Introducción
La
ciudad postmoderna tiende a ser la “anticiudad”: urbanización
no es ciudad. La ciudad actual tiende a la disolución
en el territorio como producto de una alianza impía
que se ha expresado con conceptos aparentemente neutros
como globalización o modernización,
o no tanto como neoliberalismo o competitividad.
Una alianza entre: a) políticos débiles, oportunistas
y cómplices cuando no corruptos, b)financieros globales
y actores locales que promueven una urbanización cuyo
motor es la especulación y c)profesionales que legitiman
el no planeamiento, exhiben proyectos ostentosos (arquitectura
“tape l’oeil”) y ejecutan obras éticamente contrarias
a los valores de su disciplina. Se fabrica así un
territorio insostenible y generador de desigualdad,
una sociedad más atomizada que individualizada y una
cultura del cambalache, del todo vale si se gana dinero.
Sin
embargo la justificación de los programas políticos,
los planes territoriales, los proyectos urbanos y
las obras que los materializan coinciden siempre en
planearnos una ecuación virtuosa. Es sospechosa la
unanimidad y la coincidencia de los documentos de
los organismos internacionales y nacionales, las memorias
de los planes o de los grandes proyectos, los discursos
políticos de ministros o alcaldes, las conclusiones
de lo foros o seminarios, las declaraciones de investigadores
o profesionales. Todos ellos nos proponen la siguiente
ecuación, tan sensata como imposible. El desarrollo
urbano debe conciliar la Competitividad,
la Cohesión social o la Equidad, la Sostenibilidad,
la Gobernabilidad y la Participación. Es la ecuación
virtuosa tan necesaria como imposible. Las normativas
internacionales y nacionales no imponen esta conciliación.
Las memorias de planes y proyectos o bien olvidan
estos objetivos o bien no concretan medidas para conseguir
que se alcancen. Los discursos políticos suenan casi
siempre a retóricos, luego se imponen las dinámicas
del mercado y la complicidad de las instituciones
(véase lo ocurrido con el boom inmobiliario).
Y quizás lo más grave es que los profesionales y los
académicos proclaman estos objetivos pero en la mayoría
de los casos no denuncian las causas concretas ni
a los responsables de que la ecuación sea de imposible
cumplimiento.
Ya
hemos expuesto en textos anteriores (La ciudad conquistada,
La revolución urbana y el derecho a la ciudad y otros)
las promesas incumplidas de la revolución urbana,
la perversión de muchas políticas públicas que no
consiguen imponerse a las dinámicas especulativas
y las múltiples complicidades que se generan y que
hacen posible esta sumisión. También se han expuesto
experiencias y dinámicas positivas
y se han apuntado líneas de resistencia. En
esta parte final del último capítulo nos centraremos
en tres cuestiones que nos parecen clave para entender
los procesos negativos y armarse para resistir y plantear
alternativas.
En
el texto que sigue analizaremos críticamente el lenguaje
pues los conceptos utilizados llevan consigo la trampa
suficiente para justificar
que los consideremos pervertidos o corruptibles. Su
aplicación tiene efectos contrarios a los que promete.
Cuestionar
el lenguaje.
Los
estudiosos del desarrollo urbano creo que deberíamos
empezar cuestionando el lenguaje utilizado, especialmente
los “conceptos” a los que se atribuye un valor explicativo
y orientador de la acción indiscutibles. Este reconocimiento
acrítico permite
usarlos sin especificar en cada caso el significado
específico lo cual los hace tan multívocos como confusionarios,
“naturalizan” la realidad cuando en muchos casos tienen
una carga ideológica interesada. En la temática urbana
es muy frecuente que se usen para el análisis, que incluso sirvan
de apoyo a la crítica parcial
de la realidad inmediata y además sirven para
justificar cualquier política. Lo cual permite a los
expertos concluir proponiendo retóricamente la ecuación
imposible citada y los profesionales o políticos,
aceptemos la buena intención, ofrecer medidas y proyectos
correctores, tan parciales como inoperantes. Pero
casi nunca se mencionan los procesos causales y los
agentes dominantes que actúan sobre el territorio
que impiden o pervierten los objetivos y tipos de
actuación que se proponen.¿Ingenuidad? ¿Ignorancia?
¿Complicidad? ¿Neutralidad del “científico” y especialización
del profesional? ¿O simplemente el afán de practicar
su oficio sin perturbar a los poderes establecidos?
Veamos
primero los “conceptos” de la ecuación
imposible.
La
competitividad
aplicada a las ciudades carece prácticamente de
sentido. La producción de bienes y servicios que se
realizan en un mercado abierto ya les obliga a ello
pero ello no significa que el “territorio” deba ser
“competitivo”, lo cual es un absurdo lógico. La ciudad
puede ser más o menos “atractiva”
pero proponerlo exige añadir “para quién y para qué”.
¿Inversiones? ¿Turismo? ¿Recursos humanos cualificados?
Etc. Algunas iniciativas públicas pueden exigir competir
(por ejemplo obtener la organización de un evento
o disputar el mismo público a otras ciudades). Pero
la gran parte de los bienes y servicios que se producen
en una ciudad van destinados a la demanda local o
regional. En este caso el concepto a utilizar sería
en todo caso productividad, obtener el máximo con menos recursos. Calificar una
ciudad de competitiva es introducir en el lenguaje
la ideología neoliberal que parte del supuesto que
todo es, o debe ser, mercado. No solo la economía,
también la sociedad. Y en nombre de la competitividad
se crean enclaves empresariales separados del tejido
económico y social de la ciudad, se convierten los
centros en zonas de negocios o de turismo y ocio que
excluyen a la mayoría de la ciudadanía, se gentrifica
la ciudad compacta y se promueve la difusión urbana
sin ciudad en la periferia. La experiencia directa
y la observación de otras ciudades nos demuestra que
el principal atractivo de una ciudad compleja (distinguir
de las ciudades “monoproductivas” o monofuncionales)
es la calidad del conjunto de su oferta urbana,
las condiciones de vida de los ciudadanos, la
reducción de las desigualdades sociales, la
eficacia y transparencia de las administraciones públicas,
el buen funcionamiento de los servicios, la oferta
cultural, la seguridad, el ambiente urbano, etc.
La
prioridad que se concede a la “competitividad de las
ciudades” es intelectualmente una majadería. Las ciudades
funcionan sobre la base de la cooperación interna
y el intercambio externo. Algunos elementos de ellas
pueden competir, pero en la mayoría de los casos se
necesitan o se ignoran. Pero el discurso competitivo
global sirve para legitimar las operaciones especulativas
locales más desenfrenadas (la ciudad de Valencia sería
un paradigma de ello, véase el trabajo de Montiel
en El modelo inmobiliario español, op.cit). Unas operaciones
que casi siempre cuestionan los otros elementos de
la ecuación.
El
discurso de la competitividad a medio plazo hace a
las ciudades menos “atractiva” para la mayoría de
la ciudadanos, aunque multiplique los beneficios para
actores privados.
La cohesión social es otro concepto equívoco.
Se podría entender que todos deben poder ejercer por
igual sus derechos, que las políticas públicas promueven
prioritariamente reducir las desigualdades sociales
y que se construye en permanencia una sociedad convivencial,
solidaria y que comparte los valores básicos y derechos
ciudadanos. Pero no es así. Su uso ingenuo no excusa
su carácter confusionario. Y, sobre todo, predomina
hoy un uso fuertemente ideológico y conservador. La
cohesión social se vincula ideológicamente a los procesos de integración socio-cultural de los que sufren exclusiones y al uso
del principio de equidad, valor orientativo de las políticas públicas
redistributivas de carácter socio-económico para atribuir
a cada uno lo que le corresponde y necesita teniendo
en cuenta su lugar y sus méritos en la sociedad. El
énfasis en la integración
cumple una función de pantalla de la realidad:
omite la situación real de los “integrables”, las
causas de su exclusión y niega la relación conflictual,
que es precisamente el principal factor para reducir
las exclusiones. Un ejemplo del uso perverso de este
concepto es cuando se niegan derechos ciudadanos a
los inmigrantes si no han alcanzado un determinado
grado de integración. Es precisamente la obtención
de estos derechos lo que hace posible que se dé el
proceso “integrador”. La equidad
presupone que no se modifica la estructura social,
la redistribución no cuestiona la desigualdad social
existente. Puede llevar a aumentar el salario mínimo
si es muy bajo, pero no afectará a los ingresos altos
por ejemplo estableciendo salarios máximos. Y el uso,
bientintencionado muchas veces, del concepto de exclusión
(y como veremos luego el de inmigración)
contribuye a construir una percepción social fragmentadora
de las clases trabajadoras.
Conceptos
como cohesión
social y sus complementarios, integración y equidad,
exclusión y marginalidd, permiten obviar otros conceptos,
mucho más adecuados a las realidades sociales, con
sus contradicciones y tensiones, sus avances y retrocesos.
Con lo cual se pueden obviar las referencias a las
clases sociales
y sus conflictos y al binomio igualdad-desigualdad
y la universalidad de los derechos iguales para todos.
Se han adoptado acríticamente por los cientistas
sociales (economistas, sociólogos, politólogos) y
con mucho gusto por los organismos internacionales,
que precisan de conceptos de apariencia bientintencionada
pero que en realidad sean inocuos. Se proponen palabras
que parecen apostar por políticas públicas progresistas,
pero sin molestar a los sectores acomodados a los
que se les garantiza su status privilegiado y se les
dice implícitamente que mejorando un poco la situación
de las clases populares será más fácil o “menos peligroso”
que perturben su vida. Por ejemplo
se prioriza, en el mejor de los casos la reducción
de la “pobreza absoluta” pero se omite que se mantiene
o incluso aumenta la desigualdad social,
a pesar de que ésta es mucho más fuente de
conflicto que la pobreza.
¿No
es a caso más comprensible y más medible utilizar
el concepto de igualdad? Un objetivo fundacional del
urbanismo es contribuir a la reforma social mediante
la reducción de las desigualdades entre los ciudadanos,
proclamar la igualdad formal de todos los habitantes
e impulsar políticas públicas que conviertan los derechos
teóricos en reales. La ciudad debe proporcionar un
“salario ciudadano”
que compense en parte por lo menos las desigualdades
de renta. El uso del concepto de cohesión
social en realidad lleva implícito la voluntad
de imponer unas pautas conciliadoras destinadas a
deslegitimar el conflicto y a mantener el statu quo
en sociedades tremendamente desiguales. Se utiliza
este lenguaje aplicado a la ciudad para suprimir del
vocabulario actual el concepto de lucha de clases en el territorio. Un conflicto que no se quiere reconocer
tanto si es respecto a las condiciones de
acumulación de capital (maximización y concentración
de los ingresos privados frente a las teóricas prioridades
de la producción social de bienes comunes)
como si se refiera a la reproducción de la
fuerza de trabajo (beneficios capitalistas frente
a gasto público destinado al salario indirecto). Pues
es hoy en el territorio que se combinan y se dirimen
este conjunto muy complejo de factores. Los intereses
de unos y otros, para simplificar Capital y Trabajo,
no son los mismos. Las dinámicas urbanas dominantes
se han orientado prioritariamente en función de la
acumulación del capital lo cual genera más desigualdad
en el territorio. Por ello la cuestión de la desigualdad
es un concepto clave para analizar las sociedades
urbanas y el conflicto social es el factor dinámico
imprescindible para su progreso democrático. No se
puede asignar al urbanismo que suprima la desigualdad
social, lo que si puede hacer es no aumentarla, y
también puede
contribuir a reducirla mediante su contribución al
salario indirecto por medio de un urbanismo
público potente. El
urbanismo, sea o no sea consciente de sus efectos,
interviene en el proceso de acumulación de capital,
generación de plusvalías privadas y explotación de
las clases trabajadoras. Pero también puede ser un
instrumento de redistribución social, reducción de
las desigualdades sociales y de hacer de la ciudadanía
un actor político.
La sostenibilidad, otro concepto-coartada
para justificar políticas, planes y proyectos, sin
especificar medidas eficaces frente a los mecanismos
que generan despilfarro de recursos y usos depredadores
del medio ambiente. Las políticas urbanas que favorecen
la difusión metropolitana son evidentemente insostenibles
por lo que representan de hiperconsumo de suelo, energía,
agua y prácticamente ningún país las pone en cuestión.
El uso masivo del automóvil particular en las ciudades
densas se mantiene cuando es casi siempre el principal
factor de calentamiento de la tierra. Los grandes
“proyectos urbanos”, basados en torres grandes y entornos
lacónicos, en la mayoría de los casos se debieran
considerar insostenibles pero se presentan como símbolo
de progreso. Y en nombre de la “competitividad” en
muchos países se practica el dumping ambiental además
del social. La “sostenibilidad” se ha convertido en
una muletilla que organismos internacionales e instituciones
varias exigen que se añada como calificativo que acompañe
siempre a “desarrollo”.
La gobernabilidad y la gobernanza no merecían
ningún comentario serio si no fuera que su uso reciente
se ha difundido y tampoco en este caso es inocente.
El uso común en el pasado no era frecuente, servía
para calificar una situación o un territorio si eran
más o menos “gobernables” (controlables). En términos
“democráticos” se referían a la capacidad del gobierno
de representar legítimamente a los ciudadanos y de
ejercer realmente los cometidos que tuviera atribuidos.
Actualmente la gobernabilidad
es un concepto tremendamente confuso que pretende
indicar que la complejidad institucional y societal
requiere una articulación entre el sistema institucional
y la “sociedad
civil” (otro concepto confuso que se comenta más
adelante). ¿Para qué sirve este pseudoconcepto multívoco
que llamamos gobernabilidad? Primero: para legitimar la inflación institucional
existente derivada de la partitocracia que caracteriza
las democracias formales actuales. Se convierte el
vicio en virtud. Segundo: se responsabiliza a las
entidades u organizaciones de la “sociedad civil”
de contribuir al gobierno del territorio. Con lo cual
los gobiernos reales (la alianza oscura entre gobiernos
formales y grupos de presión económicos-financieros)
pretenden reducir
al mínimo sus responsabilidades públicas. Tercero:
la gobernabilidad sirve para dejar fuera del campo
semántico el “conflicto social”, si hay gobernabilidad
con el consenso (pasivo) de “todos” no debe haber
conflicto colectivo, es disfuncional, el paso siguiente
es considerarlo ilegítimo, patológico y subversivo.
Cuarto: en determinados casos se utiliza para legitimar
la cooperación público-privada con objetivos particularistas.
Y quinto: pretende casi siempre, cuando se trata de
una participación institucionalizada crear instrumentos
que generen consenso pasivo. La gobernabilidad pretende
siempre institucionalizar
la “participación”, otro concepto de uso confuso
al que nos referiremos a continuación. Y la gobernanza,
una palabreja afortunadamente menos usada, se supone
que pretende significar como se organizan los gobiernos
para promover la gobernabilidad. El palabro además
de feo es innecesario. Lo cual no fue óbice para que
en un seminario internacional el representante de
un organismo de NN.UU. dedicara su discurso si inaugural
a exponer y distinguir los “conceptos de gobernabilidad
y gobernanza”. ¿No es más sencillo hablar de gobiernos,
describir el sistema institucional, sus obligaciones
y competencias, sus gastos y sus ingresos y las mecanismos
y procedimientos de
relación con la ciudadanía, sus organizaciones y sus
formas de acción colectiva. Sin embargo gobernabilidad
y gobernanza basan su recurso, aparentemente democrático,
en el reconocimiento de la “sociedad civil”.
La
sociedad civil
citada es un concepto pervertido por el uso generalizado.
Cuando Ferguson lo propuso, en el siglo XVIII, se refería a los
cuerpos organizados de las clases emergentes, que
no eran ni el clero ni el ejército, los burgueses
(comerciantes, manufactureros, etc.) y la “bourgeosie
de robe” (hoy serían los cuerpos profesionales). En
resumen: la base social del “tiers état”. La referencia
a la sociedad civil se ha convertido en la
“tarte à la crème” o un café para todos muy aguado.
Este concepto, muy propio de los Estados “absolutos”
del siglo XVIII que dea la actualidad, entonces tenía
un sentido relativamente preciso: las formas organizadas
de la sociedad que no estaban integradas o eran relativamente
autónomas de la organización centralizada, piramidal
y centralizada del Estado, como hemos visto al citar
el “tires état!.. Actualmente hablar de sociedad civil
tiene escasa utilidad, pues se mezclan todo tipo de
organizaciones, algunas paraestatales, otras reguladas
o financiadas por los gobiernos, otras de clase (empresariales,
sindicales), unas muy políticas y de amplio espectro
en cuanto a intereses y formas de actuar, otras muy
específicas, unas muy reconocidas por las instituciones,
otras ninguneadas, etc. Y quedan fuera de la sociedad
civil colectivos informales o no reconocidos que en
muchos casos son los que aportan más potencial innovador.
El uso de esta amalgama caótica de este concepto inadecuado
hoy sirve para convocar por parte del poder (político
o económico) a las elites o para reunir un tutti revolutum
que favorece la creación de consensos pasivos Parece
más adecuado en todo caso utilizar el concepto de
“sociedad política” o de “pueblo” o de
ciudadanía republicana, que permite definir un conjunto
relativamente heterogéneo que se moviliza conjuntamente
por objetivos compartidos y transformadores (reformistas
o revolucionarios).
La
participación
algo tiene de equívoco cuando se ha convertido
en un concepto exaltado por todo el mundo. Quien más
quien menos se apunta incluso a la “democracia participativa”.
Cuando la participación es también un discurso del
poder es el homenaje del vicio a la virtud pero también
requiere saber de qué habla cada uno. La participación
es construir escenarios entre las instituciones y
los colectivos sociales para deliberar, negociar,
confrontarse, llegar
acuerdos o no. Es una conquista ciudadana si
es resultado de la demanda social activa, sea por
medio de organizaciones formales o de la acción colectiva
(por ejemplo: la ocupación de un edificio abandonado
para convertirlo en centro cívico). Exige reconocer
la legitimidad del conflicto y a los actores que lo
expresan y aceptar que las instituciones no tienen
el monopolio de las decisiones políticas, por lo menos
en los procesos de elaboración y de ejecución. Gobernantes
y funcionarios públicos en su mayoría consideran el
conflicto colectivo como una patología social. Los
gobiernos (nacionales o locales) deciden las reglas,
la composición, las materias y las atribuciones
de los órganos que se creen, etc. y en la práctica
establecen y modifican el funcionamiento de éstos.
En el mejor de los casos sirve para obtener información
y hacer llegar propuestas y reivindicaciones, pero
en general la voluntad institucional es evitar o reducir
la presión social.
La participación se conquista cada vez que
hay un movimiento colectivo que expresa unas demandas,
reivindicaciones o propuestas y consigue crear escenarios
de deliberación y negociación de las políticas públicas.
Sobre la base que se da una confrontación de valores,
intereses y prioridades bien con los responsables
públicos o con los representantes de actores sociales
opuestos. Si hablamos de participación concretemos
los instrumentos de ésta: iniciativas legislativas
populares que sean eficientes y no casi imposibles
de presentar, consultas populares, presencia en los
consejos de administración de los entes y empresas
públicas o concesionarias, voto programático (que
permite promover el cese de cargos públicos que incumplen
sus compromisos), presupuesto participativo, etc.
El
lenguaje propio de una sociedad dividida como la presente
precisa recuperar el análisis de las clases sociales,
asumir la “lucha
de clases”, que está presente también en el territorio,
pues éste es a la vez ámbito de acumulación de capital
y de segregación social y también medio de reproducción
de la fuerza de trabajo y
que proporciona un salario indirecto. La eficacia
de generar un espacio participativo
dependerá de la fuerza de las demandas sociales
colectivas y de
la disposición de los gobiernos a reconocer a la otra
parte como interlocutor válido. Si la participación
no influye en las políticas públicas deja de tener
razón de ser. En la práctica las instituciones formalizan
los contenidos y procedimientos que rigen los espacios
participativos, incluso en muchos casos eligen a los
interlocutores y reducen la participación a generar
consensos pasivos o, como máximo, a momentos en los
que se expresen “tribunos de la plebe” sin otras consecuencias
que sus palabras en el aire. En resumen, decir participación
sin más hoy casi siempre igual a no decir nada. Un brindis al sol.
En resumen, siendo los conceptos tan equívocos,
contradictorios ente ellos y en sí mismos y de muy
difícil evaluación, sirven para cualquier cosa y para
nada. Nunca se cumple la ecuación
virtuosa por la fuerza de las dinámicas negativas
expuestas pero los conceptos utilizados son tan equívocos
que siempre se puede hacer un discurso que parezca
que se avanza en su consecución. Son
pseudoconceptos, legitimados por cuentista
sociales que cumplen a su vez una función legitimadora de los poderes
actuantes y una función naturalizadora de la realidad
social en relación a la ciudadanía. Todo ello con
la activa complicidad de políticos, expertos y medios
de comunicación.
Hay
otros conceptos,
comunes a las ciencias sociales y al lenguaje periodístico,
que han entrado en el lenguaje técnico, político
y de los medios que aparecen como neutrales y que
forman parte de la confusión interesada del poder
político-económico. Se trata de conceptos analíticos
o descriptivos comunes
que como los anteriores no son tan
inocentes, ni científicos, ni rigurosos, como
parecen. Y que en muchos casos sirven de sustrato
de los anteriores. Como la globalización.
La
globalización
es seguramente el concepto que se ha aceptado
acríticamente y es el más tramposo. Deberíamos precisar
a que globalización nos referimos pues se utiliza
genéricamente y legitima todo tipo de procesos globales
sean comerciales, financieros, culturales, políticos,
migratorios, informacionales, securitarios (el concepto
de represión preventiva se aplica a la vez en Irak
y en las ciudades del imperio), etc. Si usamos este
término genéricamente pero lo aplicamos a las consecuencias
de la globalización financiera legitimamos sus “efectos
colaterales” como si de una fatalidad
se tratara, en vez de precisar que nos referimos
a la actividad especulativa global del capitalismo
financiero. La globalización se convierte en un concepto naturalizador que pretende expresar
el nivel actual alcanzado por el “progreso” de la
humanidad. Se reconocen que existen unos costes en
estos procesos que se deben a que la globalización
no ha alcanzado su total plenitud. O los más críticos
reconocen que hay unos costes que pueden corregirse
mediante programas como el “Milenio” de Naciones Unidas.
Este discurso crítico se cuida muy bien de denunciar
las causas y los agentes responsables, por ejemplo
el Fondo Monetario Internacional, las políticas neoliberales,
la financiación de la economía internacional, la acción
de las multinacionales, el apoyo a las dictaduras
cómplices gobernadas por elites que viven en la opulencia
y la gran mayoría en la miseria, etc.
Los mercados, son otro ejemplo de lo mismo.
Un mecanismo opaco, anónimo, imprevisible y fatal.
Pero en realidad son firmas y personas con nombres
y apellidos, inversores improductivos, bancos cuyo
único afán es el lucro inmediato, agencias de evaluación
corruptas. Sería hora de no confundir mercado, inversión,
finanzas, términos relativamente neutros, con lo que
es simplemente especulación,
un siniestro juego de pirámide que pagan la inmensa
mayoría que son los ciudadanos comunes. La lógica
de los mercados globales especulativos conduce a un
aumento de las desigualdades y de la dualización social
como lo demuestran los impactos de la crisis actual.
La
flexibilidad
del mercado de trabajo es únicamente generalizar
la precariedad
de los trabajadores y en especial de los jóvenes,
legitimar el desempleo como un indicador de economía
moderna. Se utiliza una palabra con una carga genérica
positiva para nombrar una realidad regresiva y perversa.
El “precariado” reproduce a gran escala el ejército de reserva
de mano de obra, produce un nuevo lumpenproletariado
al que se pueda criminalizar y va vinculado a los
procesos de privatización
de servicios y empresas hasta una época reciente de
carácter público. La privatización de servicios de
vocación universal, como la sanidad, la educación
o los transportes, esta destinado a dualizar a los
ciudadanos: sectores altos y una parte importante
de los medios serán clientes de los servicios privados
y el resto, que será más del 50%, dependerá de unos
servicios básicos deteriorados y unos
programas sociales de mínimos. Probablemente
la precarización del trabajo representa la mayor regresión
respecto al capitalismo predominante en la segunda
mitad del siglo XX en el que fue compatible con un
rol económico importante del sector público y el establecimiento
de políticas de bienestar social con vocación universal.
La revalorización de la identidad y la importancia adquirida por la individualización son dos dimensiones del discurso dominante sobre la globalización.
La
identidad es
una palabra peligrosa nos dice Tony Judt. Es cierto,
pero a veces resulta incómodo criticar un exceso de
afán identitario de colectivos sometidos a un poder
externo, pues te encuentras al lado de los que critican
esta identidad
en nombre de la suya, la dominante. La identidad hoy
de los pueblos o comunidades, tengan Estado propio
o no, es hoy una mezcla multicultural que vive procesos
de fusión relativa o parcial. Por lo tanto en ningún
caso puede discriminarse a nadie en nombre de una
identidad autóctona esencial y permanente. No es,
en el plano teórico, discutible el reconocimiento
de derechos
iguales de todos los habitantes de un territorio
y de la universalidad
de un conjunto de derechos básicos en proceso
de codificación continua. Es evidente que ni los derechos
proclamados por la revolución francesa de 1789 ni
los derechos humanos de la Carta de NN.UU. hoy no
son suficientes (aunque en gran parte del mundo no
están satisfechos). El derecho de una colectividad
al autogobierno puede apoyarse en la identidad histórica
pero solo puede ejercerse a partir de la voluntad
mayoritaria y no discriminadora de su población actual.
En la cuestión que ahora tratamos, sobre los usos
del lenguaje, nos importa principalmente el uso perverso
que los diferentes tipos de “neocons” usan la identidad
para crear guetos de privilegiados
o para excluir a colectivos sobreexplotados.
Un ejemplo reciente es el discurso público de un líder
de los neocons: “es antiamericano facilitar que los
pobres ejerzan el derecho de voto” (citado por Harvey
en la nota 1). Otro caso del uso perverso de la identidad
se expresa en el nuevo auge del nacionalismo utilizado
por los Estados para legitimar tendencias autoritarias
antipopulares (el Acta Patriótica de EE.UU) o para
defender intereses espúreos de las multinacionales
(poer ejemplo la reacción patriotera del gobierno
y de los medios de comunicación españoles ante la
expropiación de Repsol por Argentina):
La individualización
es otro lugar común tanto de los cientistas sociales
como de los medios de comunicación. Es un tópico muy
actual… desde el Renacimiento. Es cierto que en las
últimas décadas se han acentuado los comportamientos
individualizados: por ejemplo respecto a la movilidad,
a las comidas cotidianas, a los horarios de cada uno,
las relaciones sociales, etc. (la lista es casi infinita).
En nombre de la individualización economistas y politólogos legitiman modelos analíticos que parten del
“individuo tipo” y se abandonan los conceptos clave
de la estructura y el conflicto sociales, como es
la “clase”. La afirmación convertida en paradigma
de que no hay “sociedad” hay individuos es una de
las bases ideológicas principales de las políticas
neoliberales. Pero
un análisis elemental nos permite comprobar que la
socialización de los individuos es hoy probablemente
mayor que en épocas pasadas. Se mantiene la familia
como entidad social solidaria, se revaloriza el barrio,
se multiplican las redes sociales asociativas (las
reales y las virtuales) y sobre todo los individuos
dependen cada vez más de los servicios públicos o
de carácter colectivo (educación, salud, cultura,
ocio, asistencia social, etc.). En las relaciones
de trabajo subsisten las clases trabajadoras asalariadas
que representan más del 50 % de la población activa,
aunque una parte de ellas usen el ordenador en vez
de un telar, un torno o una máquina de escribir. Y
tanto los estudios estructurales como
los comportamientos y los conflictos sociales
nos muestran la pertinencia del concepto de “clase”,
aunque se hayan modificado sus formas y sus denominaciones.
Como en los otros casos citados un concepto como individualización
que puede servir si se relativiza su uso en realidad
es con frecuencia utilizado como un medio de escamotar
el carácter “clasista” de nuestras sociedades.
La
seguridad,
la gran palabra para los apóstoles del miedo,
los mensajeros de los peligros que nos acechan, los
mesías que nos traerán tranquilidad por medio del
autoritarismo y la exclusión de las “clases peligrosas”
(recuerden: “Clases trabajadoras, clases peligrosas”,
la obra clásica de Louis Chevalier). La paradoja del
mundo occidental: nunca ha existido mayor seguridad
que la que disfrutamos hoy, si nos atenemos al uso
que se le da hoy en nuestros países (delincuencia
urbana, es decir robo o violencia en el espacio público).
Sin embargo aparece como principal preocupación a
la par que el desempleo o la inmigración! Inseguridad
hay, pero por otras razones y en otros aspectos: el
trabajo y la desocupación, la seguridad social y las
pensiones, la vivienda y las hipotecas, la educación
y el porvenir de los hijos, el acceso y la cualidad
del servicio de salud, etc. y también por la pérdida
de referentes territoriales y socio-culturales y la
dificultad de entender y gestionar los cambios que
se producen en el entorno, es decir la llamada globalización.
Estas inseguridades incontrolables se subliman y encuentran
en la delincuencia urbana (casi siempre de baja intensidad)
y en la presencia de gentes diferentes (inmigrantes,
en especial jóvenes) en el espacio público compartido
el chivo expiatorio. Importantes poderes políticos
y mediáticos contribuyen decisivamente a que las inseguridades
profundas se reorienten y focalicen transfiriendo
la inseguridad difusa a la ciudad. Combatir la ideología
del miedo y de la inseguridad es hoy una tarea tan
importante como la denuncia del racismo y la xenofobia
y el fanatismo identitario forman parte del mismo
complejo de angustias de la época. Jóvenes, pobres
e inmigrantes son las víctimas de la inseguridad manipulada.
El objetivo de los gobiernos en muchos casos es “dar
miedo” (como declaró recientemente el “ministro del
Interior” del gobierno catalán).
La
inmigración
precisamente es otro concepto mal usado. Inmigrante
es el que se traslada de un territorio a otro. Es
alguien que viene de fuera, que está de paso, para
un período relativamente breve. Pero si se instala
en un país determinado deja de ser inmigrante, es
un residente, un ciudadano cuyo status debe reconocerlo
la Administración del lugar. El hecho real es que
en la Europa actual inmigrantes son los “no comunitarios”
y sea cual sea su situación de “residentes”, con o
sin trabajo, llegados recientemente o con años de
residencia, con arraigo familiar o no, con “papeles”
(siempre insuficientes para tener plenos derechos)
o “sin papeles”. En la práctica son inmigrantes los
que buscan trabajo o realizan actividades poco cualificadas,
es un concepto “clasista” no “étnico”. Los profesionales,
los empresarios, los rentistas, los residentes europeos
de la tercera edad, etc. no son llamados “inmigrantes”.
¿Porqué se utiliza incorrectamente el término inmigrante?
Muy simple: sirve a mantener ante la opinión pública
y ante los mismos así
denominados que son considerados gente de fuera
aunque tengan aquí residencia formal, hijos, proyecto
de futuro. Es formalizar y legitimar mediante el lenguaje
su status precario, su “capitis diminutio” (derechos
reducidos), su desigualdad permanente, el estar siempre
bajo sospecha y bajo amenaza (el temor atávico y la
xenofobia hacia el “extranjero”). El enorme “ejército
de reserva de mano de obra” que representan los inmigrantes,
su status y sus condiciones de vida, recuerdan los
peores casos del “capitalismo manchesteriano” descrito
por Engels en su obra La situación de la clase trabajadora
en Inglaterra. Y en el caso actual se “legitima” mediante
un uso fraudulento de la “extranjería”.
El
gasto público
considerado como despilfarro y los recortes como una necesidad objetiva que creara las bases para la
reactivación económica. Mentiras aunque sean avaladas
por autoridades políticas, económicas o académicas.
El supuesto despilfarro en el gasto público (inflación
de personal, baja productividad, etc.) existe pero
es relativamente fácil de conocer y de exigir las
reformas que lo reduzcan al mínimo. Pero la crítica
sería válida si se compara con el sector privado que
ha sido el principal generador de deuda (los bancos
y el bloque “cementero tres veces más que los compradores
de vivienda). Conocemos lo que producen los servicios
públicos, en general se considera que se trata de
bienes o servicios de carácter universal, es decir
que interesan a todos los ciudadanos. Pero no sabemos
muchas veces si lo que producen las empresas privadas
es lo que corresponde a las necesidades sociales y
a las demandas solventes. Si que podemos sospechar
o constar que en nombre de la demanda solvente la
industria farmacéutica por ejemplo se ocupa mucho
más de investigar y producir productos de belleza
que remedios para las enfermedades masivas. Y los
promotores y constructores crean urbanizaciones en
el desierto que quedan abandonadas y se financian
con créditos que los bancos si
no los cobran son compensados por el Estado.
Bancos que a su vez especulan en ámbitos globales,
cierran las puertas al pequeño o mediano capital productivo
local (el principal generador de empleo), distribuyen
dividendos e
indemnizaciones a sus consejeros y directivos, gracias
a que son refinanciados por el gobierno con lo cual
aumenta la deuda pública que luego debe cubrirse
recortes sociales. Los recortes, como el paro, a su
vez afectan principalmente a la educación, a la sanidad
y a los programas sociales y se utilizan no solo para
reducir la deuda pública, también sirven para fomentar
procesos de privatización de los servicios públicos
que supone un inicio de liquidación del welfare state.
Estos recortes van unidos a contrarreformas fiscales
que reducen los impuestos con el argumento que habrá
más inversión y se creará más empleo. Falso. Como
además se “recortan” los salarios, no solo aumenta
la pobreza también se reduce la demanda solvente lo
cual conlleva recesión y desocupación. Y la minoría
privilegiada aumenta su patrimonio, espera mejores
tiempos para invertir o lo hace en otras partes del
mundo. Es decir hay una dinámica que nos lleva a los
peores modelos de sociedad del siglo XIX.
Del
planeamiento
y la regulación a las estrategias y los proyectos
concertados. Un ejemplo de la fuerza del mercado
especulativo propio del capitalismo
financiero actual es
como se ha pasado sin solución de continuidad
del planeamiento público a los proyectos que interesaban
a la iniciativa privada con independencia de los grandes
principios de sostenibilidad, cohesión social, corrección
de desequilibrios, etc. La desregulación financiera
ha ido acompañada por la desregulación urbanística.
Esta última ha sido avalada, a veces con buena fe,
por profesionales y políticos democráticos. El camino
ha sido casi siempre el siguiente: 1) Primero, a finales
de los años 70 y principios de los 80, se toma conciencia
de la rigidez del planeamiento, el largo proceso de
elaboración, su eficacia para prohibir pero mucho
menos para
construir. El autor recuerda que él, como responsable
de política municipal del PSUC, indicó a alcaldes
y regidores de urbanismo que en su primer mandato
“priorizar las plazas y no los planes”. La crítica
al planeamiento general tenía una base cierta pero
fue instrumentalizada en muchas ocasiones para actuar
sobre el territorio según fueran las iniciativas privadas
o sectoriales. 2)
A finales de los 80 emerge el “planeamiento estratégico”
que rápidamente se pone de moda. Se da por supuesto
el marco jurídico urbanístico (leyes, planes)
generales y se proponen un listado de proyectos,
unos ubicados en el territorio y otros donde surja
la “oportunidad”.
El atractivo de este planeamiento es que crea tres
ilusiones: un escenario de futuro consensuado con
los actores sociales y económicos y con diversas instituciones
y organismos del Estado; una aparente concreción de
proyectos deseables para el territorio; y el espectáculo
de una presentación mediática legitimadora ante la
ciudadanía. En la práctica se trata de retórica sobre
la ecuación (imposible) y poner en la agenda
algunos proyectos que se podrían haber colocado
igual sin el plan estratégico. 3) El tercer momento
desregulador vino inmediatamente: el urbanismo concertado,
los convenios en Madrid y los “new projects” en Barcelona.
Se ofrecen máximas facilidades a la iniciativa privada
que se hace cargo de proyectos urbanos más o menos
complejos en las localizaciones que más le convienen.
El discurso estratégico, creado en el marco de la
empresa privada, ha sido en muchos casos el facilitador
de la colusión entre instituciones de gobierno y grupos
económicos. El urbanismo de la democracia posee luces
y sombras. Conviene hacer un análisis de clase (quién
ha ganado qué en la transformación urbana del país)
para poder establecer un balance. Apuntamos tres hipótesis.
Una. Los principales beneficiados han sido un importante
grupo de de nuevos ricos que se ha unido con los que
ya lo eran y transfirieron inversiones e influencias
a la especulación del suelo, la promoción y la construcción.
También han ganado en el festín las entidades y los
representantes del sector financieros. Cuando estalló
la burbuja el Estado los ha resarcido.
Dos.
Los efectos depredadores, físicos y morales sobre
el territorio y la sociedad han sido inmensos y en
gran parte irreversibles. Hacer ciudad en las extensiones
mal urbanizadas, apostar por una nueva cultura sobre
la movilidad, el agua y la energía y regenerar moralmente
una parte importante de la sociedad que ha presenciado
y asumido que las formas de enriquecimiento no dependen
del trabajo y de la profesionalidad no será fácil
ni rápido. Tres. Una vez más las víctimas han sido
los sectores populares. La realidad y la metáfora
la encontramos representada por los miles de desahuciados
que pierden la vivienda y continúan deudores de los
bancos.
Sobre
los modelos urbanos.
Algunas
ciudades han realizado procesos urbanos exitosos,
por lo menos en el corto plazo. Se han legitimado
para continuar promoviendo proyectos cada vez más
ostentosos y más vinculados a las iniciativas privadas.
No se ha prestado atención a los efectos perversos
del éxito, a la fuerza de las dinámicas del mercado,
a la intervención agresiva sobre el tejido urbano
cuando la calidad del nuevo entorno urbano genera
oportunidad de negocio. Pero la ciudad, sea Barcelona,
Bilbao o Madrid, se autoproclama modelo, ejemplo de
modernidad, referencia internacional. Y durante un
período más o menos largo los proyectos continúan
y las contradicciones se hacen más evidentes. El modelo
ha hecho posible la impunidad.
La
referencia a un modelo
o proyecto ajenos legitimadores
han sido constantes en el urbanismo moderno.
Barcelona ha servido de modelo referencial partir de los 90, aunque en los últimos años
empezó a romperse el encanto en los medios profesionales. Por una parte se había mitificado su urbanismo,
sus luces pero no sus sombras. Por
otra se han realizado proyectos en otras ciudades
que se reclamaban del “modelo” y en algunos
casos se ha hecho lo contrario del mismo. Por
ejemplo el “Plan estratégico de Puerto Madero” (en
realidad un “gran proyecto urbano”) en Buenos Aires
y el proyecto olímpico de Rio 2016. Lo mismo ha ocurrido
con Bilbao y el Gugenheim: el éxito de un edificio
emblemático como ha sido el de Gehry ha llevado a
muchas ciudades a buscar un “arquitecto divino” que
marcara el territorio, al estilo del ya citado Koolhaas).
Planeamiento
para qué?
El
concepto de planeamiento vuelve progresivamente a
la actualidad. A priori el que se reconsidere su importancia,
después de algunas décadas de valoración baja, parece
positivo. La desregulación de las políticas económicas
y territoriales nos ha llevado a una situación caótica
y catastrófica. Sin embargo la reivindicación del
planeamiento suena muchas veces como un brindis al
sol y también como la ocasión para que se expresen
intereses corporativos, legítimos pero particularistas,
que identifican cualquier planeamiento con el “interés
general”. Reclamar el planeamiento sin precisar objetivos
y actuaciones, es decir estrategias de implementación,
es simple retórica legitimadora de cualquier cosa.
El planeamiento territorial por ejemplo puede perseguir
objetivos positivos que se le suponen, pero no están
garantizados como promover o mejorar la oferta de
bienes y servicios colectivos destinados a la población
y a las actividades, reducir las desigualdades sociales,
facilitar la deliberación ciudadana en relación a
las políticas públicas, etc. Pero muchas veces es una palabra que se utiliza
en vano y que puede servir para legitimar actuaciones
público-privadas que contradicen los objetivos teóricamente
proclamados. La vida local es una fuente infinita
de ejemplos como veremos más adelante.
Intermedio personal. El autor asume una
parte de responsabilidad en la difusión de sus propuestas urbanas con efectos perversos,
no deseados, en América latina. Sobre tres temas principales:
la descentralización, el planeamiento y los proyectos.
En un contexto diferente y por la fuerza de las dinámicas
y de los agentes dominantes, estas propuestas en algunos
casos han servido a objetivos contrarios a los pretendidos.
La descentralización en el contexto europeo y en un
momento histórico de auge de los movimientos sociales
populares y de clases medias locales y regionales
favorecía a la vez la participación popular activa,
las políticas públicas más receptivas a las demandas
sociales y la reducción de las desigualdades sociales
y territoriales. Pero en pleno auge de las políticas
neoliberales en América latina la descentralización
en otros casos podía servir a preservar privilegios
(Bolivia) o a empobrecer las políticas públicas en
municipios habitados en su gran mayoría por sectores
populares (Chile). El planeamiento urbanístico convencional
en los países más desarrollados tenía una base legal
muy fuerte pero cuya rigidez podía resultar paralizante
en unos casos y objeto de modificaciones sucesivas
que desnaturalizaba el entramado planificador. Por
ello pareció un progreso completar el planeamiento
regulador mediante el planeamiento estratégico que
concretaba actuaciones de “interés general” a corto
o mediano plazo. Es un tipo de planeamiento legitimado
por un proceso participativo que incluía a las administraciones
públicas junto con las organizaciones sociales populares
y sindicales, universidades y asociaciones profesionales,
además de los sectores económicos públicos y privados.
Pero en América latina el planeamiento era mucho más
débil y la anarquía urbanística
mucho mayor que en Europa y por otra parte
las organizaciones populares y los sectores intelectuales
eran más reacios y desconfiados en participar en procesos
de carácter general por considerar que no tendría
eficacia alguna. En la práctica tuvieron bastante
razón. Los planes estratégicos, en Colombia y en Brasil,
se elaboraron sobre todo entre representantes
de los gobiernos locales y actores económicos
privados y no fueron más allá de priorizar algunos
grandes proyectos que dejaron en herencia a los gobernantes
posteriores. Los grandes proyectos en diversas grandes
ciudades latinoamericanas tomaron como referencia
a seguir la experiencia de Barcelona. En algunos casos
fue positivo, como por ejemplo la importancia atribuida
al espacio público (en México, en Río de Janeiro,
en Bogotá), la rehabilitación del centro histórico
(en Santiago de Chile, en Ciudad de México), en la
reforma política local (México, Sao Paulo, Buenos
Aires), en hacer ciudad en la periferia (Santo André/Sao
Paulo, Bogotá). Pero tuvo una eficacia mediata, de
tipo político-cultural que no de actuación inmediata,
pues o no se ejecutó o se hizo solo en parte. Y hubo
casos que la referencia a Barcelona ha servido para
hacer lo contrario como ocurrió con el proyecto de
Puerto Madero, un propuesta inicial asesorada por
un equipo de Barcelona,
había elaborado un proyecto integrado al área
central de la ciudad, de carácter polivalentes y de
composición social diversificada. El resultado ha
sido una operación altamente especulativa para crear
un gheto de oficinas, ofertas de ocio y vivienda exclusivamente
para sectores altos. Más recientemente el proyecto
olímpico de Río en vez de propiciar un reequilibrio
de la ciudad, basado en concentrar gran parte de las
actuaciones en el triángulo Centro-Puerto-San Cristóbal/Maracaná,
ha optado por realizar las principales inversiones
en el Sur rico y lejano donde viven los sectores sociales
más acomodados. Creo que en el plano político-cultural
la “influencia barcelonesa” ha sido positiva, sin
embargo los efectos inmediatos han sido en muchos
casos discutibles, inoperantes o negativos. Ello es
debido que faltó primero una visión más autocrítica
respecto a nuestra propia experiencia (ver mi libro
reciente Luces y sombras del urbanismo de Barcelona,
op.cit) y en segundo lugar no es evaluó acertadamente
el carácter o la fuerza de los interlocutores latinoamericanos,
que por falta de medios o por insuficiente voluntad
política no pudieron llevar a cabo los objetivos que
se proclamaban. Volvamos a los conceptos confusionarios.
El
urbanismo y la arquitectura, o el urbanismo no es
arquitectura.
En
sociedades que viven procesos de urbanización acelerados,
el hacer ciudad sobre la ciudad y ordenar el desarrollo
de las periferias y de regiones metropolitanas, se convertido en una disciplina muy socializada
y objeto de debate político, cultural y mediático.
Pero esta disciplina, que posee una importante base
teórica y empírica (en el caso de Catalunya con Cerdà
como figura fundacional) ha sufrido una deriva lamentable.
Al menosprecio del marco político y legal en nombre
de proyectos puntuales, arbitrarios urbanísticamente
y al servicio de intereses particularistas se ha añadido
como la consideración del urbanismo
como una técnica derivada de la arquitectura entendida
a su vez como obra de arte del autor y como voluntad
de negocio de sus clientes. El urbanismo es ante
todo una dimensión de la política. Primero hay un
proyecto de ciudad, es una opción social, cultural,
económica, ambiental, es decir política. A partir
de esta premisa se pueden plantear proyectos de escalas
muy diferentes y ubicarlos en el marco legal que les
corresponde (plan general, especial o parcial, proyecto
de rehabilitación o de espacio público, programa de
viviendas, etc.). El proyecto preliminar comporta
en esbozo de diseño que excepcionalmente puede ser
un “objeto singular” pero en general es un diseño
funcional que permite el debate ciudadano. La política
y la legalidad son los dos pilares del urbanismo.
Hacer
vivienda no es hacer ciudad, pero sin vivienda no
hay ciudad.
Los
programas de vivienda masiva han producido no-ciudad
y déficit de ciudadanía. Han sido la prueba visible
de la imposibilidad de la ecuación ciudadana, la expresión
más contundente del carácter perverso de los procesos
urbanizadores dominantes. La vivienda hace ciudad, sin ella la ciudad
muere lentamente. En la ciudad compacta, donde se
hace ciudad no se ha hecho (o muy insuficiente) vivienda
pública o protegida, se ha dejado para el mercado
libre y el sector público ha hecho infraestructuras,
equipamientos, centralidades, espacio público… y gradualmente
ha ido empujando a los sectores populares, jóvenes
principalmente hacia la periferia. La vivienda fuera de la ciudad por su parte,
en las extensiones periféricas de urbanización dispersa
o fragmentada, produce un fuerte impacto sobre los
elementos básicos de la ecuación: la cohesión, la
sostenibilidad, la gobernabilidad, incluso la competitividad.
La ciudad es un motor económico y cultural, animada
y atractiva si es densa y compacta, heterogénea y
mezcla de poblaciones y actividades. Si falta esta
densidad y diversidad la ciudad se empobrece, se muere
de noche mientras que la periferia se muere de día,
El urbanismo y la vivienda están estrechamente relacionados,
son interdependientes. Es por lo tanto disparatado
separarlos como con frecuencia ocurre en las distintas
escalas de gobierno, a veces por una razón tan impresentable
como poder repartir más cargos políticos. La vivienda
depende del suelo, sin política de suelo no hay política
de vivienda. Y la ciudad integradora y creativa depende
de la mixtura entre vivienda y actividades. La vivienda
al margen de la ciudad en barrios cerrados de clases
medias o altas o urbanizaciones de baja calidad y
alejadas del centro urbano destinadas a “vivienda
social” genera un déficit de ciudadanía. La legislación
urbanística por medio del planeamiento, la
política financiera y fiscal y los gobiernos
locales y autonómicos competentes deben por lo tanto
plantearse tres objetivos: suelo, financiación de
la vivienda y compacidad de la ciudad. El suelo
urbano o urbanizable no puede ser
una mercancía con la que se especula, por su
naturaleza es un bien común. En consecuencia debería
ser de dominio público. Como en el actual contexto
político-legal no parece viable la socialización o
municipalización del suelo (como se hizo en Catalunya
en 1937) es posible mediante la combinación de la
fiscalidad con el planeamiento reducir al mínimo (al
beneficio industrial medio) la plusvalía urbana. La
financiación
de las políticas activas de vivienda en el marco
de la crisis actual permite plantear soluciones tan
radicales como necesarias: la nacionalización (por
parte del Estado o de las Comunidades autónomas) de
una parte importante del sistema
bancario que permita crear un Banco Hipotecario
y de Tierras potente se haga cargo del stock disponible
de viviendas, que haga préstamos para acceder a la
vivienda preferentemente mediante cooperativas y que
progresivamente substituya una parte importante de
la vivienda de propiedad por la de alquiler. Y finalmente
la legislación urbanística debe priorizar el desarrollo
urbano sobre la ciudad o en su continuidad, lo
cual significa impedir como regla general las urbanizaciones
dispersas, los barrios segregados y cerrados, los
parques temáticos (empresariales, tecnológicos, universitarios,
comerciales, etc.) en tierra de nadie. El urbanismo
no puede tolerar la disolución urbana y la imposibilidad
estructural de avanzar en la solución de la ecuación
ciudadana. Sobre la política de vivienda y su relación
con el urbanismo véanse las referencias de las notas
relativas al apartado siguiente sobre “los
actores del desarrollo urbano (3 y siguientes).
La
ética y los valores propios del urbanismo y la dimisión
de profesionales y analistas.
En
esta lista del lenguaje cuestionado destaca
un silencio culpable,
una omisión difícilmente aceptable. En el debate
urbanístico actual han desaparecido las dos principales
razones que justifican el urbanismo moderno nacido
con la ciudad industrial y metropolitana (para entendernos
Cerdà, Hausmann, Sitte, Geddes, Garnier, etc.). Primero:
Regular y orientar
el desarrollo de la ciudad de forma tal que pudiera
ofrecer a todos los habitantes los bienes y servicios
que necesita para vivir, trabajar, educarse, ocupar
el ocio, movilizarse, ser atendido (salud, pobreza,
etc.), sentirse seguro, ser reconocido por los otros
y poder interactuar en el espacio público.
Son los valores funcionales y éticos orientadores
del urbanismo por lo menos sobre el papel. Segundo:
Intervenir en la transformación social por
medio de la ciudad. Esta segunda razón, menos
evidente pero muy presente en la mayoría de los urbanistas
más cualificados pretende contribuir a promover mediante
el urbanismo las reformas
sociales que hicieran la ciudad (la sociedad)
más justa y solidaria y a los ciudadanos más libres
y felices. Una razón que expresaron con fuerza los
socialistas utópicos, estuvo muy presente en Cerdà
(la “ciudad igualitaria”) mientras que en otros, como
Hausmann, también plantea un urbanismo de reforma
social aunque es en beneficio de la burguesía propietaria
y con la finalidad complementaria de ejercer mayor
control social urbano sobre las clases populares.
Actualmente los planes más ambiciosos y los grandes
proyectos urbanos no se plantean contribuir a la reforma
de la sociedad, a veces parecen más pensados para
hacer más ricos y arrogantes a los poderosos. Aunque
hay excepciones y sobre todo muchos de estos proyectos
tienen de todo, incluso pretenden conseguir la ecuación
milagrosa pero en el proceso de ejecución y gestión
tienden a imponerse los más fuertes, es
la lógica del mercado. En general en el urbanismo
actual falta una aspiración a la justicia social.
Profesionales
e investigadores: corporaciones protectoras.
Los
actores económicos y los responsables políticos necesitan
de los profesionales que elaboran planes y proyectos
y que luego los diseñan y ejecutan o gestionan. Y
son muy sensibles a las críticas, positivas y negativas,
de los investigadores, expertos, analistas que se
expresan en libros o artículos especializados o en
los medios de comunicación, puesto que éstos son legitimadores.
La posibilidad,
y el privilegio, de hacer planes y proyectos que condicionaran
la vida de los ciudadanos exige como contraparte una
ética de la responsabilidad que va más allá de las
normas legales, de las decisiones políticas o de los
intereses de los clientes. Ya nos hemos referido anteriormente
a la ética propia del urbanismo, al interés colectivo,
a la justicia social. Esta ética afecta tanto a los profesionales
que intervienen en el urbanismo como a los investigadores
o publicistas que están en condiciones de criticarlo
y legitimarlo. Si consideramos los resultados a medio
o largo plazo del urbanismo español de las últimas
décadas, la complicidad masiva de los profesionales
y la aceptación mayoritaria del mundo académico, deberemos
concluir que estos estamentos han actuado, o han callado,
con total impunidad. Y lo han hecho porque se sienten
protegidos.
Parece
una necesidad de salud pública cuestionar el status
protector de los profesionales
y de los investigadores, los primeros protegidos
por la “corporación” de la que forman
parte y los segundos por formar parte de un cuerpo
etéreo, la comunidad científica. Estos dos cuerpos
tienen en común que se rigen por sus propias reglas
las cuales establecen normas éticas y relativas a
la calidad del trabajo. En el caso de las corporaciones
profesionales la ética se reduce prácticamente
al respeto del marco legal específico que con frecuencia
es aplicado por la propia corporación a la que se
delegan funciones públicas. La evaluación del trabajo
corresponde al cliente. El profesional, sea empresario
o asalariado, liberal o funcionario,
cumple si realiza el encargo que ha aceptado
y no tiene porqué cuestionar su uso social. Y si el trabajo sigue lo que marcan
las leyes y los manuales ha cumplido.
La comunidad
científica es más autónoma, y con frecuencia autista,
pues no está sometida al control público como las
corporaciones profesionales. Es un mundo cerrado,
sectario y conservador, regido por normas destinadas
a la autoreproducción y a impedir el juicio externo,
con las cuales
construyen una realidad ficticia que en el fondo naturaliza
la realidad existente como única posible. Véase el
comentario sobre la comunidad científica al final
del punto siguiente.
La
democracia local, la descentralización, la proximidad.
No
es oro todo lo que reluce. El descrédito de los gobiernos
y de los partidos ha revalorizado la imagen de la
de la política, o mejor dicho el mito, de proximidad.
Es obvio que la cercanía a las personas que detentan
una cuota de poder favorece el control social pero
muchas veces el resultado es el contrario de lo esperado:
falta masa crítica de territorio o de población, competencias
débiles y recursos escasos, pantalla entre los ciudadanos
y los centros de decisión, etc. Antes de dar como
positivo cualquier proceso de acercamiento entre instituciones
y ciudadanos conviene evaluar sus efectos prácticos.
Los gobiernos locales son más vulnerables ante los
grupos económicos y la propia presión social de su
entorno, es más fácil que se generen redes clientelares
y formas de relación de dependencia caciquil, pueden
tender a crear nichos privilegiados e insolidarios,
etc. Y ya hemos expuesto como los gobiernos locales
han sido cómplices de los perversos procesos de urbanización
especulativa, en muchos casos sin otro fin que responder
a presiones sociales, o a un espejismo de progreso,
o para conseguir más recursos para el municipio. Una
complicidad que ha facilitado también que se multiplicaran
los casos de corrupción. El discurso que atribuye
virtudes indiscutibles al gobierno local puede ser
sospechoso.
Democracia
Finalmente
nos parece urgente cuestionar el concepto y el uso
de una palabra mágica que nadie discute: democracia.
Declarar que los países de Europa occidental
no son “democráticos” parece una aberración, puesto
que son Estados de derecho, con constituciones que
garantizan un régimen de libertades públicas, se asientan
en un conjunto de políticas sociales (welfare state),
etc. También es cierto que en comparación con otros
parecen más “democráticos” que la gran mayoría de
países del resto del mundo. Pero la democracia no
se reduce a un conjunto de derechos formales, a un
conjunto de procedimientos garantistas, a la elección
de los gobernantes especialmente. La democracia para
qué? Volvemos a la pregunta que Lenin espetó a Fernando
de los Rios con ocasión de la fundación de la III
Internacional. La democracia es un régimen de libertades
que no solo sirven para garantizar en el plano político-jurídico
la libertad y la igualdad teórica de las personas,
también conlleva la realización por parte de los gobiernos
elegidos de políticas públicas que hagan reales los
derechos de los ciudadanos, teniendo en cuenta la
diversidad de situaciones que limitan las libertades
y expresan las desigualdades que se dan en las sociedades
humanas, estén más o menos desarrolladas. Hoy, afortunadamente,
ya no vale exaltar la democracia
en abstracto. La reacción ante la crisis ha
puesto sobre la mesa la “democracia
real”, es decir la que da respuestas positivas
a los derechos de todos. Lo cual supone poner en cuestión
la naturaleza del Estado de Derecho.
El
Estado de Derecho
es, obviamente, un progreso respecto a los Estados
autoritarios basados en la concentración de poderes
en el Ejecutivo, el no sometimiento al voto de los
ciudadanos y en la arbitrariedad y autoritarismo consiguientes.
Sin embargo las constituciones, las principales normas
que organizan el Estado y su posterior interpretación
y aplicación, son resultado de las relaciones de fuerza
en la sociedad. En sociedades divididas en clases
sociales actúan un conjunto de poderes fácticos (económicos,
corporativos, mediáticos, religiosos, militares, etc.)
con una gran capacidad de imponer o influir decisivamente
en los poderes del Estado. En la mayoría de países
de “democracia representativa” es fácilmente perceptible
como gobernantes, legisladores y jueces actúan más
como representantes de algunos de estos poderes fácticos
que del conjunto de los ciudadanos. El resultado es
que en la práctica el Estado de Derecho limita considerablemente
los principios de libertad e igualdad que lo informan.
Limitaciones a la representatividad y a la voluntad
populares (sistemas electorales, restricciones a las
consultas o referéndums, etc.), políticas públicas
favorables a minorías privilegiadas y que acrecientan
las desigualdades sociales, represión sobre los colectivos
o personas consideradas “antisistema”, etc. El Estado
de Derecho en su funcionamiento no es lo que sus principios
fundamentales dicen que debe ser. El derecho a desobedecerlo
es legítimo. A la mitificación del este modelo de
Estado, expresado en la Constitución, en las leyes,
en los actos de gobierno y en las leyes de los jueces,
hay que oponer el “derecho
a la desobediencia” o el legítimo “derecho a la
ilegalidad”. Es posible ejercer este derecho legítimamente
cuando podemos referirnos a los principios generales
del mismo o a las cartas internacionales de derechos
y a las nociones de libertad y justicia presentes
en la conciencia social del momento. En estos casos
la opinión pública, o parte de ella, e incluso
ciertos sectores de los poderes del Estado
o fácticos, pueden entender o aceptar esta legitimidad.
Considerar
“democráticos”
sin más, a nuestro país y a los de nuestro entorno,
es por lo menos una enorme exageración. Incluso en
el plano político-jurídico los déficits democráticos
son visibles: sistema electoral
que favorece las oligarquías partidarias y
que no respeta el principio del valor igual de los
votos, exclusión de la población residente que no
posee la nacionalidad española, influencia decisiva
de los grandes grupos económicos y mediáticos en la
formación de la opinión pública, etc. El reciente
fenómeno de los “acampados” ha enfatizado estos déficits
al reivindicar una “democracia real”. Pero es solamente
un aspecto de la “realidad democrática”. Si las políticas
públicas no mejoran el bienestar de la población y
no reducen las desigualdades sociales, se está negando
la justificación de la democracia “representativa”.
Los gobiernos elegidos no son legítimos únicamente
por su origen, es preciso que luego se legitimen mediante
sus políticas. Y las actuales políticas económico-sociales
de la UE permiten concluir que no vivimos en países
democráticos. La Universidad es la institución más
adecuada para hacer esta denuncia, por su conocimiento
acumulado, por su independencia y por los valores
que se supone que guían su comportamiento público.
Recuperar
un lenguaje real.
La recuperación de un lenguaje que en vez de
crear confusión aporte claridad, que indique las fallas
de la sociedad en que vivimos, que señale causas y
responsables, que indique salidas y proponga alternativas,
que denuncie los lenguajes de la ocultación y de la
legitimación de lo existente. Cada día podemos escuchar
a algunos políticos o intelectuales prestigiosos denunciando
los males del mundo, como si de plagas bíblicas se
tratara: el hambre y la miseria, las víctimas de las
guerras y los que mueren de sed, los que no tienen
casa y los que emigran para sobrevivir, las mujeres
que sufren violencia o son objeto de tráfico, las
niños abandonados y famélicos, los que mueren de enfermedades
endémicas, etc. Pero casi nunca citan a los organismos
internacionales como el Fondo Monetario o la Organización
mundial de comercio, las multinacionales que explotan
la mano de obra de los países pobres y las que no
permiten que les lleguen fármacos y alimentos, los
entes financieros especuladores y sus cómplices políticos,
etc. La vocación política de las ciencias sociales
es analizar y denunciar lo que los medios políticos
oficiales y los de comunicación nos presentan como
algo objetivo, así son las cosas, en el mejor de los
casos como una única cara de la realidad. Pero, las
causas y los agentes causantes también son otra cara
de la realidad, las víctimas y los que resisten son
así mismo otra cara y el medio universitario, intelectual
y profesional debiera ser la cuarta cara de la realidad,
la que explica, denuncia y propone alternativas, la
que apoya a los que se enfrentan a esta realidad.
Recordemos de nuevo la aparente paradoja de Ernest
Bloch: la realidad no es la verdad.
JB