N. de la
R.: El texto que se reproduce a continuación
pertenece al capítulo “Esto matará a aquello”, de la novela Nuestra Señora de París.

Que
nuestros lectores nos perdonen si nos detenemos un momento para
analizar el sentido que se ocultaba tras aquellas palabras enigmáticas
dichas un poco antes por el archidiácono: Esto matará a aquello.
El libro matará al edificio.
Creemos
que este pensamiento tenía dos sentidos; era primeramente el pensamiento
de un cura; el espanto de un cura ante una circunstancia nueva cual era la imprenta. Era el miedo
y el deslumbramiento del hombre del santuario ante la prensa luminosa
de Gutenberg; eran el púlpito y el manuscrito; la palabra hablada y la palabra escrita, alarmadas
ante la palabra impresa; algo así como el estupor de un pajarillo
contemplando al ángel de la
Legión desplegando sus seis millones de alas.
Era como la voz del profeta que oye susurrar y afanarse a la humanidad
ya emancipada, que lee en el futuro y ve cómo la inteligencia
socava la fe y cómo las opiniones van acabando con las creencias,
cómo el mundo zarandea a Roma. Pronóstico del filósofo que ve
cómo el pensamiento humano volatilizado por la imprenta, se va
evaporando del frasco teocrático. Terror del soldado que al ver
el ariete de bronce, dice que su fortaleza será fatalmente abatida.
Aquello significaba que un poder iba a suceder a otro poder; quería,
en fin, significar: la imprenta hará sucumbir a la Iglesia.
Pero
bajo este pensamiento, el primero y el más elemental sin duda,
creemos que había otro más avanzado; un corolario del primero,
más difícil de deducir y más fácil de contradecir; una visión
filosófica no sólo para el cura, sino para el sabio y para el
artista. Era el presentimiento de que el pensamiento humano, al
cambiar de forma, cambiaria también en la expresión, que las
ideas capitales de cada generación no iban a tratarse ya del mismo
modo ni a escribirse de la misma manera; que el libro de piedra,
tan duro y perdurable, iba a ceder la plaza al libro de papel,
más sólido y más perdurable aún. Bajo este aspecto la vaga fórmula
del archidiácono encerraba un segundo sentido: significaba que
un arte iba a destronar a otro arte. Quería decir: la imprenta
matará a la arquitectura.
En
efecto, desde el origen de las cosas hasta el siglo XV de la era
cristiana inclusive, la arquitectura ha sido el gran libro de la humanidad, la expresión
principal del hombre en sus diferentes estadios del desarrollo,
sea éste bajo la forma de la fuerza o de la inteligencia.
Cuando
la memoria de las primeras razas se sintió demasiado llena de
cosas, cuando el bagaje de recuerdos del género humano se hizo
tan pesado y confuso que la palabra, desnuda y volátil, corría
el riesgo de perderse en el camino, fueron transcritos en el suelo
de la forma más visible, más duradera y más natural a la vez. Se selló cada tradición bajo un monumento.
Los
primeros monumentos fueron simples trozos de roca, que el hierro
no había tocado, dice Moisés. La arquitectura comenzó como toda
escritura; primero fue alfabeto. Se plantaba una piedra en el
suelo y era una letra y cada letra era un jeroglífico y sobre cada jeroglífico descansaba un grupo de ideas igual que hace el
capitel sobre la columna; fue así como actuaron las primeras
razas en todas partes, en todo instante y en toda la superficie
de la tierra. Así encontramos
la piedra erguida de los celtas, en la Siberia
asiática y en las pampas americanas.
Más
adelante se hicieron palabras y colocando una piedra sobre otra
se fueron acoplando las sílabas y el verbo intentó algunas combinaciones.
Palabras son el dolmen y el cromlech
de los celtas y los túmulos etruscos y el galgal
hebreo. Algunas de estas palabras, el túmulo básicamente, representan
nombres propios, pero a veces, cuando se disponía de muchas piedras
y de una gran extensión de terreno, se escribía una frase completa
y así tenemos el acumulamiento enorme en Karnac,
que sería ya toda una fórmula completa.
Finalmente
se hicieron los libros. Las tradiciones habían engendrado símbolos
bajo los cuales desaparecían como los troncos de los árboles bajo
su propio follaje y esos símbolos en los que creía la humanidad
iban creciendo multiplicándose, cruzándose y haciéndose cada vez
más complicados. Los primitivos monumentos no eran suficientes
para contenerlos y eran desbordados por todas partes, aunque aquellos
monumentos expresaran apenas una tradición ruda como ellos mismos,
sencilla, desnuda y a ras de suelo. El
símbolo necesitaba expandirse en el edificio y así la arquitectura
se desarrolló a la par que el pensamiento humano. Se convirtió
en un gigante de mil patas y mil cabezas y fijó, bajo una forma
eterna, visible y palpable, todo aquel simbolismo etéreo. Mientras
que Dédalo, que es la fuerza, medía, y mientras Orfeo, que es
la inteligencia, cantaba, el pilar, que es una letra, el arco,
que es una sílaba, la pirámide, que es una palabra, puestos todos
a la vez en movimiento por una ley geométrica y por una ley poética,
se agrupaban, se combinaban, se amalgamaban, bajaban, subían,
se yuxtaponían sobre el suelo, se escalonaban en el cielo hasta
escribir, al dictado de la idea general de una época, aquellos
libros maravillosos que eran los maravillosos edificios de la
pagoda de Eklinga, el Ramseidón de Egipto,
o el templo de Salomón.
Ahora
bien, la idea madre, el verbo, no se hallaba tan sólo en el fondo de todos aquellos
edificios sino también en la forma. El templo de Salomón, por ejemplo, no era únicamente
la encuadernación del libro sagrado, era él mismo el libro sagrado.
En cada uno de sus recintos concéntricos, los sacerdotes podían
leer el verbo traducido y manifestado a los ojos y así podían
seguir sus transformaciones de santuario en santuario hasta encerrarle
en su último tabernáculo bajo su forma más concreta, que aún seguía
siendo arquitectónica: el arca.

Y
así el verbo estaba encerrado en el edificio, pero su imagen estaba
en su envoltura como un rostro humano está sobre el sarcófago
de una momia. El pensamiento, la idea que ellos representaban se manifestaba no sólo en la forma de
los edificios sino en el emplazamiento que escogían para erigirlos. Según que el símbolo que
quisieran expresar fuera ligero o grave, Grecia coronaba sus montañas
con un templo armonioso a la vista, la India excavaba las suyas para
cincelar en ellas esas deformes pagodas subterráneas, sustentadas
por gigantescas hileras de elefantes de granito.
Así,
durante los seis mil primeros años de la humanidad, desde la más
remota pagoda del Indostán hasta la
catedral de Colonia, la arquitectura ha representado a la escritura
del género humano. Y esto es tan cierto que no sólo cualquier
pensamiento religioso sino cualquier pensamiento humano tienen
en este inmenso libro su página y su monumento.
Toda
civilización tiene su origen en la teocracia y su fin en la democracia
y esta misma ley de libertad, sucesora de la unidad, también aparece
escrita en la arquitectura. No
nos cansaremos de insistir que no hay que creer que la albañilería
solamente tenga poder para edificar templos o para expresar los
mitos o los símbolos sacerdotales o para transcribir en jeroglíficos,
en páginas de piedra, las tablas misteriosas de la ley; llega
un momento en toda sociedad humana en que el simbolismo sacro se gasta y se oblitera
bajo el pensamiento libre cuando el hombre se libera del sacerdote
o cuando la excrescencia de las filosofías y de los sistemas roe
la faz de la religión; si esto fuera así, la arquitectura no sería
capaz de reproducir este nuevo estado del espíritu humano, pues
sus páginas escritas por el anverso estarían vacías por el reverso,
su obra quedaría truncada y el libro resultaría incompleto.
Tomemos,
por ejemplo la Edad Media en la que vemos
más claro por estar más cerca de nosotros. Durante su primer período,
mientras la teocracia organiza Europa, mientras el Vaticano organiza
y reúne a su alrededor los elementos de una Roma hecha con la Roma que yace derrumbada en
torno al Capitolio, mientras el cristianismo va buscando en los
escombros de la civilización anterior todas las capas de la sociedad
y reconstruye con estas ruinas un nuevo universo jerárquico en
el que el sacerdocio es la piedra angular, se oye primero manar
de entre aquel caos y luego poco a poco, bajo el soplo del cristianismo,
bajo la mano de los bárbaros, se ve surgir de los escombros de
las arquitecturas muertas, griega y romana, esta misteriosa arquitectura
románica, hermana de las construcciones teocráticas de Egipto
y de la India,
emblema inalterable del catolicismo puro,
inmutable y jeroglífico de la unidad papal.
En
efecto, todo el pensamiento de entonces está escrito en ese sombrío
estilo románico, dominado todo él por un sentimiento de autoridad,
de unidad, por un sentimiento impenetrable de absoluto, por todo
lo que se resume en fin, en Gregorio VII. El sacerdote en todas
partes; jamás el hombre, la casta siempre pero nunca el pueblo.
Pero llegan las cruzadas, que es un gran movimiento popular, y
como todo gran movimiento popular, cualesquiera que sean sus causas y
sus fines, desprende siempre de su último precipitado un espíritu
de libertad. Van a surgir novedades. He aquí que se abre el
período tempestuoso de las Jacqueries y de las
Praguerías y de las Ligas; y la autoridad se tambalea; la
unidad se divide. El feudalismo exige repartir con la teocracia,
en espera del pueblo que surgirá inevitablemente y que tomará,
como siempre, la parte del león. Quia nominor leo.
Así que el señorío aparece bajo el sacerdocio y más tarde el municipio
bajo el señorío; la faz de Europa ha cambiado y también lo ha
hecho la faz de la arquitectura; ha pasado la página, igual que
ha hecho la civilización, y el nuevo espíritu de la época la encuentra
dispuesta a seguir escribiendo bajo sus dictados. De las cruzadas
ha vuelto con la ojiva como las naciones con la libertad. Entonces,
mientras Roma se va desmembrando, la arquitectura románica muere.
El jeroglífico abandona la catedral y se va a blasonar las torres
para dar prestigio al feudalismo. La misma catedral, edificio
tan dogmático en otros tiempos, invadida
ya en lo sucesivo por la burguesía, por el pueblo y por la libertad,
se escapa del sacerdote
y cae en poder del artista y éste la construye a su gusto.
Adiós al misterio, al mito, a la
ley. Ahora es la fantasía y el capricho. El sacerdote,
con tal de disponer de su basílica y de su altar, no tiene nada
que objetar. Los cuatro muros pertenecen al artista. El
libro de la arquitectura no pertenece ya al sacerdocio, ni a la
religión, ni a Roma, sino a la imaginación, a la poesía al pueblo.
De ahí las numerosas y rápidas transformaciones de esta arquitectura
que con sólo tres siglos asombrosos de vida marcan un contraste
con la inmovilidad estancada de la arquitectura románica que tiene
seis o siete. Sin embargo, el arte avanza con pasos de gigante
y ahora es el genio y la originalidad populares quienes realizan
el trabajo que antes realizaban los obispos.
Cada
raza escribe al pasar, en ese libro, la línea que le corresponde;
tacha los viejos jeroglíficos románicos en el frontispicio de
las catedrales y apenas si se ve, aquí y allá, asomar el dogma
bajo el nuevo símbolo que en él deposita; el ropaje popular apenas
si permite adivinar la osamenta religiosa y resultaría sumamente
difícil hacerse una idea de las libertades que, incluso para con
la iglesia, se toman los arquitectos. Son los capiteles, ornamentados
con monjes y monjas, acoplados vergonzosamente, como en la sala
de las chimeneas del Palacio de justicia de París; es el arca
de Noé esculpida con todas sus letras, como en el tímpano del
gran pórtico de la catedral de Bourges,
o es un monje báquico con orejas de burro y con el vaso en la
mano riéndose en las narices de toda la comunidad, como en el
lavabo de la abadía de Boscherville.
Existe en esta época, para el pensamiento escrito en la piedra,
un privilegio perfectamente comparable a nuestra
actual libertad de prensa; es la libertad de la arquitectura.
Y
esta libertad va más allá incluso pues a veces un pórtico, una
fachada o una iglesia entera presenta
un sentido simbólico totalmente ajeno al culto o incluso hostil
a la iglesia. Ya desde el
siglo XIII con Guillaume de París, o
con Nicolás Flamel en el XV, se están escribiendo esta clase de páginas
sediciosas. La misma iglesia de Saint-Jacques-de-la-Boucherie
es una muestra de esta oposición.
Como
entonces sólo en este sentido se permitía la libertad de expresión,
no había más posibilidad de manifestarla que con este tipo de
libros, llamados edificios. Sin utilizar esta forma de expresión,
habría sido quemado en la plaza pública por mano del verdugo,
cualquier manuscrito, si alguien hubiera sido lo bastante imprudente
como para correr tal riesgo. El pensamiento pórtico de la iglesia
hubiera asistido al suplicio del pensamiento libre. Así, pues,
como no se disponía de
otro camino que el de la construcción para expresarse, para salir
a la luz pública, todo el pensamiento se concentraba en ella
y de ahí la inmensa cantidad de catedrales que han cubierto Europa
en número tan prodigioso que, aun habiéndolo comprobado, apenas
si se le puede dar crédito.

Todas
las fuerzas materiales y espirituales de la sociedad convergían
en el mismo punto: la arquitectura. De
esta forma, so pretexto de edificar iglesias a mayor gloria de
Dios, el arte se desarrollaba en proporciones grandiosas.
Entonces
todo el que nacía poeta se hacía arquitecto. El genio esparcido entre
las masas, comprimido por codas partes bajo el feudalismo, como
bajo una tortuga de escudos de bronce, no encontrando otras salidas
que la arquitectura, se encaminaba hacia ese arte y sus Ilíadas
tomaban forma de catedrales y todas las demás manifestaciones
del arte se situaban obedientes bajo la disciplina de la arquitectura. Eran
los obreros de aquella magna obra. El arquitecto, el poeta, el
maestro totalizaba en su persona la escultura que cincelaba en
las fachadas, la pintura con que iluminaba las vidrieras, la música
que animaba sus campanas y que insuflaba en sus órganos. Incluso
la pobre poesía propiamente dicha, la que se obstinaba en vegetar
en los manuscritos, para ser considerada en algo, estaba obligada
a encuadrarse en los edificios bajo la forma de himno o de prosa
aunque, bien mirado, era el mismo papel que habían jugado las
tragedias de Esquilo en las fiestas sacerdotales de Grecia o el
Génesis en el templo de Salomón.
De
esta forma, y hasta Gutenberg la arquitectura
es la escritura principal, la escritura universal. La Edad Media ha escrito
la última página de este libro granítico, que había tenido su
origen en Oriente y que había sido continuado por la antigüedad
griega y romana. Por otra parte el fenómeno de una
arquitectura popular sucediendo a una arquitectura de casta,
como hemos visto en la Edad Media, se repite
como todo movimiento análogo de la inteligencia humana, en las
otras grandes épocas de la
historia. Así ocurre, para no evocar aquí más
que someramente una ley que exigiría ser desarrollada en varios
volúmenes, en el alto Oriente, cuna de los tiempos más primitivos
después de la arquitectura hindú; en la arquitectura fenicia,
madre opulenta de la arquitectura árabe; en la antigüedad, después
de la arquitectura egipcia, de la que el estilo etrusco y los
monumentos ciclópeos no son más que una variedad; en la arquitectura
griega, de la que el estilo romano no es sino una prolongación
recargada de la cúpula cartaginesa; en los tiempos modernos, después
de la arquitectura románica; en la arquitectura gótica; y desdoblando
estas tres series, encontraremos el mismo símbolo en las tres
hermanas mayores, es decir: la arquitectura hindú, la arquitectura
egipcia y la arquitectura románica.
El
símbolo sería la teocracia, la casta, la unidad, el dogma, el
mito; Dios, y para las tres hermanas menores, la arquitectura
fenicia, griega y gótica, sea cual sea la diversidad de forma
inherente a su naturaleza, encontraremos igual sentido, es decir:
libertad, pueblo, hombre.
Llámese
brahmán, mago o papa en las construcciones hindúes, egipcias o
románicas, se adivina siempre al sacerdote y nada más; sin embargo,
todo es diferente en la
arquitectura popular; son más ricas y menos sagradas; en la
fenicia se adivina al mercader, en la griega al republicano y
en la gótica al burgués.
Las
características generales de toda arquitectura teocrática son
la invariabilidad, el horror al progreso, la conservación de la
línea tradicional, la consagración de los tipos primitivos, la
sumisión continua de todas las formas del hombre y de la naturaleza
a los caprichos incomprensibles del símbolo. Son libros tenebrosos
que sólo los iniciados saben descifrar. Además cualquier forma,
cualquier deformidad incluso, encierra un sentido que la hace
inviolable. No pidáis a las construcciones hindúes, egipcias o
romanas que reformen su proyecto o mejoren su estatuaria pues
todo perfeccionamiento
les parece impiedad. Se diría que en esas arquitecturas la
rigidez del dogma se haya extendido a la piedra como una segunda
petrificación.
Por
el contrario, los caracteres generales propios de las construcciones
populares son: variedad, progreso, originalidad, opulencia y cambio continuo. Se
encuentran lo suficientemente independizadas de la religión como
para pensar en su belleza, para cuidarla, para modificar incensantemente
los adornos de estatuas o arabescos; en una palabra, pertenecen
al siglo y tienen en consecuencia algo humano que mezclan continuamente
con el símbolo divino bajo el que aún se producen. De ahí esos
edificios asequibles a cualquier alma, a cualquier inteligencia
o a cualquier imaginación, simbólicas todavía, pero fáciles de
comprender como la naturaleza misma. Entre la arquitectura teocrática
y ésta existe la misma diferencia que entre una lengua sagrada
y una lengua vulgar, entre el jeroglífico y el arte, entre Salomón
y Fidias.
Si
resumimos lo que hemos expuesto hasta aquí muy someramente pasando
por alto mil pruebas y miles de objeciones de detalle, llegamos
a esto: la arquitectura
ha sido hasta el siglo XV el registro principal de la humanidad;
en ese intervalo no ha aparecido en todo el mundo el más mínimo
pensamiento, por complicado que haya sido, que no se haya hecho
piedra en un edificio; toda idea popular, como toda ley religiosa,
ha tenido sus monumentos; en fin, que no ha existido pensamiento
importante que no haya sido escrito en piedra.
¿Y
por qué? Porque cualquier pensamiento, religioso o filosófico
tiene interés en perpetuarse, porque cualquier idea que haya sido
capaz de conmover a una generación, quiere arrastrar otras ideas
y dejar su huella. Ahora bien, ¿no es muy precaria la inmortalidad
de un manuscrito? ¿No es mucho más sólido, duradero y resistente
un edificio que la expresión de un libro? Basta la simple antorcha
de un turco para destruir la palabra escrita, pero para poder
demoler la palabra hecha piedra, se precisa de una revolución
social, de una revolución terrestre. Los bárbaros han pasado sobre
el Coliseo y tal vez el diluvio haya pasado también sobre las
pirámides.
En
el siglo XV todo cambia.
El
pensamiento humano descubre un medio de perpetuarse no sólo más duradero
y más resistente que la arquitectura, sino también más fácil y
más sencillo. La arquitectura queda destronada. A las letras
de piedra de Orfeo van a suceder las letras de plomo de Gutenberg.
El
libro va a matar al edificio.

La
invención de la imprenta es el acontecimiento más grande de la
historia; es la madre de todas las revoluciones; es el modo de expresión de la
humanidad que se renueva totalmente; es el pensamiento humano
que se despoja de una forma para vestirse con otra; es, en una
palabra, el definitivo cambio de piel de esta serpiente simbólica
que desde Adán representa la inteligencia.
Bajo
la forma de imprenta el pensamiento es más imperecedero que nunca;
es volátil a indestructible.
Se mezcla con el viento. Con la arquitectura se hacía montaña
y se apoderaba con gran fuerza de una época y de un lugar; ahora
se convierte en bandada de pájaros, se disemina a los cuatro vientos
y ocupa al mismo tiempo todos los lugares del espacio y del aire.
Lo
repetiremos una vez más. ¿Quién no es capaz de ver que de esta
forma el pensamiento es mucho más indeleble? De sólido que era
se ha hecho vivaz, pasa de ser duradero a ser inmortal; se puede demoler una masa pero, ¿cómo extirpar
la ubicuidad? Ya puede venir un diluvio que aunque la montaña
haya desaparecido bajo las olas, los pájaros seguirán volando,
pues bastará con que una sola arca flote sobre el cataclismo para
que se posen en ella, sobrenaden con ella, asistan con ella al
reflujo de las aguas y el nuevo mundo que emerja del caos contemplará,
al despertarse, volar sobre él, alado y vivo, el pensamiento del
mundo sumergido.
Y
cuando se llegue a la conclusión de que este modo de expresión
es no sólo el más conservador, sino el más sencillo, el más cómodo,
el más práctico para todos; cuando se observe que no arrastra
consigo un enorme bagaje y que no necesita pasado instrumental;
cuando se compare la enorme
dificultad para traducir un pensamiento en piedra, utilizando
para ello la asistencia de cuatro o cinco artes y toneladas de
oro y montañas de piedra y bosques enteros de andamios y todo
un pueblo de obreros; cuando todo esto se compara al pensamiento,
que para hacerse libro no necesita más que un poco de .papel y
de tinta y una pluma, ¿cómo vamos a sorprendernos de que la inteligencia
humana haya cambiado la arquitectura por la imprenta? Cortad bruscamente
el lecho primitivo de un río; abrid un canal a un nivel inferior
y veréis cómo el río abandona su cauce. Igualmente puede observarse
cómo a partir del descubrimiento de la imprenta la arquitectura
se va desecando poco a poco, se atrofia y se desnuda. Cómo se
nota que las aguas bajan, que la savia se retira y que el pensamiento
de los tiempos y de los pueblos la abandona.
Este
enfriamiento es todavía insensible en el siglo XV, pues la prensa
es demasiado joven aún y no hace sino retirar a la poderosa arquitectura
un excedente de su abundancia de vida. Pero, a partir del siglo
XVI, la enfermedad de la arquitectura es visible; ya no es la expresión esencial de la sociedad y se convierte en un
miserable arte clásico. De ser gala, europea, indígena, se hace
griega y romana; de personal y moderna se hace pseudos-antigua.
Es a esta decadencia a la que llamamos Renacimiento. Decadencia
magnífica a pesar de todo, pues el viejo genio gótico, ese sol
que se pone tras la gigantesca prensa de Maguncia, ilumina aún, durante algún tiempo, con sus últimos
rayos, todo el amontonamiento híbrido de arcadas latinas y columnatas
corintias.
A
este atardecer es a lo que nosotros llamamos amanecer. Sin embargo,
desde el momento en que la arquitectura ya no es más que un arte
como otro cualquiera; en cuanto deja de ser el arte total, el
arte soberano, el arte tirano, carece
entonces de la fuerza necesaria para retener a las demás artes
y éstas se emancipan, rompen el yugo del arquitecto y cada
una se va por su lado y salen ganando en este divorcio.
El
aislamiento lo acrecienta todo. La escultura se hace estatuaria,
la imaginería se convierte en pintura y el canon en música. Algo
así como un imperio que se desmorona a la muerte de su Alejandro
y cuyas provincias se transforman en reinos. De ahí Rafael, Miguel
Ángel, Jean Goujon, Palestrina,
esos esplendores del deslumbrante siglo XVI.
Al
mismo tiempo que las artes, el pensamiento se emancipa por todas
partes. Los heresiarcas de la Edad Media habían mellado
fuertemente el catolicismo y es en el siglo XVI cuando se rompe
la unidad religiosa. Antes de la imprenta, la reforma no hubiera
sido más que un cisma, pero la imprenta la convierte en revolución.
Suprimid la prensa y la herejía quedará abatida. Fatal o providencial,
Gutenberg es el precursor de Lutero.

Sin
embargo, cuando el sol de la Edad Media se ha puesto
del todo, cuando el genio gótico se ha extinguido para siempre
en el horizonte del arte, la arquitectura se va desluciendo, se
decolora cada vez más y hasta llega a desaparecer; el libro impreso,
ese gusano roedor del edificio, la succiona y la
devora. La arquitectura se despoja, se deshoja
y adelgaza a ojos vista; se hace mezquina, se empobrece y hasta
se anula. Ya no es capaz
de expresar nada, ni siquiera el recuerdo del arte de lo que
fue en otro tiempo. Reducida a ella misma, abandonada por las
demás artes, porque el pensamiento humano la abandona, recurre
a artesanos en lugar de artistas y así el vidrio sustituye a las
vidrieras; el picapedrero reemplaza al escultor. Adiós, pues,
a toda la savia, a toda originalidad, a la vida y a la inteligencia. Se
arrastra como una triste mendiga de taller, de copia en copia.
Miguel Ángel, que desde el siglo XVI la sentía morir, había tenido
una última idea desesperada. Aquel titán del arte había amontonado
el Panteón sobre el Partenón y había creado San Pedro de Roma. Gran
obra que merecía ser única, última originalidad de la arquitectura,
firma de un artista gigantesco al pie de un colosal registro de
piedra que se cerraba. Pero muerto Miguel Ángel, ¿qué puede hacer
esta miserable arquitectura que se sobrevive a sí misma en estado
de espectro y de sombra? Toma San Pedro de Roma y lo calca, lo
parodia; es una manía lastimosa. Cada siglo tiene su San Pedro
de Roma: en el XVII el Val-de-Grâce,
en el XVIII Sainte-Geneviève. Cada país
tiene su San Pedro de Roma: Londres tiene el suyo y San Petersburgo
también; París tiene dos o tres. Insignificante testamento, último
desvarío de un gran arte decrépito que vuelve a su infancia antes
de morir.
Si
en lugar de monumentos característicos como los que acabamos de
citar examinamos el aspecto general del arte de los siglos XVI
al XVIII observaremos los mismos fenómenos de decaimiento y de
ruindad. A partir de Francisco II, la forma arquitectural del
edificio desaparece cada vez más y deja surgir la forma geométrica,
como el esqueleto huesudo de un enfermo raquítico. Las bellas
líneas del arte ceden su lugar a las frías e inexorables líneas del geómetra.
Un edificio ya no es cal sino un poliedro. Y sin embargo la arquitectura
se atormenta para ocultar esa desnudez. Así tenemos el frontón
griego incrustado en el frontón romano y al revés. Siempre es
lo mismo; el Panteón en el Partenón, San Pedro de Roma. Así las
casas de ladrillo, enmarcadas en piedra de la época de Enrique
IV, o la
plaza Royale o la plaza Dauphine.
Así son las iglesias en tiempos de Luís XIII,
macizas, barrigudas, bajas, encogidas, cargadas con una cúpula
como una joroba, o la arquitectura de tiempos del cardenal Mazarino, el horrible pastiche italiano de las Quatre-Nations. Ahí tenemos aún los palacios de Luís XIV cual largos
cuarteles hechos para cortesanos; rígidos,
glaciales y aburridos, o los de Luís XV con sus adornos de
escarolas y todas las verrugas y todos los hongos que desfiguran
esa vieja arquitectura caduca, desdentada y presuntuosa. Desde
Francisco II hasta Luís XV el mal gusto ha ido creciendo en progresión
geométrica. Al arte sólo le queda ya la piel cubriéndole los huesos
y agoniza miserablemente.

Pero,
¿qué ocurre con la imprenta? Toda esta vida que se escapa de la
arquitectura se va concentrando en ella. A medida que la arquitectura
va perdiéndose, la imprenta
crece y se amplía. El capital de energía que el pensamiento
humano gastaba en edificios lo invierte ahora en libros. Por eso
en el siglo XVI la imprenta alcanza ya el nivel de la arquitectura
que va declinando; lucha con ella y acaba por vencerla. En el
XVII, la vemos ya soberana, triunfante, asentada en su victoria
para ofrecer al mundo la fiesta de un gran siglo literario. En
el siglo XVIII, después de un prolongadísimo descanso en la corte
de Luís XIV, coge de nuevo la espada de Lutero,
arma con ella a Voltaire y corre tumultuosa
al ataque de esta vieja Europa de la que ya ha matado la expresión
arquitectural y ya en los estertores del siglo lo ha destruido
todo. Hay que esperar el XIX para comenzar una nueva reconstrucción.
Sin
embargo, preguntamos ahora, ¿cuál de las dos artes representa
en realidad, desde hace tres siglos, al pensamiento humano? ¿Cuál
de ellas lo traduce con más fidelidad? ¿Cuál de ellas consigue
expresar, no sólo sus manías literarias y escolásticas, sino también
su enorme, su profundo y universal movimiento?
¿Cuál se superpone constantemente sin rupturas y sin lagunas al
género humano que camina cual un monstruo de mil pies? ¿La arquitectura
o la imprenta?
La imprenta. No nos equivoquemos:
la arquitectura está muerta, ha muerto definitivamente; muerta
por el libro impreso; muerta
en fin porque dura menos y es más cara que el libro. Una catedral
cuesta capitales ingentes, así que imaginemos qué inversión no
sería ahora necesaria para volver a escribir el libro de la arquitectura
para hacer surgir de nuevo millones de edificios; para volver
a la época en que la cantidad de monumentos era tal que en boca
de un testigo ocular: “Habría podido decirse que el mundo, al
desperezarse, se había despojado de sus viejas ropas para cubrirse
con un blanco vestido de iglesias”. Erat enim ut ri
mundur, ipre
excutiendo semet, rejecta veturtate, candidam eccie.riarum vertem indueret (Glaber Radulphus).
¡Un
libro se hace tan pronto, cuesta tan poco y puede llegar tan lejos! ¡Cómo sorprenderse de que el pensamiento se deslice por esa pendiente!
No quiere esto decir que la arquitectura no produzca aún aquí
o allá un bello monumento, una obra maestra aislada. Se podrá
tener aún, bajo el reino de la imprenta, una columna hecha, supongo,
por todo un ejército, con cañones fundidos como se tenía, bajo
el reinado de la arquitectura, Ilíadas
y Romanceros, Mahabahratas y Nibelungos,
hechos por todo un pueblo con rapsodias amontonadas y fundidas.
El gran accidente de un arquitecto de ingenio podrá aparecer en
el siglo XX como el de Dante en el XIII, pero nunca
será ya la arquitectura el arte social y colectivo, el arte dominante.
El gran poema, el gran edificio, la gran obra de la humanidad
no se construirá ya, se imprimirá.
Y
aunque en lo sucesivo la arquitectura pueda manifestarse accidentalmente,
ya nunca será la dueña; seguirá el dictado de la literatura, a la
que antes dictaba ella su ley. Se invertirán las posiciones
respectivas de ambas artes. Es verdad que en tiempos de la arquitectura
los poemas, escasos, se parecían a los monumentos.
En
la India, Vyasa es espeso,
extraño, impenetrable como una pagoda. En el Oriente egipcio,
la poesía tiene, como los edificios, grandeza y serenidad de líneas;
en la Grecia antigua, la belleza,
el equilibrio, la calma; en la
Europa cristiana, la majestad católica, la ingenuidad
popular, la rica y lujuriante vegetación de una época de renovación.
La Biblia se parece a las pirámides,
la Ilíada al Partenón, Homero a Fidias. Ya en el siglo XIII Dante es la última iglesia románica y Shakespeare,
en el XVI, la última catedral gótica.

Así,
para resumir lo dicho hasta aquí de forma necesariamente incompleta
y truncada, diremos que el género humano tiene dos libros, dos
registros, dos testamentos: la arquitectura y la imprenta; la Biblia
de piedra y la
Biblia de papel. Sin duda alguna, al contemplar
las dos Biblias, tan hojeadas y consultadas
a través de los siglos, nos estará permitido el añorar la majestad
visible de la escritura de granito; esos gigantescos alfabetos
formulados en columnatas, en pilones, en obeliscos; esa especie
de montañas humanas que cubren el mundo y el pasado, desde la
pirámide hasta el campanario, desde Keops
hasta Estrasburgo. Hay que releer el pasado en esas páginas de
mármol; hay que admirar y hojear constantemente el libro escrito
por la arquitectura, pero no hay que negar la grandeza del edificio
que eleva, a su vez, la imprenta.
Este
edificio es colosal. No sé qué hacedor de estadísticas ha calculado
que colocando uno sobre otro todos los volúmenes salidos de la
imprenta, desde Gutenberg, se llenaría
el espacio existente entre la tierra y la luna. Pero no es de esta clase de grandeza de la
que queremos hablar. Sin embargo cuando se intenta abarcar con
el pensamiento una imagen total del conjunto de las producciones
desde la imprenta hasta nuestros días, ¿no se nos aparece este
conjunto como una inmensa construcción, teniendo por base al mundo
entero, en la que la humanidad trabaja sin descanso y cuya monstruosa
cabeza se pierde entre las brumas profundas del futuro? Es como
el hormiguero de las inteligencias,
la colmena adonde todas las imaginaciones, esas abejas doradas,
llegan con su miel; es la torre de los mil pisos. Por aquí y por
allá se ven desembocar en sus rampas las cavernas tenebrosas de
la ciencia que se cruzan en sus entrañas.
En
todas partes de la superficie el arte hace proliferar ante los
ojos sus arabescos, sus rosetones y sus encajes. Allí cada obra
individual, por caprichosa y aislada que parezca, tiene su sitio
y su resalte. La armonía procede del conjunto. Desde la catedral
de Shakespeare hasta la mezquita de Byron,
mil campanarios se agrupan y se entremezclan en esta metrópoli
del pensamiento universal. En su base se pan escrito algunos antiguos
títulos de la humanidad que la arquitectura no había registrado.
En la entrada, a la izquierda, se ha sellado el viejo bajorrelieve
en mármol blanco de Homero; a la derecha, se yerguen las siete
cabezas de la
Biblia políglota. Más allá se eriza la hidra
del Romancero y algunas otras formas híbridas como los Vedas y
los Nibelungos. Ocurre además que el prodigioso edificio se mantiene
inacabado y la imprenta, esa máquina gigante que bombea sin cesar
toda la savia intelectual de la sociedad, vierte incesantemente
nuevos materiales para la obra. Todo el género humano está en ese andamiaje y
cada inteligencia es uno de sus obreros. El más humilde coloca
una piedra o tapa un agujero y cada día se coloca una nueva hilada.
Restif de la
Bretonne aporta su
cesto de cascotes. Independientemente de la aportación original
a individual de cada escritor existen aportaciones colectivas.
El siglo XVIII concurre con su Enciclopedia, la revolución aporta
su Monitor Universal. Naturalmente que se trata de una construcción
que crece y se completa en espirales sin fin y en donde se produce
también la confusión de lenguas; es una actividad incesante un
trabajo infatigable, un concurso entusiasta de toda la humanidad;
es el refugio prometido
a la inteligencia contra un nuevo diluvio o contra otra invasión
de los bárbaros; es la segunda torre de Babel del género humano.
VH
Víctor-Marie
Hugo, (Besançon, 1802 - París,
1885) escribió Nuestra Señora
de París (“novela de los tiempos incompletos en que vivimos”)
en 1831. Es el escritor más reconocido del romanticismo francés
y desempeñó además una intensa actividad política, participando
activamente de las polémicas de su tiempo.
La
lectura de este texto despertó una gran angustia en el joven Frank Lloyd Wright,
impresionado por “la tragedia ocurrida a mi amada Arquitectura”.
De ahí, entre otras razones, su rechazo a la Basílica de San Pedro de Miguel Angel, “el Panteón puesto encima del Partenón”, una “cúpula
bastarda”, a diferencia de Santa Sofía…
Sobre
la capacidad comunicativa de la
Arquitectura, ver también la presentación
de este número de café
de las ciudades.