
Hoy se habla de "revolución urbana". El
término no es exagerado, pues no se trata solamente
de la progresiva concentración de la población
en las áreas urbanas. Se modifica el modelo de ocupación
del territorio que no solamente es concentrado, también
es disperso y genera formas de urbanización difusa.
Se configuran regiones urbanas o zonas de urbanización
de alta intensidad que sería abusivo considerarlas
en su conjunto una gran ciudad. El discurso sobre la revolución
urbana con frecuencia ha sido catastrofista, pero también
ha sido triunfalista: movilidad y centralidades al alcance
de todo el mundo; más oportunidades de acceso y de
elección con respecto al trabajo, la educación,
la cultura, el ocio, las relaciones sociales; más
contacto con la naturaleza; más posibilidades de
participación política gracias a la socialización
de las nuevas tecnologías; y, en general, más
autonomía, más libertad y más calidad
de vida para los individuos.
La realidad,
sin embargo, es muy diferente. A escala territorial nos
encontramos con segregación y desigualdades sociales.
La diversidad de elecciones posibles y la mayor autonomía
individual es un mito para mucha gente. El mercado que domina
el suelo y la construcción se conjuga con las debilidades
de las políticas públicas locales y determinan
un urbanismo caracterizado por la especulación y
la corrupción. La lógica del capital financiero
global impone un discurso de la competitividad que tiende
a destruir el capital fijo local, el patrimonio físico,
económico y sociocultural.
La multiplicación
de los organismos públicos y la fragmentación
de los territorios produce opacidad política de las
decisiones y reduce la participación política
y la democracia ciudadana a un juego teatral inoperante
o a una conflictividad asimétrica, es decir, a la
no correspondencia entre las políticas urbanas reales,
las oposiciones sociales y los ámbitos de relación
entre instituciones y movimientos ciudadanos.
Es decir,
la revolución urbana es una realidad pero las esperanzas
que suscita se convierten en frustraciones. O quizás
hay que decir que muy a menudo se percibe más la
contrarrevolución impulsada por la alianza impía
entre actores económicos (propietarios de suelo,
promotores y constructores y grupos inversores) y actores
políticos (locales y/o nacionales).
Los
movimientos ciudadanos de oposición o resistencia,
a menudo valiosos pues comportan fermentos destinados a
realizar las esperanzas de la revolución urbana,
son hoy por hoy débiles o dispersos, centrados en
ámbitos y reivindicaciones muy locales, a menudo
más de oposición (el aquí no) que de
alternativa, incluso en algunos casos más motivados
por la defensa de posiciones adquiridas que orientados por
una concepción democrática del conjunto de
la ciudad-región urbana. Actualmente hay más
revolución que revolucionarios.
Y sin
revolucionarios es inevitable que la revolución derive
en contrarrevolución.
JB y MM