos” a los que se atribuye un valor explicativo y orientador de la acción indiscutibles. Este reconocimiento acrítico  permite usarlos sin especificar en cada caso el significado específico lo cual los hace tan multívocos como confusionarios, “naturalizan” la realidad cuando en muchos casos tienen una carga ideológica interesada. En la temática urbana es muy frecuente que  se usen para el análisis, que incluso sirvan de apoyo a la crítica parcial  de la realidad inmediata y además sirven para justificar cualquier política. Lo cual permite a los expertos concluir proponiendo retóricamente la ecuación imposible citada y los profesionales o políticos, aceptemos la buena intención, ofrecer medidas y proyectos correctores, tan parciales como inoperantes. Pero casi nunca se mencionan los procesos causales y los agentes dominantes que actúan sobre el territorio que impiden o pervierten los objetivos y tipos de actuación que se proponen.¿Ingenuidad? ¿Ignorancia? ¿Complicidad? ¿Neutralidad del “científico” y especialización del profesional? ¿O simplemente el afán de practicar su oficio sin perturbar a los poderes establecidos?

Veamos primero los “conceptos” de la ecuación imposible.

La competitividad aplicada a las ciudades carece prácticamente de sentido. La producción de bienes y servicios que se realizan en un mercado abierto ya les obliga a ello pero ello no significa que el “territorio” deba ser “competitivo”, lo cual es un absurdo lógico. La ciudad puede ser más o menos “atractiva” pero proponerlo exige añadir “para quién y para qué”. ¿Inversiones? ¿Turismo? ¿Recursos humanos cualificados? Etc. Algunas iniciativas públicas pueden exigir competir (por ejemplo obtener la organización de un evento o disputar el mismo público a otras ciudades). Pero la gran parte de los bienes y servicios que se producen en una ciudad van destinados a la demanda local o regional. En este caso el concepto a utilizar sería en todo caso productividad, obtener el máximo con menos recursos. Calificar una ciudad de competitiva es introducir en el lenguaje la ideología neoliberal que parte del supuesto que todo es, o debe ser, mercado. No solo la economía, también la sociedad. Y en nombre de la competitividad se crean enclaves empresariales separados del tejido económico y social de la ciudad, se convierten los centros en zonas de negocios o de turismo y ocio que excluyen a la mayoría de la ciudadanía, se gentrifica la ciudad compacta y se promueve la difusión urbana sin ciudad en la periferia. La experiencia directa y la observación de otras ciudades nos demuestra que el principal atractivo de una ciudad compleja (distinguir de las ciudades “monoproductivas” o monofuncionales) es la calidad del conjunto de su oferta urbana, las condiciones de vida de los ciudadanos, la reducción de las desigualdades sociales, la eficacia y transparencia de las administraciones públicas, el buen funcionamiento de los servicios, la oferta cultural, la seguridad, el ambiente urbano, etc.

La prioridad que se concede a la “competitividad de las ciudades” es intelectualmente una majadería. Las ciudades funcionan sobre la base de la cooperación interna y el intercambio externo. Algunos elementos de ellas pueden competir, pero en la mayoría de los casos se necesitan o se ignoran. Pero el discurso competitivo global sirve para legitimar las operaciones especulativas locales más desenfrenadas (la ciudad de Valencia sería un paradigma de ello, véase el trabajo de Montiel en El modelo inmobiliario español, op.cit). Unas operaciones que casi siempre cuestionan los otros elementos de la ecuación.

El discurso de la competitividad a medio plazo hace a las ciudades menos “atractiva” para la mayoría de la ciudadanos, aunque multiplique los beneficios para actores privados. 

La cohesión social es otro concepto equívoco. Se podría entender que todos deben poder ejercer por igual sus derechos, que las políticas públicas promueven prioritariamente reducir las desigualdades sociales y que se construye en permanencia una sociedad convivencial, solidaria y que comparte los valores básicos y derechos ciudadanos. Pero no es así. Su uso ingenuo no excusa su carácter confusionario. Y, sobre todo, predomina hoy un uso fuertemente ideológico y conservador. La cohesión social se vincula ideológicamente a los  procesos de integración socio-cultural de los que sufren exclusiones y al uso del principio de equidad,  valor orientativo de las políticas públicas redistributivas de carácter socio-económico para atribuir a cada uno lo que le corresponde y necesita teniendo en cuenta su lugar y sus méritos en la sociedad. El énfasis en la integración cumple una función de pantalla de la realidad: omite la situación real de los “integrables”, las causas de su exclusión y niega la relación conflictual, que es precisamente el principal factor para reducir las exclusiones. Un ejemplo del uso perverso de este concepto es cuando se niegan derechos ciudadanos a los inmigrantes si no han alcanzado un determinado grado de integración. Es precisamente la obtención de estos derechos lo que hace posible que se dé el proceso “integrador”. La equidad presupone que no se modifica la estructura social, la redistribución no cuestiona la desigualdad social existente. Puede llevar a aumentar el salario mínimo si es muy bajo, pero no afectará a los ingresos altos por ejemplo estableciendo salarios máximos. Y el uso, bientintencionado muchas veces, del concepto de exclusión (y como veremos luego el de inmigración) contribuye a construir una percepción social fragmentadora de las clases trabajadoras.

Conceptos como cohesión social y sus complementarios, integración y equidad, exclusión y marginalidd, permiten obviar otros conceptos, mucho más adecuados a las realidades sociales, con sus contradicciones y tensiones, sus avances y retrocesos. Con lo cual se pueden obviar las referencias a las clases sociales y sus conflictos y al binomio igualdad-desigualdad y la universalidad de los derechos iguales para todos. Se han adoptado acríticamente por los cientistas sociales (economistas, sociólogos, politólogos) y con mucho gusto por los organismos internacionales, que precisan de conceptos de apariencia bientintencionada pero que en realidad sean inocuos. Se proponen palabras que parecen apostar por políticas públicas progresistas, pero sin molestar a los sectores acomodados a los que se les garantiza su status privilegiado y se les dice implícitamente que mejorando un poco la situación de las clases populares será más fácil o “menos peligroso” que perturben su vida.  Por ejemplo se prioriza, en el mejor de los casos la reducción de la “pobreza absoluta” pero se omite que se mantiene o incluso aumenta la desigualdad social,  a pesar de que ésta es mucho más fuente de conflicto que la pobreza.

¿No es a caso más comprensible y más medible utilizar el concepto de igualdad? Un objetivo fundacional del urbanismo es contribuir a la reforma social mediante la reducción de las desigualdades entre los ciudadanos, proclamar la igualdad formal de todos los habitantes e impulsar políticas públicas que conviertan los derechos teóricos en reales. La ciudad debe proporcionar un “salario ciudadano” que compense en parte por lo menos las desigualdades de renta. El uso del concepto de cohesión social en realidad lleva implícito la voluntad de imponer unas pautas conciliadoras destinadas a deslegitimar el conflicto y a mantener el statu quo en sociedades tremendamente desiguales. Se utiliza este lenguaje aplicado a la ciudad para suprimir del vocabulario actual el concepto de lucha de clases en el territorio. Un conflicto que no se quiere reconocer  tanto si es respecto a las condiciones de acumulación de capital (maximización y concentración de los ingresos privados frente a las teóricas prioridades de la producción social de bienes comunes)  como si se refiera a la reproducción de la fuerza de trabajo (beneficios capitalistas frente a gasto público destinado al salario indirecto). Pues es hoy en el territorio que se combinan y se dirimen este conjunto muy complejo de factores. Los intereses de unos y otros, para simplificar Capital y Trabajo, no son los mismos. Las dinámicas urbanas dominantes se han orientado prioritariamente en función de la acumulación del capital lo cual genera más desigualdad en el territorio. Por ello la cuestión de la desigualdad es un concepto clave para analizar las sociedades urbanas  y el conflicto social es el factor dinámico imprescindible para su progreso democrático. No se puede asignar al urbanismo que suprima la desigualdad social, lo que si puede hacer es no aumentarla, y también  puede contribuir a reducirla mediante su contribución al salario indirecto por medio de un urbanismo público potente.  El urbanismo, sea o no sea consciente de sus efectos, interviene en el proceso de acumulación de capital, generación de plusvalías privadas y explotación de las clases trabajadoras. Pero también puede ser un instrumento de redistribución social, reducción de las desigualdades sociales y de hacer de la ciudadanía un actor político.

La sostenibilidad, otro concepto-coartada para justificar políticas, planes y proyectos, sin especificar medidas eficaces frente a los mecanismos que generan despilfarro de recursos y usos depredadores del medio ambiente. Las políticas urbanas que favorecen la difusión metropolitana son evidentemente insostenibles por lo que representan de hiperconsumo de suelo, energía, agua y prácticamente ningún país las pone en cuestión. El uso masivo del automóvil particular en las ciudades densas se mantiene cuando es casi siempre el principal factor de calentamiento de la tierra. Los grandes “proyectos urbanos”, basados en torres grandes y entornos lacónicos, en la mayoría de los casos se debieran considerar insostenibles pero se presentan como símbolo de progreso. Y en nombre de la “competitividad” en muchos países se practica el dumping ambiental además del social. La “sostenibilidad” se ha convertido en una muletilla que organismos internacionales e instituciones varias exigen que se añada como calificativo que acompañe siempre a “desarrollo”. 

La gobernabilidad y la gobernanza no merecían ningún comentario serio si no fuera que su uso reciente se ha difundido y tampoco en este caso es inocente. El uso común en el pasado no era frecuente, servía para calificar una situación o un territorio si eran más o menos “gobernables” (controlables). En términos “democráticos” se referían a la capacidad del gobierno de representar legítimamente a los ciudadanos y de ejercer realmente los cometidos que tuviera atribuidos. Actualmente  la gobernabilidad es un concepto tremendamente confuso que pretende indicar que la complejidad institucional y societal requiere una articulación entre el sistema institucional y la “sociedad civil” (otro concepto confuso que se comenta más adelante). ¿Para qué sirve este pseudoconcepto multívoco que llamamos gobernabilidad?  Primero: para legitimar la inflación institucional existente derivada de la partitocracia que caracteriza las democracias formales actuales. Se convierte el vicio en virtud. Segundo: se responsabiliza a las entidades u organizaciones de la “sociedad civil” de contribuir al gobierno del territorio. Con lo cual los gobiernos reales (la alianza oscura entre gobiernos formales y grupos de presión económicos-financieros) pretenden  reducir al mínimo sus responsabilidades públicas. Tercero: la gobernabilidad sirve para dejar fuera del campo semántico el “conflicto social”, si hay gobernabilidad con el consenso (pasivo) de “todos” no debe haber conflicto colectivo, es disfuncional, el paso siguiente es considerarlo ilegítimo, patológico y subversivo. Cuarto: en determinados casos se utiliza para legitimar la cooperación público-privada con objetivos particularistas. Y quinto: pretende casi siempre, cuando se trata de una participación institucionalizada crear instrumentos que generen consenso pasivo. La gobernabilidad pretende siempre  institucionalizar  la “participación”, otro concepto de uso confuso al que nos referiremos a continuación. Y la gobernanza, una palabreja afortunadamente menos usada, se supone que pretende significar como se organizan los gobiernos para promover la gobernabilidad. El palabro además de feo es innecesario. Lo cual no fue óbice para que en un seminario internacional el representante de un organismo de NN.UU. dedicara su discurso si inaugural a exponer y distinguir los “conceptos de gobernabilidad y gobernanza”. ¿No es más sencillo hablar de gobiernos, describir el sistema institucional, sus obligaciones y competencias, sus gastos y sus ingresos y las mecanismos y procedimientos  de relación con la ciudadanía, sus organizaciones y sus formas de acción colectiva. Sin embargo gobernabilidad y gobernanza basan su recurso, aparentemente democrático, en el reconocimiento de la “sociedad civil”.

La sociedad civil citada es un concepto pervertido por el uso generalizado. Cuando Ferguson lo    propuso, en el siglo XVIII, se refería a los cuerpos organizados de las clases emergentes, que no eran ni el clero ni el ejército, los burgueses (comerciantes, manufactureros, etc.) y la “bourgeosie de robe” (hoy serían los cuerpos profesionales). En resumen: la base social del “tiers état”. La referencia a la sociedad civil se ha convertido en la “tarte à la crème” o un café para todos muy aguado. Este concepto, muy propio de los Estados “absolutos” del siglo XVIII que dea la actualidad, entonces tenía un sentido relativamente preciso: las formas organizadas de la sociedad que no estaban integradas o eran relativamente autónomas de la organización centralizada, piramidal y centralizada del Estado, como hemos visto al citar el “tires état!.. Actualmente hablar de sociedad civil tiene escasa utilidad, pues se mezclan todo tipo de organizaciones, algunas paraestatales, otras reguladas o financiadas por los gobiernos, otras de clase (empresariales, sindicales), unas muy políticas y de amplio espectro en cuanto a intereses y formas de actuar, otras muy específicas, unas muy reconocidas por las instituciones, otras ninguneadas, etc. Y quedan fuera de la sociedad civil colectivos informales o no reconocidos que en muchos casos son los que aportan más potencial innovador. El uso de esta amalgama caótica de este concepto inadecuado hoy sirve para convocar por parte del poder (político o económico) a las elites o para reunir un tutti revolutum que favorece la creación de consensos pasivos Parece más adecuado en todo caso utilizar el concepto de “sociedad política” o de “pueblo” o de ciudadanía republicana, que permite definir un conjunto relativamente heterogéneo que se moviliza conjuntamente por objetivos compartidos y transformadores (reformistas o revolucionarios).

La participación algo tiene de equívoco cuando se ha convertido en un concepto exaltado por todo el mundo. Quien más quien menos se apunta incluso a la “democracia participativa”. Cuando la participación es también un discurso del poder es el homenaje del vicio a la virtud pero también requiere saber de qué habla cada uno. La participación es construir escenarios entre las instituciones y los colectivos sociales para deliberar, negociar, confrontarse, llegar  acuerdos o no. Es una conquista ciudadana si es resultado de la demanda social activa, sea por medio de organizaciones formales o de la acción colectiva (por ejemplo: la ocupación de un edificio abandonado para convertirlo en centro cívico). Exige reconocer la legitimidad del conflicto y a los actores que lo expresan y aceptar que las instituciones no tienen el monopolio de las decisiones políticas, por lo menos en los procesos de elaboración y de ejecución. Gobernantes y funcionarios públicos en su mayoría consideran el conflicto colectivo como una patología social. Los gobiernos (nacionales o locales) deciden las reglas,  la composición, las materias y las atribuciones de los órganos que se creen, etc. y en la práctica establecen y modifican el funcionamiento de éstos. En el mejor de los casos sirve para obtener información y hacer llegar propuestas y reivindicaciones, pero en general la voluntad institucional es evitar o reducir la presión social.  La participación se conquista cada vez que hay un movimiento colectivo que expresa unas demandas, reivindicaciones o propuestas y consigue crear escenarios de deliberación y negociación de las políticas públicas. Sobre la base que se da una confrontación de valores, intereses y prioridades bien con los responsables públicos o con los representantes de actores sociales opuestos. Si hablamos de participación concretemos los instrumentos de ésta: iniciativas legislativas  populares que sean eficientes y no casi imposibles de presentar, consultas populares, presencia en los consejos de administración de los entes y empresas públicas o concesionarias, voto programático (que permite promover el cese de cargos públicos que incumplen sus compromisos), presupuesto participativo, etc.

El lenguaje propio de una sociedad dividida como la presente precisa recuperar el análisis de las clases sociales, asumir la  lucha de clases”, que está presente también en el territorio, pues éste es a la vez ámbito de acumulación de capital y de segregación social y también medio de reproducción de la fuerza de trabajo y  que proporciona un salario indirecto. La eficacia de generar un espacio participativo  dependerá de la fuerza de las demandas sociales colectivas y  de la disposición de los gobiernos a reconocer a la otra parte como interlocutor válido. Si la participación no influye en las políticas públicas deja de tener razón de ser. En la práctica las instituciones formalizan los contenidos y procedimientos que rigen los espacios participativos, incluso en muchos casos eligen a los interlocutores y reducen la participación a generar consensos pasivos o, como máximo, a momentos en los que se expresen “tribunos de la plebe” sin otras consecuencias que sus palabras en el aire. En resumen, decir participación sin más hoy casi siempre igual a no  decir nada. Un brindis al sol. 

En resumen, siendo los conceptos tan equívocos, contradictorios ente ellos y en sí mismos y de muy difícil evaluación, sirven para cualquier cosa y para nada. Nunca se cumple la ecuación virtuosa por la fuerza de las dinámicas negativas expuestas pero los conceptos utilizados son tan equívocos que siempre se puede hacer un discurso que parezca que se avanza en su consecución. Son  pseudoconceptos, legitimados por cuentista sociales que cumplen a su  vez una función legitimadora de los poderes actuantes y una función naturalizadora de la realidad social en relación a la ciudadanía. Todo ello con la activa complicidad de políticos, expertos y medios de comunicación. 

Hay otros conceptos, comunes a las ciencias sociales y al lenguaje periodístico,  que han entrado en el lenguaje técnico, político y de los medios que aparecen como neutrales y que forman parte de la confusión interesada del poder político-económico. Se trata de conceptos analíticos o descriptivos comunes  que como los anteriores no son tan   inocentes, ni científicos, ni rigurosos, como parecen. Y que en muchos casos sirven de sustrato de los anteriores. Como la globalización. 

La globalización es seguramente el concepto que se ha aceptado acríticamente y es el más tramposo. Deberíamos precisar a que globalización nos referimos pues se utiliza genéricamente y legitima todo tipo de procesos globales sean comerciales, financieros, culturales, políticos, migratorios, informacionales, securitarios (el concepto de represión preventiva se aplica a la vez en Irak y en las ciudades del imperio), etc. Si usamos este término genéricamente pero lo aplicamos a las consecuencias de la globalización financiera legitimamos sus “efectos colaterales” como si de una fatalidad  se tratara, en vez de precisar que nos referimos a la actividad especulativa global del capitalismo financiero. La globalización se convierte en un concepto naturalizador que pretende expresar el nivel actual alcanzado por el “progreso” de la humanidad. Se reconocen que existen unos costes en estos procesos que se deben a que la globalización no ha alcanzado su total plenitud. O los más críticos reconocen que hay unos costes que pueden corregirse mediante programas como el “Milenio” de Naciones Unidas. Este discurso crítico se cuida muy bien de denunciar las causas y los agentes responsables, por ejemplo el Fondo Monetario Internacional, las políticas neoliberales, la financiación de la economía internacional, la acción de las multinacionales, el apoyo a las dictaduras cómplices gobernadas por elites que viven en la opulencia y la gran mayoría en la miseria, etc. 

Los mercados, son otro ejemplo de lo mismo. Un mecanismo opaco, anónimo, imprevisible y fatal. Pero en realidad son firmas y personas con nombres y apellidos, inversores improductivos, bancos cuyo único afán es el lucro inmediato, agencias de evaluación corruptas. Sería hora de no confundir mercado, inversión, finanzas, términos relativamente neutros, con lo que es simplemente especulación, un siniestro juego de pirámide que pagan la inmensa mayoría que son los ciudadanos comunes. La lógica de los mercados globales especulativos conduce a un aumento de las desigualdades y de la dualización social como lo demuestran los impactos de la crisis actual. 

La flexibilidad del mercado de trabajo es únicamente generalizar la precariedad de los trabajadores y en especial de los jóvenes, legitimar el desempleo como un indicador de economía moderna. Se utiliza una palabra con una carga genérica positiva para nombrar una realidad regresiva y perversa. El “precariado”  reproduce a gran escala el ejército de reserva de mano de obra, produce un nuevo lumpenproletariado al que se pueda criminalizar y va vinculado a los procesos de  privatización de servicios y empresas hasta una época reciente de carácter público. La privatización de servicios de vocación universal, como la sanidad, la educación o los transportes, esta destinado a dualizar a los ciudadanos: sectores altos y una parte importante de los medios serán clientes de los servicios privados y el resto, que será más del 50%, dependerá de unos servicios básicos deteriorados y unos  programas sociales de mínimos. Probablemente la precarización del trabajo representa la mayor regresión respecto al capitalismo predominante en la segunda mitad del siglo XX en el que fue compatible con un rol económico importante del sector público y el establecimiento de políticas de bienestar social con vocación universal.  

La  revalorización de la identidad y la importancia adquirida por la  individualización son dos dimensiones del discurso dominante sobre la globalización.

La identidad es una palabra peligrosa nos dice Tony Judt. Es cierto, pero a veces resulta incómodo criticar un exceso de afán identitario de colectivos sometidos a un poder externo, pues te encuentras al lado de los que critican esta  identidad en nombre de la suya, la dominante. La identidad hoy de los pueblos o comunidades, tengan Estado propio o no, es hoy una mezcla multicultural que vive procesos de fusión relativa o parcial. Por lo tanto en ningún caso puede discriminarse a nadie en nombre de una identidad autóctona esencial y permanente. No es, en el plano teórico, discutible el reconocimiento de derechos iguales de todos los habitantes de un territorio y de la universalidad de un conjunto de derechos básicos en proceso de codificación continua. Es evidente que ni los derechos proclamados por la revolución francesa de 1789 ni los derechos humanos de la Carta de NN.UU. hoy no son suficientes (aunque en gran parte del mundo no están satisfechos). El derecho de una colectividad al autogobierno puede apoyarse en la identidad histórica pero solo puede ejercerse a partir de la voluntad mayoritaria y no discriminadora de su población actual. En la cuestión que ahora tratamos, sobre los usos del lenguaje, nos importa principalmente el uso perverso que los diferentes tipos de “neocons” usan la identidad para crear guetos de privilegiados  o para excluir a colectivos sobreexplotados. Un ejemplo reciente es el discurso público de un líder de los neocons: “es antiamericano facilitar que los pobres ejerzan el derecho de voto” (citado por Harvey en la nota 1). Otro caso del uso perverso de la identidad se expresa en el nuevo auge del nacionalismo utilizado por los Estados para legitimar tendencias autoritarias antipopulares (el Acta Patriótica de EE.UU) o para defender intereses espúreos de las multinacionales (poer ejemplo la reacción patriotera del gobierno y de los medios de comunicación españoles ante la expropiación de Repsol por Argentina):

 

La  individualización es otro lugar común tanto de los cientistas sociales como de los medios de comunicación. Es un tópico muy actual… desde el Renacimiento. Es cierto que en las últimas décadas se han acentuado los comportamientos individualizados: por ejemplo respecto a la movilidad, a las comidas cotidianas, a los horarios de cada uno, las relaciones sociales, etc. (la lista es casi infinita). En nombre de la individualización economistas y politólogos  legitiman modelos analíticos que parten del “individuo tipo” y se abandonan los conceptos clave de la estructura y el conflicto sociales, como es la “clase”. La afirmación convertida en paradigma de que no hay “sociedad” hay individuos es una de las bases ideológicas principales de las políticas neoliberales.  Pero un análisis elemental nos permite comprobar que la socialización de los individuos es hoy probablemente mayor que en épocas pasadas. Se mantiene la familia como entidad social solidaria, se revaloriza el barrio, se multiplican las redes sociales asociativas (las reales y las virtuales) y sobre todo los individuos dependen cada vez más de los servicios públicos o de carácter colectivo (educación, salud, cultura, ocio, asistencia social, etc.). En las relaciones de trabajo subsisten las clases trabajadoras asalariadas que representan más del 50 % de la población activa, aunque una parte de ellas usen el ordenador en vez de un telar, un torno o una máquina de escribir. Y tanto los estudios estructurales como  los comportamientos y los conflictos sociales nos muestran la pertinencia del concepto de “clase”, aunque se hayan modificado sus formas y sus denominaciones. Como en los otros casos citados un concepto como individualización que puede servir si se relativiza su uso en realidad es con frecuencia utilizado como un medio de escamotar el carácter “clasista” de nuestras sociedades.

 

La seguridad, la gran palabra para los apóstoles del miedo, los mensajeros de los peligros que nos acechan, los mesías que nos traerán tranquilidad por medio del autoritarismo y la exclusión de las “clases peligrosas” (recuerden: “Clases trabajadoras, clases peligrosas”, la obra clásica de Louis Chevalier). La paradoja del mundo occidental: nunca ha existido mayor seguridad que la que disfrutamos hoy, si nos atenemos al uso que se le da hoy en nuestros países (delincuencia urbana, es decir robo o violencia en el espacio público). Sin embargo aparece como principal preocupación a la par que el desempleo o la inmigración! Inseguridad hay, pero por otras razones y en otros aspectos: el trabajo y la desocupación, la seguridad social y las pensiones, la vivienda y las hipotecas, la educación y el porvenir de los hijos, el acceso y la cualidad del servicio de salud, etc. y también por la pérdida de referentes territoriales y socio-culturales y la dificultad de entender y gestionar los cambios que se producen en el entorno, es decir la llamada globalización. Estas inseguridades incontrolables se subliman y encuentran en la delincuencia urbana (casi siempre de baja intensidad) y en la presencia de gentes diferentes (inmigrantes, en especial jóvenes) en el espacio público compartido el chivo expiatorio. Importantes poderes políticos y mediáticos contribuyen decisivamente a que las inseguridades profundas se reorienten y focalicen transfiriendo la inseguridad difusa a la ciudad. Combatir la ideología del miedo y de la inseguridad es hoy una tarea tan importante como la denuncia del racismo y la xenofobia y el fanatismo identitario forman parte del mismo complejo de angustias de la época. Jóvenes, pobres e inmigrantes son las víctimas de la inseguridad manipulada. El objetivo de los gobiernos en muchos casos es “dar miedo” (como declaró recientemente el “ministro del Interior” del gobierno catalán).

La inmigración precisamente es otro concepto mal usado. Inmigrante es el que se traslada de un territorio a otro. Es alguien que viene de fuera, que está de paso, para un período relativamente breve. Pero si se instala en un país determinado deja de ser inmigrante, es un residente, un ciudadano cuyo status debe reconocerlo la Administración del lugar. El hecho real es que en la Europa actual inmigrantes son los “no comunitarios” y sea cual sea su situación de “residentes”, con o sin trabajo, llegados recientemente o con años de residencia, con arraigo familiar o no, con “papeles” (siempre insuficientes para tener plenos derechos) o “sin papeles”. En la práctica son inmigrantes los que buscan trabajo o realizan actividades poco cualificadas, es un concepto “clasista” no “étnico”. Los profesionales, los empresarios, los rentistas, los residentes europeos de la tercera edad, etc. no son llamados “inmigrantes”. ¿Porqué se utiliza incorrectamente el término inmigrante? Muy simple: sirve a mantener ante la opinión pública y ante los mismos así  denominados que son considerados gente de fuera aunque tengan aquí residencia formal, hijos, proyecto de futuro. Es formalizar y legitimar mediante el lenguaje su status precario, su “capitis diminutio” (derechos reducidos), su desigualdad permanente, el estar siempre bajo sospecha y bajo amenaza (el temor atávico y la xenofobia hacia el “extranjero”). El enorme “ejército de reserva de mano de obra” que representan los inmigrantes, su status y sus condiciones de vida, recuerdan los peores casos del “capitalismo manchesteriano” descrito por Engels en su obra La situación de la clase trabajadora en Inglaterra. Y en el caso actual se “legitima” mediante un uso fraudulento de la “extranjería”. 

El gasto público considerado como despilfarro y los recortes como una necesidad objetiva que creara las bases para la reactivación económica. Mentiras aunque sean avaladas por autoridades políticas, económicas o académicas. El supuesto despilfarro en el gasto público (inflación de personal, baja productividad, etc.) existe pero es relativamente fácil de conocer y de exigir las reformas que lo reduzcan al mínimo. Pero la crítica sería válida si se compara con el sector privado que ha sido el principal generador de deuda (los bancos y el bloque “cementero tres veces más que los compradores de vivienda). Conocemos lo que producen los servicios públicos, en general se considera que se trata de bienes o servicios de carácter universal, es decir que interesan a todos los ciudadanos. Pero no sabemos muchas veces si lo que producen las empresas privadas es lo que corresponde a las necesidades sociales y a las demandas solventes. Si que podemos sospechar o constar que en nombre de la demanda solvente la industria farmacéutica por ejemplo se ocupa mucho más de investigar y producir productos de belleza que remedios para las enfermedades masivas. Y los promotores y constructores crean urbanizaciones en el desierto que quedan abandonadas y se financian con créditos que los bancos si  no los cobran son compensados por el Estado. Bancos que a su vez especulan en ámbitos globales, cierran las puertas al pequeño o mediano capital productivo local (el principal generador de empleo), distribuyen dividendos  e indemnizaciones a sus consejeros y directivos, gracias a que son refinanciados por el gobierno con lo cual   aumenta la deuda pública que luego debe cubrirse recortes sociales. Los recortes, como el paro, a su vez afectan principalmente a la educación, a la sanidad y a los programas sociales y se utilizan no solo para reducir la deuda pública, también sirven para fomentar procesos de privatización de los servicios públicos que supone un inicio de liquidación del welfare state. Estos recortes van unidos a contrarreformas fiscales que reducen los impuestos con el argumento que habrá más inversión y se creará más empleo. Falso. Como además se “recortan” los salarios, no solo aumenta la pobreza también se reduce la demanda solvente lo cual conlleva recesión y desocupación. Y la minoría privilegiada aumenta su patrimonio, espera mejores tiempos para invertir o lo hace en otras partes del mundo.  Es decir hay una dinámica que nos lleva a los peores modelos de sociedad del siglo XIX. 

Del planeamiento y la regulación a las estrategias y los proyectos concertados. Un ejemplo de la fuerza del mercado especulativo propio del capitalismo  financiero actual es  como se ha pasado sin solución de continuidad del planeamiento público a los proyectos que interesaban a la iniciativa privada con independencia de los grandes principios de sostenibilidad, cohesión social, corrección de desequilibrios, etc. La desregulación financiera ha ido acompañada por la desregulación urbanística. Esta última ha sido avalada, a veces con buena fe, por profesionales y políticos democráticos. El camino ha sido casi siempre el siguiente: 1) Primero, a finales de los años 70 y principios de los 80, se toma conciencia de la rigidez del planeamiento, el largo proceso de elaboración, su eficacia para prohibir pero mucho menos  para construir. El autor recuerda que él, como responsable de política municipal del PSUC, indicó a alcaldes y regidores de urbanismo que en su primer mandato “priorizar las plazas y no los planes”. La crítica al planeamiento general tenía una base cierta pero fue instrumentalizada en muchas ocasiones para actuar sobre el territorio según fueran las iniciativas privadas o sectoriales.  2) A finales de los 80 emerge el “planeamiento estratégico” que rápidamente se pone de moda. Se da por supuesto  el marco jurídico urbanístico (leyes, planes)  generales y se proponen un listado de proyectos, unos ubicados en el territorio y otros donde surja la  “oportunidad”. El atractivo de este planeamiento es que crea tres ilusiones: un escenario de futuro consensuado con los actores sociales y económicos y con diversas instituciones y organismos del Estado; una aparente concreción de proyectos deseables para el territorio; y el espectáculo de una presentación mediática legitimadora ante la ciudadanía. En la práctica se trata de retórica sobre la ecuación (imposible) y poner en la agenda  algunos proyectos que se podrían haber colocado igual sin el plan estratégico. 3) El tercer momento desregulador vino inmediatamente: el urbanismo concertado, los convenios en Madrid y los “new projects” en Barcelona. Se ofrecen máximas facilidades a la iniciativa privada que se hace cargo de proyectos urbanos más o menos complejos en las localizaciones que más le convienen. El discurso estratégico, creado en el marco de la empresa privada, ha sido en muchos casos el facilitador de la colusión entre instituciones de gobierno y grupos económicos. El urbanismo de la democracia posee luces y sombras. Conviene hacer un análisis de clase (quién ha ganado qué en la transformación urbana del país) para poder establecer un balance. Apuntamos tres hipótesis. Una. Los principales beneficiados han sido un importante grupo de de nuevos ricos que se ha unido con los que ya lo eran y transfirieron inversiones e influencias a la especulación del suelo, la promoción y la construcción. También han ganado en el festín las entidades y los representantes del sector financieros. Cuando estalló la burbuja el Estado los ha resarcido.

Dos. Los efectos depredadores, físicos y morales sobre el territorio y la sociedad han sido inmensos y en gran parte irreversibles. Hacer ciudad en las extensiones mal urbanizadas, apostar por una nueva cultura sobre la movilidad, el agua y la energía y regenerar moralmente una parte importante de la sociedad que ha presenciado y asumido que las formas de enriquecimiento no dependen del trabajo y de la profesionalidad no será fácil ni rápido. Tres. Una vez más las víctimas han sido los sectores populares. La realidad y la metáfora la encontramos representada por los miles de desahuciados que pierden la vivienda y continúan deudores de los bancos.

 

Sobre los modelos urbanos.

Algunas ciudades han realizado procesos urbanos exitosos, por lo menos en el corto plazo. Se han legitimado para continuar promoviendo proyectos cada vez más ostentosos y más vinculados a las iniciativas privadas. No se ha prestado atención a los efectos perversos del éxito, a la fuerza de las dinámicas del mercado, a la intervención agresiva sobre el tejido urbano cuando la calidad del nuevo entorno urbano genera oportunidad de negocio. Pero la ciudad, sea Barcelona, Bilbao o Madrid, se autoproclama modelo, ejemplo de modernidad, referencia internacional. Y durante un período más o menos largo los proyectos continúan y las contradicciones se hacen más evidentes. El modelo ha hecho posible la impunidad.

La referencia a un modelo o proyecto ajenos legitimadores  han sido constantes en el urbanismo moderno. Barcelona ha servido de modelo referencial  partir de los 90, aunque en los últimos años empezó a romperse el encanto en los medios profesionales.  Por una parte se había mitificado su urbanismo, sus luces pero no sus sombras. Por  otra se han realizado proyectos en otras ciudades que se reclamaban del “modelo” y en algunos  casos se ha hecho lo contrario del mismo. Por ejemplo el “Plan estratégico de Puerto Madero” (en realidad un “gran proyecto urbano”) en Buenos Aires y el proyecto olímpico de Rio 2016. Lo mismo ha ocurrido con Bilbao y el Gugenheim: el éxito de un edificio emblemático como ha sido el de Gehry ha llevado a muchas ciudades a buscar un “arquitecto divino” que marcara el territorio, al estilo del ya citado Koolhaas).  

 

Planeamiento para qué?

El concepto de planeamiento vuelve progresivamente a la actualidad. A priori el que se reconsidere su importancia, después de algunas décadas de valoración baja, parece positivo. La desregulación de las políticas económicas y territoriales nos ha llevado a una situación caótica y catastrófica. Sin embargo la reivindicación del planeamiento suena muchas veces como un brindis al sol y también como la ocasión para que se expresen intereses corporativos, legítimos pero particularistas, que identifican cualquier planeamiento con el “interés general”. Reclamar el planeamiento sin precisar objetivos y actuaciones, es decir estrategias de implementación, es simple retórica legitimadora de cualquier cosa. El planeamiento territorial por ejemplo puede perseguir objetivos positivos que se le suponen, pero no están garantizados como promover o mejorar la oferta de bienes y servicios colectivos destinados a la población y a las actividades, reducir las desigualdades sociales, facilitar la deliberación ciudadana en relación a las políticas públicas, etc.  Pero muchas veces es una palabra que se utiliza en vano y que puede servir para legitimar actuaciones público-privadas que contradicen los objetivos teóricamente proclamados. La vida local es una fuente infinita de ejemplos como veremos más adelante. 

Intermedio personal. El autor asume una parte de responsabilidad en la difusión  de sus propuestas urbanas con efectos perversos, no deseados, en América latina. Sobre tres temas principales: la descentralización, el planeamiento y los proyectos. En un contexto diferente y por la fuerza de las dinámicas y de los agentes dominantes, estas propuestas en algunos casos han servido a objetivos contrarios a los pretendidos. La descentralización en el contexto europeo y en un momento histórico de auge de los movimientos sociales populares y de clases medias locales y regionales favorecía a la vez la participación popular activa, las políticas públicas más receptivas a las demandas sociales y la reducción de las desigualdades sociales y territoriales. Pero en pleno auge de las políticas neoliberales en América latina la descentralización en otros casos podía servir a preservar privilegios (Bolivia) o a empobrecer las políticas públicas en municipios habitados en su gran mayoría por sectores populares (Chile). El planeamiento urbanístico convencional en los países más desarrollados tenía una base legal muy fuerte pero cuya rigidez podía resultar paralizante en unos casos y objeto de modificaciones sucesivas que desnaturalizaba el entramado planificador. Por ello pareció un progreso completar el planeamiento regulador mediante el planeamiento estratégico que concretaba actuaciones de “interés general” a corto o mediano plazo. Es un tipo de planeamiento legitimado por un proceso participativo que incluía a las administraciones públicas junto con las organizaciones sociales populares y sindicales, universidades y asociaciones profesionales, además de los sectores económicos públicos y privados. Pero en América latina el planeamiento era mucho más débil y la anarquía urbanística  mucho mayor que en Europa y por otra parte las organizaciones populares y los sectores intelectuales eran más reacios y desconfiados en participar en procesos de carácter general por considerar que no tendría eficacia alguna. En la práctica tuvieron bastante razón. Los planes estratégicos, en Colombia y en Brasil, se elaboraron sobre todo entre representantes  de los gobiernos locales y actores económicos privados y no fueron más allá de priorizar algunos grandes proyectos que dejaron en herencia a los gobernantes posteriores. Los grandes proyectos en diversas grandes ciudades latinoamericanas tomaron como referencia a seguir la experiencia de Barcelona. En algunos casos fue positivo, como por ejemplo la importancia atribuida al espacio público (en México, en Río de Janeiro, en  Bogotá), la rehabilitación del centro histórico (en Santiago de Chile, en Ciudad de México), en la reforma política local (México, Sao Paulo, Buenos Aires), en hacer ciudad en la periferia (Santo André/Sao Paulo, Bogotá). Pero tuvo una eficacia mediata, de tipo político-cultural que no de actuación inmediata, pues o no se ejecutó o se hizo solo en parte. Y hubo casos que la referencia a Barcelona ha servido para hacer lo contrario como ocurrió con el proyecto de Puerto Madero, un propuesta inicial asesorada por un equipo de Barcelona,  había elaborado un proyecto integrado al área central de la ciudad, de carácter polivalentes y de composición social diversificada. El resultado ha sido una operación altamente especulativa para crear un gheto de oficinas, ofertas de ocio y vivienda exclusivamente para sectores altos. Más recientemente el proyecto olímpico de Río en vez de propiciar un reequilibrio de la ciudad, basado en concentrar gran parte de las actuaciones en el triángulo Centro-Puerto-San Cristóbal/Maracaná, ha optado por realizar las principales inversiones en el Sur rico y lejano donde viven los sectores sociales más acomodados. Creo que en el plano político-cultural la “influencia barcelonesa” ha sido positiva, sin embargo los efectos inmediatos han sido en muchos casos discutibles, inoperantes o negativos. Ello es debido que faltó primero una visión más autocrítica respecto a nuestra propia experiencia (ver mi libro reciente Luces y sombras del urbanismo de Barcelona, op.cit) y en segundo lugar no es evaluó acertadamente el carácter o la fuerza de los interlocutores latinoamericanos, que por falta de medios o por insuficiente voluntad política no pudieron llevar a cabo los objetivos que se proclamaban. Volvamos a los conceptos confusionarios.

 

El urbanismo y la arquitectura, o el urbanismo no es arquitectura.

En sociedades que viven procesos de urbanización acelerados, el hacer ciudad sobre la ciudad y ordenar el desarrollo de las periferias y de regiones metropolitanas,  se convertido en una disciplina muy socializada y objeto de debate político, cultural y mediático. Pero esta disciplina, que posee una importante base teórica y empírica (en el caso de Catalunya con Cerdà como figura fundacional) ha sufrido una deriva lamentable. Al menosprecio del marco político y legal en nombre de proyectos puntuales, arbitrarios urbanísticamente y al servicio de intereses particularistas se ha añadido como la consideración del urbanismo como una técnica derivada de la arquitectura entendida a su vez como obra de arte del autor y como voluntad de negocio de sus clientes. El urbanismo es ante todo una dimensión de la política. Primero hay un proyecto de ciudad, es una opción social, cultural, económica, ambiental, es decir política. A partir de esta premisa se pueden plantear proyectos de escalas muy diferentes y ubicarlos en el marco legal que les corresponde (plan general, especial o parcial, proyecto de rehabilitación o de espacio público, programa de viviendas, etc.). El proyecto preliminar comporta en esbozo de diseño que excepcionalmente puede ser un “objeto singular” pero en general es un diseño funcional que permite el debate ciudadano. La política y la legalidad son los dos pilares del urbanismo.

 

Hacer vivienda no es hacer ciudad, pero sin vivienda no hay ciudad.

Los programas de vivienda masiva han producido no-ciudad y déficit de ciudadanía. Han sido la prueba visible de la imposibilidad de la ecuación ciudadana, la expresión más contundente del carácter perverso de los procesos urbanizadores dominantes.  La vivienda hace ciudad, sin ella la ciudad muere lentamente. En la ciudad compacta, donde se hace ciudad no se ha hecho (o muy insuficiente) vivienda pública o protegida, se ha dejado para el mercado libre y el sector público ha hecho infraestructuras, equipamientos, centralidades, espacio público… y gradualmente ha ido empujando a los sectores populares, jóvenes principalmente hacia la periferia.  La vivienda fuera de la ciudad por su parte, en las extensiones periféricas de urbanización dispersa o fragmentada, produce un fuerte impacto sobre los elementos básicos de la ecuación: la cohesión, la sostenibilidad, la gobernabilidad, incluso la competitividad. La ciudad es un motor económico y cultural, animada y atractiva si es densa y compacta, heterogénea y mezcla de poblaciones y actividades. Si falta esta densidad y diversidad la ciudad se empobrece, se muere de noche mientras que la periferia se muere de día, El urbanismo y la vivienda están estrechamente relacionados, son interdependientes. Es por lo tanto disparatado separarlos como con frecuencia ocurre en las distintas escalas de gobierno, a veces por una razón tan impresentable como poder repartir más cargos políticos. La vivienda depende del suelo, sin política de suelo no hay política de vivienda. Y la ciudad integradora y creativa depende de la mixtura entre vivienda y actividades. La vivienda al margen de la ciudad en barrios cerrados de clases medias o altas o urbanizaciones de baja calidad y alejadas del centro urbano destinadas a “vivienda social” genera un déficit de ciudadanía. La legislación urbanística por medio del planeamiento, la  política financiera y fiscal y los gobiernos locales y autonómicos competentes deben por lo tanto plantearse tres objetivos: suelo, financiación de la vivienda y compacidad de la ciudad. El suelo urbano o urbanizable no puede ser  una mercancía con la que se especula, por su naturaleza es un bien común. En consecuencia debería ser de dominio público. Como en el actual contexto político-legal no parece viable la socialización o municipalización del suelo (como se hizo en Catalunya en 1937) es posible mediante la combinación de la fiscalidad con el planeamiento reducir al mínimo (al beneficio industrial medio) la plusvalía urbana. La financiación de las políticas activas de vivienda en el marco de la crisis actual permite plantear soluciones tan radicales como necesarias: la nacionalización (por parte del Estado o de las Comunidades autónomas) de una parte importante del sistema bancario que permita crear un Banco Hipotecario y de Tierras potente se haga cargo del stock disponible de viviendas, que haga préstamos para acceder a la vivienda preferentemente mediante cooperativas y que progresivamente substituya una parte importante de la vivienda de propiedad por la de alquiler. Y finalmente la legislación urbanística debe priorizar el desarrollo urbano sobre la ciudad o en su continuidad, lo cual significa impedir como regla general las urbanizaciones dispersas, los barrios segregados y cerrados, los parques temáticos (empresariales, tecnológicos, universitarios, comerciales, etc.) en tierra de nadie. El urbanismo no puede tolerar la disolución urbana y la imposibilidad estructural de avanzar en la solución de la ecuación ciudadana. Sobre la política de vivienda y su relación con el urbanismo véanse las referencias de las notas  relativas al apartado siguiente sobre “los actores del desarrollo urbano (3 y siguientes).

La ética y los valores propios del urbanismo y la dimisión de profesionales y analistas.

En esta lista del lenguaje cuestionado destaca  un silencio culpable,  una omisión difícilmente aceptable. En el debate urbanístico actual han desaparecido las dos principales razones que justifican el urbanismo moderno nacido con la ciudad industrial y metropolitana (para entendernos Cerdà, Hausmann, Sitte, Geddes, Garnier, etc.). Primero: Regular y orientar el desarrollo de la ciudad de forma tal que pudiera ofrecer a todos los habitantes los bienes y servicios que necesita para vivir, trabajar, educarse, ocupar el ocio, movilizarse, ser atendido (salud, pobreza, etc.), sentirse seguro, ser reconocido por los otros  y poder interactuar en el espacio público. Son los valores funcionales y éticos orientadores del urbanismo por lo menos sobre el papel. Segundo: Intervenir en la transformación social por medio de la ciudad. Esta segunda razón, menos evidente pero muy presente en la mayoría de los urbanistas más cualificados pretende contribuir a promover mediante el urbanismo las reformas sociales que hicieran la ciudad (la sociedad) más justa y solidaria y a los ciudadanos más libres y felices. Una razón que expresaron con fuerza los socialistas utópicos, estuvo muy presente en Cerdà (la “ciudad igualitaria”) mientras que en otros, como Hausmann, también plantea un urbanismo de reforma social aunque es en beneficio de la burguesía propietaria y con la finalidad complementaria de ejercer mayor control social urbano sobre las clases populares. Actualmente los planes más ambiciosos y los grandes proyectos urbanos no se plantean contribuir a la reforma de la sociedad, a veces parecen más pensados para hacer más ricos y arrogantes a los poderosos. Aunque hay excepciones y sobre todo muchos de estos proyectos tienen de todo, incluso pretenden conseguir la ecuación milagrosa pero en el proceso de ejecución y gestión tienden a imponerse los más fuertes, es  la lógica del mercado. En general en el urbanismo actual falta una aspiración a la justicia social.

 

Profesionales e investigadores: corporaciones protectoras.

Los actores económicos y los responsables políticos necesitan de los profesionales que elaboran planes y proyectos y que luego los diseñan y ejecutan o gestionan. Y son muy sensibles a las críticas, positivas y negativas, de los investigadores, expertos, analistas que se expresan en libros o artículos especializados o en los medios de comunicación, puesto que éstos son legitimadores. La  posibilidad, y el privilegio, de hacer planes y proyectos que condicionaran la vida de los ciudadanos exige como contraparte una ética de la responsabilidad que va más allá de las normas legales, de las decisiones políticas o de los intereses de los clientes. Ya nos hemos referido anteriormente a la ética propia del urbanismo, al interés colectivo, a la justicia social.  Esta ética afecta tanto a los profesionales que intervienen en el urbanismo como a los investigadores o publicistas que están en condiciones de criticarlo y legitimarlo. Si consideramos los resultados a medio o largo plazo del urbanismo español de las últimas décadas, la complicidad masiva de los profesionales y la aceptación mayoritaria del mundo académico, deberemos concluir que estos estamentos han actuado, o han callado, con total impunidad. Y lo han hecho porque se sienten protegidos.

 

Parece una necesidad de salud pública cuestionar el status protector de los  profesionales y de los investigadores, los primeros protegidos por la “corporación”  de la que forman parte y los segundos por formar parte de un cuerpo etéreo, la comunidad científica. Estos dos cuerpos tienen en común que se rigen por sus propias reglas las cuales establecen normas éticas y relativas a la calidad del trabajo. En el caso de las corporaciones profesionales la ética se reduce prácticamente al respeto del marco legal específico que con frecuencia es aplicado por la propia corporación a la que se delegan funciones públicas. La evaluación del trabajo corresponde al cliente. El profesional, sea empresario o asalariado, liberal o funcionario,  cumple si realiza el encargo que ha aceptado y no tiene porqué  cuestionar su uso  social. Y si el trabajo sigue lo que marcan las leyes y los manuales ha cumplido.   La comunidad científica es más autónoma, y con frecuencia autista, pues no está sometida al control público como las corporaciones profesionales. Es un mundo cerrado, sectario y conservador, regido por normas destinadas a la autoreproducción y a impedir el juicio externo, con las  cuales construyen una realidad ficticia que en el fondo naturaliza la realidad existente como única posible. Véase el comentario sobre la comunidad científica al final del punto siguiente.

 

La democracia local, la descentralización, la proximidad.

No es oro todo lo que reluce. El descrédito de los gobiernos y de los partidos ha revalorizado la imagen de la de la política, o mejor dicho el mito, de proximidad. Es obvio que la cercanía a las personas que detentan una cuota de poder favorece el control social pero muchas veces el resultado es el contrario de lo esperado: falta masa crítica de territorio o de población, competencias débiles y recursos escasos, pantalla entre los ciudadanos y los centros de decisión, etc. Antes de dar como positivo cualquier proceso de acercamiento entre instituciones y ciudadanos conviene evaluar sus efectos prácticos. Los gobiernos locales son más vulnerables ante los grupos económicos y la propia presión social de su entorno, es más fácil que se generen redes clientelares y formas de relación de dependencia caciquil, pueden tender a crear nichos privilegiados e insolidarios, etc. Y ya hemos expuesto como los gobiernos locales han sido cómplices de los perversos procesos de urbanización especulativa, en muchos casos sin otro fin que responder a presiones sociales, o a un espejismo de progreso, o para conseguir más recursos para el municipio. Una complicidad que ha facilitado también que se multiplicaran los casos de corrupción. El discurso que atribuye virtudes indiscutibles al gobierno local puede ser  sospechoso.

 

Democracia

Finalmente nos parece urgente cuestionar el concepto y el uso de una palabra mágica que nadie discute: democracia. Declarar que los países de Europa occidental no son “democráticos” parece una aberración, puesto que son Estados de derecho, con constituciones que garantizan un régimen de libertades públicas, se asientan en un conjunto de políticas sociales (welfare state), etc. También es cierto que en comparación con otros parecen más “democráticos” que la gran mayoría de países del resto del mundo. Pero la democracia no se reduce a un conjunto de derechos formales, a un conjunto de procedimientos garantistas, a la elección de los gobernantes especialmente. La democracia para qué? Volvemos a la pregunta que Lenin espetó a Fernando de los Rios con ocasión de la fundación de la III Internacional. La democracia es un régimen de libertades que no solo sirven para garantizar en el plano político-jurídico  la libertad y la igualdad teórica de las personas, también conlleva la realización por parte de los gobiernos elegidos de políticas públicas que hagan reales los derechos de los ciudadanos, teniendo en cuenta la diversidad de situaciones que limitan las libertades y expresan las desigualdades que se dan en las sociedades humanas, estén más o menos desarrolladas. Hoy, afortunadamente, ya no vale exaltar la democracia  en abstracto. La reacción ante la crisis ha puesto sobre la mesa la “democracia real”, es decir la que da respuestas positivas a los derechos de todos. Lo cual supone poner en cuestión la naturaleza del Estado de Derecho.

El Estado de Derecho es, obviamente, un progreso respecto a los Estados autoritarios basados en la concentración de poderes en el Ejecutivo, el no sometimiento al voto de los ciudadanos y en la arbitrariedad y autoritarismo consiguientes. Sin embargo las constituciones, las principales normas que organizan el Estado y su posterior interpretación y aplicación, son resultado de las relaciones de fuerza en la sociedad. En sociedades divididas en clases sociales actúan un conjunto de poderes fácticos (económicos, corporativos, mediáticos, religiosos, militares, etc.) con una gran capacidad de imponer o influir decisivamente en los poderes del Estado. En la mayoría de países de “democracia representativa” es fácilmente perceptible como gobernantes, legisladores y jueces actúan más como representantes de algunos de estos poderes fácticos que del conjunto de los ciudadanos. El resultado es que en la práctica el Estado de Derecho limita considerablemente los principios de libertad e igualdad que lo informan. Limitaciones a la representatividad y a la voluntad populares (sistemas electorales, restricciones a las consultas o referéndums, etc.), políticas públicas favorables a minorías privilegiadas y que acrecientan las desigualdades sociales, represión sobre los colectivos o personas consideradas “antisistema”, etc. El Estado de Derecho en su funcionamiento no es lo que sus principios fundamentales dicen que debe ser. El derecho a desobedecerlo es legítimo. A la mitificación del este modelo de Estado, expresado en la Constitución, en las leyes, en los actos de gobierno y en las leyes de los jueces, hay que oponer el “derecho a la desobediencia” o el legítimo “derecho a la ilegalidad”. Es posible ejercer este derecho legítimamente cuando podemos referirnos a los principios generales del mismo o a las cartas internacionales de derechos y a las nociones de libertad y justicia presentes en la conciencia social del momento. En estos casos la opinión pública, o parte de ella, e incluso  ciertos sectores de los poderes del Estado o fácticos, pueden entender o aceptar esta legitimidad.

Considerar “democráticos” sin más, a nuestro país y a los de nuestro entorno, es por lo menos una enorme exageración. Incluso en el plano político-jurídico los déficits democráticos son visibles: sistema electoral  que favorece las oligarquías partidarias y que no respeta el principio del valor igual de los votos, exclusión de la población residente que no posee la nacionalidad española, influencia decisiva de los grandes grupos económicos y mediáticos en la formación de la opinión pública, etc. El reciente fenómeno de los “acampados” ha enfatizado estos déficits al reivindicar una “democracia real”. Pero es solamente un aspecto de la “realidad democrática”. Si las políticas públicas no mejoran el bienestar de la población y no reducen las desigualdades sociales, se está negando la justificación de la democracia “representativa”. Los gobiernos elegidos no son legítimos únicamente por su origen, es preciso que luego se legitimen mediante sus políticas. Y las actuales políticas económico-sociales de la UE permiten concluir que no vivimos en países democráticos. La Universidad es la institución más adecuada para hacer esta denuncia, por su conocimiento acumulado, por su independencia y por los valores que se supone que guían su comportamiento público.

 

Recuperar un lenguaje real.

La recuperación de un lenguaje que en vez de crear confusión aporte claridad, que indique las fallas de la sociedad en que vivimos, que señale causas y responsables, que indique salidas y proponga alternativas, que denuncie los lenguajes de la ocultación y de la legitimación de lo existente. Cada día podemos escuchar a algunos políticos o intelectuales prestigiosos denunciando los males del mundo, como si de plagas bíblicas se tratara: el hambre y la miseria, las víctimas de las guerras y los que mueren de sed, los que no tienen casa y los que emigran para sobrevivir, las mujeres que sufren violencia o son objeto de tráfico, las niños abandonados y famélicos, los que mueren de enfermedades endémicas, etc. Pero casi nunca citan a los organismos internacionales como el Fondo Monetario o la Organización mundial de comercio, las multinacionales que explotan la mano de obra de los países pobres y las que no permiten que les lleguen fármacos y alimentos, los entes financieros especuladores y sus cómplices políticos, etc. La vocación política de las ciencias sociales es analizar y denunciar lo que los medios políticos oficiales y los de comunicación nos presentan como algo objetivo, así son las cosas, en el mejor de los casos como una única cara de la realidad. Pero, las causas y los agentes causantes también son otra cara de la realidad, las víctimas y los que resisten son así mismo otra cara y el medio universitario, intelectual y profesional debiera ser la cuarta cara de la realidad, la que explica, denuncia y propone alternativas, la que apoya a los que se enfrentan a esta realidad. Recordemos de nuevo la aparente paradoja de Ernest Bloch: la realidad no es la verdad.

JB

 

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