La
ciudad postmoderna es la ciudad, o la anticiudad, del
neoliberalismo económico, de la urbanización
especulativa, de la sociedad atomizada, de la cultura
individualista, de la política local débil
y del capitalismo financiero fuerte. Es un ciudad que
nos plantea un dilema histórico: o se acaba con
este modelo de ciudad o las próximas generaciones
recibirán solo los residuos de lo que quede de
la obra más compleja creada por la humanidad.
La urbanización difusa y fragmentada, socialmente
segregadora, culturalmente miserable, económicamente
despilfarradora y políticamente gobernada por
especuladores y corruptos amenaza con generalizarse.
El
discurso correcto que se repite en planes y documentos
programáticos, en los medios de comunicación
y en declaraciones gubernamentales, en resoluciones
de congresos y en encuentros profesionales es utópico
en unos casos y cínico en otros. Este discurso
nos propone una ecuación tan necesaria como imposible
"rebus sin stantibus", es decir si las cosas
permanecen como son ahora. La ecuación imposible
es compatibilizar competetividad económica, cohesión
social, sostenibilidad ambiental, gobiernos democráticos
y participación ciudadana.
Aún admitiendo la idoneidad de estos conceptos
esta compatibilidad es imposible, por necesaria que
sea y por mucho que se proclame. La economía
de mercado, lo poco o mal regulado el territorio, la
creciente desigualdad y exclusión sociales, los
costes ambientales y el mal uso de recursos básicos,
la inexistencia o debilidad de gobiernos locales adecuados
a los nuevos territorios urbanos o metropolitanos y
la democracia reducida a sus aspectos procedimentales
y a las prácticas tecnocráticas y caracterizada
por la confusión institucional, niegan a la vez
la citada ecuación, la ciudad como ámbito
de ciudadanía y de la democracia real.
La
ecuación no es imposible, es necesaria. Pero
para ello debemos analizar críticamente las causas
y los actores que la hacen imposible hoy. Es también
imprescindible debatir los conceptos de la ecuación,
en algunos casos manipuladores de la realidad como "competitividad"
o "cohesión social" que sirven para
legitimar proyectos especulativos y excluyentes o para
omitir la creciente desigualdad social. Otros conceptos
deben ser precisados pues con frecuencia sirven únicamente
como retórica destinada a crear consensos pasivos
como "sostenibilidad" o "participación".
Y sobre estas bases se podrán promover movimientos
sociales y culturales en pro de unas políticas
urbanas activas que se confronten con las actuales dinámicas,
perversas, disolutorias de la ciudad y de la ciudadanía.
El
caso del País Valenciano y de su capital es lamentablemente
un ejemplo especialmente visible de la degeneración
del urbanismo, paradójicamente desarrollado en
el marco de un período democrático que
se inició hace poco más de tres décadas.
El bloque político-cementero ha sido elegido
y reelegido en diversas convocatorias electorales a
pesar de los escándalos y denuncias (incluídas
las del Parlamento europeo), de la evidencia de la corrupción
y de los catastróficos resultados producidos
sobre el territorio. Incluso procesos judiciales que
han terminado en nada han mostrado la amigable colusión
entre cargos políticos, promotores inmobiliarios,
delincuentes profesionales y responsables de entidades
financieras.
Si
volvemos a los elementos de la ecuación deseable
para el desarrollo urbano y lo aplicamos al caso valenciano
la conclusión es inapelable. En nombre del hacer
la ciudad competitiva, atractiva y globalizada se ha
generado una deuda enorme y se han despilfarrado recursos
básicos como son el suelo y muchos otros (energía,
agua,etc). Las obras faraónicas como las de Calatrava,
las infraestructuras para eventos ruinosos (como la
fórmula uno), las operaciones urbanísticas
destructoras del tejido urbano integrador y significante
(como el Cabanyal), la pseudourbanización de
la costa con altos costes ambientales, etc todo ello
ha sido un atentado a la economía productiva
y al desarrollo sostenible. La supuesta cohesión
social que se ha conseguido y que se expresa en las
elecciones es resultado de la admisibilidad de la corrupción,
de la cultura de la codicia, del afán generalizado
de especular en vez de producir. Se ha corrompido a
la sociedad además de las instituciones. La degradación
del país es a la vez fisica, socio-económica
y moral. La única legitimidad de los gobiernos
locales y regionales es favorecer un modelo destinado
a la quiebra. Y la participación ciudadana se
ha convertido en la expectativa de recibir las migajas
del negocio.
Pero
la fiesta se ha acabado. Y las voces críticas
que en los años pasados clamaban casi en el desierto,
excepto en sectores universitarios e intelectuales y
en movimientos sociales barriales y ecológicos,
ahora son audibles y escuchados. La historia afortunadamente
es dialéctica y a las dinámicas perversas
responden las de las resistencias y las alternativas.
JB